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OBRA

Trilogía sucia de La Habana recibió el elogio rotundo de la crítica debido a su descripción cruda y honesta de la vida desmesurada en la capital cubana. En El insaciable hombre araña, Pedro Juan Gutiérrez retoma las andanzas de su antihéroe varios años después. La relación con su esposa se encuentra herida de muerte. Ya ni siquiera soporta besarla en la boca. Mientras su mirada se pierde en las posibilidades infinitas de una ciudad decadente y sensual, Pedro Juan rememora antiguos episodios de su vida y abre la puerta a nuevos horizontes.

El insaciable hombre araña es la cuarta entrega del célebre Ciclo de Centro Habana, cuyo quinto y último título, Carne de perro, ha sido también publicado en la editorial STIRNER.

Consulta la ficha completa en nuestro catálogo.

Trilogía sucia de La Habana recibió el elogio rotundo de la crítica debido a su descripción cruda y honesta de la vida desmesurada en la capital cubana. En El insaciable hombre araña, Pedro Juan Gutiérrez retoma las andanzas de su antihéroe varios años después. La relación con su esposa se encuentra herida de muerte. Ya ni siquiera soporta besarla en la boca. Mientras su mirada se pierde en las posibilidades infinitas de una ciudad decadente y sensual, Pedro Juan rememora antiguos episodios de su vida y abre la puerta a nuevos horizontes.

El insaciable hombre araña es la cuarta entrega del célebre Ciclo de Centro Habana, cuyo quinto y último título, Carne de perro, ha sido también publicado en la editorial STIRNER.

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El insaciable hombre araña

− Índice

El insaciable hombre araña

− Índice

NOTA DEL AUTOR PARA ESTA EDICIÓN

Silvia en N. Y.

El boxeador

Sosiego, paz, serenidad

Cosas desagradables

El Tesoro de la República

En el minuto exacto

Cazadores de mamuts

El insaciable hombre araña

En la zona diabólica

Caminando bajo los árboles

Nada heroico

Vacío y perplejidad

El puñal chino

Un buen team

Algo que me haga saltar

Unos pocos elegidos

La próxima vez

Hasta que uno se pierde

Todo eso quedó atrás

OBRA

Un buen team

Un buen team

Iván tenía cuarenta y ocho años, era un excelente fotógrafo y un tipo divertido, simpático y un poco filosófico. Pero sufría una resaca incurable desde que a los seis años tuvo que ir a la morgue a reconocer el cadáver de su madre: un amante la asesinó a puñaladas. El cuerpo estaba destrozado porque el tipo intentó descuartizarla, pero no lo logró completamente. El puñal no tenía buen filo. Desde entonces Iván sorprendía con reacciones inesperadas y vivía huyendo de algo. Al menos a mí me daba esa impresión de huida permanente.

Chiquito era el chofer. Había practicado lucha grecorromana en primera categoría, tenía veinticuatro años, dos metros de estatura, pesaba noventa y dos kilos. También era alegre. Yo tenía treinta años. Era un tipo idealista y romántico, lleno de buenas intenciones, convencido de que toda la humanidad se dividía en dos bandos: los buenos y los malos. Yo era de la pandilla de los buenos, heroicos, fieles y abnegados. En fin, me sentía muy bien trabajando como periodista. Todos teníamos varias cosas en común: éramos machitos satisfechos, con el pene siempre erecto, buenos bebedores, mujeriegos, defensores de la verdad, la justicia y todo eso, respetuosos del orden establecido. Tan respetuosos que ni tan siquiera sabíamos que existía un orden establecido. Lo teníamos metido en la sangre, como un virus, y no lo sabíamos. Hacíamos un buen team.

Han pasado veinte años. Desde aquí miro aquella etapa de mi vida y me asombro de lo fácil que es alcanzar y mantener un altísimo nivel de estupidez. Ya no tengo remedio: ahora soy un manojo de dudas e incertidumbres de todo tipo. A veces se acumulan tantas que llego a la perplejidad absoluta.

