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OBRA

Jerónimo García, traductor, recibe la invitación de Irene Moure para pasar una temporada en su finca de Granada. Allí se encontrará con Misia, la exuberante hija de su anfitriona, fruto de un matrimonio fallido con un pintor de renombre.

Liberado de su pobre rutina en Madrid, García trata de entregarse al regalo de los sentidos, a una vida llena de erotismo, y reflexiona sobre jardines y traducciones, dos placeres casi igual de antiguos, que exigen la invisibilidad de quien los asiste, y en los que se intenta reproducir un esplendor original.

Reedición de una de las novelas más celebradas de Mariano Antolín Rato (Gijón, 1943), traductor y escritor laureado, icono underground y figura fundamental para la introducción en España, en los años setenta, junto a Antonio Escohotado, del movimiento psiquedélico y la literatura de la generación beat.

Consulta su ficha completa en nuestro catálogo.

Jerónimo García, traductor, recibe la invitación de Irene Moure para pasar una temporada en su finca de Granada. Allí se encontrará con Misia, la exuberante hija de su anfitriona, fruto de un matrimonio fallido con un pintor de renombre.

Liberado de su pobre rutina en Madrid, García trata de entregarse al regalo de los sentidos, a una vida llena de erotismo, y reflexiona sobre jardines y traducciones, dos placeres casi igual de antiguos, que exigen la invisibilidad de quien los asiste, y en los que se intenta reproducir un esplendor original.

Reedición de una de las novelas más celebradas de Mariano Antolín Rato (Gijón, 1943), traductor y escritor laureado, icono underground y figura fundamental para la introducción en España, en los años setenta, junto a Antonio Escohotado, del movimiento psiquedélico y la literatura de la generación beat.

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Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Días, semanas, meses después

OBRA

Uno

Uno

Consciente de que cada vez dedicaba mayor cantidad de energías a sobrevivir, García no ignoraba que cuando a uno le pasa eso, y encima el cuerpo casi siempre está cansado, es que envejece. Y con la vejez, se echa encima la cuestión que él hacía esfuerzos por olvidar. Sin demasiado éxito, la verdad. Como tenía la edad en su contra, raramente conseguía dejar de lado esa cuestión que la mayoría de la gente intenta eludir porque, pura y simplemente, se trata de la muerte.

Aquella noche de invisibles estrellas fugaces la humedad resultaba pegajosa y los mosquitos picaban más. Dentro del carmen Tres Hermanas, allí en la costa mediterránea andaluza, los olores momentáneamente se imponían a los estímulos visuales, a los sonidos. García, que consideraba el olfato el órgano más nostálgico de todos, sentado en una terraza, junto a la fachada menos noble de la construcción principal, el mar delante, al fin empezó a disfrutar de cierta calma. Sí, probablemente la cuestión iba perdiendo virulencia porque desde hacía rato se notaba más permeable a los alicientes del exterior.

Cenaba con una perfumada Irene Moure en un espacio teóricamente hecho a medida de quien lo habita, y de pronto sintió pequeño el lugar que ocupaba. Encogido, tenso, García ya no pudo olvidarse de sí mismo y entregarse a las cosas. Otra vez estaba a punto de angustiarse porque su futuro se acortaba a toda velocidad. También estaba a un paso de lamentar que ni él ni Irene tuvieran tiempo para interesarse por cosas ajenas a las suyas.

El primer bocado le había sabido bien, pero después de las últimas palabras de ella olvidó lo que pasaba entre el momento de meterse la comida en la boca y el segundo siguiente en que la tragaba.

—A veces —acababa de oírle decir a Irene Moure—, bastantes veces, tengo la sensación de que hay algo más de lo que nosotros seguimos considerando, equivocadamente creo, nuestra vida.

Apenas había parpadeado. Inmóvil al otro lado de la mesa, parecía que Irene hubiera descubierto una verdad sobre sí misma y casualmente la expresaba en voz alta.

