El autor de Trilogía sucia de La Habana cierra su célebre Ciclo de Centro Habana con una novela sobria y autobiográfica, en la que las latencias inexpresadas son tan importantes como la palabra escrita. El protagonista sigue siendo el mismo, Pedro Juan, un hombre que apura la vida a tragos, parco en palabras, amante del ron y de las negras de Centro Habana. En la idea de ganar algo de distancia y soledad, Pedro Juan se refugia en una casita de Guanabo junto a la costa, a pocos kilómetros de la capital cubana, pero sus intentos de poner orden chocan con una vida excesiva y excitante, acechada por las angustias y las pasiones. Una obra más cercana a Raymond Carver que a Bukowski, escrita a ritmo de salsa y con pulso maestro, que crece a cada página como la corriente del Golfo.
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El autor de Trilogía sucia de La Habana cierra su célebre Ciclo de Centro Habana con una novela sobria y autobiográfica, en la que las latencias inexpresadas son tan importantes como la palabra escrita. El protagonista sigue siendo el mismo, Pedro Juan, un hombre que apura la vida a tragos, parco en palabras, amante del ron y de las negras de Centro Habana. En la idea de ganar algo de distancia y soledad, Pedro Juan se refugia en una casita de Guanabo junto a la costa, a pocos kilómetros de la capital cubana, pero sus intentos de poner orden chocan con una vida excesiva y excitante, acechada por las angustias y las pasiones. Una obra más cercana a Raymond Carver que a Bukowski, escrita a ritmo de salsa y con pulso maestro, que crece a cada página como la corriente del Golfo.
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Carne de perro
− Índice
Carne de perro
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PRÓLOGO · El escritor de Centro Habana, por Víctor Olcina
El mundo es muy peligroso
Soledad y silencio
No hay más respuestas
Infiel hasta la muerte
Y yo no tenía rumbo
Corazón de piedra
Come back from the night
Un macho vulgar y simple
Nada de amor
Muñeca
Perderme del mundo
No soporto a Shakespeare
Te pareces a Dick Tracy
A lo bestia
Tranquilo, tigre, nada nuevo
El escritor de Centro Habana
El escritor de Centro Habana
VÍCTOR OLCINA
Aquel era un buen lugar. Sucio, derruido, arruinado, todo hecho trizas, pero la gente parecía invulnerable. Vivían y agradecían a los santos cada día de vida y gozaban. Entre los escombros y la cochambre pero gozando.
—Pedro Juan Gutiérrez
El rey de La Habana
Lo mejor es la realidad. Al duro. La tomas tal como está en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya. Es fácil. Sin retoques. A veces es tan dura la realidad que la gente no te cree. Leen el cuento y te dicen: «No, no, Pedro Juan, hay cosas aquí que no funcionan. Se te fue la mano inventando». Y no. Nada está inventado. Sólo que me alcanzó la fuerza para agarrar todo el masacote de realidad y dejarlo caer de un solo golpe sobre la página en blanco.
—Pedro Juan Gutiérrez
Trilogía sucia de La Habana
Aquel era un buen lugar. Sucio, derruido, arruinado, todo hecho trizas, pero la gente parecía invulnerable. Vivían y agradecían a los santos cada día de vida y gozaban. Entre los escombros y la cochambre pero gozando,
—Pedro Juan Gutiérrez
El rey de La Habana
Lo mejor es la realidad. Al duro. La tomas tal como está en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya. Es fácil. Sin retoques. A veces es tan dura la realidad que la gente no te cree. Leen el cuento y te dicen: «No, no, Pedro Juan, hay cosas aquí que no funcionan. Se te fue la mano inventando». Y no. Nada está inventado. Sólo que me alcanzó la fuerza para agarrar todo el masacote de realidad y dejarlo caer de un solo golpe sobre la página en blanco.
—Pedro Juan Gutiérrez
Trilogía sucia de La Habana
Cuando apareció Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998), Pedro Juan Gutiérrez era un autor novel, pero no joven. Hasta el momento había ejercido el periodismo, apenas había publicado nada y vivía, como el protagonista de sus novelas, en una azotea vieja y arruinada de Centro Habana. Dedicaba las noches a escribir y las mañanas a luchar los pesos en empleos y negocios callejeros para salir adelante en el ambiente de pobreza y desesperanza que fue la Cuba posterior a la caída del muro de Berlín.
