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OBRA

Aunque hubo detractores del capitalismo desde los albores de la Edad Media, Thomas Hodgskin fue el primero en erigir una crítica del capitalismo sirviéndose de las herramientas de la ciencia económica. Esta primera tentativa, que habría de influir decisivamente en la obra de Karl Marx y de otros escritores socialistas, proviene además de un autor que frecuentó los círculos liberales de su tiempo y cuestionó con dureza las soluciones comunistas, proponiendo en su lugar la instauración de un libre mercado gestionado por los trabajadores mismos. Precedente indudable del «socialismo de mercado» y del «mutualismo» avant la lettre, Hodgskin se erige como una de las grandes figuras para entender el pensamiento político y económico moderno.

Consulta la ficha completa en nuestro catálogo.

Aunque hubo detractores del capitalismo desde los albores de la Edad Media, Thomas Hodgskin fue el primero en erigir una crítica del capitalismo sirviéndose de las herramientas de la ciencia económica. Esta primera tentativa, que habría de influir decisivamente en la obra de Karl Marx y de otros escritores socialistas, proviene además de un autor que frecuentó los círculos liberales de su tiempo y cuestionó con dureza las soluciones comunistas, proponiendo en su lugar la instauración de un libre mercado gestionado por los trabajadores mismos. Precedente indudable del «socialismo de mercado» y del «mutualismo» avant la lettre, Hodgskin se erige como una de las grandes figuras para entender el pensamiento político y económico moderno.

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Un Barry Lyndon en
la era del vapor

Un Barry Lyndon en la era del vapor

VÍCTOR OLCINA

Aunque hubo críticos del capitalismo desde los albores de la Edad Media, Thomas Hodgskin fue el primero en establecer una crítica del capitalismo sirviéndose de las herramientas de la ciencia económica. Aquel giro copernicano inevitablemente habría de influir en Karl Marx y en los escritores socialistas de todas las escuelas, y podría considerarse como la primera puesta en escena del movimiento obrero en el campo de las ideas.

En efecto, Thomas Hodgskin (1787-1869) era él mismo un obrero: su padre había trabajado toda su vida en los astilleros de Chatham, al sureste de Londres, y estrecheces económicas le obligarían a enviar al joven Thomas a servir como grumete en la Marina británica con tan sólo doce años. A partir de entonces, su vida transcurre como un pasaje de Barry Lyndon: la guerra contra Napoleón le ofrece la oportunidad de distinguirse y medrar hasta el rango de lugarteniente, viajar alrededor del globo y dedicar sus largas noches de guardia en alta mar a reflexionar sobre los problemas que más tarde ocuparán toda su energía. Si algo lamenta de esta época, dirá más adelante, es que le impidió formarse debidamente. A pesar de sus doce años de servicio, el carácter de Hodgskin se adapta mal a la disciplina naval; su determinación a «resistir con obstinación toda opresión de que era víctima», como dirá en 1813, le granjea severos castigos, que describe en An Essay on Naval Discipline (1813) y le abocan a abandonar el servicio militar. A su vuelta a la vida civil, Hodgskin emplea la media pensión que le había sido concedida para cultivar el intelecto. En Londres traba amistad con Francis Place, quien le introduce en el círculo de liberales londinenses, un grupo selecto que incluía algunas de las mentes más ilustres de su tiempo, como Jeremy Bentham, James Mill y el anciano William Godwin, pionero del anarquismo filosófico.

Es en este período cuando termina de forjar su pensamiento. Hereda de los economistas clásicos el recelo hacia el gobierno y la defensa del orden social espontáneo que nace de la propiedad privada, el intercambio voluntario y la armonía natural de intereses. En Travels in the North of Germany (1820) comenta incluso que «la prosperidad de una nación está en proporción inversa al poder y a la intervención de su gobierno», y entre 1846 y 1857 colabora como editor para The Economist, vocero por excelencia del librecambismo británico. Sin embargo, ello no le impide tomar partido por la lucha de los trabajadores desde posturas incluso revolucionarias. En 1823 funda el Mechanic’s Magazine, una revista pedagógica dirigida a educar a la gran masa de trabajadores industriales de la capital inglesa, y en 1824 cubre como reportero parlamentario los debates en la Cámara de los Comunes acerca de las Combination Acts, que prohibían la actividad sindical de los trabajadores para exigir mejores salarios y menos horas de trabajo. Es en ese contexto de profunda conflictividad social en que Thomas Hodgskin emprende la redacción del siguiente ensayo, En defensa del trabajo (1825), dedicado a argumentar la tesis de que sólo el trabajo es fuente de riqueza y que, por tanto, a él debe corresponder su producto.