—Las cosas son mucho más duras ahí fuera, desde luego —dijo él, señalando los bloques de apartamentos y el hotel que acechaban por encima de la cerca del carmen. Luego volvió a masticar a la velocidad de cien veces por minuto, mientras se quitaba las gafas. Tenían empañados los cristales. Los limpió con un kleenex. Cuando terminó no sabía dónde dejar el pañuelo de papel.

Con las gafas puestas otra vez, García advirtió que Irene ignoraba la comida de su plato y seguía con la vista el humo del pitillo recién encendido. La brisa, repentino aliento de frescura en la calurosa noche, lo disipó antes de que alcanzara el armazón de hierro forjado en torno al que se retorcían los troncos de una glicina. A la luz del farol colgado sobre el cenador o terraza de abajo, la enredadera y sus vainas, lejana ya la espectacular floración azulada de primavera, se veían muy verdes.

—Pero la mayoría del tiempo, con todo, prefiero esa sensación. Es como si hubiera llegado a un sitio en el que ya no me importa lo que pase después —dijo Irene Moure, propietaria y señora del carmen Tres Hermanas, que aquella noche se mostraba desconcertantemente filosófica—. Aquí ya casi nunca echo ojeadas a lo siguiente. Y las cosas que pasaron antes, la verdad, tampoco me importan. Las imágenes vienen y no se dejan atrapar. Pasan y se llevan con ellas el pasado que podrían evocar. —Clavaba en García unos ojos azules que a él le parecieron de niña que anuncia alimentos infantiles; o de una romántica que, por mucho que se empeñe y diga, siempre espera algo más. Sobre todo cuando añadió—: Lo malo es que hay una serpiente en todos los edenes. Y a este mío se cuelan sin parar esas víboras que reptan y hacen ruido ahí fuera.

La máscara distante de mujer perdida en un mundo inaccesible, que inmediatamente le nubló la cara, hizo que él bajara la vista hacia el plato que tenía delante. García había leído que las papilas gustativas se renuevan con menor frecuencia después de los 45 años; que el paladar parecía fatigarse con la edad. Ahora, aunque dejados atrás los 50, todavía disfrutaba con la mezcla de sabores del último bocado. Se dice que el de la trufa es como el sabor almizclado de una cama deshecha después de una tarde de amor en los trópicos.

Los lazos que le unían a Irene —siguió pensando un inquieto García, tomando un trago de vino— eran demasiado tenues. Las conexiones existentes entre ellos dos, complicadas. Analizar la relación que mantenían probablemente terminaría con la pregunta de si el amor le importaba ya a alguien. Y la respuesta tal vez pudiera no gustarle.

Las palmeras pertenecen a una familia de plantas que son sinónimo de trópico. Traen a la mente imágenes de islas, océanos, mares del sur. Y aquellas palmeras iluminadas por focos y visibles desde la terraza de abajo del carmen, a su derecha, hacían que García se sintiera una vez más en un ambiente impregnado por un amor de sábanas sudadas. Sudadas por Irene y él. Siempre por poco tiempo. Ella buscaba aventuras físicamente gratificantes en las que los sentimientos se mantuvieran aparte. Y lo dejaba pronto.

Rubia, muy bien peinada aquella noche, el pelo un tanto descolorido por el sol, que también le había quemado la piel, Irene Moure volvía a hablar con un seseo que originaba confusiones fonéticas. En aquel momento García no era capaz de decidir si ella había dicho «casa» o «caza» cuando volvía a referirse al exterior del jardín abarrotado de ocupantes propios de la estación. Dijo que, pasada la cerca del carmen, acechaba un lobo dispuesto a devorarla. Y un lobo, ya no víboras, eran ahora en las palabras de Irene los hombres y mujeres; los jóvenes, muchísimos chicos y chicas de todas las edades; y los niños ineducados que en agosto invadían los edificios de alrededor de Tres Hermanas. Aumentaban cada año en progresión geométrica y amenazaban con ahogar por tres de sus lados el carmen (según había explicado Irene, ante la expresión de extrañeza de García, una de las primeras veces que ella utilizó la palabra, «carmen» es un término supuestamente derivado de la voz árabe karm, que en amplia acepción significa «viñedo», y en Granada «quinta con huerto y jardín»).