Aquella tarde hicimos un hermoso reportaje elegíaco en una fábrica de zapatos. Era un reportaje bondadoso. En el fondo yo sabía que sería aburrido e imbecilizante. Uno más. Cada oficio tiene sus rutinas. Lo importante no era aquel reportaje ni un carajo, sino que conquistamos a cuatro mujeres, alegres y bebedoras como nosotros. Con deseos de divertirse. Hacía días que habíamos salido de La Habana y recorríamos varias ciudades haciendo aquellos hermosos reportajes laudatorios. Al mismo tiempo buscábamos mujeres alegres y desprejuiciadas. Era nuestro hobby favorito. El mundo está lleno de mujeres así, pero a veces no aparecen. Uno las busca y nada. Al fin, en aquella fábrica de zapatos, empatamos cuatro de un tiro. Las recogimos esa noche en un sitio neutral que ellas nos indicaron. Tenían mucho interés en que sus amigos, familiares y vecinos no conocieran sus andanzas nocturnas. Normal. Fuimos al motel donde nos hospedábamos, en una colina, en las afueras. Desde allí se veía la ciudad iluminada alrededor de la bahía, y hacia el otro lado las montañas, recortadas por la luz de la luna. Teníamos una cabaña pequeña y cómoda, para tres, rodeada de árboles y monte, y al frente, a unos pasos, disponíamos de una piscina grande y azul. El lugar era fascinante, como en un sueño, y hacía un poquito de frío y niebla.

Escuchamos boleros, bailamos, teníamos varias botellas de ron y unas sesenta cervezas en el frío. Bebimos, nos divertimos y todo pasó rápido. En dos horas se acabaron las cervezas. Fuimos a comprar más. No. Ya todo estaba cerrado. Eran como las once de la noche. Teníamos ron. Abrí una botella y bebimos. Pero sucedió algo entre las mujeres. Hablaron bajo entre ellas y de pronto nos dijeron que querían irse. Nos opusimos. La fiesta apenas comenzaba. Aquello era hasta la madrugada. Hasta que saliera el sol. Chiquito se puso un poco agresivo y tuvimos que aguantarlo. Ellas se asustaron cuando vieron aquel gorila con ganas de golpear. Entonces una me llamó aparte y me dijo que dos eran casadas y se le habían fugado a los maridos para venir a divertirse un poco. Pero nada de escándalos. Ya tenían que regresar. Sugerí que se quedaran las dos solteras. No. Imposible. Tenían gran sentido de solidaridad femenina. O todas pecaban o ninguna pecaba. Iván intentó llevar a la de él para la cama. Estaba un poco borracho y trágico, y decía:

—Por lo menos te voy a meter el rabo antes de que te vayas. ¡No me vas a dejar con el rabo parao!

La mujer se puso histérica y le repetía:

—No, por favor, yo no puedo llegar mojada a la casa. Mi marido me revisa siempre. Si tiemplo contigo, él me mata. ¡No! ¡No!

En medio de aquel lío me imaginé por un instante al marido infeliz, revisando la vagina de su mujer dos o tres veces al día para saber si tuvo orgasmos con otro. Era un cavernícola. Yo estaba muy influido por el espíritu de los sesenta y aquello me pareció una monstruosidad abominable. Increíble cómo uno puede analizar todo eso en dos segundos y en medio de una bronca.

Las mujeres se alteraron más cuando vieron a Iván arrastrando a una de ellas al cuarto. Ya todos gritábamos muy alto. Vinieron dos policías. Los vi a través de la puerta abierta. Caminaban aprisa rodeando la piscina. Casi corrían. Cuando se acercaron más vi que no eran policías. Eran custodios del motel, pero tenían revólveres y unas porras muy largas y negras, de goma dura. Iván seguía con su obsesión y no soltaba a la mujer, que gritaba como si la estuvieran degollando. Cerré la puerta de la cabaña. Era un show particular. Salí afuera para recibirlos y contenerlos. Venían muy molestos y sin saludar me dijeron:

—Esto no es La Habana, compañero. Aquí hay que comportarse correctamente.

