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OBRA

Mientras en la gran ciudad el invierno se prolonga más allá de lo esperado, un joven editor de vídeos asiste desde el salón de su casa a una nueva ejecución televisada. Entre las pueriles aspiraciones del poeta maldito y la rémora de un recuerdo femenino que el tiempo ha ido reduciendo a un número mínimo de etiquetas, el protagonista, antihéroe por descarte, se ve obligado a lidiar con una hostilidad que parece perseguirle hasta las últimas consecuencias. Para librarse del absurdo deberá trazar dos objetivos inmediatos: rescatar la poesía de su infancia y recuperar a su amor perdido.

Consulta su ficha completa en nuestro catálogo.

Mientras en la gran ciudad el invierno se prolonga más allá de lo esperado, un joven editor de vídeos asiste desde el salón de su casa a una nueva ejecución televisada. Entre las pueriles aspiraciones del poeta maldito y la rémora de un recuerdo femenino que el tiempo ha ido reduciendo a un número mínimo de etiquetas, el protagonista, antihéroe por descarte, se ve obligado a lidiar con una hostilidad que parece perseguirle hasta las últimas consecuencias. Para librarse del absurdo deberá trazar dos objetivos inmediatos: rescatar la poesía de su infancia y recuperar a su amor perdido.

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—¿Hay ejecución esta noche?

Sé perfectamente que sí, pero me gusta adoptar un aire de indiferencia respecto a estas cosas, me parece conveniente.

Emilio responde de forma parca, como de costumbre. Ni un «Sí, ¡vamos a verla!» ni nada que se parezca a emociones concretas. Es como vivir con el capullo de una mariposa, sólo que no hay mariposa. No sé ni por qué me molesto en aparentar nada.

Así que me siento con él en el sofá y permanecemos en silencio, al calor de las imágenes. Hacemos algún comentario de vez en cuando sólo para atestiguar que estamos allí. El reo al que van a ejecutar es un asesino de niños. A nadie le da lástima; es un asesino de niños.

Observamos, yo fingiendo impasibilidad, Emilio haciendo de Emilio. Le inyectan y parece quedarse dormido, un asesino muerto. Entrevistas. Emilio cambia de canales sin detenerse en ninguno.

—Me voy a dar una vuelta —digo con mi impostada indiferencia.

Cojo las llaves y el abrigo; hace un frío impropio de marzo. La cartera, el móvil.

Me siento a esperar al metro. Sé que a las doce, cuando cambiemos de día, hará un año. Me gusta hacer juegos mentales y decido que, si esa chica guapa que se acerca se sienta conmigo a esperar el metro, aún habrá esperanzas para mí. Porque, en menos de una hora, se cumplirá un año desde que me dejara mi novia… o la dejara yo. Es inverosímil la velocidad a la que una vieja llega y se sienta a mi lado. Deja completamente fuera de juego a la chica que se acercaba a mi banco.

En el metro me siento solo, sin chicas guapas y sin viejas. Dejo que la titilante luz fluorescente sea mi única compañera. Es raro pensar que hace escasos minutos, otras luces mostraban las imágenes de una ejecución y yo estaba viéndolas en riguroso directo.

En la salida, espero a L. J. leyendo los anuncios que se adhieren a las grasientas superficies: muros, señales de tráfico, cabinas, farolas. Nada interesante; conciertos y bares. Un certamen de poesía. En un extraño ataque de optimismo y autoestima, pienso que podría ganarlo, así que arranco el folio y me lo guardo en el bolsillo. Pagan bastante bien y todo.

L. J. llega con su grueso abrigo con capucha, que le da un aire casi temible. En un ejercicio inútil, por pura cortesía, nos preguntamos a dónde queremos ir. Pero ya lo sabemos. Fingimos que andamos sin rumbo, pero vamos al bar de siempre.

Lo único que tiene de especial es que en las paredes hay vitrinas con animales dentro; una iguana gorda y perezosa, una serpiente albina… Mi favorita es una que contiene unas medusas muy pequeñas. Pero la mesa que da a ella está ocupada, así que nos sentamos en mi segunda favorita, la que da a la tarántula que, en realidad, siempre está escondida. En cualquier caso, sigue siendo mi segunda elección. Una vez, estando un poco bebido, le expliqué a L. J. por qué la vitrina de las medusas era mi favorita: Porque, de todas las que podía elegir, era la menos consciente de su entorno. Estoy seguro de que la iguana, aunque gorda y perezosa, de vez en cuando piensa que algo va mal. Que esto, definitivamente, no es la selva. Aún más, puede que en sus genes esté la jungla y la acepte como algo horrible. Alcanzado el terrario y su consecuente seguridad, la vida sólo sirve para la reflexión circular. Estás en un terrario y tu vida ha sido placentera y garantizada. Cualquier cosa que pueda romper este equilibrio te es completamente ajena, no la conoces. Es un horror cósmico de fuera del terrario.

Toda la parte de la iguana no la expliqué porque la veo, en parte, un poco triste. Me parece mejor centrarme en las medusas, que no se enteran de nada. Es raro si piensas en una medusa comiéndose un pez. O mejor todavía, en un ser humano asesinado por una medusa. Imagino una de esas medusas con tentáculos de más de sesenta metros de largo. La tienes que imaginar, porque no se puede fotografiar; es demasiado grande. 95% agua. Sin apenas cambios en 500 millones de años. Vale, pues pueden matar a un ser humano sin tener idea de lo que están haciendo. De esa inconsciencia hablaba… pero sólo porque estaba borracho.

Vamos bebiendo y hablamos de cosas: películas, música, gente que conocemos… Hago un chequeo de bolsillos. Cartera, llaves, móvil. La situación se pone un poco más negra cuando pierdes alguna de esas cosas, así que siempre chequeo. Encuentro el papel del certamen de poesía y se lo enseño a L. J., que arquea las cejas en un gesto de forzado desinterés. Todo un nihilista de bar. Yo explico:

—Una vez, en el colegio, acabé un examen demasiado rápido. Me aburría tanto que le di la vuelta al folio y empecé a escribir una poesía. Una tontería. Trataba sobre mi hipotética vida bicéfala. Qué pasaría si hubiera nacido con dos cabezas.

—¿Quieres escribir poesía? Es ridículo, es la última pretensión beatnik. Lee sobre los beatniks. En el grupo siempre había alguien con una estúpida aspiración por escribir poesía; como si por andar con esos gilipollas te creciera dentro un manantial de talento.

—No, no, no. No escribir poesía nueva. La primera poesía.

—Ya te sigo, pero eso es un tanto crédulo. Creer que el primer poema de un niño va a tener algo de especial… —Me mira esperando que mi idea, de estructura endeble, caiga por su propio peso.

No le culpo por ello. Está entre los deberes de los amigos quitarnos las ideas extrañas de la cabeza. Los monos se desparasitan unos a otros. Si no lo hacen llegan parásitos gordos e hinchados, la locura y la invalidez.

Pero me envalentono.

—Una vez corregidos los exámenes, el profesor dijo, ante toda la clase, que estaba sorprendido. Sorprendido porque mi examen había sido flojo, poco más que aprobado, pero que me había quedado tiempo para escribir una poesía estupenda. La leyó ante toda la clase. Todos aplaudieron y demás.

—Un auditorio exigente, estoy seguro. Pero insisto en que veo a dónde vas. Entiendo lo que pretendes. Una especie de pureza inicial, el Big Bang de algo. Ahora voy a hacer como que esta idea tiene algún tipo de validez y te pregunto… ¿Cuál es el siguiente paso?

La verdad es que no lo sé.

—Supongo que es imposible reescribirla. Lo que tendría que hacer es recuperarla.

—Esto se pone interesante. ¿Cuántos años tenías cuando la escribiste?

—No lo sé. Ocho, nueve… diez a lo sumo.

—Digno de una aventura de novela negra. En la que, por cierto, tampoco estás muy al día. —Hace una pausa, mira a otro lado, se toquetea el mentón, justo debajo del agujero que le quedó del piercing—. ¿Cuándo viste a tu profesor por última vez? ¿Era el de lengua, no?

He aprovechado la pausa para mirar el reloj de soslayo. Pasan las doce. Hace un año que no sé de ella. Empieza un nuevo día. Quizá esté muerta. En muchas películas dicen «Me cuesta recordar su cara» cuando el atormentado protagonista trata de rememorar a su amada, muerta en trágicas circunstancias. A mí no, no me cuesta. Pero noto que cada vez su recuerdo se vuelve más simple. Lo que significa que olvido detalles. Uno no puede ser consciente de esto, pero lo puede intuir. A veces tardo más de un segundo en recordar que se llamaba Ángela. Se convierte más en un concepto que en un auténtico recuerdo. Quizá un poco más de tiempo y sólo sea «exnovia». «Mujer». «Joven». Un número mínimo de etiquetas.

—Sí, era profesor de lengua… No tengo ni idea… Tenía dieciséis años cuando salí de ese colegio… Puede que lo haya visto fuera, pero no recuerdo la última vez… Menos de cinco años, seguro.

Un tipo se acerca a nuestra mesa, directo desde la calle. Lleva una gorra muy gastada. Su aspecto, en general, también es gastado. Tiende una mano sucia hacia nosotros. Pide un cigarrillo. No tenemos. No queremos darle. Ni siquiera importa. Hace una gira por las mesas, no consigue nada, se va. No es mucho mayor que nosotros.

—Esta ciudad se está yendo a la mierda —digo, sin ninguna intención ni entusiasmo particular, pensando en voz alta sobre algo que no sean exnovias.

—De eso hace ya un tiempo —sentencia L. J.

Cuando vuelvo a casa, todas las luces están apagadas. Emilio está durmiendo. O ha salido. La verdad es que no tengo mucha idea de qué hace por las noches, no es algo que me tenga en vilo. Dormirá o quedará con amigos. Tampoco es que sean tantas las opciones.

El frío no da tregua, la primavera se está haciendo esperar. Ya tienes algo con lo que abrir tu informativo. Ya sé qué clase de vídeos voy a montar los próximos días. Voy al baño a cepillarme los dientes. Me miro el sarpullido. Está en la parte derecha de la barbilla. Una especie de granitos. Supongo que el no afeitarme ayuda a disimularlo. Apareció un día y pensé que se iría, pero no, no se va. Pienso que seguramente no se nota si no te fijas. Pero muchas veces, en el metro, por ejemplo, ves a alguien con tal defecto. Le ralea un poco el pelo o tiene una mancha blanca en la sien. O le crece más vello facial en un punto de la cara. Inevitablemente me imagino a esa persona en su casa, frente al espejo pensando en la fórmula mágica: «Seguro que si no te fijas no se nota. Yo lo noto porque sé que está ahí». Me siento parte de esta comunidad de gente que se examina con detenimiento al espejo y piensa que «no se nota si no te fijas». Tiene musicalidad, hay algo de poesía en ello. Debo de estar borracho.

Estoy cruzando el salón a oscuras, y entonces la veo. Una silueta. Una figura humana, de pie, inmóvil, en una pose poco natural.

—¿Emilio…?

Pero la silueta es femenina.

Ha pasado un año exactamente.

—¡¿…Ángela?!

Tomo valor y doy un paso adelante para pulsar el interruptor.

Con la luz encendida, me encuentro frente a un maniquí de mujer. La idea de una mujer. Sin apenas etiquetas. Un recuerdo a punto de ser borrado. ¿Qué coño hace un maniquí en medio de mi salón? Seguro que Emilio tiene una explicación divertidísima mañana por la mañana.

Por supuesto que la tiene. ¿No me lo había dicho? Una amiga suya, de la escuela de moda, venía a pasar la noche. No, no me lo había dicho. Recibo esta explicación en el salón, en pijama. Llevo pijama en marzo. Casi abril.

Recibo esta explicación de un siempre afable Emilio. ¿Puede ser la constante de alguien hacer cosas impropias de él? ¿Puedo vivir de forma constante sobresaltado por asuntos como éste? ¿Pero qué amiga? Sí, la amiga está presente durante la explicación, sentada, tomando café con un servicial Emilio que se acomoda sobre el brazo del sofá.

—Te dio un buen susto, ¿eh? —dice ella, mientras se ríe y mira en dirección a mi sarpullido que no se nota si no te fijas.

Emilio pone cara de «¡Qué susto!» y se ríe también. ¿Emilio sabe reírse? ¿Es ésta su novia, pareja o proyecto de pareja? Siempre pensé que sería asexual o que estaría enamorado de su novia de primaria por siempre jamás.

Miro al siniestro maniquí. Quiero que saquen esa cosa del puto salón pero también quiero ser amable, fingir que no me importa, que no me dio un susto de muerte y que no es lo más emocionante que recuerdo que me haya pasado últimamente.

Sigamos con una saludable rutina. Hago café para mí. Me siento en el ordenador, decidido a ser poeta. La inocencia infantil no existe. No hay primer poema ni obra primigenia. L. J. tiene razón. Así que soy poeta hoy.


LOS CRUSTÁCEOS REMEMORAN A JACQUES COSTEAU

Mientras tratamos de que el tiempo
pase
los crustáceos se arrastran por algún
lecho
no los ilumina ninguna luz, ninguna cámara
los graba
Ya lo sabemos todo

Esto es lo que logro en toda la mañana. Los quejidos de la vieja moribunda del piso de al lado no han ayudado lo más mínimo. Me puedo excusar en eso. Nunca termina de morirse; si yo fuera ella, tendría bastante más prisa. No soy poeta hoy. Se ha hecho tarde y me voy al trabajo. No he comido. No importa.

Llego puntual y empiezo a editar vídeos. Ninguno es interesante y, sí, varios tratan sobre el frío. Ninguno tiene poesía. Paro para bajar a comer un sándwich de máquina. Se están volviendo parte preocupantemente fundamental de mi dieta. Siempre láminas de algo bañadas en salsa fría de algo. 1.85€. El pan está frío y tirando a húmedo. Alimentación miserable para una vida miserable. Siempre como solo, después o antes que mis compañeros. Me daría vergüenza que me vieran comiendo eso. Una alimentación basada en sándwiches de máquina podría explicar mi debilidad general, mi sarpullido que no se nota si no te fijas excepto si eres la amiga-novia de Emilio, y también mi incapacidad para ser poeta de este mundo hostil. Es hora de volver a mi puesto.

Mi trabajo, si lo hago bien, tiene sus ventajas. Editar vídeos es una tarea que, con la práctica, se vuelve del todo maquinal. Tan maquinal que no sientes nada, pero a la vez requiere la suficiente concentración para impedirte pensar en otra cosa. Apenas llevaba unos días en el trabajo cuando Ángela me dejó o la dejé, misterio que tendré que aclararme a mí mismo más adelante. Este trabajo me salvó la vida. Entro a trabajar tarde y eso me permitía dormir toda la mañana cuando estaba deprimido. Pero a lo mejor era sólo pereza. A lo mejor nunca he estado deprimido. Lo importante es que, cuando me siento a editar, entro en privación sensorial. No pienso más que en eso. Pierdo vida. Los estímulos son vagos; rara vez un vídeo resulta interesante o supone algún reto. Estoy seguro de que la gente pagaría (o ya paga) por drogas que producen el mismo efecto. Quitarte un poco de tiempo de vida y nada más. Alejarte de la existencia un rato, la perfecta evasión.