¿Era Hodgskin, en cualquier caso, un socialista? Murray Rothbard ha sostenido que sus ideas oscilaban más bien entre el liberalismo radical y el anarquismo individualista. Pero algo así es difícil de sostener: él siempre rechazó el apelativo de anarquista y, de hecho, como se verá en el texto, reservaba una función reducida pero esencial al Estado. Su afinidad con el liberalismo es no obstante incuestionable: leyó con fruición a Smith, Ricardo, Mill padre y tantos otros, además de colaborar asiduamente con el mencionado The Economist. Sin embargo, la originalidad de Hodgskin radica en haber sido el primero —junto a William Thompson— que tomó los conceptos de la economía política liberal para atacar los cimientos del capitalismo. Es en ese sentido que el apelativo «socialista» adquiere significado, si bien con matices. De la teoría del valor trabajo desarrollada por Adam Smith y David Ricardo, según la cual el valor de toda mercancía está en relación con el trabajo que ha costado producirla, Hodgskin dedujo que los beneficios del capitalista derivan de pagar al trabajador por debajo de lo que realmente produce. De acuerdo con ello, los capitalistas drenan la riqueza de un país en perjuicio de la gran masa de trabajadores, y para remediar esta circunstancia Hodgskin propone una tercera vía entre liberalismo y comunismo —que ya por entonces sostenía William Thomas, anticipando en varias décadas el debate legendario que sostendrían Proudhon y Marx—: la toma de los medios de producción por parte de los trabajadores con la finalidad de lograr un mercado libre gestionado por los trabajadores mismos. Aquella propuesta, que constituye la gran contribución de Thomas Hodgskin al debate moderno y que podríamos describir como «socialismo de mercado» o incluso «mutualismo» avant la lettre, habría de influir indudablemente en el radicalismo de Proudhon, Benjamin Tucker y muchos otros.

La edición española que presentamos a continuación ha sido traducida directamente del original inglés, tal como fue publicado en 1825. En esta fecha el orden gremial y artesano todavía no había perecido de una vez por todas, y Hodgskin emplea con asiduidad los términos master (maestro) y journeyman (oficial), que se refieren al rango de los artesanos en la antigua jerarquía gremial, para referirse a patronos y obreros. Debido a que conservar tal vocabulario sería confuso e incomprensible al lector hispanohablante de nuestros días, hemos preferido en su lugar los términos «jefe» o «capataz» y «trabajador» u «obrero» en uno y otro caso. Por lo demás, hemos creído conveniente añadir cierto número de notas a pie de página para aclarar, explicar o corregir el texto original. Esperemos les sean de utilidad y enriquezcan su lectura.

Nota

Nota

En todos los debates acerca de la ley tramitada durante la última sesión del Parlamento, relativa a las asociaciones de trabajadores, se ha hecho mucho hincapié en la necesidad de proteger el capital. Los méritos del capital son por tanto una cuestión de considerable importancia que el autor de la presente obra, a tenor de esto, se ha visto inducido a examinar. Como resultado de este examen, es su opinión que todos los beneficios atribuidos al capital nacen de su colaboración con el trabajo cualificado. El autor se siente, a tenor de lo mismo, llamado a negar que el capital pueda reclamar justamente esa gran parte de la producción nacional que hoy se le adjudica. Se ha esforzado en mostrar que dicha parte es la causa de la pobreza del trabajador; y se atreve a afirmar que la condición de los trabajadores no puede mejorarse de forma permanente hasta que dicha teoría sea refutada, y está determinado a oponerse al hábito de darle prácticamente todo al capital.

THOMAS HODGSKIN
1825

En defensa del trabajo

En defensa del trabajo

En la actualidad, por todo el país existe una grave oposición entre capital y trabajo. Los trabajadores de casi cada gremio se asocian para obtener mayores salarios, y sus jefes acuden a la legislación en busca de protección. Esta oposición no sólo es de carácter físico, pues de ser así podríamos permanecer así por mucho tiempo, sino de argumento y raciocinio. Para los trabajadores sería posible obligar a sus patronos a cumplir con sus exigencias, pero deben convencer al público de la justicia de las mismas. La prensa tiene en el presente gran influencia sobre las cuestiones públicas; y de largo la parte más influyente y mayor de la misma ya ha tomado partido del lado de los capitalistas. A través de ella, sin embargo, y a través de la opinión pública, debe el trabajador hacerse camino hacia la legislación. Es muy posible que se pueda aterrorizar a los empresarios, pero no se puede obtener el apoyo de personas influyentes más que apelando a la razón. Sugerir algunos argumentos a favor del trabajo y contra el capital es mi principal motivo al publicar este panfleto.