—Okey, no hay problemas.

—Sí hay problemas, compañero.

—No, no, ehhh…

—Nos llamaron los otros huéspedes y ustedes están alterando el orden y no dejan dormir. Los compañeros que no son huéspedes del motel tienen que irse. ¿Ustedes solicitaron permiso en la carpeta para que esos compañeros los visitaran?

—No.

—¡Usted está violando las reglas, compañero! Esto no es La Habana. Allá la gente vive por la libre. Aquí no es así. ¡Aquí hay que respetar!

—Muy bien, compañero, yo resuelvo eso en dos minutos.

—Nosotros esperamos aquí. Tenemos que conducir a las compañeras visitantes hasta la puerta.

—No es necesario.

—Son órdenes superiores, compañero.

—Bueno…

—Tenemos que esperarlas y llevarlas hasta la puerta. Aquí no puede haber alteraciones del orden, compañero. Esto no es La Habana. ¿Usted sabe dónde está?

—Sí, en un motel.

—Esto es un motel con características especiales, compañero. Aquí hay que respetar.

—Está bien. Esperen aquí.

Entré de nuevo en la cabaña y cerré la puerta. Iván y Chiquito seguían alborotados. Yo tenía que asumir el papel de líder. Las dos mujeres casadas estaban aterradas. Una de ellas me dijo:

—Yo no puedo salir ahora. Ese custodio es vecino mío. Es tremendo chivatón y se lo dice a mi marido al momento. ¡Mi marido me mata! ¡Me tira por el balcón y me mata! ¡Ay, Dios mío, ayúdame!

Hablé con Chiquito. Intenté calmarlo. No. El tipo no podía conducir. Estaba muy ebrio. Le pedí las llaves del auto. Yo podía llevar a las mujeres a la ciudad. Me contestó:

—De eso nada. Si no tiemplan se van a pie.

—Chiquito, dos de ellas están casadas y se van a buscar un problema.

—¡No me importa, que se jodan!

—Chiquito, nosotros somos caballeros…

—¡Caballero serás tú! ¡Yo soy un hombre! ¡Yo soy tremendo macho, y a mí hay que respetarme por mis cojones!

Y se agarraba el mazacote de cojones por encima del pantalón y los remeneaba para que se viera que eran grandísimos.

—Chiquito, no te pongas bruto.

—Nada. O tiemplan o se van a pie por la loma pa’ bajo.

Entonces me atacó Iván:

—Ven acá, chico, ¿tú estás con los indios o con los cowboys? Aquí hay que templar esta noche. ¡Yo soy habanero! ¡Y soy durísimo! De mí no se burla nadie. Y menos estas campesinas hacedoras de zapatos.

—Tranquilo, Iván, mira, déjame explicarte…

—No, déjame explicarte yo a ti. Estas mulatas se tomaron las cervezas que pagamos nosotros, bailaron, nos calentaron. Esta gorda lleva dos horas agarrándome la pinga por encima del pantalón. Me tiene loco. Y ahora me dice que se quiere ir, pa’ dejarme con la leche en la puntica. Y tú, de maricón, quieres llevarlas en carro, cómodamente.

—Oye, Iván, maricón ni pinga.

Chiquito se puso de parte de Iván:

—Maricón y bien. Ésas son cosas de maricones. Tiémplate a la flaca pelúa y no jodas más. Y sobra una. ¡La que sobra es pa’ los tres! ¡Y yo tengo el uno!

Las mujeres seguían aterradas, escuchándonos. Los policías tocaron a la puerta. Con fuerza. Teníamos un escándalo tremendo dentro de la cabañita. Volvieron a tocar. Tuve que abrir. Las dos mujeres casadas se escondieron dentro del baño. Ahora había tres policías. El nuevo parecía ser el jefe. Fue el que habló:

—Compañeros, los ciudadanos que no son huéspedes tienen que abandonar el motel de inmediato. Dos minutos para ejecutar la orden.

