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OBRA

Los Lewitz, una familia de editores asentada en Barcelona, se fijan en el fulgurante ascenso de una nueva estrella literaria que arrasa en las redes: Paranoicaconreflex. Viendo que nadie consigue firmarla, Roberto Lewitz, director de la casa editorial A Contrapelo, decide urdir un plan junto a Ariel, Azriela y Roma, sus estrambóticos hijos, para atraer a sus filas a la joven poeta y publicar su opera prima.

Esta comedia negra en tres actos, novelada simultáneamente a ocho manos, explora la delirante cadena de sucesos en que se ve envuelta la protagonista a raíz de su exposición pública, que acaba por involucrar a lo más granado de los bajos fondos de la ciudad condal, en un majado de personajes e imbricaciones inolvidables que ponen en jaque la publicación de la obra.

Consulta su ficha completa en nuestro catálogo.

Los Lewitz, una familia de editores asentada en Barcelona, se fijan en el fulgurante ascenso de una nueva estrella literaria que arrasa en las redes: Paranoicaconreflex. Viendo que nadie consigue firmarla, Roberto Lewitz, director de la casa editorial A Contrapelo, decide urdir un plan junto a Ariel, Azriela y Roma, sus estrambóticos hijos, para atraer a sus filas a la joven poeta y publicar su opera prima.

Esta comedia negra en tres actos, novelada simultáneamente a ocho manos, explora la delirante cadena de sucesos en que se ve envuelta la protagonista a raíz de su exposición pública, que acaba por involucrar a lo más granado de los bajos fondos de la ciudad condal, en un majado de personajes e imbricaciones inolvidables que ponen en jaque la publicación de la obra.

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OBRA

Obedece a la morsa

− Índice

Obedece a la morsa

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Café Beurette

Café Beurette

Llueve a cántaros en el distrito de Gràcia. Las gemelas Roma y Azriela, trastocadas por la resaca, demoran sus respectivos tabacos liados ansiando la segunda ronda de carajillos, al resguardo de uno de los tres parasoles que cubren la terraza del Café Beurette. Envueltas en pesados y sobrios abrigos de doble abotonado, vigilan el portal del inmueble que hay al otro lado de la plaza.

—¿Era necesario caer tan bajo? —preguntó Azriela, rastreando la mirada elusiva de una Roma que fingía impacientarse con el camarero, que, desde detrás del cristal, a lo lejos, quemaba los tres carajillos con cara de disculpe señorita ahora mismo se los llevo.

—Yo no estoy aquí por obligación. Dependemos de ella, hace tiempo que domestiqué mi orgullo. Si no te apetece acompañarnos date el piro, no vamos a recriminártelo.

—¿Cuánto más vamos a esperarla? —insistió Azriela.

—Lo que haga falta. No nos vamos sin su firma.

—Te veo muy comprometida con la causa…

—Padre está entusiasmado. El tío Efraín le garantizó que los beneficios serían, textualmente, inmediatos y desorbitados —se justificó Roma.

—Ah, el tío Efraín, esa mente privilegiada. El mismo que intentó librarse de un control de alcoholemia echándole la culpa a la macedonia de yaya Esther —contraatacó Azriela.

—Yo también probé la célebre macedonia de yaya Esther el día que dices; es verdad que estaba un pelín pasada.

—Roma, no seas naíf, sopló el pitorro del alcoholímetro y le quitaron el carnet, dudo que las frutas de la yaya Esther contasen con semejante potencial etílico.

—El tío Efra podrá ser un vendehumo, pero no negarás que tiene buen olfato para los negocios. Con la idea de invertir en el fichaje de Paranoicaconreflex se ha coronado —zanjó Roma, tras beberse de un trago y sin azúcar el carajillo quemado.

—No es su intuición en los negocios lo que pongo en duda. Me preocupa ese dinero de misteriosa procedencia con el que contamos pero que todavía nadie ha visto.

—Ese dinero existe, y su procedencia no es un misterio. Papá habló con él.

—¿Antes o después de irse al Sudeste Asiático? —se mofó Azriela.

Roma se encogió de hombros, a sabiendas de que el Sudeste Asiático, a donde decía haberse ido ahora, era la consigna habitual del tío Efraín para que lo dejaran en paz y perderse por Barcelona. No era la primera vez que se lo encontraban en algún after cuando lo creían en Bali.

—Papá habló con él, me contó que la panoja viene de unos terrenos que al parecer tenía en México y que consiguió vender el mes pasado. Aunque te joda el orgullo debemos admitirlo, el tío Efra salvará a la editorial de la bancarrota.

—Sí, cierto, gracias a él y a esa tal Paranoica al final salvaremos los muebles, pero, ¿a qué precio, Roma? Yo te lo diré, ¡al rastrero precio de la necesidad!, ¡la deshonra!

—De acuerdo, vamos al punto. Por favor explíqueme, doña Azriela Lewitz Bejarano, ¿qué tiene previsto hoy el tribunal inquisitorio? ¡Piedad, oh, le rogamos, nosotros los profanos! ¡Líbrenos, oh Doña, de fomentar el proselitismo literario!

—Siempre han sido vuestros respectivos talones de Aquiles, tú con la insípida Generación del 99 y tío Efraín con los mojigatos de la otra sentimentalidad. Admítelo.

—Mira, lo de meter a Benjamín Pardo en este proyecto no-fue-idea-mía. Y por cierto, no olvides que tu admirado Gil de Biedma, aunque te joda, también hacía parte del combo que estás calumniando.

—Gil de Biedma me gustaba cuando tenía quince años. En la actualidad prefiero propuestas estilísticas más osadas. Mi cerebro se ha vuelto selectivo, ahora me exige otro tipo de lecturas. Una pena que no te ocurra algo parecido.

—¿Y qué te está pidiendo ahora mismo tu cerebro, Azriela? Déjame adivinar —dijo Roma, asegurándose de que el resto de las mesas permanecían desocupadas a causa del día de perros que estaba haciendo—. Ahora mismo tu cerebro te está pidiendo… ¡FFFFFFARLOPA!

—¡Basta, no seas cría!

—¡Basta tú! Y deja de palparte el bolsillo, que a la bolsica, si la sigues atosigando, al final le van a salir patitas y se te va a escapar corriendo.

—¿Qué dices?

—El bolsillo interior de tu abrigo. Desde que llegamos no has dejado de verificar su contenido cada dos por tres. ¿Qué llevas ahí, bribonceta? ¿Algo valioso? ¿Tu juguete preferido? Sé tú misma, conmigo no tienes por qué esconderte.

—No llevo nada encima, la bolsa que nos dio tu novio la finiquitamos anoche. Y no he vuelto a comprar desde entonces.

—Anda, que no me chupo el dedo. Seguro que antes de venir aquí, acudiste a alguno de tus camellitos mediocres. No tenías por qué, en la editorial tengo a buen recaudo un fardo que Yerry me pidió que le guardase antes de irse a Alicante.

—¿Un fardo? ¿Has traído algo contigo?

—No, no he traído nada, así que vas a tener que invitarme. Vamos al baño, te metes un raquetazo y me pintas una bien gruesa, que en cuanto salgas entro. ¿Y tú Ariel? ¿Te nos unes?

Le encantaría, pero ha sido un fin de semana agitado. La hernia de hiato y sus problemillas de vesícula se lo impiden. Se le hace agua la napia, pero se mantiene férreo, rechaza la invitación y ellas se marchan al aseo. Cesa la lluvia, pide otro Aquarius y se hace el silencio en la plaza. Tenían cita a las 17:00 con la que debería ser el nuevo fichaje de la editorial, el reloj de Ariel marca las 17:45. Llama por enésima vez a la poetisa y nada, número fuera de servicio. Los peatones pueden cerrar sus paraguas y ralentizar el paso, la Vila de Gràcia despierta paulatinamente de su siesta dominguera.

—Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado…? —propone recapitular Roma mientras se hace una coleta y toma asiento.

Azriela, que fuma y bebe vermut cruzada de piernas, se deja caer en el respaldo y esputa un resumen de lo que a su entender está ocurriendo.

—Nos habíamos quedado en que mi familia pretende abrirle las puertas de la editorial a una poeta juvenil con motivaciones ulteriores, y junto con ella, a un mercachifle de la alegoría coloquial. He ahí mi lucha, mein kampf! No, en serio, ayer por la mañana Benjamín Pardo nos envió el prólogo. Lo tienes en tu mail. Échale un ojo, luego me dices si estoy exagerando.

—¿Tan cutre es? —dice Roma al tiempo que hinca los codos en la mesa y se muerde un meñique.

—Muy.

—¿Padre está al corriente?

—Por supuesto, se lo leí por teléfono. Dice que no le disgusta, que la gente llana se identifica con ese tipo de literatura y que el libro de Paranoiocaconreflex se publicará prologado por Benjamín Pardo y punto. Ah, y me reprochó que él no estaba de acuerdo con editar los relatos de Nacho y que, sin embargo, nosotras habíamos hecho lo que nos había salido del coño, con la complicidad de Arielito, según dice.

—Insufrible…

—Y tú, Arielito, ¿qué opinas?

Eso, ¿qué opina Arielito? Pues a Arielito le da un poquito por culito tener que defender los intereses de las gemelitas siempre que entre ellas y padre saltan chispas. Por añadidura, la iniciativa de publicar al rockero indie Nacho Bigas había sido principalmente suya, y considerando la pésima aceptación que estaba teniendo por gran parte de la crítica y sobre todo por parte de los lectores, el intento de salvar a la editorial familiar publicando a un famosillo se perfilaba a todas luces fallido.

—Aunque, por otro lado, el prólogo de Pardo supondría promoción gratuita en la televisión pública —especuló Roma—. El tipo es un comunicador nato, la cámara lo adora, es el poeta de la cotidianidad y aunque te parezca irrelevante, gracias a autores como él los fans están dispuestos a esperar horas haciendo cola con tal de que les firmen el libro.

—Pobre ingenua. No son nuevos adeptos rindiéndole pleitesía al lenguaje, los nuevos lectores leen para procurarse un estatus.

—¿Y? Mientras compren, me-la-suda.

—Te advierto que esta semana el Lorazepam-pam-pam me tiene golosa. Cualquier intento de desestabilizarme será en vano.

—¿Qué hay de deshonroso en lucrarse con el mal gusto ajeno? Aprende a ser más flexible, coño, que todavía eres joven, chocho agrio. Todos comeremos de la cacerola en la que estás escupiendo, así que pon un poco de tu parte, anda. No estamos planeando organizar un festival poético u otras ñoñerías de ese palo, se trata de hacer lo de siempre, vender libros. ¿Has visto la cantidad de seguidores que tiene la pava en Instagram? Lo ridículo sería no arriesgarnos.