Mis compañeros, mis iguales en la cadena, son dos: Sandra y Nacho. Sandra me cae bien. Pero no me engaño, es sólo porque tiene unas tetas descomunales. A Nacho simplemente no le comprendo. Intenta siempre quedar mejor que yo: sale más de fiesta, se lo pasa mejor y se va más de viaje que yo. No estoy en competición, es más que obvio que jugamos en ligas distintas. Sólo mis pretensiones intelectuales y artísticas me salvan de desmoronarme como un castillo de naipes ante él. «Como un castillo de naipes» es una metáfora penosa. Pero en lo más hondo de mi corazón sé que a él, con sus fiestas, sus risas y sus ir en lista no se le ocurriría nada mejor. Esto, por lamentable que suene, me salva del abismo.

Sandra me trata bastante bien. Cuando la conocí, al empezar en el trabajo, Nacho desde el comienzo quiso dejar claro que era el Macho Alfa y que yo, como Macho Omega, no tenía ningún derecho a reproducirme con la hembra de nuestra pequeña manada. Y no es que fuera a intentar nada, estaba demasiado deprimido. Es cierto que me masturbo frecuentemente pensando en ella, pero sin ninguna pretensión. Es toda la relación que quiero con ella, está bien así. La memoria me falla al pensar en las chicas que estaban buenas de mi instituto, son recuerdos vagos, conceptos: «guapa de cara», «buen culo»… Reconozco que pensaba que esto de rememorar mujeres acabaría con el instituto, pero no. Me saca de mis cavilaciones onanistas un:

—¿Nos dignarás algún día con tu presencia y bajarás a tomar el café con nosotros?

Repaso la frase punto por punto. ¿Por qué siento la necesidad de quitarme los auriculares y, sin mediar palabra, estrellárselos contra la cara? Es triste reconocerlo, pero, si hubiera sido Sandra y no Nacho, ya habría sonreído y estaría pensando en una excusa tonta.

Cosa que también hago ahora, pero me sale menos natural todavía.

—Soy un poco raro con los horarios. —Me encojo de hombros en la silla. Espero un terrible veredicto, una frase que me hunda un poco más en el fango.

Sandra, en el ordenador de enfrente, se quita los auriculares y pienso que me va a rescatar, que cualquier cosa que diga será válida…

—¿Por qué no nos tomamos unas cañas después del trabajo?

Otra mierda de propuesta a la que no me puedo negar. Quería irme a casa a ser poeta maldito otro rato, puede que ello incluso consistiera en emborracharme SOLO.

—Un día más, un día menos… —Es ahora Nacho el que se encoge de hombros, como para darnos a entender lo vividor que es. Debería coger el pequeño cactus que tiene al lado de su ordenador y clavárselo repetidas veces en la cara. El cactus tiene un pequeño collar de flores, en plan hawaiano. Nacho, eres la monda.

La propuesta me parece menos interesante todavía al tener en cuenta que, debido al frío, Sandra va muy tapada. A medida que el invierno se alarga, el banco de pajas se agota y se agota. Ya sólo hay reposiciones.

Cuando vamos de camino al bar, intento recordar uno solo de los vídeos que he estado editando hoy. Lo cual es imposible. Es evidente que muero por dentro, las funciones básicas de mi mente comienzan a fallar. Ah, sí, aquél de la feria de libros. No, ése fue antes de ayer. Es evidente, muero por dentro. Mi sarpullido es sólo el principio, no sobreviviré a este invierno eterno. Ah, sí, aquél del frío. No llegaré a la primavera.

Vistas las escenas que me esperan, tampoco es que quiera.

Por suerte, puedo dejar en manos de mis compañeros la elección del lugar. Yo sólo conozco mi pequeño bar de vitrinas, pero ni quiero que ellos estén allí ni quiero que tengan que opinar nada. Imagino a Nacho diciendo algo como «Joooder, a qué sitios más guays nos traes… tú sí que sabes montártelo». Ese tipo de cosas.

El sitio al que vamos estaría bien, de haber menos gente. Me toca acercar un taburete demasiado alto a la mesa. Me siento idiota, aquí en las alturas.

Empiezan a hablar de los vídeos más estúpidos que les ha tocado editar últimamente.

—Yo creo que el peor de los últimos que me ha tocado montar fue aquél de la cría del cangrejo de río… ¿Pero a quién le importan estas cosas? Menudas caras llevaban los tíos que tenían que darles de comer y todo eso… Encima era imposible encajar un plano con el siguiente… —relata Sandra.

—Para mí se lleva la palma el show de los cuentacuentos. Todos en la plaza disfrazados como de El señor de los anillos… Se notaba que los niños estaban pasando un mal trago… ¡Daban puta grima! ¡Me lo puse como tres veces, casi me hago una copia para llevármelo a casa…! ¡Qué vergüenza ajena! —narra el malvado Nacho.

Me gusta su observación, me da muchísimo que pensar. Me gusta la observación, pero detesto a Nacho un poco más. Ese tipo de cosas las suele llevar a cabo gente que cobra algo cercano a nada o directamente nada. ¿Qué lleva a alguien a hacer algo así? El mundo se desmorona a tu alrededor y decides leer cuentos a niños disfrazado de mago. ¿Es esta gente incapaz de comprender que sus acciones están completamente desvinculadas del mundo en el que viven? ¿No pueden mirar alrededor? De verdad, en estos momentos de completa incertidumbre, en los que bordeamos el colapso económico, la guerra con cualquier otro país parece inminente, la televisión retransmite ejecuciones en directo, las calles dan asco y da miedo ir depende de por qué sitios… de verdad… ¿ellos deciden que lo mejor será encasquetarse el gorro de mago y traer mundos mágicos a los niños? No considero a Nacho un cínico; no tiene la habilidad para ello, pero creo que el desprecio viene dado porque acepto completamente lo que dice. Pero al contrario que a él, esta aceptación de los hechos, de lo ridículos que parecen estos estallidos altruistas completamente aislados del mundo real, todo ello, me produce dolor.

Es entonces cuando me doy cuenta de que llevo más tiempo del adecuado en silencio y mirando al vacío; tengo el vaso apoyado en los labios, defendiendo mi sarpullido. No he hablado de ningún vídeo divertido. Esta situación me lleva de inmediato a un recuerdo de la infancia, probablemente de la misma época en la que era poeta. Un recuerdo tan sencillo y tirando a insípido que no sé ni por qué permanece. Me veo en el mismo contexto, pero en el comedor escolar. Un niñato que espero que a día de hoy esté muerto ríe, me señala y exclama:

—¡Estás empanado!

No, pequeño gilipollas, estoy pensando. Sé que tú no lo puedes hacer, estás constante e involuntariamente atento a todos los estímulos de tu entorno, igual que cualquier mamífero pequeño.

Pero volvamos al presente, ese lugar genial.

—¿Te pasa algo? —pregunta Sandra, sonriendo, señalando que estamos en un ambiente distendido.

Nacho, mientras tanto, me saluda de manera divertida con la mano. Dios.

—Es una tontería. Hoy hace justo un año que corté con mi novia.

Pausa incómoda.

—Qué memoria para las fechas —comenta Sandra; es evidente que no sabe qué decir.

Por una parte no quería hablar sobre ello, y por otra sí. En el fondo, el hecho de dejar patente que, en algún momento de mi vida, he tenido pareja y acceso a una vida sexual me parece una buena idea. No soy tan diferente, puedo hacer esas cosas.

—¿Te dejó ella? —Nacho, siempre dispuesto a ejecutar pequeñas danzas sobre mi cadáver putrefacto.

—No, la dejé yo. —No sé si a esto se le puede considerar mentir, pues estoy dando una respuesta de sí o no a algo que desconozco. Quiero quedar bien y me desprecio por pervertir la Historia con este único fin. Si me dejó ella, no le faltaron motivos.

—A veces es peor dejar que…

Por suerte un camarero llega y nos trae otra ronda. Tampoco es que esto provoque un cambio de tema, pero necesito el alcohol para sentirme ya no cómodo, pero sí menos atacado.

—¿Qué pasó? —Sandra, poli bueno.

—Nada especial. Ya sabes… cosas que se acaban. —Espero francamente que esto constituya una respuesta satisfactoria para el resto. Sigo sin recordar qué sucedió en concreto. En realidad, los recuerdos a más de un par de meses vista siempre están neblinosos. Eso sí, puedo recordar tantas inútiles fechas como desees.

—¿Cómo se llamaba? ¿Es ésa con la que te vi una vez? —Nacho, poli malo.

No sé de quién habla, no creo que me haya visto nunca con Ángela. Su trágica salida de mi vida coincide con la gloriosa entrada de Nacho en ella.

—Ángela. Pero creo que nunca nos has visto juntos porque…

—¡Ángela! ¡Claro! ¡Por eso me sonaba! —Lucifer desgarrando mis entrañas con un tenedor sucio—. ¡Es amiga de una amiga mía! Salimos de fiesta juntos de vez en cuando. —Pausa dramática—. Es una chica muy guapa. —Lucifer condescendiente.

Hiervo por dentro. Tardas siempre un poco de tiempo en darte cuenta de que te estás quemando. Esto es algo parecido. Violenta tormenta cerebral de flashes de devastadoras posibilidades: Nacho con una camiseta verde claro, a juego con sus ojos, posando para una foto en alguna decadente discoteca mientras rodea con el brazo a mi perdida Ángela. Más tarde ríen, brindan, beben del vaso del otro, se besan y se babean la cara y no quiero saber más.

En este caso la ira, como poderoso catalizador, me ha permitido pensar en las terribles posibilidades de esta unión malsana a velocidad sorprendente y no estoy empanado mirando al vacío. Gasto toda mi energía vital en parecer indiferente.

—Qué pequeño es el mundo —sentencio, con una frase lo más sobada posible que espero indique que me importa una mierda lo que este anormal haga con su vida y si incumbe a mis exnovias o no.

A partir de aquí trato de poner el piloto automático: normalidad (creo que río algún chiste más fuerte de lo necesario) y sana indiferencia. Y seguimos bebiendo por un rato.

Llego a casa tirando a tarde. Mi estómago ruge porque sólo ha sido alimentado con sándwiches de máquina y cerveza. Odio cocinar borracho y odio comer borracho. Entro a la cocina dispuesto a sobreponerme a todo esto y cenar en condiciones. Pero el papel de cocina con elefantes dibujados me deja fuera de juego. Dos son los factores para esto:

El primero: Los elefantes se lanzan entre sí bolas de nieve y llevan gorros de lana. El papel de cocina es plenamente consciente de que el invierno durará para siempre. No importa que estemos en marzo-casi-abril: los elefantes hacen muñecos de nieve y, supongo, fantasean con ser mamuts, pues la Edad de Hielo debe de estar a la vuelta de la esquina.

El segundo: Alguien se ha tomado la molestia de hacer más digerible mi estancia en este erial que acostumbro a llamar mundo. Alguien, quizá un ejecutivo en un despacho, decidió que los elefantes con motivos invernales harían su papel de cocina más rentable. Alguien, quizá un tipo en un estudio, tuvo que escuchar con paciencia la idea de los directivos y ponerse a dibujar elefantes (Recordemos: mamíferos de ambientes en muchas ocasiones extremadamente cálidos) en paisajes invernales.

El panorama que me espera en el salón no es mucho mejor. Emilio está sentado en nuestro nada limpio sofá, leyendo. Salvo cuando está estudiando (creo que está en último curso de alguna oscura ingeniería) no le he visto coger un libro en la vida; ni siquiera tiene una estantería en su habitación, sus libros de ingeniero se apilan sobre el escritorio. Reconozco que tenía la esperanza de hablar un poco con él. A veces, su dicotómica visión del mundo y la simpleza con la que ve todo me reconfortan. Me gusta escucharle hablar de cualquier tema; no duda y todo le parece tremendamente lógico. Emilio tiene todas las piezas del puzzle. Un mundo de Emilios sería un mundo mejor. Recuerdo que un día, mientras desayunaba, me preguntó cómo era posible que no vendieran donuts mezclados, es decir, que vinieran de diferentes tipos en el mismo paquete. Comerse todos iguales era un rollo. Lo dicho, un mundo mejor.

—¿Qué lees, Emilio?

—Este libro. Te lo he cogido prestado de tu estantería. No te importa, ¿no?

Me enseña la portada. El guardián entre el centeno. Alzo las cejas.

—¿Y eso?

—Es que en el instituto me hicieron leérmelo, pero no me lo leí, hice el trabajo con la Encarta. Entonces lo he visto en tu estantería y he pensado que a lo mejor me perdí algo importante, porque de vez en cuando oigo hablar de él.

—¿Y qué tal?

—Por ahora, bien.

Me avergüenzo mucho al comprender que quizá esté en la parte en que Holden trata de leer un libro pero es molestado insistentemente por su compañero de cuarto. Dejo a Emilio en paz. Nadie que haya podido esquivar de manera tan dulce El guardián entre el centeno hasta los veinticuatro años merece ser molestado.

Estoy borracho y no me apetece ser poeta maldito. Soy un fraude. O puede que mañana se me ocurra algo bueno. Me tumbo en la cama a oscuras y miro al techo, como auténtico maldito que pretendo ser. Que el alcohol es fuente de inspiración es una mentira peligrosa. El alcohol te puede llevar a experiencias interesantes que no te ocurrirían de otra manera. A mí por lo menos no me funciona, no acude a mí ningún verso inspirado. Sólo puedo pensar en que Emilio está leyendo El guardián entre el centeno porque no hay adaptación cinematográfica. La única adaptación posible tendría que haberse rodado en los años 50, al poco de publicarse el libro, ya que se trataría de una película muy clásica, previa al gran cambio cinematográfico estadounidense de finales de los 60 y principios de los 70. Probablemente dirigida por King Vidor. Quizá protagonizada por James Dean. La película habría sido considerada a grandes rasgos un fracaso, pero a día de hoy muchos la veríamos con curiosidad, salvaríamos cosas. A pesar de que los actores prácticamente declamarían, sabríamos quedarnos con la asombrosa interpretación de Holden Caulfield por parte de James Dean. Su muerte temprana sólo confirmaría que los Holdens no duran mucho en este mundo. También me gustaría su sólido retrato de la época y la, aunque quizá algo sobria, acertada dirección de Vidor. Lastraría la obra un abuso de la voz en off y el maltrato de algunas escenas, como cuando Holden queda en la cafetería en Nueva York con aquella chica y le propone irse a vivir al bosque. Retratarían, por guión, a un Holden demasiado enamorado y no preso de la locura del momento inherente al personaje.

Mientras visualizo estas bellas aunque fallidas escenas en blanco y negro, me quedo dormido.

Ya por la mañana, trato de continuar con mi producción poética. La vieja de al lado se queja poco, ni siquiera en eso puedo excusarme, el universo entero conspira para que confirme mi inutilidad como poeta. Parece que sólo puedo escribir sobre crustáceos o insectos. Mi producción de esta mañana se limita a:


LA PAZ CON LOS INSECTOS

Por convenio mundial
las naciones aceptan
la paz con los insectos
Por la mañana salgo raudo a la calle
ansioso por ver los cambios políticos
Es indiscutible; no hay hormiga que no me sonría

Es un poema extraño, no sé si esto me llevará a alguna parte. Pongo la silla a dos patas, las piernas apoyadas en el escritorio, miro al techo y fantaseo con mi primera poesía; era sobre tener dos cabezas. Una vida marcada por la bicefalia. Estoy seguro de que era un poema magnífico y, por mucho que diga L. J., una fuente de creación primigenia. Históricamente, el modernismo buscó contenidos nuevos en la pintura de niños y dementes. En otras palabras, en seres libres de la lacra de la educación y, por descontado, de la de la formación artística. Hay razones de peso para ello.