Los tres policías entraron en la cabaña. Tenían las porras en la mano y me pareció que habían perdido la paciencia. Ocuparon posiciones en triángulo y dominaron muy bien todo el espacio. Me asombró tanta profesionalidad. No me la esperaba. Eran verdugos bien entrenados y estaban impacientes por entrarnos a porrazos. Hasta les cambió el rostro. Ahora se los veía verdes. Iván y Chiquito también lo percibieron. Nos miramos los tres y nos quedamos en silencio y tranquilos. Las dos damas abrieron la puerta del baño y sacaron a las otras dos que se habían refugiado allí. Salieron con las cabezas envueltas en toallas. Los policías se adelantaron para quitarles las toallas:

—Eso es propiedad estatal. No se las pueden llevar. Yo salté:

—No se preocupen. Nosotros pagamos esas toallas mañana.

—No es un asunto de dinero, camarada. Eso es propiedad del Estado y no se las pueden llevar.

Les arrancaron las toallas. Ellas se taparon el rostro con las manos y salieron a escape. Los policías fueron tras ellas. Quizás querían acompañarlas hasta la puerta, pero me pareció que más bien iban a chantajearlas y templárselas antes de que salieran del motel.

Iván y Chiquito se desplomaron en dos butacas. Yo fui hasta el portal y me quedé observando. Efectivamente. Los policías guardaron las porras, conversaban con las mujeres afectuosamente y las condujeron hacia una puerta lateral muy oscura. No las llevaron hacia la entrada principal, bien iluminada. Nosotros pagamos las cervezas y los policías se templaron a las jebas. No dije nada. Si echaba más leña al fuego podíamos dormir esa noche en una celda, con una buena pateadura, como borrachos comunes. Y yo lo tenía claro: éramos borrachos especiales y seleccionados, nada de comunes. Quedaba una botella de ron. Serví y bebimos. Miré el reloj. Las doce de la noche. Todo había pasado rapidísimo. En tres horas.

Nos sentamos fuera, en el portal, frente a la piscina.

Bebimos y hablamos de aquellas mujeres. Iván insistía:

—Mañana volvemos a la fábrica. Hablamos con ellas y las convencemos.

—Tú estás loco, Iván. Mañana tenemos otra ruta.

—¿Adónde vamos mañana?

—A la cooperativa de flores.

—¿En la montaña?

—Sí.

Estuvimos un buen rato allí, hasta que terminamos la botella. Entramos y nos acostamos. Era un solo dormitorio con tres camas personales. Apagamos la luz. Yo estaba rendido, pero al minuto de acostarme, en medio de la oscuridad, oigo a Iván llamando por teléfono. Marcó un número. Esperó. Al fin le contestaron:

—¿Cusita?

—…

—Sí, mi china, es muy tarde. ¿Estabas durmiendo?

—…

—¿De dónde?

—…

—¿Con quién fuiste?

—…

—Y seguro que bailaste y en tu gozadera, como siempre.

—…

—No me gusta. Tú sabes bien que no me gusta. Cada vez que salgo de La Habana es lo mismo. Te doy la espalda y haces lo que te sale de la papaya.

—…

—¡No me voy a ir de la casa! ¡Lo que tienes que hacer es respetar, cojones, tienes que recogerte! Tú eres una mujer casada. ¿Hasta cuándo vas a estar jodiendo por ahí? Me vas a volver loco.

—…

—¡Sí te grito, cojones! ¡Sí te grito! ¿No te basta con todos los machos que has tenido? ¿Todavía quieres más? ¿No te basta conmigo? Cada día eres más puta y… oye, oye. Me colgó, la muy puta.

Lanzó el teléfono con mucha fuerza contra la mesilla de noche y lo destrozó. Saltaron pedazos de plástico y cablecitos hacia todas partes. Sollozaba. No sé si de rabia o de dolor o de impotencia. Rompió a llorar. Incontenible. Como un niño pequeño. Fui hasta él. Intenté consolarlo. Me lanzó un golpe. Lo esquivé a tiempo.