«Yo escribí Trilogía sucia como una terapia para mí», se confesaba con Stephen J. Clark en una entrevista para la Delaware Review of Latin American Studies (vol. 2, n. 1). «Son todas las cosas que me iban sucediendo a mí, que iba viendo en este barrio. Algunas cosas no me sucedían a mí pero le sucedían a los vecinos, a la vecina de al lado, y todo eso lo fui incorporando diariamente, elaborándolo y reelaborándolo».
El manuscrito llegó a Jorge Herralde en el otoño de 1997 a través de Elena Errázuriz, el enlace en La Habana de la agente Anne-Marie Vallat. El veterano editor de Anagrama se entusiasmó con la obra y la publicó inmediatamente, en el otoño del año siguiente. Lo que siguió después es historia. Trilogía fue traducida a 22 idiomas, elogiada por otros grandes escritores como Roberto Bolaño o Rafael Chirbes y aclamada por la crítica como una de las grandes revelaciones de la literatura hispanoamericana contemporánea.
A continuación del éxito de Trilogía vendrían otros títulos, publicados también en Anagrama: El rey de La Habana (1999), Animal Tropical (2001), El insaciable hombre araña (2002) y Carne de perro (2003). Pedro Juan Gutiérrez fue elevado a la categoría de estrella del rock en Brasil, apareció un documental titulado Animal tropical en Canadá, y el director de cine Agustí Villaronga dirigió una adaptación de su segunda obra a la gran pantalla.
Esta serie de cinco libros sería bautizada como El ciclo de Centro Habana, un recorrido que debía leerse desde el principio hasta el final. En todos ellos, La Habana y los habaneros están ahí para que uno los conozca, y después de completado el Ciclo, todo, la jerga cubana, la música, las mujeres y los hombres, forman parte de uno como si los hubiera conocido de verdad. Ése es el gran logro de Pedro Juan Gutiérrez: haber creado un mundo sórdido, miserable y maravilloso, pero rigurosamente real, poblado de personas veraces que luchan y aman y follan y trabajan, y a veces caen y otras siguen adelante. Como lector, uno puede vivir bien y durante mucho tiempo en ese mundo, como se puede vivir en Winesburg Ohio, Yoknapatawpha o Macondo.
Pedro Juan Gutiérrez es el narrador en primera persona de sus relatos, y su mejor personaje [1]. Se trata de un hombre de mediana edad, bien plantado, «con un tareco de 18 centímetros», que apura la vida a tragos. De humor cáustico y parco en palabras, bebedor de ron, mujeriego insaciable (Bolaño lo llamó «prometeo sexual desencadenado»), amante de las negras y mulatas de Centro Habana, escritor y vividor. Por supuesto, todo esto ha dado lugar a muchos malentendidos. Sin embargo, Pedro Juan está lejos de ser «un macho vulgar y simple», como se refiere a él en una ocasión un personaje de Carne de perro. Al contrario de otros escritores con quienes se le ha comparado, las mujeres de sus relatos son tan creíbles que «se levantan y arrojan sombra», como diría Faulkner. Al contrario de Bukowski, no se deja caer en escenas de patetismo y abandono. Pedro Juan Gutiérrez es la voz del sentido común, aspira al estoicismo y sabe contenerse cuando debe hacerlo. Es el hombre sabio que nos muestra lo que hay y lo que debe hacerse, y posee una clase muy valiosa de elegancia que consiste en conservar la dignidad incluso cuando todo está perdido.
Unas breves notas pueden ayudar a entender mejor al escritor y al hombre. Pedro Juan Gutiérrez nació en Matanzas (Cuba) en 1950, y pasó buena parte de su infancia leyendo cómics y revistas de importación. Más adelante vendrían las lecturas serias, Truman Capote, Salinger, Hemingway y todos los grandes escritores norteamericanos. También los films italianos y franceses de la época, que después de la revolución se estrenaban en Cuba antes que en ninguna otra parte. Durante su juventud trabajó como vendedor de helados y periódicos, como instructor de kayaks, cortador de caña de azúcar, obrero agrícola, soldado, locutor y finalmente periodista. A raíz de la crisis de los noventa, la revista para la que trabajaba, Bohemia, comenzó a editarse cada vez con menor frecuencia. Ganaba cada vez menos, trabajaba poco. Se vio obligado a volver a ganarse la vida con diversos oficios, que iban desde recogedor de basura hasta jinetero ocasional. Así germinó la idea de una escritura tan real y flexible que no pareciese literatura. Sobria, afilada, abundante en diálogos y dotada de un sentido del humor ácido y corrosivo. Pero la aparente facilidad de su escritura es engañosa. Detrás hay una labor implacable. Una labor y una técnica que le llevó treinta años aprender, según él mismo confiesa.
