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RELATO BREVE

RELATO BREVE

MAYO 2017

Elogio encomiable
de la familia

Elogio encomiable de la familia

MANUEL JORQUES PUIG

Convencer a mamá de que lo mejor para ella —y para todos— era que se viniese a la ciudad, fue tarea imposible. Mamá estaba tan apegada a su vieja casa, a sus muebles, a sus cosas rudimentarias e inservibles, que alejarse del campo y de su pequeña aldea era peor que morirse.

—De aquí no me sacan si no es con los pies por delante —solía decir.

Tuvo que ser Melva, cómo no, la que consiguiera sacarla de allí a rastras, haciendo oídos sordos a sus lamentos, sus chillidos y sus pataleos, porque mamá, pese a tener ya cerca de noventa años, conservaba una vitalidad sorprendente e inaudita. Lo que no sabía mamá es que los médicos habían sido unánimes: apenas le quedaban unas semanas de vida. La enfermedad se había extendido por sus entrañas como una sombra taimada e implacable, y ya no cabía ninguna esperanza. Así que Melva adecentó la habitación de invitados y se la llevó a su amplio y confortable apartamento del centro.

Mamá se pasó cuatro o cinco días maldiciendo.

—No importa —nos tranquilizó Melva—, ya se le pasará el berrinche, ya veréis.

Pero no fue así. Muy al contrario, la ira de mamá se acrecentó hasta tal punto que era imposible siquiera visitarla, porque nos recibía a zapatazo limpio y gritando como una posesa. La misma Melva, sin duda la más decidida de todos los hermanos, comenzaba a dar muestras de flaqueza.

—Rechaza la comida —nos dijo—, agrede a Erik y a las niñas, tira cuanto encuentra contra la pared, blasfema, apenas duerme. Es un auténtico demonio.

Marcos, apiadándose de ella, se ofreció a tomarle el relevo, pero Melva se opuso.

—Mamá está que se muere, ya lo sabéis —señaló—. No creo que sea buena idea marearla con idas y venidas. Ya que está aquí, que aquí se muera y en paz.

A todo esto, ya había transcurrido más de una semana, y la verdad es que ni el ánimo ni las energías de mamá parecían desfallecer ante la enfermedad que la roía por dentro. Tanto era así, que los hermanos nos reunimos para hablar de nuevo con los médicos, sospechando que tal vez hubiese habido un error en el diagnóstico.

—Las pruebas son concluyentes —nos informaron, tras revisarlas una vez más—. En cualquier momento le empezarán a fallar los órganos vitales. Deben prepararse para lo peor.

Lo peor, sin embargo, ni siquiera hacía ademán de asomar la patita por debajo de la puerta. Mamá estaba acabando con la paciencia de Melva y, por adhesión, de toda la familia, sin ceder ni un ápice en su obstinado y terrible comportamiento.

—Ya ha pasado un mes y las cosas empeoran día a día. Dios tenga misericordia de nosotros —se quejaba Melva.

Justo cuando se cumplían las seis semanas de la llegada de mamá, Melva se derrumbó en el suelo de la cocina, fulminada por un infarto.

Ni que decir tiene que la terrible desaparición de Melva descabezó nuestra familia. De pronto, los restantes hermanos nos convertimos en un cobarde rebaño de ovejas que temblaba de zozobra ante el futuro. Todos pensamos, durante un momento, que Marcos volvería a ofrecerse para acoger a mamá y que de esa manera tomaría el timón de nuestra nave a la deriva, pero no dijo ni pío. Y eso que mamá cayó de pronto en un silencio atroz y en una actitud algo más dócil ante la comida y los cuidados. Por lo tanto, avergonzados pero sin dar nuestro brazo a torcer, decidimos echarlo a suertes.

Ganó —o perdió— Pablo.

Pablo asumió su nuevo rol con una envidiable entereza. El hecho de que fuese soltero aliviaba en cierto modo la situación en lo referente a posibles daños colaterales —Erik y las niñas estaban desconsolados y no querían ver a mamá ni en pintura— y el silencio persistente de mamá parecía anunciar el inicio de su pronosticado declive físico y de su consiguiente fatal desenlace.

Pero no. Mamá ya iba por los dos meses de supervivencia y la ausencia de gritos y malos modos que tanto martirizaron a Melva durante sus últimas semanas de vida dieron paso a una calma tensa e irrespirable.

—Me mira todo el tiempo —nos comentaba Pablo— con esos ojos que dan pavor y que parecen censurarme cuanto haga o diga.