—Oye, Iván, tranquilo.

—¡Vete y déjame, cojones! Esa puta me va a volver loco.

—Cusita es tu mujer. No es una puta. Reacciona.

—¡Es una puta, la muy singá! Se pierde y aparece cuando le da la gana. Me tiene loco.

Siguió llorando y diciendo horrores de Cusita. Yo la conocía. Era una mujer muy atractiva, muy sexy, más joven que Iván. Siempre me pareció un poco provocativa, hasta con los amigos que visitaban la casa.

Al fin Iván se calmó. Entonces escuché a Chiquito. También lloraba. Me quedé en silencio para escuchar mejor. Sí. Lloraba a moco tendido. Había metido la cabeza bajo las sábanas y la almohada. Y lloraba como un niño. Por las ventanas entraba claridad y lo veía bien. Quizás se contagió de Iván. Lloraba y su corpachón se estremecía. Podía romper la cama. Hice cálculos. Teníamos que pagar el teléfono. Si además había que pagar la cama, tendríamos que regresar de inmediato a La Habana, sin dinero, y sin reportajes. La vida de los líderes es muy dura. Tienes que pensar todo. La masa no piensa ni calcula nada y se deja arrastrar por sus emociones. Asumí de nuevo mi papel. Con mucho cuidado, con ternura paternal, como un buen líder, le dije:

—Chiquito, ¿por qué estás llorando? No llores más. ¿Qué te pasa?

Aquel salvaje se estremecía como un elefante y la cama chirriaba y él seguía llorando sin consuelo. Fui a hablar de nuevo, para sugerirle que al menos llorara de pie, pero Iván se había recuperado y me hizo un gesto. Me contuve. Entonces habló Iván:

—Chiquito, ¿quieres un vaso de agua? No llores más. ¿Por qué tú lloras?

—Por mi madre. Mi madre le hacía eso mismo a mi padre.

—¿Qué le hacía?

—Lo que te hace tu mujer. Eso mismo le pasaba a mi padre. Y aguantaba tarros y más tarros. Todos los días se fajaban como perros.

—Bueno, ya, deja eso.

—Mi madre es una puta y mi padre es un borracho y un tarrú, Iván. Mi madre es una puta.

Iván comenzó a llorar de nuevo. Los dos lloraban a moco tendido. Me senté en la cama y me crucé de brazos. Todo me daba vueltas alrededor. Dos borrachos llorones son mala compañía. Por suerte, yo era un triunfador. Los triunfadores no lloran jamás. Es que no tienen motivos. Son triunfadores. Me hacía falta un trago de ron, pero se había acabado. Salí al portal a respirar aire puro. Los dos seguían sollozando. Los miré despectivamente y me acomodé en un chaise long, junto a la piscina. Cerré los ojos y me dormí al instante.

Iván me despertó muy temprano al día siguiente. Nos duchamos por turnos, nos afeitamos. Repartí aspirinas. Dos para cada uno. Y nos fuimos a desayunar. Sonreíamos. Hablamos de cualquier cosa menos de la noche anterior. Los tres policías habían terminado su turno y no los vimos. No había pasado nada. Tomamos varias tazas de café bien negro y salimos hacia la ruta de las montañas.

No era época de flores. Sólo tenían unas pocas dalias pequeñas y feas. No podía escribir sobre la hazaña laboral de aquellos heroicos agricultores sin unas buenas fotos de flores. En cambio, encontramos un personaje curioso. Eso gusta mucho a los lectores. La gente diferente, que ha tenido aventuras. Era un hombre de unos sesenta y cinco años. Vivía en una casita de madera desvencijada, con una pobreza extrema. Tenía diez hijos y veintinueve nietos. Se había juntado con aquella mujer cuando tenían catorce años. Cincuenta años después decían que aún se amaban y hacían el amor dos veces al día. Lo decían orgullosamente y sin sonrojos. Se los veía felices a pesar de la miseria atroz que los rodeaba. No había ni sillas en aquella casa en medio de las montañas. El tipo fue marinero toda su vida y navegó por el mundo entero. Se jubiló y regresó a su montaña. Se sentía muy satisfecho y me repetía:

—Yo llegué a ser alguien en la vida. Llegué a hacer cosas importantes. Y quiero que sepa que yo vivo de milagro. Yo soy sobreviviente de un tifón en el Pacífico. Eso es algo grande. Pocos en el mundo sobreviven a un tifón en el océano.