Carne de perro se encuentra al final de todos esos esfuerzos. Consta de dieciséis relatos que se leen como una novela fragmentada. Su protagonista es el mismo de Trilogía, Pedro Juan, que, en la idea de ganar algo de distancia y soledad, se refugia en una casita de Guanabo junto a la costa, a pocos kilómetros de la capital cubana. Pero sus intentos de poner orden chocan con una vida excesiva y excitante, acechada por las angustias y las pasiones. Una obra muy cercana a Raymond Carver, escrita con pulso maestro, que crece a cada página como la corriente del Golfo y culmina con algunos de los mejores diálogos, y uno de los mejores personajes femeninos, de la obra de Pedro Juan Gutiérrez.
Originalmente, el libro fue publicado por Anagrama en 2003, pero hoy la edición de esa editorial es imposible de encontrar. Los escasos ejemplares que circulan en librerías de viejo alcanzan a veces cifras astronómicas, y Anagrama ha preferido abstenerse de reeditarlo. Para STIRNER es un placer ayudar a los lectores de Pedro Juan a completar su lectura del ciclo de Centro Habana.
Carne de perro
Carne de perro
Me despierto con la boca reseca, dolor de cabeza y un poco de resaca. El ron de anoche era demasiado malo. Y una botella completa. Tengo la tranca tiesa como un palo. Me acaricio y me pajeo un poco. Pienso en Flores. Mi madre tiene razón. Me gustan las pelandrujas, las mujeres de orilla, las putas y la mierda. Me levanto y abro una ventana. Necesito aire puro. Bueno, a estas alturas de la vida no debo pedir tanto. Basta con un poco de aire fresco. Ahí está el patio de tierra, el almendro y el framboyán. El amanecer, húmedo y con un poco de niebla. Sigo con la tranca erecta como una estaca, pero no voy a caer en la tentación de Flores. Presiento que tiene alguna enfermedad. Ladillas, gonorrea, sífilis, sida. ¿Quién sabe? Esa mulata es demasiado cochina. No puedo meterle el rabo. No, no. Tranquilo, nené.
Me gusta este paisaje medio campestre de El Calvario. Los solares vacíos y cubiertos de hierba. Más allá la autopista sur y más lejos la enorme llanura, inútil y verde. Recuerdo aquella época aburrida, quince años atrás. Desde mi apartamento, en el cuarto piso, sólo se veía un aserradero y otros edificios, idénticos todos. Y yo atrapado con los horarios y la responsabilidad. Nunca sucedía nada. Todos éramos buenos y correctos, obedientes, disciplinados. Ahora es lo contrario: todos somos malos e incorrectos. Las mujeres, callejeras, la gente cínica y perversa. Todos desesperados en una carrera loca y desenfrenada atrás del dólar nuestro de cada día. Hay que salir adelante como sea y dejar atrás la mierda. Está bien. Me gusta. Al menos no es aburrido. Y la gente se ha quitado la careta. Nada de apariencias. Ahora es la época del caos y el vértigo. Garras y colmillos, al borde del precipicio.
Fui al baño. Oriné. Se me bajó un poco. Menos mal. Me lavé la cara. Fui a la cocina. Hice café. Bebí dos tazas y me dieron deseos de cagar. Al baño. A cagar. Con ese estímulo en el culo se me paró de nuevo.
¿Seguiré así todo el día? ¿De erección en erección? Terminé de cagar. Me lavé el culo con agua y jabón. También le eché un poco de agua fresca a la pinga. Se paró más. Estoy poniendo chiles mexicanos en la comida. ¿Será eso?
Me vestí, cogí mi libreta de notas y salí al patio. Me senté bajo el almendro. Debía anotar algo para un cuento, pero se me olvidó. Pensando en eso también olvidé la erección y se bajó sola. Ésa es la cosa. Hay que quitarle mente al sexo o uno puede volverse loco.
Tengo los últimos poemas de Raymond Carver.
Pobre tipo. Según Tess, el final de su vida no fue tan terrible. No lo creo. El final siempre es odioso y jodido. En fin, nada que hacer, el fresco de la mañana, los poemas de Carver, el silencio, el almendro y yo. Mi madre tiene razón: me cuido como un gallo fino. Lo mío es el ocio. Nací pobre por equivocación. Voy a la cocina por más café. Ya mi madre se levantó. Y comienza a hablar. ¿Será posible? No resisto que me hablen tan temprano. Son las ocho de la mañana.