García la miró ahora, apartó la vista, volvió a mirar. Estaba impresionado porque, súbitamente envarada, digna, Irene Moure demostraba que en la menopausia, al descender los estrógenos, en la mujer se manifiestan hormonas masculinas que potencian las dotes de autoridad. Sí, él lamentaba que se le ocurrieran aquellas cosas, pero no pudo evitarlas ante la presencia intimidante de Irene. Además, un poco duro de oído, tuvo que hacer esfuerzos por escuchar a la que, a pesar de una mirada tímida y algo desconcertada en el fondo, acababa de expresarse en un tono que no admitía el desacuerdo.

—Las personas podemos hacer cosas por razones disparatadas que nunca nos habíamos parado a pensar —fue la apostilla de él a las palabras de Irene Moure, que no oyó bien. No sabía por qué había dicho eso. Se limitó a poner voz y sonido a una idea que se le acababa de ocurrir.

—Ya veo —dijo ella—. Eres como la mayoría de la gente, García. Termináis por admitir que en el fondo todos somos iguales. —Tras una breve pausa, apartándose un mechón que casi le tapaba un ojo, añadió en tono de no soportar ninguna muestra de debilidad—: Bueno, pues no lo somos.

Como todos los ojos azules, los de Irene solían provocar sentimientos protectores. En esta ocasión, cuando se clavaban implacables en García, más bien podría encontrárselos —es lo que les pasa a algunas culturas africanas con los de ese color— demoníacos, fríos, repulsivos.

No dispuesto a bajar la cabeza, humillarse, destaparse como un toro al que van a descabellar, García pensó que quizá fuera peligroso entender de verdad lo que acababa de decir Irene.

Se levantó sudoroso. Los mosquitos zumbaban. Llegaba el lejano rumor de la carretera que, con buen ánimo, podría tomarse por el de un mar que no fuera el Mediterráneo. Un océano, quizá, que rompía contra una costa rocosa y retumbaba, pues el Mediterráneo normalmente es más silencioso.

—Voy a por queso para terminar este vino —explicó García, pero en dirección al perro que se había tumbado sobre las losas del suelo, y sin otra razón aparente que la de ver qué pasaba.

—No lo puedo remediar. Últimamente me pasa una cosa que me alucina mucho —decía Irene Moure—. Es como si tuviera la sensación de que me han engañado o de que me estaba engañando yo. Dura poco tiempo, pero me deja mal, incómoda, inquieta. Y entonces se me ocurre que la culpa de todo debe de ser que creí que tenía fuerza para conseguir lo que imaginaba, pero no es verdad. Lo comprendo en ese momento. Y quedo, no sé, con ganas de vengarme. De esos de ahí fuera sobre todo. —Siguió hablando sin mirarle, con la naturalidad que sólo manifiestan las personas que llevan muchos años aprendiendo a ser civilizadas—. A lo mejor aspiré a más de lo posible para alguien como yo. Y unas cuestiones que preferiría muertas demuestran que están muy vivas y patalean enfadadas, y con motivos de sobra. Es algo que le debe de pasar a mucha gente. A la gente en general. ¿No te parece?

—Pero nosotros, o por lo menos tú, no somos gente. ¿No dijiste eso? —García, al contrario que Irene Moure, reforzaba el carácter palatal de las eses. Antes de volverse para contestar se había parado al pie de los escalones que subían hasta la cocina desde la terraza de abajo. La cristalera estaba corrida y era como si no hubiese pared.

—Vale, me contradigo. A veces también nosotros somos gente, ya sabes —concedió ella, y sonrió de un modo que seguramente sólo la propia Irene llamaría encantador.