Me arrastro rumbo al trabajo, tras prepararme yo mismo unos sándwiches-no-de-máquina. Pero antes de salir me examino en el espejo de la entrada. Esta barba es un desastre. Estas ojeras son un desastre. Este sarpullido que no se va es una condena. Seguro que Nacho no ha tenido nunca un sarpullido. Ni hongos ni una caries. Como mucho, una resaca simpática tras una noche de fiesta y exceso con Ángela, mi amor perdido. Pero no me interesa la vida de los ganadores. Por lo menos tengo el aspecto de un maldito.

Bolsas de basura que nadie ha recogido rodean el contenedor de enfrente de mi casa. Huelga, desidia, accidente; las posibilidades son muchas y ninguna tiene interés. El contenedor parece una madre desbordada por críos chillones. Muchas de las bolsas de basura son amarillas, para reciclar, se supone. Los árboles siguen sin sacar hojas, lo cual no deja de indicar que, para ellos también, aún estamos en mitad del invierno.

El hecho de haberme quedado despierto, concentrado en escribir poesías, hace que esté muy atento a los detalles. La gente en el metro nunca deja de fascinarme, a veces hasta puntos en que me resulta insoportable. Veo tantos defectos de esos que no se notan si no te fijas que me asfixio. Demasiada gente pidiendo monedas. Tantas chicas guapas rumbo a Dios sabe qué trabajos que ni por un momento cruzan su mirada con la mía. No sé cómo lo hacen. Detectan a los malditos como yo, condenados a una vida de soledad y sarpullido.

Agradezco la llegada al trabajo, a mi pequeña cámara de privación sensorial. Trabajo con tal empeño y ferocidad que acabo mucho antes de lo previsto. Reviso mi cuenta de correo y mis redes sociales hasta el hastío. Emilio informa de que está «Estudiando», decido que esto «Me gusta». Observo su estado anterior, en el que anuncia que El guardián entre el centeno está bastante bien, cosa que también decido que «Me gusta». Caigo en que hace mucho que tenía ocultas en Facebook las insoportables actualizaciones de Nacho y su vida de ganador. No es el caso de las de Sandra, de la cual tengo que aguantar tonterías y cosas tirando a ñoñas sólo con la vaga esperanza de que algún día el calor vuelva y ella cuelgue unas fotos en bikini o algo por el estilo. Ángela y yo ya no «somos amigos», me borró ella o la borré yo. De verdad, es como un acertijo de esos que da pereza tratar de resolver en la cabeza. Como ése de las puertas, en que una siempre dice la verdad y otra siempre miente, ése que sale en la película en que David Bowie hace de lascivo rey de los duendes ante una sexy, indefensa y virginal Jennifer Connelly.

El caso es que entro al perfil de Nacho, tras comprobar de un vistazo que se encuentra ocupado y atento a su propio monitor. Buceo en sus fotos en busca de mayores manantiales de sufrimiento. Cuando llega, es como una especie de percutor; un crujido y un fogonazo. La desdibujada imagen de Ángela se vuelve ante mí un retrato de precisión quirúrgica a escala real. Ángela tiene el pelo moreno, de un color tan negro que es inusual; le pasa un poco la altura de los hombros, con el flequillo a un lado, llevado con gracia sobre su poco prominente frente. Tiene los ojos color marrón claro, el izquierdo a veces se le pierde un poco y, aunque si no te fijas no se nota, nadie en este mundo lo consideraría un defecto de verdad. No se depila las cejas porque éstas ya tienen de por sí una forma perfecta y la abundancia justa. Le gusta emplear sombra de ojos oscura y pintarse las pestañas, lo cual a mí siempre me gustó aunque por algún motivo nunca lo reconocí; por no parecer superficial, supongo. En cada oreja tiene tres agujeros para pendientes, siempre para encajar algo pequeño, como una estrella plateada, nunca aros. Su cara es alargada y sus pómulos son prominentes, en sus mejillas hay unas pocas pecas que parece que tienden a desaparecer. Su piel es algo menos pálida que la mía, cosa que le divertía señalar. Tiene un lunar justo donde irán las patas de gallo de su ojo derecho cuando se haga mayor. Su nariz tiene el puente muy recto y forma con su cara un ángulo curiosamente cerrado, aunque la punta, según me parece, tiene la decisión de subir. Su barbilla va un poco hacia fuera, pero sin dramatismo. Su boca es más bien pequeña, pero tiene unos labios bonitos. Sonríe sin enseñar los dientes y se le forman unos pequeños, casi imperceptibles hoyuelos. Tiene uno de los dientes inferiores algo hundido hacia dentro y los hombros más rectos que los míos, pero creo que nunca reparó en ello. Su espalda, tirando a ancha, contrasta perfectamente con una cintura estrecha, y forma una curva en la que apoyé la cabeza muchas veces. Apenas tiene vello en los brazos, por suerte, porque es negrísimo. Pechos medianos que a veces pueden parecer grandes por extensos, pero no muy prominentes. Unas manos finísimas en las que nunca se pone ningún anillo, coronadas por unas uñas de las que no se preocupa lo más mínimo. Unas caderas redondas que dibujan una vertiginosa curva con su cintura estrecha y que por desgracia sólo revelan un culo tirando a plano. Piernas proporcionadas a su estatura, 1.67m. Es delgada y de vientre plano. No tiene unas rodillas feas, lo cual es algo complicado y traumático para muchas chicas. Calza un treinta y siete y medio, lo que resulta en unos pies bastante bonitos.

Cuando me doy cuenta de que estoy exhausto y casi sudando, una mano aterriza en mi hombro.

—Si quieres, me puedes pedir una cita, guapo —dice Nacho, muy satisfecho de comprobar que estoy metido en su perfil.

Sandra, en el ordenador de enfrente, se ríe, lo cual tampoco tiene mucho sentido porque no sabe a qué viene la gracia de Nacho de hoy, pero claro, Nacho siempre es gracioso. Como estoy en shock por la meridiana y cristalina visión de Ángela, no se me ocurre nada de persona normal para responder. Aunque también deduzco que para las bromas de Nacho, ajedrecista de lo social e innovador estratega de las relaciones interpersonales, en realidad, no hay ninguna salida digna.

Se sitúa en medio de nuestra mesa y hace gesto de beber con el pulgar hacia la boca y el índice estirado. Nos está preguntando, con su abrumador estilo, si queremos ir a tomar un café a la máquina de abajo. Sandra asiente, yo sonrío con una comisura y niego con la mano. Una bella escena muda, en la que un desconocido que nos viera por primera vez entendería a la perfección el rol de cada uno. Ni siquiera le hubiera hecho falta escuchar el

—No me desgastes las fotos, ¿eh?

de Nacho para poder definir estos roles. Para esto tampoco se me ocurre ninguna respuesta apropiada, a pesar de que ya estoy más repuesto.

Le observo alejarse con su pelo en punta y sus aires de surfero (¿Cómo puede parecer alguien surfero en este invierno infinito?), acompañado de Sandra; su cabello ondulado le cae por la espalda. Siempre he pensado que las chicas con las tetas muy grandes tienen el culo plano, en una especie de sabio y justo equilibrio de la naturaleza. Teoría que vuelvo a confirmar antes de sumirme de nuevo en mi cibertortura emocional.

Por suerte, no existe prueba gráfica alguna de que el mezquino Nacho haya intimado demasiado con mi ángel-caído-Ángela. Intento espiar el perfil de Ángela, pero lo tiene cerrado. No la culpo, el mundo está poblado por ciberacosadores peligrosos y obsesivos como yo. Sólo puedo ver su foto principal, en la que están ella y una chica que no conozco riéndose sentadas en las rocas de una montaña en la que nunca he estado.

Envío a L. J. un mensaje de texto donde le pregunto si está disponible para ir a tomar algo esta noche. Es cierto que, por lo menos que yo recuerde, es mi tercer día seguido acabando más o menos borracho. Pero claro, hoy es viernes y estoy plenamente justificado. Hoy ni siquiera dan ejecuciones por la TV, no tendría sentido quedarse en casa. L. J. tiene un trabajo bien pagado pero de horarios irregulares, por lo cual es difícil saber cuándo va a estar disponible. Hace de todo para otra pequeña cadena de TV. Una vez fue él el que metió los rótulos en una ejecución televisada. Ese programa fue especialmente escabroso, recuerdo que se trataba de un chico de más o menos nuestra edad que había matado a sus a padres y a continuación había escondido los cuerpos en un armario. Los escondió porque esa misma noche iba a celebrar una fiesta a la que acudieron más de sesenta invitados. L. J. me da el visto bueno. Perfecto. En el perfil de Ángela doy al botón de «Añadir amigo» y a continuación cojo mi abrigo porque doy por finalizada mi jornada laboral.

Las medusas sí que nos harán compañía esta noche. Hoy L. J. está, aparte de borracho y quizá más cosas, preocupado por la capacidad de atención y la memoria.

—Me da la impresión de que la sobreestimulación actual… está dejándonos descerebrados. —Aquí yo ya estoy negando con las manos—. Espera, piénsalo… A día de hoy… hay más información en un sólo periódico… que la que recibía un hombre en la Edad Media en toda su vida.

—La era de la información —digo.

—Sí, pero estamos sobreestimulados. Creo que no sólo por el hecho de que somos más mayores recordamos peor las cosas que cuando éramos niños. Ha habido un crecimiento… paulatino… de la cantidad de información que recibimos, gracias a Internet. Hay estudios que dicen que lo que leemos en la red se olvida fácilmente porque el cerebro sabe que está ahí… y lo puedes consultar cuando te dé la gana.

—Nunca me acuerdo de los vídeos que edito.

—No es eso a lo que me refiero, eso es porque son una puta mierda y sólo tratan de gilipolleces…

—No, no, pero si hubiera hecho el mismo trabajo con diez o doce años…

—Cosa que sería más que posible —interrumpe L. J., el alcohol es incapaz de frenar su sarcasmo.

—…puede que recordara bien el trabajo de cada día. Cuántos vídeos había montado, de qué trataban… ¿no? De pequeño me acordaba de todo…

L. J. tiene los ojos brillantes.

—¡Eeeso es!

—Es más, cuando era pequeño lo recordaba absolutamente todo. Cuando a alguien se le olvidaba algo, sobre todo a un adulto, pensaba que era como haciéndose el tonto, para fingir que no le daba importancia a un asunto… —Me agarro el mentón, L. J. sorbe su vodka con Sprite mientras asiente—. …Espera, esto echa por tierra tu teoría… Los adultos de entonces, sin Internet, ya no recordaban nada…

—¿No te das cuenta? Tus padres olvidaban cosas puntuales y tendrían treinta y cinco tacos por aquel entonces. Nosotros tenemos veinticinco…

—Veinticuatro.

—Eso tú —dice tajante, con una imposible mezcla de desprecio y cariño en la voz—. Tenemos veinticinco y nos cuesta recordar qué comimos ayer.

Hace una pausa y de repente me mira fijamente y pregunta muy rápido, de manera que la lengua se le traba un poco:

—¿Qué comiste ayer?

—¡Asquerosos sándwiches de máquina!

—En tu caso es fácil, una pregunta de única respuesta… ¿Pero cuál es la última película que has visto, pequeño?

No tengo ni la más remota idea. Veo un montón de películas. No puedo recordar ninguna.

L. J. alza las cejas, inquisitivo de una manera que es divertida.

—Vimos hace poco Defensa, de John Boorman, en mi casa.

Ahora la recuerdo. Pero no recuerdo si es la última que vi. Supongo que sí, por el hecho de que he estado muy ocupado siendo poeta maldito.

—Es verdad que no me acordaba, y eso que me gustó.

Sorbo de mi Four Roses con cola.

—Tampoco puedo recordar aquella poesía…

—¡Dios! ¿Aún estás con eso? Según me explicaste… fue algo que hiciste rápidamente, en un supuesto arrebato creativo —Gesto despectivo de dedos que indican comillas—. Es normal que no la recuerdes palabra por palabra. Pero puedes recordar cosas estúpidas que te tocó memorizar a esa edad mucho mejor que las gilipolleces que hemos tenido que aprender en la carrera. ¡Dime los tipos de plano descriptivo!

Me siento como en un programa de TV, de esos con cartulinas, preguntas y dinero. Desvío la mirada e intento recordar.

—Gran plano general… Ehm…

—Plano general, plano general corto y plano conjunto —dice de carrerilla el listillo de L. J. A mí me da tiempo a corearle la palabra «conjunto».

—Eso no prueba nada. Estoy borracho.

—Yo también, sólo prueba que soy más digno portador de un título que tú. Ahora, dime el número de tu primer móvil.

Lo digo como quien recita una rima infantil. Comprendo. Me fascino.

—¿A qué edad tenías ese número?

—Creo que hasta los doce. Me lo robaron y mi madre canceló el número.

—Qué panoli. Pero de eso sí que te acuerdas.

Asiento pesadamente y nos quedamos en silencio un rato. Mientras observo a las medusas, pienso que si tenía que volver a trabar contacto con Ángela, cosa que cada vez veo más ineludible y si había de ser por Facebook, cosa que veo inevitable, he hecho bien en establecerlo ahora, que no tengo acceso a un teclado. Eso o me esperaban horas de frenético actualizar frente a la pantalla. Puede que incluso me haya aceptado ya. Dirijo la mirada hacia las medusas, pongo mi atención en la barrera que me separa de ellas. Una de las infranqueables. Este año me ha hecho reflexionar y seguro que soy mucho más sabio. Seguro que he aprendido de mis errores.

—Oye, L. J., ya que mi memoria está condenada, ¿podrías pasarme un poco de hierba?

L. J. sonríe, pone los ojos en blanco y asiente con la cabeza.

—Pero tráete a Emilio a beber un día. Ese tío es la hostia.

Cuando empecé a compartir piso con Emilio, fui amable con él y lo invité a venirse un par de días a beber con L. J. y conmigo. Emilio y sus sencillas opiniones sobre el mundo, sobre el cosmos, sobre lo humano y lo divino, dejaron noqueado a L. J. Lo tenía hipnotizado, como una especie de monstruo de feria. La verdad es que no sé qué sencilla opinión le merecimos a Emilio. A día de hoy no ha hecho ningún comentario al respecto.

De camino a casa me subo el cuello del abrigo. Puto cambio climático. Políticos candidatos a algo me vigilan, amenazadores, desde innumerables carteles. Miro hacia arriba, como siempre que vuelvo borracho a casa, pero apenas se distinguen las estrellas. Debe de ser la contaminación.

Me pregunto si, cuando entre por la puerta, Emilio habrá montado un grupo de glam rock, vendido el piso o traído más amigas inesperadas. La verdad es que la última amiga estaba bastante buena. No es que Emilio sea un tío feo, ni nada por el estilo. Es más, creo que entre su pelo rubio hasta las orejas y el aire de deportista tranquilo que tiene puede resultar atractivo a las chicas. Siempre viste con ropa tirando a deportiva, lo que yo asocio a una prolongación de la infancia, porque nunca le he visto hacer deporte, aunque claro, puede que sea campeón de muay thai. Lo que quiero decir es que si no tiene éxito con las chicas, cosa sobre la que no tengo muchas pistas, es porque no lo veo currándoselo nada. Olvidaría cumpleaños, cometería pecados capitales de ese tipo.