—Visité su Instagram el otro día, el panorama es desolador. Se le da bien enmascarar la vanagloria mediante alusiones simplistas a temas trascendentales. Lo de tomarse selfies y adjuntarles poemas de su autoría es un comportamiento propio de adolescente megalómana, no de una mujer de su edad. ¿Mi diagnóstico? Bulímica del hashtag. Egocéntrica pero sin talento, es decir, la parodia del artista. Haced lo vuestro, yo me bajo del carro. ¿Qué diría mamá? La reputación de la editorial mancillada por una poeta del tuit. Un final cruel, pero sexy.

—Azriela, no seas melodramática, no es el final sino todo lo contrario. ¡2017 será el año de A Contrapelo! Llevamos mucho tiempo poniendo el listón en alto, podemos presumir de un catálogo sólido. Venga, por Dios, si hasta los críticos peor malheridos están de nuestro lado… Relájate y disfruta, nuestro prestigio prevalecerá impoluto. Pagamos las deudas, nos excusamos con los que se quejen alegando que atravesamos un mal momento, y aquí no pasó na-da.

—Una tuitera compulsiva que se adjudica trastornos mentales ficticios con el fin de autentificar el malditismo de quita y pon que abandera…

—Dale una oportunidad coño… ¿Nunca has pertenecido a una subcultura juvenil? Piénsalo, de los dadaístas se decía lo mismo en su momento.

—Ya estamos con los putos dadaístas. A ti también te han lavado el cerebro con ese argumento de mierda. Mira que comparar a Hugo Ball & Co. con estos retrasados… ¿Acaso frecuentabas tú el Cabaret Voltaire durante los seis meses en que estuvo abierto a principios del siglo pasado? Trazar paralelismos entre Tristan Tzara y los forracarpetas del fenómeno editorial actual, perdona Roma, pero es de lo más ruin que te he visto hacer en tu vida. Los dadaístas fueron la mentira mejor contada de la historia del arte, e incluso así, estos mocosos casquivanos de ahora no les llegan ni a los tobillos. Pero claro, qué voy a discutir contigo…

—¿Qué insinúas con eso último? ¿Que no tengo ni puta idea?—quiso saber Roma.

—A ver, tus referentes pictóricos son Miró, Pollock, y Kandinsky, ¡es obvio que no tienes ni zorra! Pero no me refería a ellos. Me contó un pajarito que te encaprichaste con un collage espantoso…

—Doy por hecho que el pajarito también te dijo cuánto me costó —supuso Roma, sin mirar a Ariel—. Pues, para tu información, dentro de diez años habrá triplicado su valor. De momento el descaro de Abel Fajardo queda bien en la pared de mi despacho —se defendió.

—¡Abel Fajardo! ¡Cómo no! La prueba viviente de la decadencia infructífera en la que se encuentra encallado el arte occidental. Un lienzo, pegamento… jeringuilla rellena de kétchup… preservativos de colores anudados con sustancia lechosa en el interior… cremita para la gonorrea… cucharas soperas tiznadas… perlanas escrotales… bragas hipotéticamente menstruadas por una paciente de sanatorio mental… tickets del metro chilango… ¿qué más hay pegado a esa obra maestra, eh? ¡Me lo hubieras pedido a mí, dos semanas me hubiesen bastado! Le meo encima, le escupo algunas flemas catarrosas y cuando se seque, listo. Yo, por ser familia, te lo dejo eeennnn ¡dossscientooos cuarenta euros! Hala, seis mil seiscientos sesenta pavos que te habrías ahorrado.

—Lo que hay dentro de la jeringuilla no es sangre de pega, Abel Fajardo está realmente enganchado al caballo, de ahí el desasosiego que se desprende de sus obras, a pesar de la vivacidad cromática que las definen —dijo Roma alzando la frente—. Es como todo, si no tienes fe es inútil, no captarás el mensaje.

—¿El mensaje? ¿Cuál? ¿Que toda forma de vida capaz de producirte sensaciones es por ende un artista admirable?

—Quizá.

—He ahí la madre de las falacias. Según los ultrapanteístas como tú, tanto un cerezo creciendo en el acantilado como los abdominales de un profesor de fitness deberían ser considerados expresión artística.

—Sí, de hecho lo son. Hay tanta belleza como puntos de vista capaces de descifrarla.

—Mira Roma, una montaña es simplemente un accidente geográfico, un objeto que te remite a un conjunto de sentimientos o emociones, placenteras o no. Por ejemplo, los padres del niño que se ahogó el año pasado en Cadaqués, ¡desde entonces ellos ya no consiguen ver el mar de la misma manera! No necesariamente todo lo que conmueve, excita o conmociona merece estar expuesto en un museo. Es mediante el dominio de la técnica, de la imaginación, de las emociones y del razonamiento que se construye una obra. Es el dominio del espíritu sobre la materia a través de la autorrealización. ¡El mérito es exclusividad humana!

—¿Y los castores?, ¿no merecen una buena ración de corteza y raíces acuáticas luego de construir los diques que contribuyen a protegerlos de sus depredadores y a regular sus ecosistemas? Toda materia embellecida por algo, alguien o algunos, merece ser tratada como arte. Por otro lado, hay acciones individuales y sucesos colectivos que también lo son, ¿eh Ariel? Súmate al palique, pídete un Red Bull o algo y explícale a la ascética de tu hermana en qué consiste el escorpión de Higuita o el Maracanazo.

—¿Y qué me dices de reproducir la realidad desde un punto de vista novedoso mediante laboriosos artificios? —dijo Azriela.

—¿Diez series diarias de abdominales, durante diez años, no son acaso un ejercicio laborioso? Si Miguel Ángel hubiera viajado al futuro se quedaría maravillado con los logros de los ejercicios aeróbicos, y de los anaeróbicos, y fliparía con la hipertrofia muscular de los fisiculturistas. Puedo verlo, Miguelito inspeccionando pectorales envaselinados esculpidos por la tecnología de los esteroides anabolizantes… ¡y si viese las patas de gallo, las narices, las tetas, las nalgas, las pollas, las vaginas retocadas por el bisturí! No estoy de coña, ¡el cirujano es el colmo del artista posmoderno!, ¡un escultor que desdeñó la roca inanimada!

—¿Lo dices en serio?

—En los quirófanos se reconstruyen hímenes y se blanquean ojetes, ¿no es el arte en sí, acaso, un concepto en constante renovamiento?

—Ah, bueno, si te pones en ese plan pues entonces todo vale… A ver, ¿y un líder dirigiendo a su pueblo hacia la victoria? ¿Era también Napoleón un artista? ¿Y las Torres Gemelas derrumbándose en directo para todo el mundo, qué fue?, ¿espectáculo iconoclasta saudí a pie de calle? Todo objeto es un símbolo, sin símbolos el rebaño pierde el norte. Símbolos, logotipos, banderas, uniformes, llámalo como quieras. ¡Sin etiquetas no hay tribus! Comprarte un collage de ese farsante es una forma de reafirmar la identidad que te estás construyendo de cara a tu entorno, público y privado. Acéptalo, a ti lo que te entretiene son los chascarrillos visuales, los jueguecillos ingeniosos de palabras y las artes menores que no te impulsan a reflexionar demasiado. Lo mismo ocurre con tus gafas de empollona inadaptada, ves perfectamente sin ellas pero ahí están, como otro complemento. La camiseta de Bon Iver más de lo mismo, otro símbolo con mensaje subliminal: «Hola, soy indie-pedante, ¿eres lo suficientemente interesante como para copular conmigo?»; sólo tú sabes cuántas satisfacciones te dio ese trozo de tela… Dime de qué presumes y te diré de qué careces, ¿te suena? Nos hemos tomado demasiado en serio eso de que somos lo que consumimos, tú la primera.

—Envidias a Abel Fajardo porque está consiguiendo lo que tú no: el reconocimiento mundial de su trabajo. Y con Paranoicaconreflex te ocurre lo mismo. La chavala, sin siquiera haber publicado su poemario en formato tangible, ya está consiguiendo que hordas de adolescentes latinoamericanos se aprendan de memoria sus versos.

—No, te confundes, no los envidio ni los odio. Esos dos impostores que mencionas son carne de cañón, onanistas del EGO. Los verdaderos culpables son los cómplices del fraude, los especuladores, entre ellos los inversores como tú, almas impresionables que le dan credibilidad a cualquier ocurrencia creada bajo los cánones del estilo contemporáneo. Despierta, te has gastado gran parte de tus ahorros en chatarra.

—Despierta tú, Azriela. La cocaína te está cagando la vida.

—Tu mediocridad me abruma.

—Cocaína cortada.

—¿Qué sabes tú?

—¿Que si sé? ¡Acabo de catarla! Cocaína cortada por la que, seguro, pagaste sesenta euros el gramo… —atestigua Roma entre risas burlonas.

—Hasta en medio gramo, de la peor farli, que me haya metido en la península ibérica, cabe más pasión y más filosofía que en las obras completas de todos tus autores de cabecera juntos —esgrime Azriela.

—Uy, uy, uy. Sí cielo, la única que ha entendido LA LITERATURA eres tú. Cambiemos de tema. Un ave voladora me comentó que los secuaces de Moriana Moritz y tú estáis llevando a cabo unas reuniones iniciáticas dedicadas a la gloria del Gran Arquitecto del Universo…

—Veo que se nos chiva el mismo pajarraco —masculla Azriela al tiempo que voltea la cabeza en cámara lenta en dirección a Ariel, que se desentiende como un sueco haciéndole señas al camarero con la mano para que le sirva otro Aquarius.

Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem —pronuncia Roma, para luego recuperar la lengua viva y el deje casual que la caracterizan—. Apruebo tu iniciativa. Cada una milita conforme a su idea de lo que sería un mundo más justo. ¡Ciencia y virtud!

Ambas se levantan y marchan tomadas del brazo rumbo al aseo, a por otra ronda de caspa luciferina. El reloj de Ariel marca las 18:10. Vuelve a diluviar. Las probabilidades de que Paranoicaconreflex se esté echando para atrás toman forma y al único que parece importarle es a él. Una chica parecida a ella surge de la nada en la acera de enfrente. El gigantesco paraguas color caqui con el que se protege de la lluvia le cubre la mitad superior del rostro. Sin pensárselo dos veces, aun sabiendo que no tiene puestas las lentillas, Ariel atraviesa la plaza trotando y se lanza a su encuentro. A punto de abordarla, ve como la chica pasa de largo dejando atrás el portal en el que se habían dado cita con la poeta para firmar el contrato. Hecho una sopa, vuelve a la mesa; dado que sus hermanas no han regresado, movido por una curiosidad premonitoria, decide ver de qué va el artículo que le ha mandado su estimado compinche Pirineo esta mañana por Facebook y se encuentra con otro mensaje suyo: «¿Lo leíste? ¡Locurón! ¿Crees que os repercutirá en las ventas?».