Para García, la forzada sonrisa de la mujer, a la que había dado la espalda, era una somatización de su desconcierto. Irene no conseguía aceptar las novedades y cambios por mucho que intentara demostrar que su posición en un mundo que se estremecía y agitaba era inconmovible. Simulaba que ella nunca había deseado estar en otro sitio que precisamente en el que se encontraba, y en realidad sus gestos y miradas expresaban que le costaba vivir. En esta ocasión, además, sus palabras indicaban que luchaba, o había luchado, por superar unos límites imaginarios más allá de los cuales intuía una existencia distinta que creía merecer pero que estaba segura de que nunca alcanzaría.

García, absorto en esas consideraciones, cruzaba la cocina y abría el frigorífico.

Debería haber sacado el queso antes; ahora iba a estar demasiado frío. Aunque tuvo tentaciones, no abrió otra botella del vino en cuya etiqueta, al igual que en la que estaba a punto de terminarse, ponía que tenía un aroma con ligeros toques florales y era graso, denso en boca y persistente. Él no había apreciado eso al tomarlo. ¿Irene sí? Probablemente. Ella no sólo era elegante. Personificaba la clase y la cultura de los ricos en las que la educaron desde pequeña.

¿Quién dijo que nostalgia no tardará en ser otro nombre de Europa? —se preguntó García, dominado por la sensación de que llevaba mucho tiempo viviendo mejor de lo que uno tenía derecho a vivir—. ¿Cuántos días hacía que llegó a aquella casa? No más de quince o veinte, desde luego, pero en el carmen Tres Hermanas el tiempo quedaba sometido a una dilatación parecida a la que sufría en la infancia. Entonces, de niño, dos meses eran dos siglos de cosas nuevas que pasaban. Pero ahora, también como en aquellos primeros años —y en algunas novelas—, bastaba una mínima frecuencia de repetición para que el tiempo se hiciera cíclico. Si algo volvía a pasar tres o cuatro veces con pocos días de diferencia, adquiría el carácter de permanente; parecía que él llevara haciéndolo desde siempre.

Quizá por eso le fastidió verse obligado a convivir, y desde «siempre», con el póster enmarcado de una exposición a la que hacía trece años que era ya tarde para ir a ver. Colgado en la pared de encima del retrete —García acababa de entrar en el cuarto de baño pequeño a mear—, reproducía un cuadro con representaciones de la luz que no consistían en la propia luz, y probablemente la trascendían. Lo había pintado Marco Leyden, el exmarido de Irene Moure.

Sentirse desplazado en el interés de Irene por otra persona, aunque perteneciese a su pasado —también tenía un óleo de Leyden en la pared de la cocina—, le dejó a merced de una idea recurrente en él. La de que cuando estaba con una mujer nunca sabía si ella se encontraba a gusto en su compañía, o sólo seguía allí, hablando, escuchándole, respondiendo y mirándole de vez en cuando, por compromiso.

García estaba atascado entre ese pensamiento y el siguiente, que tardaba en producirse.

Un olor a humedad de casa en construcción —no habitual en la cocina— dejó paso a los muchos aromas transparentes y al intenso perfume de Irene Moure, que se mezclaban en la terraza de abajo.

Con el cambio olfativo, García salió del circuito reverberante mental. Del retrete había pasado a la cocina, luego había bajado a la terraza y acababa de darse cuenta de que llevaba abierta la cremallera de la bragueta. Aunque daba lo mismo —no iba a asomar nada digno de una película porno; o precisamente por eso—, se la subió enseguida. Debido al brusco movimiento, casi se le cae la bandeja con el queso, unos platos y cuchillos de postre que llevaba en la otra mano.

Pero Irene Moure no había levantado la vista. Su concentración al liar el canuto era máxima. También su habilidad y la rapidez y el disimulo con que los hacía en público. Sólo alguien muy experto, y atento, sería capaz de apreciar a qué se dedicaba la que ya no era la chica tan guapa de la primera vez que él la vio. Hacía muchos años de eso. Irene también se encontraba en una mesa, frente a él, que nuevamente ocupaba su asiento en la terraza o cenador de abajo del carmen.