Los trabajadores tienen la mala fortuna, entiendo, de estar rodeados por naciones en una peor condición política de la que gozamos aquí, en donde los trabajadores son pagados incluso peor que en nuestro país. Los trabajadores son todavía más desafortunados por descender de esclavos y siervos. La esclavitud personal y la servidumbre existieron en tiempos pretéritos en Gran Bretaña, y todos los trabajadores de hoy sufren aún las consecuencias del cautiverio sobre sus ancestros. Nuestras reivindicaciones por tanto nunca son juzgadas en base a los principios de justicia. El legislador y el capitalista siempre comparan nuestros salarios con los salarios de otros trabajadores; y sin referencia a lo que producimos, que debería ser el único criterio por el que se nos pagase, se nos acusa de insolentes y desagradecidos si pedimos más de lo que gozaba el esclavo de tiempos pretéritos, o de lo que disfruta hoy el esclavo medio famélico de otros países.

Gracias a los progresos de nuestra habilidad y conocimiento, el trabajo es ahora probablemente diez veces más productivo de lo que era doscientos años atrás; y se supone que debemos, caramba, contentarnos con la misma recompensa que por entonces recibían los siervos. Todas las ventajas que se derivan del progreso van al capitalista y al terrateniente. Cuando, al negársenos toda parte en el incremento de nuestra productividad, nos asociamos para obtenerla, se nos amenaza al instante con un castigo sumario y ejemplar. Se aprueban nuevas leyes contra nosotros, y si éstas se muestran insuficientes se nos amenaza con leyes todavía más severas.

La asociación no es por sí misma un crimen; por el contrario, es el principio que mantiene unidas las sociedades. Cuando el Estado supone su existencia amenazada, o el país en peligro, nos llama para asociarnos en pos de su protección. Las «asociaciones de trabajadores», sin embargo, dice el Sr. Huskisson, «tienen que ser suprimidas». Con frecuencia se han entablado alianzas con otros Estados, o se han organizado asociaciones para llevar a cabo una guerra y derramar sangre; con frecuencia se ha llamado a toda la nación para asociarse con la finalidad de saquear y masacrar súbditos inocentes de alguna nación vecina, y con frecuencia se han cubierto tales asociaciones con todos los epítetos de la gloria.

Ninguna otra asociación parece injusta o maliciosa, a la vista del Estado, excepto nuestras asociaciones para obtener la justa recompensa por nuestro trabajo. Es un crimen atroz a los ojos de nuestra asamblea legislativa, compuesta exclusivamente por capitalistas y terratenientes que no representan otro interés más que el suyo propio, que intentemos, por el medio que sea, obtener, para nosotros mismos y para la confortable subsistencia de nuestras familias, una parte mayor de nuestra propia producción que la que nuestros jefes deciden que nos corresponde. Los ministros han anticipado todos los vicios morales que alguna vez hayan asolado a la sociedad en caso de que perseveremos en nuestras reclamaciones. Para suprimir las asociaciones se han apartado de los principios que se tenían por sagrados desde hace más de doscientos años. Han promulgado incluso leyes que nos ponen en manos de la magistratura como si fuéramos vagabundos y ladrones, y en caso de ser acusados se nos condena sin ser casi ni escuchados, sin el privilegio y la formalidad de un juicio público.

Todo el sufrimiento que se nos ha causado, que incluso nosotros mismos nos hemos echado a las espaldas, ha sido para ventaja del capital. «El capital», dice el Sr. Huskisson, «huirá aterrorizado del país, y los pobres trabajadores, a menos que se les pare a tiempo, llevarán la ruina contra sí mismos y contra nosotros». «El capital», dice el marqués de Landsdowne, «tiene que ser protegido. Si sus operaciones no se dejan libres, si van a ser controladas por cuadrillas de trabajadores, abandonará el país en beneficio de otro más favorable». El capital, si debemos creer a estos políticos, ha mejorado Inglaterra, y la carencia de capital es la causa de la pobreza y los sufrimientos de Irlanda. Bajo la influencia de tales nociones, no hay leyes de protección del capital que puedan juzgarse demasiado severas, y pocas o ninguna persona, excepto los trabajadores, verán inadecuado o injusto el modo habitual en que se desprecian sus reclamaciones y hacen burla de su desgracia.