El tipo era muy feo y tenía muchas arrugas, espinillas negras y verrugas en la cara. Hacía días que no se afeitaba. Su rostro era un asco. Me imaginé un close up desplegado a página entera y el título: «Yo sobreviví a un tifón». Sería un buen material. Me gustaba destacarme. Me gustaba agarrar a los lectores por el pescuezo y obligarlos a leer hasta el final. Algunos se leían mis reportajes dos o tres veces y después escribían cartas muy elogiosas a la redacción. Decían que yo era tremendo periodista, y mis colegas soltaban espuma por la boca y se recomían los hígados. Algunos me odiaban tanto que no podían ocultarlo. Yo disfrutaba mucho. Los buenos periodistas siempre han sido grandes hijos de puta.

Iván le tomaba fotos y el tipo me repetía que él había llegado a ser alguien importante. Y sacaba diplomas y certificados y medallas patrióticas. El tipo se sentía la gran estrella y me hablaba de sus galardones y se elogiaba desmesuradamente porque donaba sangre todos los años para no sé qué. Al fin logré llevarlo al cuento del tifón. Lo único que me interesaba era conseguir la historia completa.

El tipo empezó. El tifón los sorprendió y no pudieron eludirlo. Los azotó durante cuatro días, los arrastró y los sacó de la ruta.

—Yo era el hombre de confianza del capitán. El capitán me lo decía todo a mí.

—¿Y usted era marinero de cubierta o…?

—Yo era ayudante de cocina. El cocinero y el ayudante son personas muy importantes en un barco. Los más importantes después del capitán. Mire, le voy a enseñar unos diplomas que me dieron en la embajada de…

—No, no. Después. Siga con el cuento del tifón. ¿Qué pasó?

—Nos faltaban dos días para llegar a Japón. Queríamos llegar en fecha para saludar el congreso del sindicato porque…

—Por favor, concéntrese en el tifón y nada más. Siga.

—De pronto todo aquello se puso feo y las olas nos tapaban. Fue en pocos minutos. De sorpresa. Imagínese cómo sería el viento que yo asomé la cabeza por la escotilla y el aire me viró los párpados al revés. Las pestañas se me pegaron arriba, a las cejas.

—Uhmmm, ¿y el barco podía zozobrar?

—Claro. Ése era el problema. Todos los marinos empezaron a sacar santos y velas y resguardos, y collares de santería. Y arrodillados, rezando, encendiendo velas a las once mil vírgenes. Casi todos tenían los santos escondidos…

—Pero eso es lógico. En una situación así…

—¡No, no, compañero, eso estaba prohibido! Nada de religión. ¡La religión estaba prohibida, compañero! Nosotros hacíamos círculos de estudio sobre ateísmo científico. Nosotros teníamos que ser un ejemplo para las jóvenes generaciones, porque el oscurantismo está reñido…

—Bueno, bueno, bien, okey. Todos tenían santos escondidos. ¿Y qué más?

—¡Usted no puede escribir eso de los santos en el barco! Porque eso estaba prohibido y…

—Despreocúpese.

—Sí, porque los periodistas dicen lo que no tienen que decir y embarcan a uno.

—Despreocúpese, siga con el tifón.

—Unos cuantos se pusieron demasiado nerviosos y me dijeron que tenían ganas de tirarse al agua porque el barco se iba a pique. Y yo fui corriendo y se lo dije al capitán. Yo era su hombre de confianza entre la gente, ¿usted me entiende?

—Sí, sí.