Entonces, cuando conoció a Irene Moure, García estudiaba en la Facultad y aún no se dedicaba profesionalmente a la traducción, por lo que nunca había utilizado, como ocurría ahora, el pseudónimo de Jerónimo García para firmar los libros que vertía del inglés al español. Sólo era un universitario brillante que sacaba muy buenas notas y subsistía gracias a las becas. Se llamaba Andrés Fernández Peña y había entrado por equivocación en un club donde tocaba un grupo de rock. Vio que desde una mesa le saludaba un antiguo compañero del colegio. Este otro chico le invitó a que se sentara con él y sus amigos, y a que se dejara atronar por unos voluntariosos, aunque poco resultones, imitadores descarados de los Rolling Stones. Su versión de Under My Thumb, en mal inglés de curso rápido de idiomas, a ratos, por no decir de principio a fin, resultaba grotesca.

Probablemente la chica que realizaba unas rápidas operaciones con las manos disimuladas por el tablero de la mesa no fuera la más guapa del local, pero lo parecía. Sobre todo cuando, con una sonrisa incandescente, le pasó el pitillo de lo que entonces García, que nunca lo había probado, consideraba genéricamente droga. Era Irene Moure.

También ahora, aquella noche de verano en Tres Hermanas, mucho tiempo después de que a García se le olvidara cuántos años llevaba fumando cannabis —muy ocasionalmente, la verdad—, Irene Moure le ofrecía un canuto encendido. Él lo rechazó haciendo con la mano un gesto que indicaba «después de esto». Esto consistía en el queso y el vino, que se sirvió. Y como era bastante desmañado, estuvo a punto de volcar su copa al untar una tostada. Desde luego, aquel gorgonzola apestaba.

En La historia de Genji hay perfumistas, o más bien alquimistas, que crean aromas basados en el aura y el destino de una persona. Irene, que había pasado el día en Marbella y llevaba un impecable vestido color crema, despedía su olor especial. Aunque el sentido del olfato de García podía tener una precisión extravagante, sólo era capaz de describirlo como una fragancia entre terciopelo y violeta propia de una viciosa amante clandestina. Nada, pues, comunicable a quien no lo hubiera olido, y que él apreció desde la primera vez que estuvo frente a Irene. Había sido en el local donde tocaban aquellas réplicas hispanas de los Stones. Su Mick Jagger madrileño y sin carisma ligaba con ella, que había oído tocar en directo a John Coltrane.

García volvió a oler el mismo perfume todas las veces que se encontró ocasionalmente con ella durante los años siguientes. Solía tratarse de presentaciones de libros en las que Irene Moure, entonces ejecutiva de una empresa de publicidad, estaba con las estrellas del acto. Él, que asistía porque se esperaba que lo hiciera, sólo era un simple traductor y carecía de acceso a los importantes de verdad del mundo editorial, a los escritores más famosos, a los que más vendían. Tampoco se ponía muy contento por aparecer junto a alguien conocido —o eso creía García de sí mismo—, pero Irene siempre hablaba unos minutos con él, que la encontraba, aparte de vagamente cómplice, ingeniosa, divertida y, sobre todo, guapa e impredecible. Una noche en que ella apareció a la puerta de un bar de moda, donde a él le prohibían el acceso aduciendo que estaba completo, Irene dijo que la acompañaba y así pudo entrar. Después de despedirse con una risa que surgía de las profundidades, como si fuera la música que podría producir su forma corporal si se expresara sonoramente, Irene Moure se dirigió a una mesa. Desde lejos García vio que deslumbraba a los del grupo mundano, no bohemio, de su marido de entonces, el pintor Marco Leyden, con los que se había sentado. Ya por entonces, aunque la hubiera tratado poco, García tenía decidido que era una de esas mujeres que no necesitan un hombre al lado. Saben arreglárselas ellas solas y también ayudar al hombre con el que viven en asuntos que oficialmente pertenecen al terreno profesional de él. Si tienen marido es porque les resulta más fácil todo, en especial si quieren tener hijos.