De hecho, la asamblea legislativa, el público en general y en especial nuestros jefes, deciden sobre nuestras reclamaciones solamente en referencia a la condición pretérita de los trabajadores, o en referencia a la condición de los trabajadores en otros países. Tratan de persuadirnos con el hecho de que no estamos tan mal como los harapientos campesinos irlandeses, que sufren bajo un sistema todavía más penoso que el que nos aflige a nosotros. En su opinión también nosotros estamos destinados a sufrir el mismo destino; puesto que se importa irlandeses en masa, presionando a la baja los salarios de nuestro propio trabajo. Por tanto, se nos niega toda esperanza, sea de convencer al público o de sonrojar de vergüenza a aquellos que viven en la opulencia con nuestro esfuerzo, y que se mofan de la pobreza y de los sufrimientos que causan, remitiéndonos a la pobreza de otras sociedades, sean presentes o pasadas. Para conseguir un mejor trato, los trabajadores deben apelar a los principios. Debemos dejar de prestar atención a cómo se pagaba a los trabajadores en el pasado y a cómo se les paga en otros países, para pasar a probar cómo deberían ser pagados. Debo admitirlo, ésta es una difícil tarea; pero la condición pasada de los trabajadores en este país, o su condición en el presente en otros países, no es un criterio que pueda guiar nuestras reclamaciones; debemos esforzarnos en ir más allá.

Las reclamaciones del capital, soy consciente de ello, están sancionadas por la costumbre casi universal; y hasta que el trabajador no se ha sentido oprimido por la misma no ha sido necesario oponerle argumento alguno. Pero ahora, cuando la práctica provoca resistencias, nos vemos forzados, si es posible, a descartar la teoría en que ésta se funda y justifica. En consecuencia, es contra esta teoría que mis argumentos van a dirigirse. Cuando hayamos establecido la cuestión, sin embargo, en relación a las pretensiones del capital o del trabajo, deberíamos avanzar sólo un paso hacia la determinación de cuál debería ser hoy el salario del trabajo. Las otras partes de la investigación deberán, confío, ser abordadas por otros de mis compañeros trabajadores, y yo habré de contentarme en el presente con el examen de las pretensiones de los capitalistas, tal y como se plasman en las teorías de la economía política.

Admito que la materia es de algún modo oscura, pero es necesario que los trabajadores comprendan y sean capaces de refutar las nociones establecidas acerca de la naturaleza y utilidad del capital. Los salarios fluctúan a la inversa de los beneficios; o los salarios suben cuando los beneficios bajan, o los beneficios suben cuando los salarios bajan; y por tanto los beneficios, o la parte de la producción nacional que va a parar al capitalista, están en oposición a los salarios, o la parte del trabajador. La teoría que reivindica los beneficios, y que presenta el capital y la acumulación de capital como principal resorte de progreso humano, es aquella que, digo, los trabajadores deben examinar en su propio interés, y que deben ser capaces de refutar antes de albergar cualquier esperanza en una mejora permanente de sus propias condiciones. En verdad, para los obreros es tan evidente que por su esfuerzo se produce toda la riqueza de la sociedad, que jamás ha pasado por su cabeza duda alguna en la materia. No es tal el caso de otras personas que, cada vez que los trabajadores reclaman salarios más altos, o se asocian para reclamar justicia, han oído poco o nada acerca de la necesidad de recompensar al trabajo por parte de la prensa o de la asamblea legislativa, sino más bien acerca de la necesidad de proteger al capital. Deben por tanto ser capaces de mostrar la vacuidad de la teoría en que se fundan las pretensiones del capital y las leyes opresivas promulgadas para su protección. Esto debería ser motivo suficiente, espero, para esforzarse en comprender las siguientes observaciones, dado que es el motivo por el que me dirijo a ellos, no tanto para mostrarles lo que debería recibir el trabajo como lo que el capital no debería recibir.

«El producto de la tierra», dice el Sr. Ricardo, «que es todo lo que se extrae de su superficie por medio del esfuerzo combinado de trabajo, maquinaria y capital, se divide entre tres clases de la sociedad: esto es, el propietario de la tierra, el propietario de la materia prima o el capital necesario para su cultivo, y los trabajadores de cuya industria depende el mismo». (Principles of Political Economy, Preface, p. 1, Second Edition).

«Es autoevidente», dice el Sr. M’Culloch, «que sólo tres clases, los trabajadores, los poseedores del capital y los propietarios de la tierra, están en cualquier circunstancia involucrados en la producción de mercancías. Es a ellos, por tanto, que debe corresponder todo lo que se extrae de la superficie de la tierra, o de sus entrañas, por la combinación de trabajo inmediato y de capital, o trabajo acumulado. Las otras clases de la sociedad no tienen otro ingreso que el que derivan voluntariamente o por medio de la coacción sobre estas tres clases».