—Vieja, no es bueno levantarse hablando.
—Ay, hijo, es que te vas dentro de un ratico y no voy a tener con quién hablar.
—Habla con los vecinos. Déjame leer.
Salgo de nuevo al patio, con la libreta de notas y el bolígrafo en la mano. Nada. No recuerdo ni cojones. ¡Pinga, coño, era una buena idea! Ester, la vecina de al lado, viene hasta la portadilla. Se sonríe hipócritamente:
—Buenos días, vecino. ¿Se puede?
—Sí, adelante.
Viene acompañada por un tipo. Ester tiene aspecto de tuberculosa. Está cadavérica y con la piel asquerosa. Debe de tener cincuenta años. Aparenta setenta. El tipo tendrá treinta. O poco más. A ella le gustan jóvenes. Debe de ser su singante. Se acercan. Saludan. Ella me presenta como si fuéramos grandes amigos:
—Mira, Ismael, éste es mi vecino de toda la vida.
Es de confianza. Habla sin miedo.
Ismael saca un troquel de acero. Lo trae envuelto en unos trapos. Lo desata y me lo muestra. También trae varias monedas de un peso.
—Mira, mi socio, este negocito es un vacilón. Con este troquel yo hice trescientas mil monedas. Trescientos mil pesos, en dos años. Es perfecto.
—No lo creo.
—¿Por qué no?
—Tenías que hacer más de cuatrocientas monedas diarias.
—¿Y qué? Tuve días de hacer mil. Yo solo, acere, sin ayuda. Cuando le coges el golpe, es rapidísimo. Y fácil.
—¿Y si es tan perfecto por qué lo vendes?
—Na’. Problemas que la vida le trae a los hombres. Dejé a mi mujer. Y la muy puta fue a la policía y me denunció.
—¿Y la policía está atrás de ti?
—Deja eso. Mira, si tú quieres te hago una demostración y te dejo el troquel baratico. Te lo puedo dejar en…
—Ése no es mi negocio, acere.
—Te lo doy en setecientos dólares.
—¡¿Estás loco?! ¡¿Setecientos?! Y setecientos que no tengo, son mil cuatrocientos.
—Te explico cómo es la aleación y te vas a quedar con el negocito. Se paga solo, en un par de meses, acere. Se usa plomo y cobre. O plomo y bronce. Y se dejan hasta que se oxiden y se pongan opacos. Yo te digo que es perfecto.
—Y yo te digo que no me dedico a eso. No me interesa.
Ester interviene:
—Oye, muchacho, es una fortuna lo que está vendiendo. Montamos el taller en mi casa y yo trabajo también. Al parejo tuyo. Yo no tengo dinero para comprar el troquel, pero…
—Pero nada, Ester. No quiero líos con la justicia. ¿Tú sabes cuánto están echando por falsificación? Veinticinco añitos en el tanque. Es más, no le digan a nadie que hablaron conmigo. Yo no sé nada…
Mi madre salió al patio. Venía furiosa hacia nosotros:
—¡Ester, hazme el favor de salir de mi patio inmediatamente! ¿Quién te dio permiso para entrar aquí? No quiero gente diabólica en mi casa. ¡Fuera!
Ester no le contestó. Dio la espalda y se marchó rápidamente. Ismael guardó el troquel y me miró, esperando respuesta.
—Nada, acere, nada. No estoy en eso. Mi madre siguió vociferando:
—¡Hay que tener poca vergüenza!
El tipo saca una cadena de oro y me la muestra:
—Mira, compadre, cómprame esto. Es de dieciocho quilates, veintitrés gramos. Te la dejo barata.
Mi madre lo empujó:
—¡Váyase de aquí usted también, con esa mujer diabólica! ¡Fuera de aquí! ¡Vendiendo cosas robadas!
Empujándolo, lo llevó hasta la portadilla y lo sacó fuera. Quedó sulfatada. Esperé a que se tranquilizara antes de hablarle. Supuse que eran broncas de vecinos. La llevé a la cocina y le pedí que se calmara:
—Te puede dar un infarto. Estás muy vieja para esas broncas. Ester no es mala gente.
—¡Carne de perro podría! Esa mujer tiene al diablo en la lengua. ¡No la quiero aquí!
—Cálmate, vieja, cálmate.
—Esa mujer mató a su madre. Eso no sirve. Es carne de perro.
—Todos somos carne de perro, vieja, no jodas.