Ángela cumple años el veintitrés de mayo. Espero que para entonces haya salido un poco el sol. Creo que la fecha la convierte en Géminis. La imagino con una hermana gemela. Quizá podría salir con la hermana gemela, quizá a ella sí le gustaría. Seguro que ella odiaría a Nacho, sería la gemela guay, guay precisamente por no serlo. Le encantarían mis poemas. Luego pienso en montármelo a la vez con dos Ángelas; sexo doppelganger, mi nueva e irrealizable fantasía.

En todas estas cosas voy pensando cuando llego a casa. No es muy tarde, puede que Emilio esté viendo la TV. Le gusta mucho ver un programa en el que rehabilitan vagos o algo así. Esto no interesa a nadie, pero las historias de lo que sucedió a raíz de su vagancia suelen ser muy entretenidas. Recuerdo la de un tío al que le quedaba una asignatura para acabar la carrera, tenía que matricularse para poder hacer un único examen. Pero lo fue dejando y dejando para más tarde, al final se pasó el plazo y el tío tuvo que esperar otro año para poder hacer ese examen. Este individuo explicaba que no había ido a rellenar el papeleo porque, para llegar hasta la oficina correspondiente, tenía que coger dos autobuses. Era una historia muy extraña porque la carrera del tío, recuerdo, era una difícil. A lo mejor era un montaje.

Pero Emilio no está en casa, la puerta de su cuarto está abierta y todo está a oscuras. Agradezco la ausencia de maniquís.

Me quedo con expresión estúpida en la puerta de su habitación. Es una pena, me apetecía hablar con él, le pensaba preguntar por su amiguita. Sopeso la posibilidad de ir al espejo a examinarme el sarpullido. Por una vez, soy fuerte y me niego. Prefiero fumar hierba, con la esperanza de que me lance a un manantial de creatividad de esos de los que habla L. J. Cosa que evidentemente el alcohol no está haciendo por mí. L. J. me ha dicho que lleve cuidado, pues esta hierba es muy potente. Dice que los pocos cultivos en exterior que sobreviven a este invierno casi nuclear hacen crecer una hierba alucinante. Su teoría es que la mezcla de frío y suelos envenenados por la contaminación, unida a la ya aceptada contaminación del aire, está creando mutantes. La verdad, no me creo una mierda y lío un porro sin tener en cuenta sus indicaciones. Las chorradas que le mete su proveedor en esa cabezota para cobrarle de más.

¿Qué estaré olvidando ahora, mientras fumo? ¿Qué valiosos archivos están yéndose en forma de humo? Quizá, cuando pasen los años, recuerde sólo detalles estúpidos de esta etapa, de esta dorada juventud. El cactus con collar hawaiano de Nacho, por ejemplo. Pongo un poco de música (algo tranquilo, destinado a la escucha pasiva, que no interfiera demasiado en mi tren de pensamiento, por si la poesía acudiese de golpe a mí) en el ordenador y contengo la tentación de mirar si Ángela ha aceptado mi «solicitud de amistad». ¿Desde cuándo se solicita la amistad? Qué pensamiento más estúpido. ¿Por qué no todos los recuerdos pueden ser como esa visión tan nítida de Ángela que he tenido hoy en el trabajo? Supongo que nos llevaría a la locura. ¿Qué criterios sigue la mente para quedarse unos recuerdos frente a otros? Si me remonto lo más atrás posible en mi memoria, puedo recordarme haciendo cosas no muy relevantes; por ejemplo, sé que corría por los pasillos de casa a lomos de mi moto de juguete. No lo recuerdo como algo extremadamente divertido. No sé cuáles fueron los momentos más felices de mi infancia, ni los más tristes. Las repeticiones mecánicas pueden permanecer mucho tiempo enterradas. Supongo que esperan ser útiles algún día. Recuerdo la dirección de la casa en la que vivía con mis padres (ésa que recorría en moto) y de la que nos mudamos cuando tenía nueve años. También de su código postal. Esos datos permanecen agazapados y tristes en la cabeza… Espero que les den una ejecución, por piedad, pronto. ¿Para qué quiero el número de móvil que tenía hace más de diez años? Lo recito mentalmente, le admito musicalidad, pero no se puede hacer ninguna poesía de eso.

De repente, tengo una certeza absoluta. Ángela es la nueva portadora de mi antiguo número de teléfono, el que perdí con doce años. Borré su anterior número, supongo que ella hizo lo mismo con el mío. Para evitar este tipo de cosas: llamadas de madrugada bajo la influencia. Pero lo que no se puede evitar es el DESTINO. De hecho, me doy cuenta de que he estado ignorando escépticamente las señales. Justo un año después de nuestra separación, Nacho, mi eterno torturador, la ha sacado a colación. El DESTINO está confuso porque no estamos juntos. Todas mis inseguridades sobre si está con alguien (y que ese alguien sea Nacho) se esfuman. Es más, si estuviera con alguien, lo abandonaría de manera inmediata para venir a mis brazos, puede que esta misma noche. Voy a marcar ese número. Por si acaso, configuraré mi móvil para que aparezca como «Número oculto».

Me asaltan las dudas. Esto es una gilipollez, es como que puedo verlo desde fuera. Pero también me asaltan las dudas sobre si es verdaderamente una gilipollez. ¿Puede el Hombre modificar la realidad con el pensamiento?

Decido que pediré una última señal al Destino. Para hacer la llamada, me situaré en un punto de mi habitación en el que a veces hay cobertura y a veces no. Será la señal definitiva. Si el móvil decide no llamar, abandonaré esta descabellada idea para siempre. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que despierte a algún desconocido; colgaré rápidamente y me reiré como un maníaco. Ya está. Al fin y al cabo será interesante escuchar la voz del nuevo portador de un número que posee tanta musicalidad.

Me siento en la esquina de mi habitación de cobertura problemática. Pongo el móvil en modo oculto. Respiro hondo. A medida que marco, acompaño el sonido que emiten las teclas susurrando cada número. Coloco el móvil en mi oreja. Silencio. ¿Qué opina el destino? Más silencio. Señal. Noto cómo se me acelera el pulso. Señal. ¿Qué voy a decir? Señal. Esto es una mierda, si es que voy fumadísimo, por eso se me ocurren estas gilipolleces. Señal.

—¿¿Quién es??

Aspiro aire involuntariamente. Me cuesta lo que me parece una eternidad encontrar el botón de colgar. Miro el móvil aterrorizado.

Reconocí la voz inmediatamente. No se trataba de Ángela. Era yo con doce años.

He logrado que Ángela me invite a comer a su casa. La situación es un poco tensa, no estamos hablando mucho. Espero a que traiga la comida. Las luces están bajas, pero no en plan romántico. Es como si las bombillas estuvieran muy gastadas y emitieran una enfermiza luz grisácea. Ella tiene buen aspecto, pero está algo seria. Trae un plato sólo para mí. Empiezo a comer, es una gran ración de cenizas. No hablamos. Sonrío. Ella no me devuelve la sonrisa, se levanta y se va a la cocina, escucho cómo cierra la puerta. De repente la oigo proferir un grito, está rabiosa. Unos aullidos sobrehumanos. Yo por mi parte no sé qué hacer, no puedo dejar de tragar ceniza. Al fin logro reaccionar y corro por el oscuro pasillo hacia la cocina.

—¿Ángela…? —Tanteo, aunque alejado de la puerta. Los aullidos han cesado. El silencio que ha aparecido, en contraste, me aplasta; algo así deben de escuchar los submarinistas antes de que los oídos les estallen por la presión.

Observo que por la rendija inferior de la puerta hay una línea de luz blanca y malsana. Súbitamente desaparece. Vuelve a aparecer. Es como un latido. Esa luz me aterroriza.

Despierto. Cualquier fumador de hierba te dirá que el fumar anula tu vida onírica, y esto es bastante cierto. Las primeras etapas del sueño se vuelven pesadas y, quizá por fortuna, no podemos recordar lo que se ha proyectado durante esas horas. Pero, si duermes lo suficiente, llegas a una etapa en la que a veces recuerdas este tipo de sueños retorcidos o pesadillas absurdas. El gran juego de la hierba.

Es sábado y no tengo que ir a trabajar. No trabajar me permitiría centrarme en mi carrera de poeta, con la que planeo ganarme la vida, reconquistar a Ángela y despedirme de Nacho por todo lo alto. Pero no querría abandonar mi trabajo, y menos en estos tiempos de incertidumbre. Creo que podré hacer las dos cosas. Editor de vídeo y poeta. Aunque esos malditos vídeos no me inspiran nada en absoluto, son mi centro de meditación. Redención a través del trabajo. Cómo me gusta exagerar.

Iremos por orden. Primero, comprobar que anoche realmente llamé a mi primer móvil. Lo cual, según el registro de llamadas, es del todo cierto. Lo segundo, comprobar si Ángela ha aceptado mi solicitud de amistad. Cosa que ha hecho. Ahora tengo acceso a un caudal de información que, más que nada, es una fuente casi inagotable de tormento y dolor. Sólo lo utilizaré para ponerme en contacto con ella. Tener acceso al perfil de Facebook de las exnovias, una gran cosa. Responsabilidad y autocontrol, todo eso es necesario.

Es momento de organizarse. Tengo que escribir un mensaje a Ángela para quedar con ella. Un mensaje que le incite a verme. Ni demasiado desesperado ni demasiado desinteresado. Ahí fuera está la combinación perfecta de palabras para mi cometido y es mi deber encontrarla. Al ser escrito, no se tomarán en cuenta factores como la apariencia, el tono de voz y el lenguaje no verbal. Simplemente he de ser orfebre de mensajes del Facebook.

Cuando acabo este mensaje, a todas vistas es algo que PARECE completamente improvisado (esforzarme en ser espontáneo es una de mis maldiciones) y sólo vagamente desinteresado. Estoy exhausto.

Emilio no está en casa, quizá tuvo suerte en cuanto a su amiguita. Envío un mensaje a L. J. para saber si nos reuniremos de nuevo esta noche. Responde que no, que tiene que trabajar. Al menos le pagarán bien, por ser sábado. Sólo han pasado cinco minutos desde que escribí el mensaje a Ángela y ya estoy actualizando furiosamente. Esto no es sostenible, he de encontrar algo que hacer esta noche. Veré películas hasta reventar. Elegiré una saga eterna o una temática o género fértiles, explotados por la industria del cine. Compraré cervezas y aperitivos. Si Emilio vuelve, puede unirse a mí. Su amiguita también. Todos seremos felices y nadie irá a Facebook en busca de mensajes.

Me decido por una temática ligera: asesinos en serie. Pongo a descargar Dahmer, Dear Mr. Gacy, Monster, El estrangulador de Boston, Summer of Sam, … No creo que vaya a ver todo eso.

Salgo dispuesto a hacer la compra de refrigerios. Cierro la puerta y hago un chequeo: cartera con dinero, móvil… cartera, móvil… cartera, móvil… Comprendo con horror que me he dejado las llaves dentro de casa. El pánico se apodera de mí. Llamo a Emilio, pero tiene el móvil apagado. Extraigo el contenido de mis bolsillos, esperando que las llaves estén escondidas en alguna parte. De ellos salen todo tipo de flyers de bares y propaganda, pero nada que pueda devolverme a la seguridad del hogar. No recuerdo haber cogido las llaves, claro que tampoco recuerdo no haberlas cogido. ¿Es esto posible, tener el no-recuerdo de algo?

Pienso que puedo esperar aquí sentado hasta que Emilio vuelva. Claro que puede haberse ido a pasar el fin de semana a algún pueblo de la sierra; o a conocer la Patagonia, ya puestos. En cualquier caso, he de decidir si abandonar el portal. Una vez abandonado, dependeré del dudoso regreso de Emilio. ¿Qué me brinda el portal? Refugio del frío. También refugio del mal que acecha la ciudad, que no es poco. Pero en un corto espacio de tiempo tendré hambre y sed. También estaré aburrido. Decido que lo mejor es limitarme posibilidades y abandono la seguridad del portal.

Una vez la puerta golpea a mi espalda, no estoy muy seguro de qué hacer ni a dónde dirigirme, pero empiezo a caminar en dirección al trabajo, trayecto que normalmente hago en metro. El cielo está encapotado y hace algo menos de frío; las temperaturas siguen lejos de ser agradables. Es una calidez sucia la que nos dan estas nubes. Miro el reloj. Levantarme tarde, escribir mi mensaje/obra maestra a Ángela, poner películas a descargar y caminar durante un rato me ha robado bastante tiempo, por suerte, y son las cinco de la tarde. No he comido, pero no tengo hambre. Sigo caminando, con la vista fija en el suelo; me da la impresión de que la gente podrá detectar en mi mirada que ahora mismo soy un vagabundo, un sin techo.

Camino del trabajo, por ir hacia algún sitio, encuentro una cafetería que parece agradable y entro. Las luces son cálidas y hay gente, pero no demasiada. Algunas personas se sientan solas en las mesas y esto me anima un poco: no soy el único.

Me siento en una esquina, que tiene banco empotrado. De este modo puedo hundirme en la pared de madera miserablemente. Cuando la camarera me pregunta, pido un café americano, por tener algo que me lleve más tiempo consumir que un simple expreso. En realidad, supongo que todos los que están sentados solos esperan a alguien. Cuando viajas fuera de tu país, o incluso de tu ciudad, muchas veces miras a la gente preguntándote si son extranjeros como tú. Si están en tu club. No puedo evitar preguntarme si alguna de estas almas en pena se ha dejado las llaves en casa. Supongo que no. Si al menos tuviera papel y algo con lo que escribir…

Trato de anotar mentalmente, mientras tonteo con la taza.


Sentado en busca de algo en la cafetería
llego a severas conclusiones:
Las personas de ojos achatados
parecen más interesantes
Las fantasías que incluyan el vuelo
deben ser eliminadas
Me tienta clavarme el azucarero
en el ojo

Para el segundo verso había pensando en «serias», pero creo que «severas» queda mejor. Lástima que este poema se vaya a perder en la maraña de mis pensamientos. ¿A qué hora volver a casa? ¿Vendrá Emilio esta noche? No puedo parar de hacerme preguntas sin respuesta, y marco su número de vez en cuando, pero sigue dando señal de apagado o fuera de cobertura. Es evidente que se ha quedado sin batería. Estoy encerrado en la ciudad, desahuciado por mi torpeza.

Ya terminado el café, me quedo sentado esperando a que pasen los minutos, y que con ellos aumente la probabilidad de encontrar a Emilio en casa. Nuestras madres se conocen por no sé qué historias y, sabiendo que los dos buscábamos piso, nos presentaron. Si me hubiera preocupado por labrar una relación con él, quizá hoy me hubiera dicho a dónde iba. Pero tengo que hacerme el duro y jugar a los cowboys silenciosos. Mi condena no es desproporcionada: sentado en una cafetería, escudriño los rostros de la gente; el viejo juego de tratar de descubrir quiénes son esas personas. Si tienen exnovias, si escribieron poemas, si editan vídeos, si se han dejado las llaves en casa. ¿Cuántas de esas cosas se pueden deducir por mi lamentable aspecto? No puedo evitar toquetearme el sarpullido. Esta situación, que hace cinco minutos no me parecía tan mala, empuja cada vez mi cabeza más hondo en el fango. Menudo sábado.

Estoy pensando en marcharme, harto de jugar con la taza, cuando por la puerta de la cafetería entra Nacho, con otros dos chicos. Cuando parece que eso es todo, aparecen dos chicas. El grupo de amigos de Nacho. Probablemente lleva las llaves de su casa en su bolsillo. No me ve y se sienta en una mesa grande, no muy alejada de la puerta. Trataré de huir.