Todos acudíamos regularmente a su destartalada casa y hacíamos lo que podíamos por echarle una mano con mamá. Uno llevaba la compra, otro se quedaba un rato por las mañanas mientras Pablo estaba en el trabajo, otro más cocinaba y limpiaba un poco, yo misma me encargaba de las mudas de ropa y sábanas; en fin, que en ningún momento dejamos a Pablo en la estacada. Y era cierto que mamá había enmudecido, y más cierto aún que su misma presencia resultaba incómoda y desagradable, sobre todo porque nosotros tampoco teníamos nada que decirle y porque pasábamos las hojas del calendario esperando que de una vez por todas cerrara los ojos para siempre.

A los cuatro meses, sin el consuelo de una simple nota, el pobre Pablo se quitó la vida.

Fue mamá la que nos anunció la mala noticia. Pablo se había ahorcado de madrugada en el salón y ella, al levantarse por la mañana, fue quien halló el cuerpo. Desde ese mismo instante, mamá comenzó a llorar. Lloraba y lloraba. Lloró desconsoladamente en el velorio, lloró afligidamente en el entierro, y en casa de Olivia, donde la forzamos a mudarse sin atender a sus quejas y objeciones —también hicimos oídos sordos a las de Olivia, por supuesto—, lloraba sin cesar, día y noche, noche y día, lloraba y lloraba y volvía a llorar.

—Mamá se nos va a disolver en lágrimas —se nos quejaba Olivia, desesperada.

Por mucho que la consoláramos, mamá no cesaba su llanto. Era tan lastimoso oírla llorar a todas horas, que la misma Olivia lloraba también a cada momento, y Eugenio, su marido, nos abría la puerta con los ojos húmedos y los niños nos saludaban entre sollozos, y aquella casa se fue volviendo tan triste y doliente que tuvimos que hacer de tripas corazón para no llevarnos a mamá a su casa del pueblo.

—Cómo la vamos a dejar morir allí sola —argumentó Marcos, entre suspiros, cuando alguna vez planteamos tal posibilidad.

Y fue el mismo Marcos, tras la infortunada muerte de Olivia en un desgraciado accidente doméstico que provocó que tuviésemos que internar a Eugenio en una clínica de reposo, quien no tuvo más remedio que acoger a mamá en su chalet adosado, lo cual tuvo como consecuencia —para escándalo de toda la familia— que su mujer y sus hijos lo abandonaran de la noche a la mañana.

Sin Melva, ni Pablo, ni Olivia, me tuve que multiplicar para auxiliar a Marcos con mamá. Gracias a Dios, mamá había dejado de llorar, pero ahora parecía haber caído en una especie de trance, porque dormía a todas horas y se nos hacía muy dificultoso despertarla un momento para alimentarla y asearla.

—Será que esta vez mamá ya empieza a morirse —le decía yo a Marcos, mitad triste, mitad esperanzada.

Porque el pobre Marcos parecía un alma en pena, y a mí me daba la impresión de que si mamá no se daba prisa, Marcos la iba a adelantar en su viaje al otro mundo. Cada día que pasaba —y ya íbamos para nueve meses de la venida de mamá a la ciudad— se le veía más flaco y más deshecho.

Mientras tanto, mamá, como una marchita bella durmiente que jamás hubiese recibido la visita de su príncipe salvador, yacía en la cama de Marcos, totalmente ajena a la desgracia que sobrevolaba nuestra familia. Aquellas navidades, a diferencia de las de antaño, las pasamos en menguada compañía: ni uno solo de sus nietos, yernos y nueras quiso venir a verla. Mi marido y mis dos niños me habían dado un ultimátum: o mamá o yo. Me apiadé de Marcos y no lo dejé solo en tan señaladas fechas.

Fue el día de Año Nuevo cuando Marcos desapareció. Recorrí todos los hospitales y comisarías, puse anuncios en las calles, movilicé a los pocos amigos que le quedaban para tratar de encontrarlo. Pero fue inútil. A Marcos parecía habérselo tragado la tierra.

Aguanté todo lo que pude, pero sin la ayuda de Tobías, mi marido, no pude hacer frente a los pagos pendientes de Marcos. Cortaron la luz, más tarde el agua. Y ya estaba en curso el procedimiento de desahucio y la consiguiente ejecución de la hipoteca por parte del banco, cuando mamá despertó.

—Mamá —le dije, cogiéndola de las manos— te voy a llevar de vuelta a tu casa.

Pero mamá, desperezándose, me miró a los ojos y esbozó una sonrisa tan tierna como la que yo recordaba de mis días de infancia.

—Ay, hija mía —dijo—, ya se me han quitado las ganas de volver al pueblo y qué puede ser mejor para una vieja como yo que estar con su familia.

El sol entraba de lleno en la habitación a través de las rendijas de la persiana. Entonces caí en cuenta de que principiaba el verano y de que, con toda seguridad, iba a ser un verano muy largo, yo diría que interminable.