—Y el capitán me dice: «Mongo, cada vez que uno quiera tirarse al agua hay que llevarlo a la enfermería. No podemos perder ni un solo hombre. Ésa es una tarea que te asigno a ti». Y yo le pregunto: «¿Para qué a la enfermería?» Y él me contesta: «Eso no es asunto tuyo, Monguito, tú los llevas a la enfermería, a las buenas o a las malas. El enfermero sabe lo que tiene que hacer». En la enfermería les ponían unas inyecciones y se dormían veinticuatro horas. Caían como piedras.

—Pero si el barco se hunde…

—Ah, figúrese. Seguían durmiendo en el fondo del mar. Pero si uno saltaba, detrás de él saltaban todos y se perdía el barco. ¿Usted me entiende? Ésa fue la tarea que me asignó el capitán para salvar el barco. Y yo fui el que salvó el barco. Por ahí tengo un diploma que me dieron por cumplir…

—Espérese un momento. ¿Y qué pasó? ¿No se hundió?

—No, un momento. Todavía falta, jejejejé. No se apure, compañero, no se apure. Se ve que usted es muy joven. No se apure, jejejejé. Al segundo día aquello seguía y no se podía anestesiar a todos porque había que mantener el barco funcionando. Ya había como doce anestesiados.

—¿Y qué hicieron?

—El capitán repartió ron. Abundante. Una botella para cada uno por la mañana y otra por la tarde. El ron te pone alegre y se te olvidan las penas, jajajá…, el capitán era un hombre muy inteligente.

—Pero era lo mismo que los sedantes. Si el barco se hunde…

—Pero no se hundió, compañero. El capitán sabía lo que hacía. Era un hombre con mucha experiencia, ¡pero usted no vaya a escribir eso del ron! Vaya, esas cosas se hacen a bordo, pero usted no vaya a escribir eso porque…

—Sí, ya, despreocúpese. ¿Y llegaron a Japón?

—Sí, pero fuera de fecha. Yo ayudé mucho al capitán porque el barco quedó patas arriba y había que limpiar y ordenar todo. Cuando llegamos al puerto hicimos un acto y a mí me dieron un diploma…, deja ver si lo encuentro aquí…, yo era un héroe, figúrese…, si no es por mí se pierde el barco.

El tipo siguió hablando y hablando y mostrando sus diplomas. Yo desconecté. No podía publicar aquella historia. Iván dejó de tomar fotos y nos miramos. Los dos sabíamos que era impublicable. Nos despedimos de aquel héroe y bajamos la montaña. Nos quedamos tres días más por allí, conseguimos algunos temas ejemplarizantes, los hicimos y regresamos a La Habana.

Dos meses después me llamaron a la casa: Iván había muerto esa tarde. De un infarto. Por la noche fui al velorio en la funeraria. Cusita lloraba a más no poder, sentada junto al ataúd. La saludé y me acerqué a mirar a mi amigo para despedirme. Me gustan mucho los rostros de los muertos. A veces he estado hasta media hora hipnotizado, mirando fijamente al rostro de un cadáver, detallando cada milímetro.

Iván tenía el rostro azul gris. Cianótico. Me dijeron que no dio tiempo a nada. Le faltó el aire, un dolor fuerte en el pecho y cayó al piso. Todo fulminante, en un minuto.

Un grupo de sus amigos me comentaron que Cusita lo había matado con tanto sufrimiento. Uno me dijo:

—Todos los días se emborrachaba y se fumaba tres cajas de cigarros. Más las broncas y los tarros.

Yo pensé que en todo caso se había matado él mismo por aguantar todo aquello. Alguien dijo:

—Estaba enamorado de Cusita como un perro. No la podía dejar.

Todavía yo no sabía qué era eso de enamorarse como un perro y no poder alejarse tranquilamente de una mujer. Y me decía a mí mismo: «Un hombre no puede perder el control jamás». Yo pensaba como un líder, con el control absoluto en la mano. Y me gustaba mucho: yo, el implacable. Después los años pasaron sobre mí. Y sucedieron muchas cosas.

***

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