Repercutirá en las ventas le suena fatal. Retiene la respiración. Abre el link.

«Andrea Leiva con Nacho Bigas en un concierto de trap. Hagan sus apuestas».

¡Extra extra, la pija y la bestia! ¡Extra extra, el trovador progre en absoluta decadencia! ¡Extra extra! ¡Al final, no era tan despreciable ser de derechas!, ¿eh? ¡GRUFFF! ¡GRUUUUOOOOF! ¡BROOOOOLLLOOOOK! ¡Así arden los ídolos del poético rockandrolllln-n-n-n-nena, cuando no mueren de overdose a tiempo! ¡BROLUUUURRRRRECK! ¡GRUUUUUUF! ¡Por qué dejaste la heroína maldita seaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Saska! ¡El viejo lobo nos desheredaaaaaAAAAAA ¡BrimatusuuuUUUUUUUuuuuUUUUUuuuuquitooooOOOOO!

Una estampida de criaturas mitológicas, en conflicto unas con otras, arrasa con todo en las entrañas de Ariel. Las copias del libro de Nachín juntan polvo en las estanterías del territorio nacional, y él, de idilio con una pepera. Padre se lo advirtió, no inviertas nunca en un yonqui con abstinencia. ¡Qué diría madre! Y por si fuera poco, la gallina de los ovarios de oro les dio plantón. Su reloj marca las 18:20. Roma y Azriela están de regreso, traen cubatas.

—¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó Roma.

—Malas nuevas: ahora sí que estamos jodidos —respondió Ariel a media voz.

—¿Cómo? —exclamaron ambas.

Ariel, móvil en mano, estando a punto de ponerlas al tanto enviándoles el link con la mala nueva, contuvo la respiración cuando la pantalla se iluminó con el vigor de un rompimiento de gloria: un nuevo mensaje, Paranoicaconreflex daba señales de vida.

Music of Another Present Era

Music of Another Present Era

Subió despacio las escaleras de caracol y aguardó un segundo en mitad de la buhardilla, calentándose las manos con la taza de té, bajo las vigas del tejado a dos aguas. Recuperó el aliento mientras contemplaba la habitación, por fin vacía de muebles viejos, bicicletas y cañas de pescar. De todos los trastos que tenía allí arriba sólo había conservado los discos de vinilo, que ahora reposaban en el mueble del tocadiscos —regalo de sus hijos por su último cumpleaños—, frente a una butaca de cuero, en la parte donde el techo era ya muy bajo. Las ventanas inclinadas que daban a los montes del Garraf brillaban opacas, ciegas por la niebla como ojos con cataratas. Enfrente, la puerta corredera de la terraza no dejaba ver mucho más. A través del tiempo y del espacio, se dijo, embalado en algodones cósmicos. Era evidente que necesitaba un calentador de agua allí arriba, tazas y una selección de tés. Dejó que sonara Music of Another Present Era, de Oregón. Llevaba tratando de adquirir el gusto necesario para disfrutarlo desde 1979 y ahora, con la mente completamente ocupada en el ligero aroma a pintura fresca que todavía flotaba en el ambiente, creyó haberlo conseguido. No obstante, enseguida su mente encontró nuevos retos. Se fijó en el gotelé, que había sido completamente decapado por prescripción de sus hijos. Según ellos, simbolizaba una época ya pasada, tanto de su vida como del país en general.

No pudo evitar vislumbrar el símil: él mismo había sido decapado de la editorial. Aunque, eso sí, por iniciativa propia. Por fin sus hijos llevarían el peso de A Contrapelo, pero la transferencia de responsabilidades sería paulatina. Hasta entonces, él les apoyaría desde su nuevo santuario en el chalet de Castelldefels. Además, así podrían disfrutar del piso de Gràcia para ellos solos. Ya eran mayores para vivir con su padre y su padre comenzaba a arrepentirse de la excesiva libertad que les había permitido para que hicieran uso del piso inferior del dúplex —fiestas, recitales ultrapoéticos, acalorados cinefórums y un grifo de cerveza—. No había sábado en que ruidos de fornicio no llegaran hasta el ala este del ático, donde Roberto tenía sus dominios, constituidos por su habitación con pequeña biblioteca y bañera de hidromasajes y el balcón que daba acceso a la azotea, donde tenía los bonsáis. El resto de la casa era campo abonado para las fiestecitas de Ariel, los maratones de teatro improvisado de las gemelas y el maldito psicodrama, dirigido por un psiquiatra de Burgos que lloraba en todas las sesiones.

A decir verdad, según los informes que había recabado, Ariel estaba ya en horas bajas y sólo bebía oporto por la noche, mientras peinaba las redes sociales, pinchando los huevos del mundillo literario mediante heterónimos pessonianos. Creaba perfiles falsos para los que escribía detalladas biografías. Incluso hablaban en distintos idiomas y tenían opiniones antagónicas en algunos temas de debate. Dos años atrás, cuando Nacho aún no había firmado con la editorial, Ariel había conseguido golpearlo desde el anonimato. «Le he pegado un rapapolvo a Nachín —le comentó una vez—, él no se da cuenta, pero se está acomodando demasiado en el éxito…». El artículo, escrito por una supuesta paraguaya que dejaba caer palabras en guaraní de párrafo en párrafo, fue compartido en varias páginas dedicadas a Nachín y se difundió rápidamente. Estaba escrito en un estilo casi escolar, el indicado para una víctima de la opresión imperialista. Su crítica, feroz, se desprendía con inocencia del discurso, centrado sobre todo en aspectos puramente literarios —nada de críticas por viraje hacia la canción protesta—, deliciosamente trasladados a un lenguaje llano desde los pomposos academicismos que, cualquiera que no fuese su querido hijo Ariel, se habría visto obligado a emplear para explicarlos. El artículo fue muy discutido y Nachín, cabreado, no quiso meterle un paquete público a la humilde campesina. De esta contradicción nació su siguiente single: Ansia Bajo Chaco.

El sol empezó a filtrarse entre la bruma y el ordenador había terminado de arrancar. Colocó la taza de té en el posavasos y abrió su correo electrónico. El Servicio Meteorológico Nacional preveía intervalos de fuertes chubascos para la segunda mitad del día. Observó los cientos de correos sin leer —algunos urgentes—, de los que se deberían haber encargado sus hijos. Le dolía la espalda, tenía sueño. Levantó el teléfono, respondió la que había sido su secretaria.

—Sus hijos no están.

A la bregada Angus, que a pesar de ser domingo se encontraba adelantando faena atrasada en la editorial, le bastó esa frase para querer decir: Sin usted el negocio se va a pique.

—Tengo entendido que esta tarde se van a reunir con la paranoica de la réflex —les defendió su padre—, de su contrato depende la editorial entera, Angus, y eso incluye tu puesto de trabajo. Mejor que duerman la mona a gusto, hoy les necesitamos frescos. Pero hay asuntos pendientes en el correo electrónico.

—¿Por qué no les llama al móvil?

—Toda mi vida he prohibido que me llamaran al móvil personal para asuntos de trabajo.

—Pero ellos se niegan a tener un móvil de empresa.

—Diles que me llamen en cuanto lleguen.

Tal vez debería poner a Angus al frente de la editorial hasta que ella se jubilara. Tras la muerte de su mujer guardó seis o siete meses de luto depresivo, con la extraña sensación de que su hora estaba muy cerca también, aunque sin darle demasiada importancia, como quien respira polución. Se jubiló como director de la fábrica de tornillos —empresa de su suegro, que le había ubicado como regalo de bodas—, se centró en A Contrapelo. Luego, tal vez como sublimación de una tristeza que debía reprimir para seguir adelante y sin duda azuzado por el tiempo libre ganado como pensionista, que le arrojó a un mundo de libertad difícil de administrar, se sumergió totalmente en el mundillo literario que frecuentaban sus hijos. Acudía a presentaciones de fanzines en asociaciones culturales y recitaba borracho, por lo general poemas sobre el bonsai do. Lo único que le salvaba de quedar como un viejo pirado que se niega a retirarse, era que, entre cuchicheos, la gente iba diciéndose de boca a oreja: «es Roberto Lewitz, el dueño de la A Contrapelo». Entonces, un orgullo secreto se avivaba en su interior. «Y esos son sus hijos: Azriela, Roma y Ariel».

Seis meses que casi acabaron con su vida, pero dejó de ser el patrón de la fábrica de tornillos. Su aspecto juvenil estimuló su frenesí dionisiaco: era un hombre alto, de ojos azules y brillantes rizos engominados que mantenía una figura más que aceptable, no en vano iba a nadar casi a diario. Incluso tuvo una amante de 25 años. Al final, tras un esclarecedor viaje con ayahuasca, comprendió que no tenía por qué morir pronto, pero que, si seguía emborrachándose con jóvenes aspirantes a poeta y soportando sus gilipolleces, cualquier día le daría un infarto. Además, tenía la sensación de que sus hijos se avergonzaban de él. Fue entonces, aunque aún se entretendría un tiempo, cuando tomó la decisión de trasladarse al chalet de Castelldefels.

Entonces, llamaron a la puerta. Justo cuando se había decidido a apagar el ordenador, dar un largo paseo por la playa y desayunar algo contundente en el primer bar del puerto, lo desconocido hizo sonar el timbre. Roberto sintió un escalofrío y esquió en alpargatas hasta la pantalla del intercomunicador. Vio a un hombre de tez morena, expuesto abiertamente al ojo de la cámara.

—¿Quién eres tú —dijo antes de descolgar, con el desapego de un poeta nihilista—, hombre de tez semita, mensajero de las cultura? —Descolgó el telefonillo y preguntó con hostilidad—: ¿Quién?

—Roberto, ¿eres tú? ¡Soy Najib!