Tranquilízate.
—¿Tú sabes por qué su madre murió con ese cáncer en la boca?
—¿Quién murió así?
—Olga, la madre de Ester.
—Ah, no lo sabía.
—Te lo dije veinte veces, que la pobre Olga se estaba muriendo.
—No me acuerdo.
—Porque no prestas atención. Yo te hablo y tú no oyes.
—En fin.
—Esa vieja y yo éramos muy amigas. Una tardecita nos pusimos a hablar en el patio y ella me contó que Ester no tiene dinero ni para comer, porque se lo da todo a los jovencitos. Se muere por acostarse con los hombres jóvenes. Es una viciosa.
—Normal. Es lógico.
—Entonces Olga me cuenta que ella pasó mucho trabajo porque tuvo que dejar su casa en el campo y venir pa’l pueblo. Ella sola y siete hijos.
—¡Cojones! Esa vieja era valiente.
—El marido se cayó en un pozo muy profundo y se ahogó. Entonces el hermano del hombre, cuñado de ella, la botó de la finca. Con los siete niños chiquitos.
—Coñó, qué tragedia.
—Bueno, pues vino pa’ La Habana. Dio vueltas trabajando de criada en casas de gente rica, en El Vedado, hasta que al final terminó de puta en el barrio de Colón.
—Está bien. Ganaba más y se divertía.
—Era muy bonita. Me enseñó fotos de aquella época. Acostaba a sus hijos a las seis de la tarde y salía a putear hasta el otro día. Dice que con cincuenta años todavía tenía buen cuerpo y puteaba todas las noches.
—¿Te contó eso?
—Éramos buenas amigas. Teníamos confianza. Pero a lo que voy: Ester se había escondido detrás del gallinero que tienen en el patio. Lo escuchó todo. Y saltó de pronto y le dijo a su madre: «¡¿Pa’ qué tienes que hablar tanto?! ¡Eso no le interesa a nadie! Ojalá te salga un cáncer en la lengua, vieja descará. Eres una chismosa. Lo haces pa’ humillar a tus hijos. Mucho que sufrimos por tu culpa, vieja puta, y todavía nos desprestigias también. ¡Eso no le interesa a nadie!».
—Ester tenía razón, mami. Si tú hubieras sido puta, yo no se lo diría a nadie.
—No es eso. Lo de menos es el chisme. Es que la maldijo tres veces con lo del cáncer en la lengua.
—Y el cáncer le salió.
—En pocos meses ya lo tenía. Y fue lo más asqueroso del mundo. Dos años de agonía para morirse. Se dice y no se cree.
—Vivir para ver.
—Pero todo en esta vida tiene su pago. Ahora a Ester se le está cayendo la piel a pedazos.
—Sí, parece un cadáver.
—Se está quedando ciega. Se le resecan la piel y las uñas, y se le caen a pedazos.
—¿Qué enfermedad es?
—Nadie sabe. Ha ido a todos los médicos y le mandan vitaminas.
—¡Cojones, verdad que esto es un calvario! Qué bien le pusieron el nombre a este barrio.
—Es verdad, hijo, se ha puesto muy malo. Antes no era así.
Guardamos silencio. Unos minutos. Creo que no pienso en nada. Me gusta. Un poco de vacío y de nada. El vacío y la nada es demasiado para nosotros. Inalcanzable. Mi madre, como es habitual, me interrumpe:
—Compré unas barajas españolas.
—¿Y eso?
—Creo que voy a tirar las cartas.
—No jodas, vieja, ¿qué tú sabes?
—He ido a muchas barajeras en mi vida. Y sé cómo es.
—Después de vieja vas a robar a los incautos.
—Eso no es robar. Es ayudar.
—Las barajeras buenas tienen una gracia espiritual y…
—Yo seré de las malas. Me da igual. Tú verás, en cuanto se las tire a dos o tres personas, enseguida voy a tener clientes. La gente está desesperada. Todos tienen problemas, necesitan ayuda. Y yo necesito dinero.
—Bueno, que te vaya bien en tu nuevo bisne. Voy echando.
—Siempre vienes con tanto apuro. Nunca podemos hablar.
—¿Hablar de qué?
—Hablar. De todo.
—No hables tanto.
Me miró desde su soledad y sentí que me decía: «Quédate un rato más». Pero no. Le di un beso y me fui.
***
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Notas al pie
[1] Con una sola excepción: El rey de La Habana y algunos cuentos aislados, narrados en tercera persona. ▲