Ya he pagado y trato de escapar, ansioso. Cinco pasos hasta la libertad. Cuatro. Tres. Grita mi nombre. La tentación de tumbarme cuan largo soy (la gente no se da cuenta de que soy bastante alto, al estar cargado de hombros) en el suelo de la cafetería y esperar la muerte en estado catatónico se vuelve considerable. Pero preparo mi historia de normalidad y me giro hacia Nacho y su grupo de gente molona.

—¿Qué pasa, qué haces por aquí? No nos vemos suficiente en el trabajo ¿verdad? —dice.

—Jeje, parece que no. Nada, he quedado con un amigo y he llegado pronto y estaba haciendo tiempo. —Trato de sonar extremadamente natural—. Ya me iba —sentencio.

—¿Vais a salir? ¿Por dónde pensáis ir? ¡Podríamos vernos más tarde! Tengo descuentos para un montón de sitios.

—Qué va-a-a… —Alargo la última vocal en busca de excusas—. Salimos ayer y estamos muy cansados… Cenaremos… Y después algo tranquilo…

Descubro la fabulosa capacidad de mi mente para hacer varias cosas a la vez: A pesar de que estoy buscando excusas con velocidad, también, al mismo tiempo, me avergüenzo por cómo voy vestido. Me torturo al constatar que mi ropa está exclusivamente pensada para un pequeño paseo hasta el supermercado.

—Lástima —replica Nacho.

Entonces hace un gesto extraño con sus bonitos ojos verdes. Esos ojos que me conquistan hasta a mí. Es como si le diera asco mirarme directamente. O que está señalando algo. Sigo la dirección de sus ojos, a su izquierda, mi derecha. Ángela está sentada a su lado. Mi mente, acostumbrada a la multitarea, se bloquea.

—¡Hola! —digo, tratando de parecer muy convencido—. ¡No te había visto! —Esto, a pesar de que es rotundamente cierto, suena falso, a momento de la película en que el actor patina en una línea sin más, pero es suficiente para que pensemos: «No me creo nada».

No sé si darle dos besos porque nos separa una mesa. Me quedo de pie como una especie de triste espantapájaros. ¿Habrá respondido a mi mensaje de Facebook? No tengo ni idea de qué hacer, y menos delante de toda esta gente. Me toqueteo el sarpullido mientras digo:

—Bueno, ya hablamos, ¿eh? ¡Me voy o llegaré tarde!

No sé qué ha dicho Ángela para presentarse o despedirse o si ha dicho algo siquiera. Sólo quiero escapar de ahí inmediatamente y es lo que hago.

Salgo de la cafetería y empiezo a andar como si supera a dónde voy. Hace más frío que antes. Tengo ganas de llorar. Como iba a ser un trayecto corto, no cogí el abrigo. Son las siete de la tarde y este día horrible parece no tener fin. Vuelvo a casa encorvado, con las manos en los bolsillos; camino como si tuviera mucha prisa. Toco el timbre, aunque sin ninguna esperanza de que Emilio haya vuelto. Nadie responde.

Voy al supermercado, tal como tenía planeado antes del comienzo de esta tarde de mierda. Compro un par de litros de cerveza y otros dos Bollycaos. Me siento el más miserable de los vagabundos. Ni siquiera puedo mirar a la cajera a los ojos.

Camino hacia un parque que está cerca de casa. Ya empieza a estar oscuro y las farolas se han encendido.

Se trata de un parque enorme, magnífico pero descuidado. El suelo es de tierra, hay un montón de pendientes, bancos por doquier y árboles enormes que parecen tan fuertes que la ciudad no puede afectarles. Siento un amor violento y repentino hacia esos árboles. Espero que nos sobrevivan a todos nosotros. Me da pena no saber de qué clase son. El césped tiene calvas, por los senderos hay basura y malas hierbas. Nada afecta a los árboles. En los bancos hay chicos más jóvenes que yo bebiendo y pasándolo bien. Las posibilidades de encontrar a Nacho y Ángela por aquí son remotas, tienden a cero. En cualquier caso, los jóvenes me parecen vagamente amenazadores y no quiero que me vean comiendo y bebiendo solo. Camino con decisión hacia el corazón del parque, como si hubiera quedado con mi respectivo grupo de amigos. Llego a un extremo del parque que da a una valla; metros más abajo de ésta, una autopista. Me siento en el respaldo del banco al que menos directamente iluminan las farolas. Esta zona del parque está desierta. Comprendo que puede ser peligroso, pero prefiero que me roben el poco dinero que llevo encima, y el móvil si es necesario, antes que ser humillado por algunos chicos envalentonados por el alcohol y dispuestos a quedar bien. Ojalá nadie pudiera verme. Ojalá la gente me mirara y no viera nada.

Mastico lentamente los Bollycaos, mientras miro al vacío. Intento evadirme, dejar de pensar en el paso del tiempo, para que pueda pasar más deprisa. Pero mi único entretenimiento es masticar, y lo hago como un animal rumiante. Como regalo por alimentarme tan bien, recibo unas pegatinas de unos dibujos animados que no conozco. Las pego en el banco, una a cada lado mío; estos personajes con pinta de aventureros son mis silenciosos acompañantes, mis amigos, mis centinelas.

En mi empeño por que pase el tiempo, evito mirar el reloj. Abro muy despacito una de las litronas y le voy dando sorbitos; están frías y yo me estoy helando. Éste es mi sábado, mi noche reservada a la diversión. Ángela no ha cambiado nada. Lo único que ha cambiado es que ya no está conmigo, y de eso hace más de un año. ¿Habrá respondido a mi mensaje? Me gustaría escribirle al móvil, pero claro, tuve que borrar su número.

De vez en cuando, alguno de los chicos se acerca a mi zona para mear entre los árboles. No reparan en mí. Quizá sí he desaparecido, sólo soy el hueco de una persona. Cojo la litrona con la manga de mi prenda de ir-un-momento-al-supermercado. Me da la impresión de que cada vez hace más frío.

Cuando ya queda poco de mi segunda litrona, al menos me siento un poco más alejado de mí mismo. Pienso que debería aprovechar la extraña oportunidad que el destino me brinda. Salgo de la zona de bancos y me interno en el oscuro bosque, en dirección contraria a la civilización. Pongo mi teléfono en modo oculto y marco mi primer número de móvil. Mientras lo hago, recito su musical combinación como un mantra olvidado.

—¿¿Quién es?? ¿¿Hola??

Tomo aire.

—Escucha lo que te voy a decir, porque es muy importante. —Dudo, trago saliva, trato de ponerme en mi propio lugar, en mi otro propio lugar—. No te asustes. Soy alguien que sabe qué es lo mejor para ti. —Esta última frase me suena terrible, pero no se me ocurría otra cosa.

—Cúrrate más las bromas, anormal. —Mi yo de doce años trata de parecer valiente.

—¡Espera! Mira, es muy importante que le pidas a Javier Rozas que guarde bien aquella poesía que escribiste en la parte de atrás de un examen.

—¿Pero para qué? ¿Quién eres?

—Sólo es porque… porque se va a volver algo muy importante… para ti… en el futuro.

—Entonces, en todo caso, la tendría que guardar yo… ¿Pero a qué viene esto? ¿Quién eres? ¿Tan buena es la poesía? —Parece que he logrado despertar mi propio interés.

—Tú lo más seguro es que la pierdas, como pierdes todo. En serio, haz que la guarde Rozas. Asegúrate de que lo hace, ten una charla con él.

—Si me dices quién eres a lo mejor te hago caso.

Me sorprende lo desafiante que podía ser. Aunque percibo trazas de duda y miedo en mi voz preadolescente. Quememos las naves.

—Soy tú con doce años más.

—¡Qué gilipollez!

Aquí se produce una pausa. Mi yo doceañero está tanteando las posibilidades de que esto esté sucediendo.

—A ver… ¿Qué chica me gusta?

Hago memoria frenéticamente.

—Ángela… ¡Natalia!

—¿Quién es Ángela? Vale, por lo de Natalia. Si estás en el futuro, sabrás qué va a pasar entre nosotros…

—Nada.

—¡¿Cómo que nada?! Si estamos chateando todo el día.

—No pasará nada. En serio, déjalo estar… O no. No, no. Haz lo que harías, sólo eso…

—Espera, ya sé. ¿Qué sacaste aquel día, cuando tiraste por error las llaves a una papelera y metiste la mano para cogerlas?

Otra vez el concurso de tarjetas, preguntas y dinero.

—Un tampón usado. Eso no se lo has contado a nadie. Hazme caso, ¿de acuerdo? Pídele ese favor a Rozas. Voy a hablar con él y quiero asegurarme de que tendrá guardada la poesía. Tú la perderías. No guardes nada… físico influido por esta llamada, podrías trastocar mi presente… al vivir cosas distintas. —Vacilo.

—¿Como esta llamada?

—No sé qué va a pasar.

—Entonces, en el futuro… ¿Se puede viajar al pasado? ¿O llamar? ¿Quién es Ángela, es tu novia?

—No, es ex-nov… Oye, ¡déjalo ya!

—Espera, ¿cuándo voy a perder la virginidad?

No le queda ni nada al pequeño hijo de puta.

—Si te lo digo puede que no suceda… Puede que te acomodes o algo así. —Mi yo pasado me empieza a parecer muy cargante y un obseso sexual.

—¿Pero qué cojones importa? Si lo que más va a importar es la poesía de las dos cabezas es que el futuro es una mierda.

Me conozco, sólo estoy buscando consuelo, que alguien me corrija.

—El futuro no está mal. Escucha…

—¿Sí?

—No te preocupes por nada de nada.

Cuelgo y doy por finalizada la conversación.

Sin darme cuenta, he estado apoyado en el tronco de uno de estos poderosos árboles mientras hablaba. Al apartarme se escuchan crujidos pegajosos, y fragmentos de corteza quedan adheridos a mi ya de por sí desastrosa indumentaria. Resina.

Son todavía las nueve de la noche, aunque todo está completamente oscuro. Al menos ya no me siento tan intimidado por la ciudad. Sigo bebiendo lo poco que queda de cerveza en mi banco, sin saber qué hacer. Si fuera el personaje de una obra de ficción, sería el momento perfecto para que apareciera un viejecito sabio y diera sentido a mi vida. Un rumbo, respuestas. Empieza a lloviznar. No queda más que ponerme en dirección a casa y que Emilio me salve.

Camino lentamente, los árboles amortiguan la mayor parte de las gotas. El olor de la inminente tormenta es agradable, pero no me dejo engañar. Un gusano se retuerce en un anzuelo. Los chicos de antes han abandonado sus bancos, lo más seguro que entre risas y acompañados de sus chicas. Fantaseo con una vida de guardabosques, donde poder cuidar de bonitos árboles, donde nadie me moleste. Otro ejercicio inútil, otro de tantos. Como castigo por apegarme a la naturaleza, comienza una verdadera lluvia.

Para cuando llego a mi portal, mis calcetines han doblado su tamaño y mis zapatillas hacen un ruido grotesco contra la acera; el pelo se me pega a la cara y la ropa que me cubre me parece muy pesada. Estoy incómodo. Me siento como esa gente que se lanza al mar vestida y su ropa clama por arrastrarla hasta el fondo, en busca de una eternidad abisal, de un gran montón de nada.

Con mi dedo arrugado toco el timbre y espero. El destino se muestra clemente conmigo, por una vez en todo el día. La balanza pretende equilibrarse y Emilio pregunta:

—¿Quién es?

Por sencillo que pueda parecer, lo que siento es un auténtico tumulto de emociones, una turba enloquecida. Y por simple que pueda parecer, la respuesta que doy parece venir de lo más profundo de mi ser. Como si por primera vez en mi vida hablara de verdad, con mi verdadera voz.

—Yo.

Ya en casa, Emilio abre los ojos, estupefacto ante mi lamentable estado.

—¿Está lloviendo? —dice.

Veo la necesidad de señalar lo evidente.

—Me he dejado las llaves. Sí, llueve bastante.

Empiezo a quitarme capas de ropa que hacen pensar en grandes rayas, diablos del mar. Las voy dejando encima de los radiadores. Estoy ya en mis empapados calzoncillos, haciendo ridículos equilibrios para quitarme los calcetines cuando reparo en que, sentada en el mismo lugar que aquella mañana, está la amiga de Emilio.

—Hola —saludo—. Me he dejado las llaves.

Ella levanta una taza humeante (mi taza de Marlon Brando, de hecho) a modo de saludo y sonríe un poco. Sí, supongo que mi aspecto se puede considerar gracioso. Me cabreo por momentos, aquí nadie me explica nada. Nunca. Todo el mundo parece saber qué pasa en esta mierda de planeta excepto yo. Está bien, haré preguntas.

Me giro hacia Emilio, que se ha sentado de nuevo junto a su amiguita, en el brazo del sofá.

—¿Dónde estabas? Tienes el móvil apagado.

Emilio saca el móvil del bolsillo tras un breve forcejeo con sus pantalones y lo mira fijamente.

—Es verdad. Se habrá acabado la batería.

Pausa.

Sé que no puedo pedir cuentas: yo olvidé las llaves. Pero necesito urgentemente una pequeña explicación, y Emilio entiende que es su turno de palabra:

—Hemos salido a comer… hemos dado una vuelta… y luego hemos ido a cenar.

La amiga de Emilio, que jamás me será presentada, me mira y sorbe de su taza en silencio. Son una pareja perfecta.

—No has dormido en casa —digo.

Una gota cae de mi flequillo al suelo.

—Sí hemos dormido en casa… —Emilio baja la cabeza, como un poco avergonzado. Ella parece divertida y vuelve a escudar su sonrisa en Marlon Brando—. Lo que pasa es que vinimos tarde y creo que nos hemos ido antes de que te despertaras…

—Ah —espeto.

Emilio no tarda mucho en comprender que cualquier información que me proporcione estará bien.

—Fuimos a celebrar que han aceptado a Amanda en la escuela de moda; era su primera opción. Y a mí me salió muy bien mi examen.

Ya sé el nombre de la misteriosa amiga de Emilio: Amanda. Pero me siento terrible, soy una especie de mal presagio, de portador de desgracia que hace que la felicidad cese con su mera presencia. Trato de sonreír.

—¡Felicidades! A los dos.

Abandono el salón sin ganas de comprobar el efecto de mis palabras. Marcho hacia la ducha. Necesito entrar en calor.

Vagamente recompuesto, me dirijo a comprobar si Ángela me ha respondido o no. Y si lo ha hecho antes de encontrarnos esta tarde. Así es. Los efectos de mi calculado mensaje sólo se pueden calificar de exitosos. Me propone vernos mañana, domingo. Acepto y dedico lo que queda de día a ver películas. Trato de no sentir ninguna emoción, conseguir un aislamiento. Ojalá pudiera esperar en el trabajo. Embriones de rabia, vergüenza, insatisfacción y fracaso se arremolinan a mi alrededor. Los combato con indiferencia. En algún momento, abro un documento en blanco de Word y lo miro con detenimiento.