No era lo desconocido quien había tocado a su puerta, sino algo más temible: su pasado. En su mente, Roberto gritó en el carricoche de feria que atravesaba el túnel de su memoria. Hacía más de veinte años que no veía a Najib. Lo había conocido en la universidad, el año en que se tomó una excedencia para estudiar Filología Inglesa con ingratos resultados. Najib era un joven marroquí, educado en una escuela española de Casablanca y becado para estudiar Filología Hispánica en Valencia. «Escribe poesía estridente, como un cuadro pintado con subrayadores. El léxico fosforescente se mezcla con el exotismo de los dátiles y la leche agria; los atardeceres en el Sahara y los matrimonios concertados, con los bohemios psiconautas de Tánger. A veces hace ciencia ficción».

Todavía recordaba las locuras que había escrito cuando Najib le pidió que escribiera el prólogo de su primer libro, todavía estaba orgulloso de ellas. Habían sido buenos amigos, hasta que Najib desapareció. Roberto supuso que habría tenido problemas inmigratorios y volvió resignado a la fábrica de tornillos, donde perdió de nuevo la costumbre de escribir o cualquier tipo de ambición literaria, hasta que la idea de montar una editorial —sembrada por su bendita esposa— tomó cuerpo en su mente.

—¡Najib! Pasa, por favor.

Delgado como un bereber, bajito como un jinete de carrera de caballos, Najib mantenía el hirsuto felpudo de cabello oscuro que Roberto recordaba, apenas espolvoreado con unas pocas canas grises. Se detuvo un segundo en la puerta, frente al camino de piedras planas que cruzaba el jardín. Su rostro era enjuto y datileño, como si sus antepasados —o su poesía— le hubiesen legado las cabalgatas contra viento de cristal, cargado de arena abrasiva y la exposición prolongada al sol dilatado del paralelo 30 norte, tal y como él mismo había titulado uno de sus libros. Sonrió al ver la cautela con que Roberto se asomó a la puerta de la casa y mostró las palmas de las manos, que hasta entonces había tenido en los bolsillos. Dio unos pasos cortos y teatrales, fingiendo que tocaba las maracas al ritmo de una melodía de techno árabe que ya silbaba en la universidad. En la apoteosis de su largo saludo de reencuentro, abrió los brazos y sonrió sin tapujos. Tenía los dientes grandes, blancos como la nieve en el Oukaïmeden.

Minutos después hablaban de los viejos tiempos frente a una taza de té, rodeados de bonsáis, en la mesa de la terraza. La niebla había desaparecido, acobardada por el avatar solar de Najib. Tras reflexionar varias formas de preguntarle por los años en que había estado desaparecido, Roberto se dejó llevar y, fingiendo la preocupación espontánea e ingenua que había aprendido de una tía suya de Penáguila, le espetó:

—Estuve preocupado por ti. ¡Desapareciste por completo!

—Cierta gente diría que es ahora cuando he desaparecido —dijo Najib empujando su taza de té hacia Roberto, que había agitado la tetera en señal de ofrecimiento—. Sin azúcar esta vez, prefiero que el segundo té sea amargo. —Tras un sorbo reflexivo, cargado de erudición crítica, dado con un estilo que Roberto lamentó por inalcanzable para él, dijo—: Gente que, aunque pagaría mucho por encontrarme, siente alivio por haberme perdido de vista.

Roberto creyó intuir una imagen soterrada en su memoria, como una melodía de origen desconocido que brota en nuestra mente y que sabemos recurrente desde tiempos remotos. Era una tasca, seguramente de Gràcia, pero no era Gràcia. Las vetas ennegrecidas por la roña en la clara barra de madera de pino, unas cortezas de cerdo, el grave rostro de Najib que le aseguraba que iba a ingresar en el CNI. Roberto que no podía contener la risa, en parte por culpa de la sidra —sí, debió de ser en alguna sidrería. No le casaba que fuese en un asturiano, pero ¿dónde si no habría sidra? ¿En un vasco? Podía ser un asturiano perfectamente— y en parte porque «¿un poeta espía? Un espía es un militar. ¿Un militar poeta?».

—¿Has encontrado ya ejemplos de poetas guerreros? —resopló Najib, como si la partera de su anamnesis y el penoso esfuerzo que Roberto había llevado a cabo para rememorar fueran tan sólo efecto de algún conjuro de brujería marroquí—. Es de primero de hispánicas: Garcilaso de la Vega.

—¿Me estás diciendo que has sido espía durante todos estos años?

Los labios de Najib se fruncieron en una sonrisa contenida, que dibujó mil arrugas en las comisuras, y, con la seriedad de quien cuenta los chistes sin reírse, dijo que, aunque así fuera, no podría hablar de ello. Roberto no supo a qué atenerse, pero rió tímidamente.

—Dime —dijo el marroquí—. ¿Cómo te va la editorial?

—¡Vaya! ¡Así que estás al corriente de mi editorial! Después de todo, tal vez seas un espía. Hay que estar metido en los bajos fondos literarios para dar con ella.

—Vamos, Roberto, haz honor a la verdad: no salís en grandes medios, vuestros libros no están en el escaparate de la FNAC —aunque sí en sus estanterías— y tenéis un público pequeño pero fiel, como dicen todos los que tienen pocas ventas. Sin embargo, ahora tenéis una buena oportunidad, se dice que Paranoicaconreflex será vuestro próximo fichaje. —Najib se rascó un sarpullido que tenía en una de las aletas de la nariz y pareció recordar algo. A Roberto le pareció que fingía recordarlo—. A propósito, el librito del agitador Bigas no se ha podido vender mal.

Roberto quedó muy sorprendido de que Najib estuviese al corriente de las desventuras de la editorial.

—De modo que sí eres espía —dijo—, y obviamente sigues escribiendo. ¿Con quién estás publicando?

—¿Publicar? ¿Me permites? —Najib extrajo una pipa alargada y rojiza y la cargó poco a poco de tabaco, con la mirada puesta en la bahía, bañada ahora por una pálida luz que refulgía sobre las aguas—. Algún librito de poemas cada dos años, de pocas páginas, durante las vacaciones. Me da un gran placer y estabilidad vital. ¿Tú sigues escribiendo?

—¿Escribir? —Roberto echó mano de la taza de té. Los jardines de los chalés que había colina abajo se diseminaban húmedos, como pequeñas junglas entre la montaña pelada y la carretera que bajaba zigzagueando hacia la ciudad—. Estoy pensando en escribir una especie de memorias falseadas. Básicamente será mi vida, exceptuando los treinta años al frente de la fábrica de tornillos de mi suegro. No te rías, quiero hacer algo así, al final será una novela al uso, ¿vale? Ahora voy a tener más tiempo, he ido dejando la editorial en manos de mis hijos.

—¿Pero todavía tienes mano en ella, verdad? —dijo Najib, súbitamente preocupado—. O al menos algo de autoridad sobre tus hijos.

—Por supuesto que sí. Por ahora estoy prejubilado, ¿a qué viene esa preocupación? Mis hijos están muy puestos en el mundillo, yo llevo bastante tiempo ya acostándome con clásicos…

—He repasado el catálogo, no veo más que alguna jovencita iletrada que habla de abortos y discotecas, un lector obsesivo cuya obra es una concatenación de citas a la que él llama collage, un par de comunistas que no han leído a Marx, imitadores de Bukowski, burros que no han conseguido tocar punk y tratan de escribirlo, amargados, lo de siempre… Gente que quiere triunfar sin venderse y creen que contar su puta vida novelada es una manera rompedora de lograrlo.

Roberto se revolvió incómodo en la silla. ¿Qué le pasaba al tocapelotas de Najib? El sarpullido de su nariz se había inflamado y ahora casi le llegaba a la mejilla. La gran silla de hierro forjado donde se había sentado lo hacía todavía más pequeño, y le entraron ganas de aplastarlo de un manotazo. El pensamiento le dio miedo, como si Najib fuese capaz de haberlo escuchado en su mente. Si era verdad que había trabajado todos estos años en los servicios secretos, podía haberse vuelto un completo despiadado mental, un violento. Desde luego, había estado alejado de la literatura, frustrándose. Todo aquel odio irracional hacia la editorial debía de ser la manera en que mostraba afecto la torturada mente de su amigo, su forma de pedirle que le publicara algún libro.

—Lo que importa es el acto. —Roberto quiso hacerse de rogar—. Tal vez la obra de mis autores no sea tan original como para resistir el paso del tiempo, ¿contento? Lo admito —dijo, evocando de nuevo a su tía, esta vez llegando de la cocina con una bandeja de galletas—, pero estos jóvenes renuncian a muchas cosas por la literatura. Mira Tomás Gonzalves… tiene 35 años y acaba de tener a su segundo hijo, pero ha dejado el trabajo y está viviendo del paro, escribiendo a contrarreloj su próxima obra, que tal vez no le reporte nada.

—Ese tío no quiere trabajar, Roberto, ¿no lo entiendes? Está enamorado de la idea de ser un escritor pobre, un guerrero de la gran diosa de la literatura, se siente tocado por la magia. Cree ser especial. No le basta con ser Tomás el de Albacete. Pero la escritura no es más que tinta en el papel y, en su caso, una excusa para no trabajar. Su novela tenía setenta páginas y gran parte de ella era un poema lleno de imágenes surrealistas con poco color. ¿Iba de algo en concreto? Y moderno no era, sino un carca y un pelele. ¿Por qué no deja la bebida y se dedica a cuidar de su hijo?

Roberto quiso decir algo, pero la cabeza de Najib empezó a cambiar de color. Se tornó cobriza, excepto en la parte bajo la influencia del sarpullido, que empezó a frotarse como una mancha de tinta de la piel. Se puso en pie y miró a Roberto con sus ojos fijos, los labios eran dos finas cuchillas con las que podría rasurar al más indomeñable vello con sólo deslizar su aliento sobre él.