La proporción en que se divide toda la producción entre las tres clases, se nos dice, se divide como sigue: «La tierra tiene diferentes grados de fertilidad». «Cuando, conforme progresa la sociedad, la tierra de segunda calidad (o de una calidad inferior a aquella que se cultivaba previamente) es puesta en cultivo, la renta inmediatamente comienza en aquella de primera calidad. La renta dependerá de la diferencia en calidad, y el monto de dicha renta dependerá de la diferencia en la calidad de estas dos porciones de tierra». (Principles of Political Economy). La renta, o aquella parte de la producción que va a los terratenientes, es, por tanto, en cada estadio de la sociedad, aquella producción excedente que se obtiene respecto de la tierra cultivada menos fértil dentro de los límites de una nación. Es más productiva la tierra más fértil que la tierra menos fértil cultivada. Producir y ceder tal excedente no debería romper el corazón de los trabajadores. La parte del terrateniente, por tanto, no sostiene la pobreza del trabajador [1].

La parte que pertenece al trabajador de la producción de un país, de acuerdo con esta teoría, son «las necesidades y comodidades requeridas para mantener al trabajador y a su familia; o aquella cantidad necesaria para permitir a los trabajadores subsistir y perpetuar su raza, sin incremento ni disminución». Con independencia de la verdad que haya en esta teoría en otros respectos, no hay duda de su acierto en éste en particular. Los trabajadores reciben, y no han recibido otra cosa jamás, que el precio de la subsistencia, y los terratenientes reciben el excedente de la producción de los suelos más fértiles, y todo el resto de la producción en éste y en otros países va al capitalista bajo el nombre de beneficio por el uso del capital.

El capital, que por tanto equivale a toda la producción del país, excepto la mera subsistencia del trabajador y el excedente productivo de la tierra fértil, es «el producto del trabajo», «son las mercancías», «es la comida que alimenta al trabajador, y las máquinas que usa»: por ese motivo estamos obligados a dar tal enorme cantidad de la producción total restante del país, una vez que hemos obtenido la subsistencia y se ha pagado la renta del terrateniente, por el privilegio de comer aquello que nosotros mismos hemos producido, y de usar nuestras propias capacidades en producir más. El capital, imaginará el lector, tiene que tener cierta propiedad maravillosa para que el trabajador deba pagar por su uso un precio tan exorbitante. De hecho, sus pretensiones se basan en tales propiedades maravillosas, y a ellas pretendo dirigir especialmente su atención.

Varios buenos y grandes hombres, a quienes debemos todos respetar y estimar, viendo que el capital obtenía una porción tan grande como he mencionado antes, y estando dispuestos, en apariencia, más a defender y explicar el presente orden de la sociedad que a elucidar cómo podría mejorarse, se han esforzado en señalar el modo en que el capital ayuda a la producción. De sus escritos extraeré algunos pasajes en que se explican sus efectos. Debo, sin embargo, rogar que no se entienda que lo hago injustamente. El único motivo por el que he seleccionado a estos autores, como representantes de los economistas, es que son con mucho los más eficaces y elocuentes defensores de la doctrina con que discrepo.

El Sr. M’Culloch dice:

***

[Continúa]

Notas al pie

[1] En todos los errores hay generalmente una base de verdad. En este caso, la base de verdad es la siguiente: hubo un tiempo en que el capital y los capitalistas proporcionaban un servicio inestimable. Cuando se fundaron los pueblos y ciudades de Europa, y se introdujeron en ellos las manufacturas, éstas se convirtieron en el refugio del campesinado oprimido y esclavizado, que de ese modo podía escapar de la tiranía feudal. Los capitalistas e industriales que habitaban las ciudades eran trabajadores cualificados, y en verdad daban empleo y protección a los campesinos. Les enseñaron artes útiles, y por tanto tomaron un carácter benefactor, tanto en relación a los pobres como al Estado. Eran infinitamente mejores que su alternativa, los señores feudales; y aún conservan mucho de aquel carácter que adquirieron entonces. La veneración que los hombres tributan al capital y a los capitalistas se funda en una suerte de noción supersticiosa y heredada de su utilidad en tiempos pretéritos. Pero hace tiempo que han reducido la vieja tiranía de la tierra a cierta insignificancia, al heredar todo su poder sobre la clase trabajadora. Ahora es, por tanto, momento de que los reproches que se dirigían en el pasado a la aristocracia feudal se dirijan al capital y a los capitalistas; o a aquella aristocracia aún más opresiva que se funda en la riqueza y se alimenta del beneficio. (N. del A.)