GROENLANDIA

Aspiro a estar en la periferia de Nuuk
… a un encontronazo en la escarcha
Bajo una capucha gruesa,
helados ojos desafían
labios rotos sanguinolentos que aún besan
Marcada por el hielo,
piel que palpar
con manos que no sienten
Aliento muerto, sexo en la tundra

Menudas aspiraciones. El frío modifica mis poemas. El blanco del Word es frío, cualquiera se ha dado cuenta de eso. Definitivamente, lo que logro no es poesía. Noto la cabeza embotada y me cubro con las mantas. Es extraño, puedo imaginar el poema de una forma muy viva, estoy dentro de él, justo antes de quedarme dormido…

Cuando despierto, no me encuentro muy bien. Noto algo gris oscuro que yace tranquilo en mi garganta y en mis pulmones. Otra ducha caliente me hace sentirme un poco mejor. Pero aun así me parece una imagen deseable que unos especialistas cojan mi tráquea y la raspen con las herramientas adecuadas. Que llenen un cubo pegajoso con todo lo que no debería estar allí. Que den las gracias y sonrientes se marchen, mientras yo saludo agradecido, sonrío y les mantengo la puerta abierta. Eso me gustaría muchísimo.

Amanda está en el salón, con una humeante taza de café. Emilio debe de estar durmiendo. No he visto a esta chica sin una taza en la mano. Decido sentarme a beber café con ella. Mostrarme como un ser amable, receptivo, agradable o, al menos, no como un monstruo empapado en calzoncillos, última imagen que tuvo de mí.

No sé muy bien qué decir, pero nos sonreímos. Le pregunto cómo conoció a Emilio. Resulta que son amigos de la infancia que se han vuelto a reunir hace poco. A lo mejor no andaba tan desencaminado y éste es su primer amor. En realidad, la explicación que me da ella es mucho más extensa, pero yo tengo la cabeza embotada y sólo me puedo quedar con una versión muy sintetizada de la historia. No paro de mirarle los dientes. Tiene una sonrisa amplia, llena de dientes blanquísimos. Me gusta su frente despejada. Mientras habla, mueve las dos manos, en una especie de coreografía. Mueve la mano que sostiene la taza con mucha facilidad y sin miedo a que nada se derrame, a pesar de sus muñecas finas como ramitas. Sus ojos se abren mucho con determinadas frases y tienen algo de infantil, me doy cuenta de que es una niña para la que el tiempo, como es normal, ha ido pasando. El contraste de sus palabras con este café caliente y amargo me hace sentirme lejos, muy lejos. Lejos de este piso en el que jamás encendemos la calefacción. Como si, encima del frío, hubiera una neblina calurosa, espesa, que sólo puedo sentir si no hago el menor movimiento.

—¿Estás bien? —Sus dos brillantes incisivos asoman un poco por la curva de su labio inferior.

La comunicación con otro ser humano es a veces imposible. ¿A veces? Me encantaría explicarle cómo me siento. Lo agradable que es todo esto para mí, aunque nos acabemos de conocer.

—Están siendo unos días un poco raros.

Bonito resumen. Exnovias desaparecidas, poesías perdidas y señales de teléfono que pueden viajar en el tiempo. Decido que la parte de Ángela se la puedo contar. No es tan extraña. Podría pasarle a una persona normal.

—¿Por qué no vamos haciendo la comida? —propone.

Acostumbrado a comer tarde, a no comer o a comer sándwiches de máquina de cosas tan descabelladas como cangrejo, me parece un disparate. Pero acepto con docilidad. No he quedado con Ángela hasta más tarde. Aún no estoy nervioso.

En la cocina, me convierto en pinche. Pico cebolla y tareas sencillas de ese estilo, que normalmente me parecen una carga infernal. Pero no esta mañana. Antes de empezar con mi larga historia hay una duda que quiero resolver:

—¿Bebes siempre tantísimo café?

Eso parece hacerle gracia. A veces supongo que me olvido de que puedo ser un tipo gracioso. Simpático. Con excentricidades de base sin solución, pero, al fin y al cabo, un tipo con el que se puede estar. Amanda me lo acaba de recordar.

—¡No siempre café! Por las noches, hago rooibos.

—¿Eso qué es? ¿Una clase de té?

—Parecido, es otra planta distinta… Ésta no te pone nervioso como el té o el café, pero sabe bastante bien. Es que siempre me gusta tener una taza caliente en la mano, y más ahora, con el frío.

Tiene algo de misterioso cómo explica las cosas. Es hipnótico. Me gustaría que me hablara del rooibos, de su procedencia, primeros usos documentados y propiedades hasta final de mes. De verdad. Pero la conversación está perdiendo fuelle y en cualquier momento podríamos sumirnos en un silencio incómodo del que no sabríamos salir. Decido soltar la bomba.

—Hoy he quedado con mi exnovia.

—Te notaba algo raro, como preocupado, pero pensaba que es que eras así.

Esto me hace reflexionar unos momentos sobre si «estoy preocupado» o «soy preocupado», pero reanudo mi tarea de picar verduras.

—¿Habéis cortado hace poco?

—No. En realidad hace un año.

—¿Quién lo dejó? ¿De quién ha sido la idea de volver a verse?

—Te va a parecer raro, pero no me acuerdo. Supongo que nos distanciamos. La idea ha sido mía. Pero ella ha aceptado sin problemas —añado rápidamente.

—¿Quieres volver con ella?

Es algo obvio, pero no lo había manifestado ni siquiera en mi cabeza. Quiero decir, no hago planes a futuro. No me imagino lo bien que podríamos estar en un año, por ejemplo, me imagino dejando de estar mal ahora.

—… Sí.

—Qué mono. —Esto lo dice a pesar de que está de espaldas a mí, y no puede ver que me he ruborizado un poco o eso me parece notar.

Supongo que tengo algo de romántico.

Entonces se abre la puerta de la calle y Emilio irrumpe. Nos anuncia (aunque se centra en Amanda) que ya tiene la nota de su examen y ha sido muy buena.

A continuación comemos y Amanda da pie a que le explique mi plan a Emilio. No entiendo por qué me cuesta más trabajo explicárselo a él.

Después de comer, estoy mirando el reloj cada dos minutos. Hago cálculos para ver cuándo tengo que salir hacia su encuentro. ¿Y si el metro se para? Hemos quedado en la cafetería de ayer. Idea suya, claro. No sé si hoy podré pasar sin clavarme el azucarero en el ojo. Ya estoy nervioso. Emilio y Amanda hace tiempo que están a lo suyo, ya no soy ninguna novedad; vuelvo a sentirme un cuerpo extraño que cualquier organismo sano rechazaría. Cojo el abrigo, el móvil, la cartera y, por supuesto, las llaves, que aprieto con fuerza en mi puño hasta que los dientes se me marcan en la piel; sólo entonces las guardo en mi bolsillo. Si no tienes un recuerdo sólido de un hecho, nunca podrás estar seguro.

Cuando me despido y estoy ya abriendo la puerta, dispuesto a enfrentarme a mi destino, sucede algo extraño. Amanda se acerca a mí como para darme dos besos. Pero me da uno solo… en el sarpullido. No entiendo nada y, aturdido, salgo de casa.

El suelo está mojado, las calles desiertas. No hay nada que ver aquí fuera. Hay niebla. Alguien ha logrado destrozar uno de los tornos metálicos que dan acceso al metro, un acto de prodigioso vandalismo. Igualmente, introduzco mi billete y paso por esta entrada desdentada.

Una vez llego a la parada, me doy cuenta de que, aun si camino despacio hasta la cafetería, llego con veinte minutos de antelación. Lo cual sólo se puede considerar patético. Allí, elijo la misma mesa de ayer, aunque hoy en toda la cafetería sólo hay un chico, sentado también en un lugar apartado. Tamborilea con su bolígrafo una libreta, hacia la que mira con recelo. Otro poeta maldito sin ideas. No tengo cosa mejor que hacer que mirarlo, hasta que me decido a pedir un café y hacer más llevadera la espera. Pienso que, si le digo a la camarera que estoy esperando a alguien y Ángela me da plantón, sabrá de manera completamente innecesaria que soy patético. Algo que quiero mantener en secreto con tanta gente como sea posible.

Cuando Ángela entra por la puerta, el poetilla gira la cabeza y se queda mirando. No le culpo. Ella me ve enseguida y se acerca a la mesa. Hay momentos que se hacen interminables en la vida por penosos. Recuerdo sobre todo una cena familiar de fin de año. Deseaba tanto que acabara para poder irme con mis amigos que el tiempo prácticamente se detuvo.

Ángela recorre la distancia que nos separa, sus finas botas negras encharcan el suelo. Un paraguas se balancea y golpea su cintura. El poeta inútil la acompaña con la mirada, y lo mismo hago yo, en este trayecto interminable… Es uno de esos momentos. Aún se están repartiendo las cartas, hay miles de partidas posibles. Me da tiempo a imaginar todo tipo de finales para este encuentro. Algunos hasta tienen sexo.

Esta vez sí me levanto y le doy dos besos.

—¿Qué te ha pasado? —me pregunta.

No entiendo, y ella con un gesto se señala bajo la comisura de los labios. El sarpullido.

—¡Ah!

La contaminación, comer sándwiches de máquina, el alcohol, cáncer de piel, abandono, probabilística, parásitos cutáneos, prolongada exposición a un clima helado y hostil…

—El estrés. —Juego un comodín médico.

—¿Sigues en el corta-pega de vídeos?

—Es bastante más complicado que eso. —Miento—. ¿Qué haces tú ahora?

En algún momento, ha aparecido un café delante de ella. Algunas chicas hacen ese tipo de cosas.

—¿Has oído hablar de ARCOS, la galería de arte? —Asiento, pero es mentira—. Ayudo a organizar sus exposiciones.

Recuerdo la faceta artística de Ángela, la humanista inhumana. Ella solía pintar. Lo típico: chicas mirando por la ventana y cosas así. Me fastidió que nunca me hiciera un retrato.

—¿Sigues pintando?

Está bebiendo de la taza y baja la mirada.

—No.

A partir de aquí, damos tumbos de una persona que conocemos a otra. Sitios a los que íbamos que ya no existen. Me pregunta si vengo mucho a esta cafetería, porque ella dice que suele venir, pero hasta ayer no me había visto. Le explico la historia de cómo me olvidé las llaves en casa. Le hace muchísima gracia. Parece que no hay gran maldad en ello, diría que se ríe conmigo. Así que decido aprovecharme…

—Oye, te va a parecer raro —Esta frase me parece ya familiar—, pero… ¡No recuerdo por qué lo dejamos!

La visión de mí mismo diciendo esto con gesto estúpido y actitud desenfadada me perseguirá toda la vida. Lo comprendo cuando Ángela se transforma en una versión diabólica de una de sus pinturas. Melancolía rabiosa. Odio triste. Furia abúlica. Parece calmarse un poco antes de decir entre dientes, justo antes de llevarse la taza a la boca:

—Eres un enfermo mental.

Bajo la mirada. ¿Le fui infiel y no me acuerdo?

—¿No te han diagnosticado nada aún?

No me veo siendo infiel. ¿Cómo iba a olvidar algo así?

—O sea, que de verdad no te acuerdas.

¿Con quién le iba a ser infiel? No recuerdo nada relacionado con chicas después de ella… ¿Durante…?

—Estás como una cabra. No recuerdas caminar como un poseso, ¿no?

Me gusta caminar, supongo. Mi cara debe de decirlo todo, porque ella continúa.

—No te acuerdas de cómo te seguía en caminatas interminables por la ciudad. No te acuerdas de responderme con tus «Da igual» a cada pregunta que te hacía. No te acuerdas de actuar como un sonámbulo, de no prestar atención a nadie. No recuerdas cómo, cuando te dignabas a cogerme el teléfono y te preguntaba qué hacías, decías «Nada» y te quedabas callado. Lo peor de todo es que creo que era verdad. Que cuando no estabas por ahí caminando como un gilipollas estabas en tu cuarto mirando la pared.

¿Tuve un periodo esquizoide?

—No te acuerdas de aquella vez que logré sacarte de casa y sentarte en una cafetería. No te acuerdas de cómo te sacaste una baraja del bolsillo y empezaste a jugar al solitario.

Ángela empieza a alzar la voz, y me da vergüenza que todos (el poetilla y la camarera) se enteren de mi secreto pasado esquizoide. La camarera está fuera de campo; observo por encima del hombro de Ángela que nuestro artista local ha encontrado la inspiración y escribe emocionado en su libreta. Lleva puestos unos auriculares. Algo es algo.

—Y claro, no te acuerdas de una caminata hasta la puerta de tu antiguo colegio conmigo SUPLICÁNDOTE que me dijeras qué pasaba. Te saqué un puto «Da igual» y te fuiste. Me dejaste allí llorando. Es raro, porque alguna vez noté que realmente no querías ser así. Que te estabas… protegiendo… de mí o algo así… Pasé un montón de noches pensando qué coño podía ser.

Pausa, sorbe café. Yo ni me atrevo a tocar el mío.

—Lo único que se me ocurrió era que actuabas como si no fuéramos a estar juntos porque… no podía ser. Hasta entonces todo había ido bien, más o menos. Ninguno de los dos es una persona fácil, pero pensé que lo nuestro iba para largo. Un buen día se te fundió un plomo y empezaste a ser así. Llegué a pensar auténticas locuras a base de dar vueltas a la idea de que sabías algo por lo que no íbamos a estar juntos mucho tiempo más. Que te estabas muriendo era una de ellas.

Suelta un bufido y mira a un lado. A continuación, despacio, me clava la mirada.

—Ya sé que no te estás muriendo. Pero, aunque sea por todas las noches que estuve dándole vueltas, podrías podrías decirme qué pasó. Si estaba en lo cierto y en realidad querías estar conmigo, pero por algún motivo lo veías imposible. Para cualquier persona normal sería evidente que me debes una explicación, pero me sé de memoria tus carencias y sé que la empatía no está en tu top de virtudes.

Mis ojos bailan frenéticos. No sé por qué me pongo a mirar al chico escritor, que parece haber hecho una pausa. Se da cuenta de que le estoy mirando, así que doy una última palada a mi tumba.

—No me acuerdo. —Esta frase la emito como el quejido de un animal moribundo en un cepo.

—Puto enfermo de mierda.

Ángela se levanta y se va. ¿Por qué no me acuerdo de nada? Debo de estar loco. Debería buscar ayuda. Pago los dos cafés y me dispongo a huir de esta cafetería maldita para siempre. No parece un mal lugar, a pesar de todo. Simplemente, aquí pasan cosas malas todo el tiempo. Un templo maldito. Cuando estoy saliendo, el chico me dice:

—Hasta luego.

Hago un gesto con la cabeza y vuelvo a las calles mojadas. Parece que no voy a volver con Ángela. Llovizna, de nuevo.

En el metro, los paneles luminosos me informan de que se ha interrumpido el servicio en la línea que me lleva a casa. No explican los motivos. Suspiro y salgo de la estación. La luz es extraña. El atardecer, entre el cielo encapotado y la niebla, hace que parezca que estamos en otro mundo.

Camino cabizbajo, los hombros casi rozando mis mejillas. Un par de calles antes de llegar a casa, un chico asiático me adelanta en un paso de cebra y le atropellan. Camina unos cinco pasos por delante de mí. El coche da un frenazo, pero es demasiado tarde, el impacto es brutal. El chico vuela una distancia irreal.

Me quedo paralizado. Por suerte, hay un camarero fumándose un cigarrillo en la puerta de su bar vacío que se acerca corriendo a atender al chico. Hasta desde donde estoy yo se ve que tiene la cabeza torcida en un ángulo imposible. Del coche sale un tío joven.

—Ay, Dios. Ay, Dios.

Por suerte, no mira hacia mí. No habría sabido qué hacer. Huyo hacia casa, a dos calles.

En casa, está Emilio. Me hubiera gustado hablar con Amanda. Es como mi nueva mejor amiga a la que conozco de una tarde, pero da lo mismo. Emilio está en su cuarto, estudiando.

Toco en su puerta abierta. Él está de espaldas.