—Leer es bueno, nos dicen, retrasa el alzheimer. —Najib le miró fijamente con la sonrisa torcida, su cabeza temblaba, tratando de verificar si Roberto había comprendido—. ¡Pues haz sudokus, hijo de puta! Y fomenta la empatía porque vives otras vidas. Hablas de leer y el personal ya entiende leer novelas. La gente quiere sentirse novecientas páginas por encima del resto. Es igual en la liga de los bestsellers que en la de los culturetas. No quieren leer novelas, quieren ser más cultos. Si quieren desasnarse, ¿a qué leer tantas novelas? Los más espabilados ni siquiera las disfrutan, emperrados en analizarlas, en pensar los comentarios que harán de ellas más tarde, con algún capullo amigo, especialmente si éste no las ha leído. Tratarán de decir algo con sentido, que la evolución de los personajes es muy veraz o que la ambientación es un homenaje a la novela gótica y terminarán por concluir que de la literatura no se puede hablar, pues en realidad es como la música (de la que ya dan por hecho que no se puede hablar porque no la conocen), una emoción subjetiva e intransferible. Deberían leer física cuántica y estudiar geometría, no las pajas mentales de algún mesías de los tostones, convencido por la crítica y por su editor de que sus historias contienen una vigorosa lección para la humanidad… o, simplemente, convencidos de que escriben de manera aceptable. ¡Les han dicho que leer es bueno! ¡Pues lee el resultado de la liga en el móvil! No, me leo una novelita, que eso sí que es cultura. Qué coño, ¡pero si es un vasto fresco que retrata admirablemente la sociedad de entreguerras de toda Europa, cuyo desenlace nos conduce por los más oscuros vericuetos de la condición humana! —El sarpullido había alcanzado su culmen de encarnación, lo que se traducía en varices purpúreas a su alrededor. Roberto pareció calmarse, aunque la contención que se palpaba en su nuevo tono sosegado resultaba más amenazante que los gritos—: A quienes les apetezca, que lean novelas, pero que no desarrollen delirios de grandeza ni parloteen en teterías con fondo de ukeleles. Ese halo mágico de la literatura no le conviene lo más mínimo, se convierte en una religión. ¡Las ideas míticas pervierten a los jóvenes! Cuando la literatura no les da lo que esperan, se enfadan y escriben una novela experimental cuya tesis es que la literatura ha muerto.

Roberto había perdido el hilo y recibía las palabras como un perro, por el tono, lo que le hizo inquietarse. Ahora, sin embargo, sintió crecer una especie de argumento en su interior que tal vez podía conectarse con lo que decía su amigo y dijo con toda la claridad que su mente apabullada podía componer:

—La mayoría de escritores que han perdurado creían en la condición sagrada de la literatura. ¿No creían los trágicos estar inspirados por las musas? Los sacrificios que exige son mucho más llevaderos cuando se tiene una religión. El más ateo de los escritores se va a dormir a un catre en una sucia buhardilla —Reparar en su propia buhardilla de lujo le avergonzó un poco— helada y mira al cielo pensando en la literatura como algo ciertamente sobrenatural que justifica su degradación absoluta y le salva, prometiéndole la vida eterna si se consagra a ella…

—Primero les promete dinero y, al final, cuando ya comprenden que la literatura nunca les hará ricos, les promete eso que dices tú: la capacidad de fantasear sin avergonzarse con que, tras su muerte, su poemario de treinta páginas será descubierto y convertido en lectura obligatoria en primero de Filología Hispánica. Es cierto, Roberto, tienes razón. Al menos en algunas cosas. Después de todo, la religión es un universal cultural. —Najib calló, pero sin soltar el turno de palabra. Sus labios ejecutaban continuos movimientos imperceptibles, puntuados de velocísimas sonrisas. La lengua asomó un par de veces, rosa y acanutada como una cerbatana en la maleza.

Cuando por fin Roberto iba a enumerar casos de grandes obras escritas por genios que tenían una idea de la literatura totalmente contraria a la que preconizaba Najib —si es que preconizaba alguna—, éste dio un golpe en la mesa con su encendedor y añadió con la sequedad de una pezuña de camello:

—Mírate a ti mismo, Roberto, peleando por orgullo, por mala conciencia de industrial poeta o por ansiar la ascensión en la jerarquía social que otorga la cultura, no sé exactamente por qué equivocada motivación, pero sigues intentándolo o pensando en intentarlo, frustrado por no escribir, cuando podrías perfectamente no escribir y no pensar en ello y vivir como el resto de los mortales. Sobre todo porque aborreces hacerlo y nunca obtienes resultados.

—Déjame hablarte de algunos sentimientos que han inspirado grandes obras literarias: la vanidad, la envidia, el orgullo, la ira y el odio, las ganas de venganza… Con todo eso se han escrito muchos grandes tochos de la literatura universal.

—¿Pero tú qué has escrito, Roberto? ¡Todavía no te has puesto a ello! Permíteme ser sincero y tajante: olvídate de la novela. Está bien, inténtalo si quieres, pero nunca la terminarás.

Lejos de protestar indignado cual poetastro juvenil, Roberto fue capaz de fingir que las palabras de su amigo no le afectaban en lo más mínimo. Incluso sonrió.

—Gracias por tus calurosas palabras, Najib.

—Dedícate a regar los bonsáis. Los has regado a diario durante treinta años. Lo he leído en tu página web. En ese arte has perseverado, en la literatura no.

—Tengo riego automático, Najib.

Najib se levantó y caminó entre los bancos de cultivo como un inspector de policía que piensa en las negligencias cometidas a lo largo de su carrera. Se detenía para admirar la fina ramificación de algún olmo, la pátina de una maceta antigua china, que sólo el uso continuado durante años —no el descanso en una vitrina—, el riego, el contacto con las raíces y las inclemencias del tiempo pueden conferir a la cerámica; pasó sus dedos por la madera muerta de un ullastre, que había trabajado un maestro coreano ciego, tan sólo con su tacto y unas gubias, sin herramientas eléctricas. Tenía buen ojo el briboncete.

—La literatura no te gusta, Roberto —dijo Najib entre los árboles—, te gusta lo que rodea a la literatura. Lo que a cualquiera le hubiese bastado, ocupar su lugar en la sociedad como industrial de éxito al frente de una fábrica de tornillos, no te bastaba a ti: tú deseabas ascender en la jerarquía social por otras escalas, las falsas y engañosas lianas de la cultura, querías ser reconocido en el mundillo literario, venderte al final de tu carrera y ganar el Planeta, que te hicieran un reportaje en televisión española paseando por el barrio gótico como un misterioso portador de la sabiduría del alma humana. Cuando no sepas qué decir, mete lo de alma/espíritu/condición humana…

—Ya me han hecho ese reportaje. Yo era el descubridor de infortunados a los que las grandes editoriales, cegadas por el capitalismo depredador en el que se mueven, son incapaces de ver. Yo recolectaba a esos autores secretos uno a uno. Iba a buscarlos allá donde estuviesen: en las teterías del Born o aislados en Iglesuela del Cid. Daba con ellos, los lavaba, los planchaba, los invitaba a una mariscada y les daba una oportunidad.

De pronto, Roberto sintió un gran cansancio. Su último parlamento le había agotado. ¿A qué seguir discutiendo? Las gaviotas se zambullían en busca de pescado. El viento recolocaba la arena para dejarla igual. A lo largo de su vida, había hecho lo que había podido, por decisión propia o a causa de su contexto socioeconómico y de problemas mentales varios. No le importaba haber sido una hormiga sobre una nuez en el mar de la historia y la sociología. Si su amigo tenía ganas de luchar, él no. Se dejó mecer por la increíble paz que sintió al darle la razón a Najib. Su sorpresa fue mayor cuando se dio cuenta de que no sólo daba su brazo a torcer porque no le apetecía discutir. A medida que adoptaba el rol de vencido con elegancia, más se convencía de que hacía lo correcto, de que, verdaderamente, su amigo tenía razón.

—Vivo con ansiedad, Najib, muy agobiado —dijo sacándose un gran peso de encima—. Todo el día pensando: ya estoy entrando en los sesenta y no he escrito nada de más de sesenta páginas.

—Sé lo que se siente. —Najib sonrió como un entrenador de gimnasia rítmica tras echar una ojeada en el vestuario de sus chicas—. Es peor estar en una sala con tres terroristas que sospechan que uno de los otros dos es un topo, pero lo de la frustración literaria también es una putada.

—Te burlas, pero tienes razón. —Roberto se derrumbó en la silla, el sol lo bañaba ahora por completo. A contraluz, entrevió la silueta de un sinuoso pino negro, un thunbergii. Aunque la vieja corteza craquelada indicaba que era un anciano, el tronco era delgado. Ascendía a tumbos sobre el suelo, probando todas las direcciones —incluso hacia el suelo—, aunque con inclinación general hacia el lado derecho. Cada retorcimiento evocaba, como pistas en una novela negra, la clase de vida que había llevado el árbol: Una inevitable guerra a muerte contra sus semejantes por un poco más de luz, seguramente en alguna hondonada difícil, rodeada por los picos nevados de la sierra. La parte aérea, sin embargo, contenía esperanza. La copa se escalonaba en verdes, hidratados pisos de nubes un tanto salvajes. Una rama se separaba de ella y crecía inclinada hacia abajo —sin duda por el peso de la nieve— hasta que las ramitas más jóvenes de la punta, empeñadas en vivir, ascendían como podían, formando una mano pedigüeña que pendía en el vacío. Había alcanzado una saludable madurez, después de todo. Disfrutaba del descanso del guerrero y recibía la luz el primero. Pero tal vez lamentaba haber sobrevivido y se avergonzaba de ello, porque las alturas de la vejez implicaban negar la vida a los retoños que germinaban a la sombra de su copa.

—Debería conformarme con largos paseos por la playa, leer si me apetece y seguir la actualidad. Najib, te confieso que he estado a punto de echarte de mi casa. Veinte años sin vernos y volver así, con esos aires de superioridad a decirme que toda mi vida ha sido una chusca equivocación vanidosa. Pero ha merecido la pena. Sí, ha merecido la pena. —Roberto empezó a limpiar sus gafas—. En cuanto pueda, renunciaré a la editorial. Y que se apañen. Contrataré a un gestor honesto que les avise a tiempo de que hay que declararse en quiebra y vivir de lo que dé la fábrica del abuelo… que no es poco.

Najib se puso en pie y se frotó las manos. Sus maliciosos ojillos espejearon, sus labios, finos y purpúreos, redujeron su boca a la mínima expresión. Pidió permiso para tomar un olmo y lo levantó con las dos manos, observando las ramas desde abajo.

—¡Está empezando a brotar! ¡Hay cientos de yemas hinchadas a punto de estallar, pequeñas gotas verdes por toda la madera!

Najib dejó el olmo en su sitio y volvió con Roberto con paso seguro. No miraba los árboles, daba la espalda al mar y al sol. Le miraba fijamente a él. Menos aquellos dos ojos que parecían flotar, todo desapareció.

—No vas a jubilarte, Roberto. Y tampoco dejarás de escribir. Continuarás en la editorial. Mañana informarás a tus hijos: Papi vuelve a casa. Te quiero en Barcelona, disponible las 24 horas. —Najib abrió su maletín sobre la mesa y extrajo una carpeta de su interior—: Youssef Ezrinhki Alcalá, 32 años, nacido en Barcelona de madre marroquí y padre español (se cambió de orden el apellido), buscador obsesivo de arab homemade. Estudió ingeniería y literatura. Se autodenomina poeta guerrero. Ya ha cometido atentados y no me refiero a publicar poemas en alguna revista digital.

Najib puso ante las narices de Roberto una fotografía.

—Es la plaza de Yamaa el Fna, en Marrakech.

Un achaparrado restaurante de tres plantas ocupaba el centro de la imagen. La planta baja era la más ancha y las superiores iban estrechándose, cada una rodeada por una terraza. Sobre el tejado, en una cúpula dorada que sostenía el rótulo del establecimiento, podía leerse: «Tajin mukhtar». La terraza y el comedor de la primera planta estaban completamente destrozados, un alero de tejas verdes se había derrumbado sobre ella en algunos puntos y las llamaradas habían dejado grandes manchas de tizne en las paredes blancas. Unas sillas quemadas se amontonaban a un lado de la terraza, como empujadas por el brazo de un huracán, y en las vigas caídas y los cristales rotos, en la sangre que lo salpicaba todo y en los restos humanos que se adivinaban entre los cascotes se leía la explosión que había tenido lugar momentos antes. Roberto pensó en el segundo de incomprensión que se produce entre remover con una cucharilla la taza de té y ser consciente de que ha explotado una bomba en el restaurante para turistas que te ha recomendado internet. La parte inferior de la imagen estaba ocupada por las nucas de los lugareños que observaban la escena.

—Fue un acto suicida cometido por un niño, pero Youssef construyó la bomba. —Najib, liberado de imposturas, avanzaba vigoroso en su discurso—. Sospecho que ha vuelto de Irak y que estaría al servicio de una célula catalana. No escribe mal. Poesía y relato corto. Estudió un máster en Literatura Comparada en la Pompeu Fabra, allí conoció a —Najib deslizó la penúltima foto—… Paranoicaconreflex. Era del álbum «Formentera2016». Allí, contra una pared encalada, la última esperanza de su editorial, la gran equilibradora de la balanza de gastos, la paranoica con rizos rubios y ojos azules con la cámara colgando sobre sus pechos firmes, cogía del talle a Youssef.

—Habla con mis hijos —dijo Roberto, mientras lastimeras imágenes de sí mismo caminando por el paseo marítimo, alternando cerveza y aceitunas frente al mar, se le escapaban de las manos—. No, espera, no hables con ellos.

—Tenemos que localizarlo y sólo la paranoica puede llevarnos hasta él. No es un hijo de papá al que el abuso del alcohol le ha hecho creer que tiene algo que decir, la mente de ese chico ha sufrido experiencias verdaderamente límite y, si es capaz de expresarlo como un escritor de fuste… Proponle un contrato, tráemelo a Barcelona.

Estaba demasiado hostigado como para pararse a pensar si Najib había caído en su propia trampa argumentativa, cada vez que intentaba seguir algún razonamiento se salía del camino a la primera curva, sin poder recordar lo que había pensado un segundo antes.

¿Volver a Barcelona? ¿Contratar otro camión de mudanzas para trasladar los bonsáis y vigilar durante todo el trayecto a los operarios para asegurarse de que no maltrataban las yemas de flor que empezaban a hincharse en el ciruelero importado? Luego recordaba que estaban hablando de detener a un terrorista y experimentaba una cristalina culpabilidad y odio hacia sí mismo. Comer un martes en cualquier parte y pasar el resto del día planeando sumergirse en alguna novela de aventuras, imaginar la sensación de estar absolutamente absorbido por una novela que transcurra en las Fidji mientras mira el atardecer. Que llegue la noche y, convencido de que no habrá novela que le brinde la evasión soñada, leer cualquier otra cosa, tal vez los periódicos en el teléfono móvil. En cuanto a combatir terroristas, preferiría hacerse el harakiri; ambas opciones quedaban muy por encima de sus posibilidades. Sin embargo, él y no otra persona había sido el elegido.

—Olvida lo que acabo de decir —dijo Najib—. Pero hay momentos para tirarse el rollo literario entre adolescentes y momentos para la heroicidad que te toca los cojones. La heroicidad siempre te toca los cojones, no lo sabes hasta que te ves obligado a asumirla. —Najib sonreía indolente; a Roberto ya no le quedaban dudas de que era una suerte de psicópata—. Cuando acabemos con él —añadió el espía, ahora con la dulzura de su tía de Penáguila— volverás a tu vida de jubilado.

Locombia

Locombia

—Decile a ese hijueputa que ya me cansé de güevonadas —le había dicho don Pancho mientras daba cuenta de un sanguinolento filete de res— y se me viene usted con la plata o le deja muñeco, no más.

Era la primera vez que a Yerry Restrepo, al que todos llamaban «Crespo loco», le hacían un encargo de esa índole. El patrón, desde siempre, le había tenido en gran estima, no en vano era el único hijo legítimo del finado Yuri Restrepo, apodado «el Paisano», quien hasta que le descerrajaran un tiro en plena testuz, había trabajado codo con codo con don Pancho desde sus inicios en las malencaradas callejuelas de Anserma, fajándose fama de sanguinario y ganándose su absoluta confianza. Hasta entonces, a Yerry le habían hecho pequeños encargos, lo justo para que el fierro de su padre no se herrumbrara y continuara bien engrasado. Un par de gamines de los corregimientos cercanos que habían salido demasiado revoltosos y cuyo final no le importó a nadie. Y más de un viaje a Buenaventura con el fin de supervisar el embarque de la mercancía y, de paso, extorsionar a un cobrador del gota a gota al que le había tomado la medida de gallina y de sapo de la policía, un gordinflón que rompía a sudar en cuanto lo veía y soltaba el dinero dócilmente mientras sus carnes temblequeaban con tal virulencia que parecían a punto de desmoronarse como una montaña de arena.

—Me coge el carro —le había ordenado el patrón— y se me planta en Cali bien rapidito. No se me entretenga por el camino, cabrón, y se toma el primer vuelo que haya para la condenada Barcelona; allí ya le están esperando.

El mero hecho de subirse a un avión y cruzar el charco hasta España le erizaba la piel, le estremecía de gusto, pues jamás había salido del país y viajado tan lejos. Poco le importaban los detalles del asunto, de los que apenas había entendido nada, porque a él esas cosas de la poesía y de los libros siempre le habían causado aversión; es más, desentrañaba las letras con dificultad y el único escritor del que había oído hablar era el tal Gabo, ese costeño que ganó un premio importante y que era un hijueputa comunista, amigo de Fidel.

—Y dice el malparido que no me preocupe, que una no sé qué poeta le va a hacer ganar mucha plata —le había oído decir al patrón días atrás—; pero ¿qué se cree el gonorrea ese? ¿Que me chupo el dedo? ¿Que soy un montañero ignorante y que no sé que me está tomando el pelo? Una poeta… qué risa; el muy idiota podría haberse inventado una mentira más creíble.

Los negocios de don Pancho con Efraín Lewitz habían comenzado en la feria del libro de Bogotá, donde un amigo común, el trovador Hedilberto Agudelo, «Guadualito» en el ambiente repentista, los había presentado merced a su común afición por la literatura. Don Pancho, pese a su fama de hombre tosco y aldeano, acudía cada año a la feria para proveerse de novelas, preferentemente las últimas novedades de autores patrios, ya que leer se había convertido en su pasatiempo habitual desde la funesta operación de una hernia inguinal que le había finiquitado de raíz su hombría. Aquel maldito matasanos le había convertido la verga en un colgajo débil e insensible que ni siquiera el mejor par de hermosas y culonas hembras lograba levantar. A Efraín, en cambio, le había llevado a Colombia su olfato para detectar talentos en ciernes, y se paseaba por las casetas atento a los chismes de los editores y a las colas de firmas. Había estudiado con detalle el proceso por el cual los cantantes colombianos estaban conquistando España: primero los tímidos escarceos de un Carlos Vives que se trajo el folclor de la cumbia, el vallenato o el porro con una alegría y un movimiento de caderas renovado, pasando por el exagerado éxito mediático de Shakira hasta llegar a la auténtica invasión: el reguetón suave de Maluma, J. Balvin y otros, que de ser un apéndice de la eclosión portorriqueña había tomado fuerza para transformarse en ÉXITO con todas las letras en mayúscula: É-X-I-T-O. Efraín tenía el convencimiento de que algo similar podía suceder en la poesía. El caldo de cultivo ya estaba en plena ebullición: la nueva sentimentalidad se había hecho con las mentes sensibleras de una generación de adolescentes cuya única obsesión era experimentar con sentimientos de amor y desamor como quien juega con probetas y otros artefactos de química, llorando a moco tendido con lo obvio que desgranaban sobre el papel gentes que habían pulverizado todos los récords de ventas en poesía: ahí estaban Tesfreds, Marypan, Diego Ojeras, ValeriaSinTi, Luis Relamido, Irene Triple X, Ultranerso o la novedad más rotunda del panorama: Paranoicaconreflex.

En Paranoica tenía puestas grandes esperanzas, y había hecho lo indecible por convencer a las gemelas, al rarito de Ariel y, sobre todo, a su cuñado Roberto, el dueño de A Contrapelo, esa editorial que tenía que ponerse las pilas de una vez por todas dejándose de tanta sutileza esteticista y lanzándose de cabeza a por el mercado.

—Hay un gran negocio en el libro, don Pancho —le contó Efraín cuando se tomaban sus aguardientes en una tasquita de Ciudad Bolívar, acompañados de Guadualito y de cuatro hembrotas prepago de muy buen ver—; el dinero al fin está regresando al redil de la literatura.

—Pues estos repentistas —dijo don Pancho señalando a Guadualito, que estaba la mar de entretenido con dos de las acompañantes— son unos muertos de hambre. Ahí lo ve, palpando y bebiendo con ansia lo que normalmente no puede palpar ni beber. Se pasan la vida viajando de pueblo en pueblo con sus poesías y sus canciones, pero no salen de pobres.

—Yo le aseguro que en Europa el fenómeno avanza más rápido que aquí —replicó Efraín—, allí las poesías circulan por internet y llegan a muchísima gente.

—¿Por internet? —dijo don Pancho—. ¡No diga pendejadas!

Efraín creía haber encontrado en la agudeza verbal y el ingenio de los trovadores colombianos una cantera de futuros poetas de la nueva sentimentalidad, y por esa razón viajaba muy a menudo a Colombia, para seguir de cerca el tour de festivales repentistas y estar al día de los nuevos talentos que despuntaban. Con tanto viaje, la cuenta de gastos de la editorial crecía sin pausa mientras las ventas estaban menguando a un ritmo todavía mayor, pero Efraín tenía el don del verbo, era un parlanchín vibrante y entusiasta que lograba engatusar con sus ideas a cualquiera que se le pusiera por delante, y buena fe de ello podían dar Roma y Ariel, quienes estaban entusiasmados con el posible fichaje de Paranoicaconreflex, su nuevo y gran objetivo, aunque todavía le quedaba bregar con una más que remisa Azriela. Con todo, sólo Roberto manifestó, en principio, una cerrada oposición a los descabellados planes de su cuñado, pero tanto va el cántaro a la fuente, que al final también había cedido.