—Hola…

—Hola.

Supongo que ya se ha olvidado de lo de Ángela y todo eso. Con lo del atropello hasta yo he dejado de prestarle atención.

—¿Te apetece que hagamos algo? —pregunto.

—¿Como qué?

Lo dice mirando sus apuntes; todavía no se ha girado. No hay nota de agresividad en su voz. No sé si le estoy molestando. No hay una nota de nada.

—No sé… Vamos a cenar… a alguna parte… —Pienso sitios abiertos en domingo—. Al… KFC…

Necesito radicalmente estar acompañado o cometeré una locura. Emilio realiza una pausa infinita.

—Espera a que termine esta página. Bueno, y la siguiente.

Debe de notar, a pesar de que sigue de espaldas, que estoy algo impaciente, porque añade:

—Prefiero memorizar un número impar de páginas.

Pero no considera necesario añadir ningún tipo de explicación o exégesis a esto. Una vez pasada la cantidad de tiempo que indica que no va aportar nada más a la conversación, me puede la curiosidad.

—¿Un número impar?

—Sí. —Ahora sí se da la vuelta, en su silla de oficinista—. ¿Has oído hablar de los ciclos circadianos?

—Sí —miento.

Aun así parece dispuesto a explicármelo.

—A veces te despiertas descansado y ves en el reloj que aún puedes dormir un poco más. Y luego te despiertas cansado. Esto es porque has entrado en otro ciclo circadiano y antes salías de uno. Por eso hay gente que sólo duerme un número impar o par de horas. Yo he notado que pasa lo mismo cuando estudio. Siempre estudio un número impar de horas.

—… Eso no tiene ningún sentido.

—Parece que no, pero entonces tampoco tiene sentido lo del sueño. No es que al dormir una hora par hayas dormido menos, pero estás más cansado. Yo siempre dejo de estudiar en una página impar y memorizo mejor las cosas.

Salgo de su cuarto y me voy al sofá. Escucho sirenas. Enciendo la TV y hago zapping frenéticamente. Comprendo que en mucho menos de un segundo ya puedo emitir un juicio bastante acertado de lo que aparece en cualquier cadena. Doy un par de vueltas a toda la piara de canales. Emilio acaba apareciendo y, de pie, en el marco de la puerta, asevera:

—Me gusta el KFC.

Lo cual es un alivio.

El KFC que está cerca de nuestro piso, por motivos inexplicables, siempre está lleno de asiáticos. No paro de pensar en ese pobre chico, probablemente engañado por alguna malévola agencia de viajes que le prometió un clima agradable. Está claro que morir en el trabajo es bastante penoso (aunque a mí no me importaría demasiado), pero ¿qué hay de morir de vacaciones?

La chica que nos atiende es una diminuta y monísima sudamericana que sonríe, y al hacerlo muestra dos hileras de dientes níveos. Miro la plaquita que lleva enganchada al polo: ASTRID LUCERO.

ASTRID LUCERO y yo podríamos ser felices juntos, cualquiera puede percatarse de ello. Cenaríamos pollo frito todas las noches cuando yo llegara del trabajo, y tendríamos un montón de niños gritones. No sé qué haríamos con Emilio, a lo mejor buscarle un nuevo piso. Por las mañanas escribiría poesías (cuando los niños se hubieran ido al colegio) y ganaría concursos, que aportarían un sueldo extra. Manejaríamos pues, bastante dinero, porque además a ella la acabarían ascendiendo a encargada por ser tan encantadora, y podríamos mantener a los críos gritones sin demasiados problemas.

—¿Clásico o crujiente? —pregunta con su sonrisa llena de dientes.

—… Clásico.

El que nos tiene que dar el pedido es IÑAKI, un tipo de más o menos mi edad y con aspecto de conspirador antiestatista. IÑAKI y yo podríamos ser buenos amigos. Tiene pinta de escribir artículos revolucionarios o quizá relatos que describan la terrible época que nos ha tocado vivir, y que actúen como revulsivo en sus escasos, pero fieles lectores. Junto a L. J., podríamos hacer de todo una realidad muy muy distinta.

—Aquí tenéis.

No nos guiña un ojo. Tiene que andarse con precauciones. Los siervos y comadrejas del Estado están en todas partes.

Subimos al piso de arriba y todos los pensamientos negativos de hoy quieren entrar cual turba furiosa a mi cabeza, una vez pierdo de vista a mi amor ASTRID LUCERO y a mi fiel compañero IÑAKI. Tendría que haber pedido a Emilio que se trajera uno de sus libros de ingeniero. Me daría absolutamente igual que empezara a leerme uno de esos tomos como si fuera un cuento con tal de estar distraído.

—No salimos mucho a cenar —digo.

—No.

Pienso en algún otro tema de conversación, sin mucho éxito.

—Han atropellado a un chico enfrente de casa.

—Oh.

Masticamos pollo frito. Emilio ha reflexionado:

—Debe de ser por la niebla.

Lo único bueno es que, al menos en apariencia, Emilio no parece incómodo en absoluto, pese a lo poco fluido de la conversación. No es una cualidad que posean muchas personas. Me apetece preguntarle si en sus clases de ingeniería han hablado alguna vez de señales telefónicas que viajan en el tiempo. Pero no me siento confiado.

—¿Qué tal con Amanda?

—Bien.

El cerebro de Emilio, ese tan maravilloso como misterioso mecanismo, parece recordar.

—¿Qué ha pasado con tu exnovia?

—La cosa no ha ido muy bien, la verdad.

Intento hacer como que no me importa mucho. Me limpio las manos arrugando una servilleta; parezco un histérico.

—Pero vosotros hacéis buena pareja. Lo vuestro va para largo.

—Bueno, no sé.

—Seguro —asevero.

En realidad no lo estoy, pero estoy probando a forzar una reacción a base de hipérboles.

Emilio se pasa mecánicamente una servilleta por los labios, de manera que no la arruga.

—En las relaciones y en otro montón de cosas a veces es mejor no saber qué va a pasar. Por ejemplo, el final de una película. Las mejores son las que ofrecen un final sorpresa.

Difiero categóricamente, pero no quiero interrumpir su discurso. Así que digo:

—Ajá.

—Con las novias pasa lo mismo. El mejor momento es cuando no sabes si vais a seguir juntos o no. Cuando tienes muy claro que vais a seguir juntos se vuelve aburrido. Y si sabes que no vais a seguir juntos, no tiene sentido.

Vierte salsa encima de un muslo de pollo. He de decir que queda perfectamente distribuida. No mentía al decir que le gusta el KFC.

—Si sabes lo que va a pasar todo el rato, te vuelves loco. Por eso mucha gente no quiere saber si está muy enfermo y se va a morir. Porque eso te puede volver loco.

Tiene cierto sentido. Podría explicar…

La luz blanca del KFC parece aumentar su intensidad a medida que un pensamiento cobra forma de pregunta: ¿Le dije a mi yo pasado que Ángela era mi exnovia?

Emilio debe de notar que me pasa algo, porque me pregunta, divertido:

—¿Qué pasa, te has vuelto a olvidar las llaves? No te preocupes, tengo aquí las mías.

Una vez en casa, temiendo estar dando vueltas en la cama, me dedico a fumar marihuana mientras atiendo a un juego que consiste en manchas de colores que caen. Hay que hacer clic cuando coinciden varias manchas del mismo color, y desaparecen, pero entonces llegan más. Son como una masa pegajosa. Pasadas unas horas he reunido el valor suficiente para acostarme. Antes de eso hubo una escaramuza con el Word. Pensaba que el dolor me serviría de inspiración poética, pero lo que ha salido sólo se puede considerar un fracaso absoluto:


NOCHE

Otra noche que es otra noche que es otra noche que no puedo tengo el pecho sucio estoy harto en general

En una especie de nave industrial, donde en algún momento debió de haber actividad, detrás de un polvoriento escritorio, L. J. acaricia un gato muerto que yace en su regazo. Por algún motivo me parece bien acariciarlo un poco, aunque lo hago de manera muy desganada.

—Cierra la puerta, por favor —me pide L. J.

En la pared sólo está el hueco donde un día, quizá, hubo una puerta. Cruzo el umbral. El despacho de L. J. está cubierto de polvo, la iluminación es escasa. A mi derecha se encuentran Amanda y Emilio. Ambos portan mitras de obispo en la cabeza; pero Amanda está completamente desnuda aparte de eso. Emilio, sentado sobre un montón de polvo se levanta y se va; me sonríe y me guiña un ojo antes de desaparecer por otra puerta. Amanda tiene una jeringuilla en la mano, y hace amago de masturbarse distraídamente con el émbolo. Me parece excitante y me inquieta al mismo tiempo. Oigo que me llaman desde algún punto de la gran nave. A pesar de ello, me apetece quedarme con Amanda. Pero, cuando me acerco a ella, veo que me mira como a punto de reírse: entonces me percato de que toda mi ropa está recubierta de óxido. Me habré apoyado en algún punto de esta fábrica. Sigo caminando; todavía escucho mi nombre, junto al eco que produce.

Llego a una sala y comprendo que estoy en el trabajo. Claro que todo está hecho un asco, es como si hubieran abandonado el edificio hace veinte años y sólo quedaran nuestras tres mesas. El que me llamaba era Nacho, sentado en la suya; sorbe una taza de té.

—Es té de bambú —me explica.

Sandra parece muy concentrada en su trabajo, tanto que no se da cuenta de que le sangra la nariz. Cuando voy a decírselo, Nacho me intercepta y me pasa una taza. No quiero nada de él, sólo quiero decirle a Sandra que le está sangrando la nariz. Pero Nacho me agarra con fuerza del brazo.

—Bebe.

Cojo la taza, le doy un sorbo y me marcho; quiero salir de aquí. Caminar por este pasillo, en busca de la salida, resulta un trayecto infinito. Las escaleras suben en lugar de bajar. A medida que asciendo, el techo está cada vez más cerca de los escalones… o quizá al revés. Llega un momento en que tengo que caminar encorvado, y al poco tiempo de esto me encuentro arrastrándome por un espacio que se estrecha y se estrecha.

Estoy un poco hasta los cojones de estos sueños extraños. Me he despertado desvelado y otra vez con esa sensación de cosas sucias en el pecho. El té de bambú (¿Existirá esa cosa o lo ha inventado mi mente enferma?) del sueño sabía asqueroso, aunque era reconfortante.

Aún en pijama, busco en Google el número de mi antiguo colegio. Es raro, la secretaria se acuerda de mí, aunque abandoné el colegio hace nueve o diez años. Al cabo de un rato logro hablar con Javier Rozas, mi antiguo profesor de literatura. A la secretaria le he dicho que quiero hablar con él por «un proyecto personal». Por qué no…

Javier se acuerda (también) perfectamente de mí. Todo esto alimenta mi ego. Tuve que ser un alumno muy prometedor. Quedamos esta misma tarde «para hablar tranquilamente», proposición que no le sorprende. Por si acaso, le aclaro que estoy escribiendo mucho en los últimos días, pero no parecía necesario. Suena contento por saber de mí y da la impresión de que de verdad le apetece tomar un café conmigo. Me invita a ir a su casa, que resulta no estar lejos de mi piso. Así que después de trabajar iré para allá. Ninguno de los dos ha mencionado la poesía.

Paso el resto de la mañana tratando de ser poeta maldito, aunque sobre todo horrorizado por aquel par de líneas que escribí anoche:


DESHIDRATACIÓN

El óxido raspa mi garganta
Mi tráquea alberga monstruos
En el horizonte, la bicefalia

La mañana avanza y yo no hago más que revolverme en mi dolor. Buena parte de mí esperaba que Ángela escribiera un mensaje. Que se disculpara por haber sido tan dura.

En el trabajo, noto algo raro nada más llegar, pero no sé qué es. Nacho ya está allí, lo cual es simplemente genial. Por lo menos no está bebiendo té. Es más fácil mantenerlo alejado si he sido yo el que ha llegado primero al trabajo: auriculares puestos, aislamiento, vagos gruñidos. Pero no. Me siento y viene directamente a mi mesa.

—No te has enterado, ¿no?

¿Sabe construir frases este chico? ¿Hilar las palabras para que tengan algún significado concreto?

—¿De qué? —pregunto con hastío, alargando la última «e».

Nacho parece algo afectado.

—El viernes, Edu —éste es nuestro jefe— quería hablar con nosotros. Tú te habías ido pronto. Han despedido a Sandra. Dijo que hoy hablaría contigo.

Ése era el factor extraño. El escritorio de enfrente, que pertenecía a Sandra, está despejado.

—¡Vaya! —Y miro al suelo—. ¿Crees que me va a despedir a mí también? ¿Qué te dijo a ti?

Me siento idiota al recurrir a Nacho para esto; la clásica demanda de consuelo inútil. Me siento como en mi lecho de muerte, agarrando a un cura por la manga y preguntando «¿Y ahora qué, Padre?».

—Mira, mejor ve y habla con Edu. Lo que tenga que ser será.

Mejor hago caso a Nacho y me dirijo a perder mi trabajo. La otra opción es seguir viniendo a trabajar y evitar el contacto con mi jefe. Me pregunto si me seguirían pagando. Algo así como esa gente que no quiere saber que se está muriendo. Bien, eso no va a ser posible.

Edu cuenta con una mesa grande, aislada del resto mediante unos paneles de plástico grises con los bordes negros. Si tienes algo de poder, te dan el gran regalo de la privacidad, si no lo tienes, has de interactuar con tus iguales. El mensaje que esto transmite es claro. El cubículo, símbolo por excelencia de la decadencia empresarial, de la esclavitud del trabajo, me sitúa en un peldaño inferior, y eso es todo lo que necesita. Las cosas pueden ir a peor, es algo que en los 90 muchos no pudieron ver. Se fotografiaban interminables hileras de cubículos, con el objetivo de mostrar, por aplastamiento, que la empresa era algo malo. Sólo les quiero decir una cosa desde el futuro: ojalá tuviera mi propio cubículo.

Golpeo débilmente, con los nudillos, uno de los paneles del cubículo que envidio. Edu no es mucho mayor que yo, cuesta pensar en él como un jefe. Más bien sugiere la figura del hermano mayor enrollado. No se peina mucho, tampoco se afeita mucho, lleva gafas, hace bromas tan malas que a veces resultan graciosas y se diseña sus propias camisetas. Ese tipo de persona.

—Pasa, pasa.

Frente a su escritorio queda sitio para una silla. Me siento y no puedo evitar contemplar sus paredes, repletas de cosas interesantes adheridas con imanes. Noticias, fotografías de revistas, dibujos. La de cosas guays que colgaría yo si tuviera un cubículo.

—¿Qué tal va todo?

Su camiseta muestra unas vías de tren que se retuercen y se transforman en una cadena de ADN. Es un diseño bonito.

—Bien —digo.

—Eh… Nacho te ha dicho lo de Sandra, ¿no? Estamos reduciendo plantilla… Nos obligan desde arriba…

—Sí. Nacho me lo ha dicho. —Se produce una desagradable aliteración que mi alma de poeta encuentra repulsiva.

Edu extiende una pausa dramática. Se nota que le cuesta decir lo que tiene que decir.

—El viernes no fue el mejor día para irte pronto.

—Supongo que no.

—De hecho, eso fue lo que me hizo dudar. Creo que haces en general un buen trabajo.

—Gracias, Edu. La verdad es que me encanta mi trabajo. —Quiero ponerle las cosas más difíciles todavía.