—Créame, don Pancho —dijo Efraín, tras la interminable perorata que le había ofrendado acerca de las bondades de la editorial familiar—, con una inversión mínima puede usted obtener pingües beneficios.

—¿Usted cree? Porque yo de estas cosas de la poesía moderna no sé un carajo.

En cuanto Guadualito le había dicho en un aparte quién era realmente aquel señor paticorto tocado de sombrero aguadeño que lucía un brillante y aterciopelado bigote, Efraín puso a trabajar a toda potencia su máquina persuasiva con el fin de no dejar pasar por alto una oportunidad de financiación como la que, por azar, se le brindaba. Y si de una cosa podía ufanarse el buscavidas de Efraín era de su elocuente piquito de oro. En menos de cinco minutos le pintó a don Pancho un universo multicolor de versos que volaban como palomas entre unicornios y flores exuberantes, y palacios de malaquita y fuentes de la eterna juventud y dinero, dinero y dinero.

—¿De cuánto estamos hablando? —preguntó don Pancho.

Tal vez Guadualito no había sido demasiado explícito cuando le habló de don Pancho, porque Efraín se encontró, primero, con una sorprendente aprobación a la primera cifra que le dijo, una cifra bastante alta porque pensó que iba a haber una negociación al respecto y se conformaba con muchísimo menos, y, segundo, con una no menos sorprendente petición que apelaba a que demostrase que era un hombre de fiar.

—No se preocupe, amigo Efraín —dijo don Pancho, palmeándole la espalda—, esto es coser y cantar para nosotros. Tendrá usted sus 250 000 euros. Pero comprenda que debo asegurarme de su honestidad y, por qué no decirlo, de sus huevos. Si no tiene huevos, no hace negocios conmigo.

Tres horas antes de tomar el avión de regreso a España, Efraín se tragó doce bolas rellenas de cocaína del tamaño de una castaña. A cambio, recibiría en Barcelona la cantidad acordada. Había aceptado la proposición de don Pancho más por temor a contrariarle que por la importante inyección económica que representaba, y le sorprendió que todo hubiese sido tan fácil: pasar por la aduana sin ningún problema y expulsar la mercancía a los veinte minutos de llegar a casa.

Ese dinero afianzó, en cierta medida, su inestable imagen en la editorial, al hacer posible realizar una oferta convincente para comprar los derechos de publicación del primer libro de poemas de la estrella mediática Paranoicaconreflex, superando a otras editoriales de prestigio y de gran poderío que llevaban detrás de ella mucho tiempo. Roberto decidió, entonces, apartarse de la dirección, instalarse en su chalet de Castelldefels y dejar la empresa en manos de sus hijos, que, con la excepción de Azriela, besaban por donde pasaba un envanecido Efraín y creían, con ciertas reservas, que aquello era el inicio de una nueva y lucrativa era.

Sin embargo, el plazo de devolución del capital y los intereses había concluido y don Pancho estaba nervioso, muy nervioso. Efraín le daba largas prometiéndole el oro y el moro, y al patrón todo aquello de la nueva poesía empezó a sonarle a cuento chino, por lo que, tras masticar el primer bocado de un enorme filete de res asada, decidió que el muchacho, el hijo del parcero Yuri, se fuese para España a reclamar la plata sin atender a más excusas.

Yerry se acomodó en primera clase y lo primero que hizo fue pellizcarle el culo a una de las azafatas. Era una morena jacona y sudorosa a la que le echó el ojo desde que subió al avión, y ella le siguió la corriente sirviéndole más whisky, más frutos secos, doble ración de postre y una soberbia mamada en los baños de la tripulación.

En El Prat le recogió un viejo conocido, un Paisa muy rumbero que lo llevó de fiesta esa misma noche por los bares de la ciudad. Yerry no tardó nada en darse cuenta de lo atractivo que resultaba a las lugareñas con esa pinta de latin lover que se había traído de las montañas del Cauca, y aunque en su oído vibraba la vocecilla del patrón advirtiéndole de que no hiciera pendejadas, tardó casi cinco días en estar disponible para el trabajo. Con una resaca salvaje que le taladraba el cerebro y le cegaba los ojos, se puso manos a la obra para localizar al tal Efraín y reclamarle lo que era de don Pancho.

Las instrucciones del patrón habían sido muy claras: primero por las buenas y segundo por las malas. Así que se presentó en A Contrapelo haciéndose pasar por un amigo editor de Efraín que venía de Colombia para cerrar varios contratos con autores españoles.

—Don Efraín no se encuentra, señor Restrepo —le dijo Angus—. Está de viaje por el Sudeste Asiático y no tiene el móvil operativo.

—¡Qué pena! —exclamó Yerry—, quería saludarlo. ¿Sabe cuándo regresa?

—No, lo siento. Pero si viene mañana estará aquí alguno de los Lewitz y le podrán dar más información.

Al día siguiente entró en la editorial con un ramo de rosas que puso sobre la mesa de Angus.

—Esto es para usted, señorita —dijo—. Por su amabilidad, su belleza y su bendita elegancia.

Angus, que en los muchos años de trabajo en la editorial jamás había recibido un presente de esa naturaleza, aspiró profundamente el aroma de las flores recién cortadas e hizo pasar a Crespo loco a la sala de espera vip.

—Aquí sólo tienen acceso los escritores de la casa y la gente de confianza. Acomódese, enseguida le traigo un café y en unos minutos le recibirá la señorita Roma.

La reunión con Roma fue también de lo más cordial. Tras unos titubeos iniciales a la hora de hablar de su ficticia editorial y de los autores que publicaba, Yerry se percató de que en el tema literario tiene cabida cualquier embuste, por muy grande que sea, con lo que no tuvo reparos en inventarse sobre la marcha una identidad y una historia plagadas de multitud de pequeños detalles.

—Yo también escribo, Roma —le dijo cuando entró en confianza—, pero de momento no me decido a publicar.

—A mí me pasa lo mismo —arguyó ella—, escribo para mí, sin pretensiones.

—¿Qué escribe?

—Cuentos infantiles, relatos cortos…

—¿Y no se aventura a publicarlos?

—No, Yerry, tengo dudas de que sean buenos.

—¿Y cómo no van a ser buenos? Lo veo en sus ojos, mami, usted tiene una sensibilidad bien berraca.

—¿Tú crees?

—Hágale, Roma, decídase; no me hace falta leer lo que escribe para saber que es extraordinario. No lo deje correr —exclamó Yerry.

Roma quedó prendada al instante de la voz susurrante de Crespo loco y del brillo cobrizo de su piel andina. Esa misma noche quedaron para cenar y acabaron en la cama. Cuando Crespo loco la acometía por detrás, Roma le dijo que se lo hiciera despacito, con suavidad.

—No te va a doler.

—No es eso, Yerry, es que no quiero correrme como una perra.

—¿Y eso por qué, mamasota?

—Porque no quiero que se entere mi hermana.

—¿Tu hermana? ¿Y por qué se va a enterar tu hermana?

—Mi hermana y yo somos gemelas, ¿no lo sabías? Y las gemelas nos transmitimos las sensaciones fuertes la una a la otra.

—Vea, lo que aprende uno viajando… Y yo que quería regalarle un poquito de esto —dijo Yerry sacando del bolsillo una bolsita de polvo blanco.

—Con eso no hay problema, querido. Mi hermana le pega a la farlopa mucho más que yo, puedo asegurarlo.

Efraín seguía sin dar señales de vida, pero Yerry aprovechó el tiempo; le bastaron un par de citas más con Roma (y una ultrasecreta con la aparentemente hosca Angus, que resultó ser una más que agradable sorpresa) para enterarse de todas las interioridades de la familia Lewitz: el padre que había medio abandonado el barco, la hermana Azriela y su afán de controlarlo todo, el tímido y quebradizo Ariel, que seguro que depararía alguna sorpresa, el fracaso del libro de Nacho Bigas, en el que habían puesto todos grandes esperanzas, el extraño deambular del trotamundos de Efraín y un nombre que a decir de todos significaba plata, mucha plata: Paranoicaconreflex.

Grindeo estelar

Grindeo estelar

—Deja que yo te lo abroche —dijo Gonzo, de rodillas sobre el colchón.

—Gracias.

Paranoicaconreflex se levantó de la cama de un pequeño salto y fue directa al espejo del baño. La curvatura dorada de sus rizos le pareció excesiva, le recordaban a una pista de skate mal diseñada (habían pasado toda la tarde escuchando la discografía de Blink-182, el grupo favorito de Gonzo); pero de todos modos se lo atusó un poco con la mano y se dirigió a la salida.

Había quedado a las once de la noche en un bar del Born al que nunca había ido, pero del que había oído hablar mucho. Por experiencia propia, sabía que eso no significaba nada bueno. Lo primero que le había perturbado de aquella invitación, que para ella suponía su debut en la élite poetuitera, era que se saltara con pasmosa impunidad la cena. Le parecía como si alimentarse, en el imaginario colectivo de ese círculo, formase parte de un rito ancestral al que plegarse a regañadientes, pero que en ningún caso debía ser exhibido en sociedad, y, si esto no era posible, hacerlo con la menor opulencia. De todos modos, a ella tampoco le gustaba cenar.

Cuando llegó la recibieron como a una estrella. La mayoría eran mujeres, y la impresión inmediata fue de agrado, si bien no pasaron ni cinco minutos antes de que llegara la siguiente y fuese recibida con semejante pompa. A ésta la conocía bien. Su rostro, de una morfología que la equiparaba a todos los niveles a una batata, había aparecido en las últimas semanas en los más relevantes medios del país por el anuncio de su condena (aún sin sentencia firme) a dieciséis meses de cárcel por injurias a la corona y enaltecimiento del terrorismo, después de que hubieran sometido a exhaustivo análisis diversos tuits que había ido sembrando en la red durante el lapso de tres años, en su adolescencia. Aunque dicha adolescencia, por cierto, ya parecía superada, el acné había dejado su impronta en forma de una decena de cráteres en el flanco izquierdo del rostro. Paranoicaconreflex sentía rabia, conocía el peso de la injusticia, pero tampoco podía evitar un espasmódico rechinar de dientes cuando pensaba en cómo había encontrado solaz y reconocimiento una postadolescente sin talento alguno, beneficiaria de una condescendencia que en lo más estricto era coyuntural y, ya en el ámbito de lo interpretable, respondía a una tendencia cada vez más enfermiza de protección hacia el débil.