—Hablé con Nacho. Tenía dudas, fue muy difícil elegir, y esa salida tuya el viernes me hizo dudar más todavía. Pero Nacho me dijo que no podíamos prescindir de ti; piensa que eres el mejor de los tres.

Así que ahora conservo mi trabajo, pero le debo la vida a Nacho. Menuda mierda.

—Tienes que andar con cuidado, cosas como irse antes de tiempo un día pueden… desmerecer… tu trabajo. Pero tienes suerte de que tus compañeros sepan apreciarlo. Sólo quería decírtelo.

—Bueno, me alegro de poder seguir aquí. Me encanta mi trabajo. —Aquí sólo pretendo ser siniestro e insinuar que en caso de perder mi puesto fusilaré a toda la plantilla. Por eso repito la frase como un autómata.

Nos damos la mano, no entiendo muy bien por qué, y abandono el cubículo. Nacho me sigue con la mirada mientras vuelvo a mi silla. Me pongo los auriculares, tendremos que trabajar más si no contamos con Sandra. Está visto que el destino cruel me ha querido separar de sus escotes para siempre; la primavera siempre llega tarde. Observo por el rabillo del ojo que Nacho me sigue mirando desde su mesa. Alza un pulgar con el puño cerrado. A desgana y sin mirarle demasiado, le devuelvo el gesto de victoria para certificarle que sí, que seguiremos siendo compañeros de trabajo.

Para cuando me he dado cuenta, ya es hora de irse. No volveré a abandonar el trabajo antes de tiempo. Nacho se está poniendo el abrigo. Me gustaría ir, ponerle la mano en el hombro y decir «gracias, Nacho». Pero algo en mí me lo impide. El hecho de que haya escogido sacrificar a una amiga por alguien que, en su opinión, trabaja mejor, le hace tan noble que sólo puedo detestarle aún más.

—Hasta mañana, Nacho.

Se gira, a punto de decir algo; pero desiste y ejecuta un simple gesto de despedida con la mano, mientras agacha un poco la cabeza. Es impresionante la cantidad de información que se puede transmitir en pocos segundos.

Permanezco sentado en el ordenador un rato, para hacerme el gran empleado que se queda hasta tarde: Todo por la empresa. No estoy trabajando, pero estos minutos extra resultarán significativos si alguien puede verme. Las disculpas de Ángela no llegan; empiezo a pensar que soy yo quien tendrá que retomar el contacto. También estoy postergando la hora de salida porque se acerca el encuentro con Rozas y eso me pone un poco nervioso.

Cuando me doy cuenta estoy caminando hacia su casa. En todos estos años no recuerdo haber visto a mi antiguo profesor. Recabo en mi cabeza toda la información que tengo sobre él, para enseguida comprender que es poca, que tiende a cero. Recuerdo algunos comentarios vertidos por antiguos compañeros del colegio. Probablemente escuchados en la insufrible cena anual que un reducto cada vez más nimio de ellos se empeña en perpetuar, ignorando lo evidente: a pesar de los años compartidos, no tenemos nada que decirnos. Sólo revivimos viejas historias, que en nuestros primeros encuentros eran muchas, reconozco que la mayoría bastante divertidas. Pero a medida que pasan los años la memoria nos traiciona, cada cena transcurre como un mecánico ritual de nostalgia.

Todo lo que recuerdo de estas cenas en cuanto a Rozas es que nuestro antiguo profesor se había divorciado, suceso que, por lo visto, le había resultado traumático. Por un par de años, al ser rememorado en estos encuentros, los que tenían algo que contar coincidían en que lucía un aspecto un poco demacrado, había perdido peso y parecía ausente. Pero en los últimos años, o quizá sólo en el último, al ser mencionado, se hablaba de él como de los que han sobrevivido a un suceso traumático; alguien alegre y que recuerda sin dificultad los nombres de sus antiguos alumnos.

Acordarme de esto me motiva un poco, no me apetecería mucho conversar con un cadáver andante que, desde una precipitada madurez, ya sólo se dedicara a tratar de aceptar la idea de la muerte o algo así. Calculo que Rozas, a día de hoy, aún no habrá llegado a los cuarenta; mi promoción fue su primer, y en consecuencia lleno de motivación, trabajo como profesor. Espero encontrar al optimista y henchido Javier que mis viejos compañeros aseguran que ha vuelto a ser.

Prácticamente ha anochecido, pero aún restan hilachas de luz de un desagradable atardecer. Soplan rachas de viento, frío y seco, que arrastran gotas de lluvia en trayectorias punzantes y horizontales. Impaciente y agitado, presiono el timbre que Javier me indicó.

Javier abre su puerta. Cuando tiendo la mano para estrechar la suya, se acerca en un gesto que casi se me antoja agresivo y me da un abrazo; palmaditas en la espalda incluidas. Me siento muy adulado. Aturdido, me dejo llevar hasta su salón, donde alrededor de una mesita baja de cristal hay un par de sillones y un sofá; se ven viejos y cómodos.

—Un poco tarde para un café, ¿no? —pregunta.

—Sí, mi hora tope ha pasado.

—¿Una cerveza entonces? —Le falta poco para guiñarme un ojo y me da la impresión de que, si estuviera cerca, me daría un golpecito con el codo en las costillas.

—Genial. —Siento que es una respuesta estúpida e infantil, pero Javier parece imbuido por un aura de felicidad que aumenta y aumenta con mi presencia y con cualquier respuesta que proporciono. Quizá esa aura me alcance en breve y pase a ser un niño de verdad.

Es una escena que no se suele dar, tomarte una cerveza con un profesor. Vuelve enseguida con dos vasos largos de esos que están más abiertos por arriba y se estrechan en una base gruesa. También trae un par de botellines, parece que es cerveza de importación. Al impresionable joven que vive en un piso nulamente decorado, mal iluminado y que sobrevive gracias a las marcas blancas y a las máquinas de vending, todo esto le está cautivando. Javier me pregunta por mi trabajo y parece que ya sabe a qué me dedico, pero aun así escucha con interés. Al ser un discurso tan ensayado (presentación de mi trabajo a persona mayor que yo), puedo poner el piloto automático y me dedico a observar a Rozas. Nadie diría que tiene más de treinta y cinco años, se le ve joven, aunque su actitud resulte paternal. No tiene ojeras, arrugas o bolsas en los ojos. Los periodos traumáticos suelen quedar ahí grabados. Si bien percibo algo forzado en su felicidad, en su exagerado nivel de atención a lo que le estoy explicando, es mucho más de lo que la mayoría logra para sus vidas. No se le ve en absoluto cadavérico. Está en su peso, viste con un jersey verde, vaqueros oscuros y zapatos; el carácter sobrio que le confieren contrasta con su desenfado. Está bien afeitado y entiendo que sus gafas son de corte moderno. Me hace sentir bien. Si viera por primera vez la escena desde fuera pensaría que el colegio se ha puesto en contacto conmigo al haber reconocido, de manera algo tardía, al joven prometedor que yo era; al fin y al cabo y haga lo que haga, mi trayectoria va a ser digna de felicitación y éste es el pequeño e íntimo acto de celebración que se organiza a tal efecto.

Para cuando pierdo fuelle con el tema de mi vida laboral, Javier resume afable:

—Lo importante es que tu trabajo te permite seguir contando historias, aunque sea en un medio diferente al escrito.

Clásica forma de endulzar la verdad lo suficiente para que se convierta una dulce y empalagosa mentira.

—En fin, has venido a lo que has venido, ¿no?

Siento pavor ante la idea de ser yo el que saque primero a colación un asunto cubierto por el polvo de diez años. Trato de poner cara de póquer.

—¡La poesía! —Por suerte es él quien dice esto.

Cada vez tengo una mayor impresión de que esto es un acto orquestado por alguna cadena de televisión. Un nuevo programa, mejor todavía que las ejecuciones o la vagancia: jóvenes estúpidos con ideas extrañas en la cabeza. Cumplimos sus deseos, por irrelevantes que sean. Nuestro fin es informativo; buscamos un compromiso con el espectador, que tiene derecho a conocer la realidad. Prestamos la ayuda que necesitan a jóvenes inestables y vagamente perturbados. Telerrealidad social.

—Estoy casi seguro de saber dónde está. La guardé bien, tal y como me pediste. —Sonríe mucho, como un padre en la función de Navidad de su hijo. Parece que mi yo pasado fue capaz de hacer algo bien.

Javier desaparece y escucho ruidos entre habitaciones. De hecho, en cierto punto se delata la presencia de una tercera persona en la casa. Quizá un animal. Hay quien dice que la vida sin perros sería un error. Por algún motivo puedo imaginarme a Javier pronunciando esta frase. Para otros tantos, la vida es un error per se.

Me levanto con mi vaso en la mano y curioseo los estantes; muchos libros y cero recuerdos. Doy sorbos a mi cerveza y contemplo los volúmenes. Más allá del estante dedicado al libro práctico, al estudio de la propia lengua, todo es novela. No sé por qué, pero me produce envidia que alguien haya leído tantos libros, muchos más de los que yo he leído y probablemente lea nunca. Grandes autores de todas las lenguas y épocas, también hay hueco para la literatura contemporánea. Desconozco el nombre de la mayoría de escritores.

Javier reaparece en el salón con una carpeta morada, de esas que se cierran con elásticos, en este caso azules y blancos. Un objeto que asocio inmediatamente a mi etapa escolar.

—Tiene que estar en esta carpeta.

La abre y empieza a pasar hojas mientras murmura nombres.

—Gaspar… El pobre Gaspar… Creo que lleva ya dos años que ni trabaja, ni estudia… Qué pena que pasen estas cosas, ¿no?

Me encojo de hombros. Ya tendré que aguantar esta historia otra vez, envuelta en un aura de novedad, en la próxima cena-reunión de clase. A Rozas se le ilumina la mirada; siento que se me para el corazón. De forma súbita y confusa, siento deseos de que no hubiera encontrado mi examen, pero el gesto no puede significar otra cosa. Empiezo a sentir malestar físico cuando me tiende el papel. Noto la mente embotada otra vez, la garganta sucia y como si me subiera la fiebre; debilidad en las piernas. En un momento de loca paranoia pienso que Javier me ha envenenado con la cerveza, y se suceden segundos de pánico hasta que me fuerzo a recordar que ha abierto los botellines en mi presencia; las chapas que descansan/yacen/moribundas en el cristal así lo atestiguan.

Comienzo a leer, me cuesta mucho comprender lo que tengo delante. ¿Que busque los sustantivos…? ¿Que ponga como ejemplo tres adverbios…?

—Por detrás, por detrás —dice Javier muy feliz.

Doy la vuelta al folio. Recuerdo de golpe que el tema de la bicefalia viene de un reportaje que leí en esa época sobre un auténtico niño bicéfalo, con cabezas con pensamientos independientes y demás. Es normal, o eso quiero pensar, que a un niño de diez años le impacten y obsesionen ese tipo de cosas. A medida que me arrastro hacia la siguiente palabra sólo quiero olvidar la anterior. Comprendo lo que tengo delante. Es la poesía escrita por un niño de diez años. Tiene una vaga gracia, una tenue musicalidad y, más que nada, rimas torpes. L. J., allá donde esté, debe de haber sentido una brusca y agradable emoción.

Hay un momento en que creo recuperarme, me alcanza la impresión de que me voy a poder levantar, olvidar todo este tema y seguir jugando a parecer una persona normal lo que me queda de vida. Sin preocupaciones raras, sin poesías de la infancia, un simple tipo que irá a trabajar todos los días, salvo cuando esté enfermo, que presenciará con envidia el enlace entre Emilio y Amanda, que seguirá emborrachándose y teniendo conversaciones pretendidamente trascendentales con L.J., y que, un buen día, se morirá.

Justo en ese momento, cuando la moneda va a decantarse hacia mi suerte, cuando ya represento con plena fidelidad mi vida normal y hasta mi fraternal amistad con Nacho, se escucha una voz en el umbral del salón:

—Javi, me voy.

«Javi» dice:

—¡Perdona que no os haya presentado! Ésta es Ángela. Se ha quedado dormida antes de que tu llegaras.

Tras unas centésimas de segundo me escucho decir:

—Nos conocemos.

Me parece estar muy, muy lejos. Es obvio que Ángela está sorprendida, pero me da igual. A medida que las piezas se ensamblan en mi cabeza, armando una estructura que sólo se puede calificar de grotesca, noto que pierdo pie. Alguna vez me he sentido como un satélite que orbita la Tierra perezosamente, sintiéndose atraído hacia ella de una manera poco concreta, aunque firme. Si alguien quisiera, podría calcular el momento de colisión. Pero nadie quiso y lo que sucede es que el satélite dibuja una extraña y violenta elipse y sale disparado, lejos del campo de influencia de la áspera roca.

Ángela vacila, y después desaparece. Lejos, en la Tierra, escucho una puerta que golpea. La dejé llorando en la puerta de mi colegio; eso es.

«Javi», completamente ajeno al mundo que le rodea, envuelto en una neblina gracias al amor, dice:

—¡Qué casualidad que os conozcáis! —Pequeña pausa—. ¡Piensas que estoy loco! Es cierto que nos llevamos unos años, pero la felicidad está donde la encuentras, ¿no?

Si alguien, puede que incluso Ángela, retratara esta escena, debería representar a Rozas con cierto halo dorado. Mi figura, por el contrario, tendría la imposible propiedad de proyectar oscuridad a su alrededor.

—Igual que la desgracia —digo, en voz baja.

Rozas sonríe y asiente, entrecerrando los ojos, obviando que lo que he susurrado no es una respuesta feliz ni un punto de vista que encaje con el suyo.

—Igual que la desgracia —repite.

A continuación me recomienda autores, obras concretas, talleres, técnicas e incluso cafés en los que uno puede escribir cómodamente. Las palabras entran en mi cabeza el tiempo suficiente para comprobar que puedo asentir sin añadir nada, para a continuación desaparecer para siempre.

Bajo por las escaleras lenta y pesadamente; no quiero llegar a salir de este portal porque eso será señal de que


LA DISTANCIA

En la distancia observo la distancia
mientras hago chistes y muy lejos de mí
mis amigos se ríen
Yo estoy cerca, pero soy tan pequeño
que todo queda muy lejos
La Tierra no me atrae porque soy demasiado
pequeño
viajo en suspensión porque soy demasiado
ligero
Así que me pongo a pensar en piedras
y comienza a pesarme la cabeza
Sólo entonces bajo
para darme cuenta de que tú estás muy lejos

tendré que pasar a otra cosa y no tengo ni idea de qué viene a continuación. Cojo aire con mis sucios pulmones y abro la puerta, puedo sentir de nuevo el aire frío golpeando en

PLANO GENERAL EXT/NOCHE

Podemos observar frontalmente cómo EL PROTAGONISTA abre la puerta del portal, y ésta se cierra pesadamente a sus espaldas. Los coches aparcados junto a la acera nos impiden apreciarlo de cuerpo entero, aun así es evidente que se encuentra en estado de duda. Vemos cómo se encoge de frío, sensación acrecentada por el desagradable silbido del viento.

EL PROTAGONISTA mira a un lado y a otro, y finalmente se decide por un camino que no es el que conduce a su casa. Empezamos a escuchar cómo marca un número en su teléfono, tiene musicalidad. La cámara comienza un travelling lateral de acompañamiento y aplica un lento zoom hacia el perfil del protagonista. Pero el travelling es cada vez más lento y en cierto punto se detiene. Escuchamos cada vez más lejanos unos tonos de llamada. EL PROTAGONISTA sale de plano por la derecha.