¿Y quién sino ella era el eslabón más débil, ella, que había sufrido desde pequeña la animadversión de quienes despreciaban lo bello y lo puro, de aquellos que encontraban repugnante la coherencia, la modestia y la pulcritud; y, especialmente, de vuelaplumas que se creían en el derecho de sentar cátedra acerca de lo que era bueno y lo que no? Y a propósito de estos últimos, ¿qué sabrían ellos? ¿Acaso podía glosarse el conocimiento? ¿Delimitarse? Y en ese caso, ¿quién habría con la potestad de juzgar que el de ella no era más elevado que el del resto? ¿Eh? ¡Camarero, me pones un gintonic con fresitas, yo me voy sentando!

Paranoicaconreflex se sorprendió pensando esta clase de cosas. Había arribado a la popularidad de manera fulgurante, y le constaba que no eran pocas las que la miraban hoy con recelo. (En cierto modo eso la excitaba, de una manera nada metafórica, por cierto). En una plataforma que tradicionalmente había elevado a sus primeros espada a la categoría de astros en cuestión de semanas o incluso días, era evidente que empezaba a arraigar un sentimiento de clase, un celo sobre la posición, y que determinadas estrellas habían empezado a intentar a toda costa que quienes, en sus casas, asomasen la cabeza por la ventana y arqueasen sus ojos hacia el cielo, admirasen siempre el brillo de una misma constelación. Sin embargo, ella había irrumpido con tal fuerza que a nadie le había quedado más opción que apartarse y hacerle hueco.

Entre todas sumarían una veintena. Se sentaron a una enorme mesa rectangular de madera rodeada de sofás esponjosos y aguardaron sus bebidas. En pleno centro del sofá principal, ya de algún modo presidiendo aquella reunión, sentía que todas las miradas se dirigían hacia ella. Esperaban a que dijese algo.

No fue ella quien desbloqueó la conversación, sino un joven larguirucho que se había colocado en el reposabrazos de uno de los sillones. Llevaba el pelo cortito y gafas redondeadas, de montura metálica. Exhibía su amaneramiento para deleite de sus amigas, que se deshacían en sonrisas ante sus palabras, y le trataban como a un juguete. A Paranoicaconreflex esa ausencia de masculinidad le pirraba. Sentía que al fin podía emanciparse y ser ella misma, libre del yugo opresivo que flotaba en el ambiente en casa de Gonzo, pero no sólo allí, sino en la de todos los hombres con los que había estado en su vida, lo que por supuesto incluía a su padre, por no mencionar al Zio.

En cierto punto, una poetuitera bajita y rechoncha y con escasos seguidores, que en un principio Paranoicaconreflex creía que había acudido sólo a efectos de representación, antes de enterarse de que organizaba las giras de muchas de ellas, se inclinó sobre la mesa y preguntó en voz baja:

—¿A quién le apetece una golosina?

En ese momento, todas se sonrieron ruborizadas y se miraron las unas a las otras, encogiendo las piernas y retorciéndose de gusto. Tras un breve jueguecito, en que cada una debía poner la golosina en la lengua de la de su izquierda y recitar un verso (después de lo cual Paranoicaconreflex, como debutante, quedaría encargada de tuitear el poema resultante junto a una foto coral que se habían hecho al inicio de la noche, para cólera de quienes quedaban excluidas de aquellas reuniones), decidieron desplazarse a la Razzmatazz.

Lo anunció ValeriaSinTi, que contaba con tres poemarios publicados, una agenda de recitales que incluía hasta las provincias más ignotas de las dos Castillas y casi medio millón de seguidores. Cuando salieron y encontraron una limusina Hummer en la puerta, fue también ValeriaSinTi la que, como una deidad, se infló de orgullo sobre sus tacones para comunicarles que Gonzo Ribalta, el editor jefe de Frida, había tenido a bien ofrecerles un asiento y tantas botellas de champagne como vieran oportuno descorchar en su camino a la discoteca.

—Podéis daros un pequeño desvío. No hace falta que lleguéis enseguida. Ya sabes, como una montaña rusa. Aunque no lo parezca, lo importante es la subida… —le había dicho Gonzo a ValeriaSinTi, haciendo un gesto de aeroplano con la mano, mientras con la otra se apuraba el café. Entonces recogió el contrato firmado del que sería el cuarto poemario de su autora estrella y abonó la cuenta.

El interior de la limusina era espacioso, aunque ya iban un poco apretadas. Tapizado con imitación ocre de piel y un techo que simulaba el onírico cielo estrellado (con lo que todas se miraban en él, buscándose melancólicas), se puso en marcha en cuanto Paranoicaconreflex, que se había rezagado tras el anuncio, puso los dos pies en el interior y cerró la puerta de un golpe seco.

Estaba furiosa. Quería arrancarse con los dientes ese elegante vestido gris que Gonzo le había ayudado a abrocharse justo antes de salir por la puerta. ¿Cómo coño no le había advertido? Lo había hecho a traición. Hacía días que ella remoloneaba sobre su propuesta de firmarla para la editorial y reunir de una vez por todas los escritos que más furor habían despertado en las redes. Incluso le había sugerido una revolucionaria técnica, algo que, en sus palabras, jamás se había hecho en el mundo de la literatura: ordenar los poemas de menor a mayor popularidad, cambiando el número de página de cada poema por el número de favs que hubiera cosechado hasta la fecha. A Paranoicaconreflex le había hecho gracia, hasta que se dio cuenta de que iba en serio.

Este gran acto mesiánico de la limusina era un claro mensaje. ¿No firmas por mi editorial, saliendo conmigo, y me vetas en tu fiestecita de idols por miedo a que alguna piense que lo único que querías era pegar el braguetazo literario definitivo? Bueno, pues lo haremos a mi manera.

El conductor pegó un frenazo brusco. Una anciana, en mitad de la madrugada, había aparecido por detrás de unos arbustos de la mediana y se había lanzado a la carretera para llegar al otro lado de la avenida por el camino más corto posible.

Joder noi, aquestes merdes només passen a Barcelona! —se había oído gritar al chófer desde la cabina.

Con la inercia del frenazo, Paranoicaconreflex había ido a parar a los brazos de Irene Triple X, a quien había detestado durante toda la noche; y es que no había parado de hablar de lo bueno que era su novio, de las autoras que más habían influenciado su estilo, del auge de Instagram y de cómo debían resistir y aplacar la tentación de mudarse a aquella red social de esnobs y perritas falderas de las marcas de moda… ¡Manteneos auténticas chicas! ¡Que le jodan al trap!, había dicho, poniéndose en pie teatralmente y levantando el puño. A Paranoicaconreflex le había hecho gracia, hasta que se dio cuenta de que iba en serio.

El vaivén la había dejado boca arriba, pasmada ante constelaciones desconocidas desde el regazo de Irene Triple X, que la miraba fijamente. De pronto Paranoicaconreflex percibió un cosquilleo en el dedo índice de la mano derecha, y después en el anular, y un instante después su delicada mano estaba ya agarrando a Irene Triple X por la nuca, y su lengua trepaba hasta el paladar como una enredadera en busca de sol. Por su parte Irene Triple X, arrebatada, sufrió una pequeña sacudida y acto seguido introdujo sus finos dedos por debajo del vestido de la invitada estrella.

ValeriaSinTi, que había pasado toda la noche celosa de cómo Paranoicaconreflex había acaparado buena parte de la cuota de atención que habitualmente le era reservada, se encendió como una pira y, tras ver cómo a mano derecha encontraba reticencias, se lanzó a por la chica regordeta, la de su izquierda, y la tumbó contra la cabina del conductor.

El séquito de seguidoras de ValeriaSinTi, al calor de las pavesas, serpentearon alrededor de aquellos cuerpos semidesnudos. Hacia el vagón de cola, uno de los dos chicos se había puesto a hacer el pino mientras el otro se mantenía sentado con la cabeza entre sus piernas. ¡Ca-si-se-ten-ta!, gritaban enloquecidas sus amigas. Las copas de champagne volaban por el interior de la limusina, y el líquido burbujeante se aferraba a su recipiente para después salir en estampida, como fuegos artificiales. Cuando el conductor anunció la llegada y abrió las puertas del Hummer, contempló pasmado la escena litúrgica. Cerró la puerta y se encendió un cigarrillo.

—Sens dubte, aquestes merdes només passen a Barcelona.

Desde fuera, los asistentes que se aproximaban a la discoteca habían contemplado el avance de la limusina como si fuera un monolito negro implacable apabullando la noche, abstraídos de lo que en su interior concebía. Salieron escopetadas de aquella olla a presión. Ya en Razzmatazz, se vieron exentas de aguardar la cola, y por supuesto entraron gratis. En los baños, una aglomeración imposible de cabellos enmarañados se extendía cual nido de serpientes. El parterre dorado de Paranoicaconreflex resultó imposible de atusar. De todos modos, ya a nadie le importaba. Bailaron y rieron al ritmo de un saxo; cuando ya no había pulmones lo suficientemente grandes para satisfacerlas, se rindieron a la electrónica.

De un momento a otro, pasadas las horas, los pies dejaron de latir frenéticos y aminoraron la marcha. Pisaban terreno blando. Se veían las unas a las otras con tantas aristas… Paranoicaconreflex, horrorizada, se dirigió al exterior, a la zona sin techar que había entre salas. Arreciaba la lluvia y un viento gélido, pero no sentía frío. Con manos temblorosas, abrió la propuesta de Ariel y escribió «OK, nos vemos mañana a las 17h. En el portal número 9, frente al Café Beurette».

Fue a los baños y sostuvo su cabeza entre las manos. Se repugnaba de tal manera, y encima no era capaz de expulsar las aguas menores, que no pudo más que sorprenderse de cómo, por una vez, no se culpaba en absoluto. Había hecho lo correcto. Ante aquellos discursos vacíos, frente al interés y la vacuidad, había actuado en consecuencia, de manera proporcional. Odiaba a las poetuiteras y percibía en ellas algo nauseabundo. Pero había despertado a tiempo. Iba a trascender. Paranoicaconreflex iba a subir como la espuma, remontar las aguas de la catarata literaria, ascender hasta el jodido primer puesto de los charts nacionales, y lo iba a hacer en A Contrapelo, una editorial respetada.

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