Bastante menos abrumadora y deslumbrante que en aquella ocasión en el bar de moda de Madrid, ahora en la terraza del carmen, Irene Moure seguía despidiendo el mismo olor. A García el perfume no le hizo más joven, sólo le traía recuerdos de su juventud. Trató de alejarse de ellos empeñándose en que la fragancia le transportara a un boudoir de tapices alborotados por la brisa del mar. Pero tampoco en esa fantasía se sintió cómodo. Dudaba de su capacidad para responder adecuadamente a las solicitaciones de la odalisca insaciable que, con el nombre de Irene Moure, afirmaba buscar el consejo del mar cuando tenía problemas. Y que ahora, con el mar callado muy cerca, negaba con la cabeza ante el ademán que hizo él de llenarle la copa con el culín que quedaba en la botella. De hecho, Irene se levantaba y subía los escalones, y entraba en el cuarto de estar.

La cristalera estaba corrida y otra vez sonaba el último disco de Marianne Faithfull. Se lo había traído él. Ella ya lo tenía, pero desde su llegada a Tres Hermanas lo ponía casi todas las noches.

Con su aspecto de mujer definida tanto por las decisiones propias como por las circunstancias familiares, Irene Moure volvió a salir de la casa. Descalza, exhibía unos pies dignos de la fantasía de un fetichista al bajar contoneándose a la terraza. A pesar de unas incipientes varices, sus piernas seguían siendo espectaculares. La falda de aquel vestido, quizá más propio de una elegante de San Sebastián o Biarritz en verano, ¿no era demasiado corta para una mujer de su edad? —se preguntó García—. Bueno, no todo el mundo envejece de la misma manera —decidió, molesto por sus ideas—. Pero lo cierto era que los ojos de Irene ya no brillaban tanto como en otro tiempo. Conservaba, eso sí, su expresión habitual de «te gusto», más que de «me gustas». Y en un inglés con acento andaluz, cantaba, o más bien tarareaba, pues lo que de verdad se oía era la voz de dentro del cuarto de estar con acompañamiento de guitarra, teclado y batería:

The family tree was chainsawed wednesday week, / so now I have to mingle with the meek.

Siguieron unas frases que García no entendió o no oyó. Temía que aquello de mezclarse con los dóciles de la canción que ella repetía fuera una referencia a él, mientras Irene daba unos pasos de baile como si, en lugar de las sandalias rojas, tuviera un micrófono en la mano. Sostenía con la otra mano, de uñas también muy rojas, el canuto encendido y adoptaba una pose de mujer que no iba a dar un paso atrás. Luego apagó las luces de la terraza y los focos que iluminaban algunas palmeras del jardín, encendió una vela de la mesa, y con un acento más irónico que el de la voz del original de la grabación, sin cantar, dijo muy cerca de él, mientras le pasaba el índice suavemente por la boca, trazando la forma de sus labios:

I am a muse, not a mistress, not a whore.

Por primera vez desde que llegara a Tres Hermanas, García se sentía en disposición de encarar uno de los momentos decisivos de alguien que como él sobrevivía en medio de una inestabilidad general. Después de varias caladas al canuto que le pasó Irene Moure, se había convertido en el centro de su propio universo, y todos los demás sólo eran planetas y lunas. Y una vez dentro de un mundo de distinta densidad al acostumbrado, había dejado de importarle estar —casi siempre era consciente de ello— en la lista de espera del viaje final. Seguía, no lo dudaba, cerca de dar el paso definitivo, pero el rostro de Irene Moure, que ocupaba de nuevo su asiento, enfrente, brillaba con la fuerza de una estrella que está a punto de extinguirse, o que incluso se ha extinguido ya y la percibimos años luz después de aquel momento. Sus destellos le deslumbraban y atraían impidiendo que diera un paso hacia ninguna parte.

García aceptó con alivio aquel fulgor. Le retenía en un presente fugazmente perpetuo dentro del que también se manifestaba el desordenado panorama de las cosas normales. Entre ellas, los repentinamente implacables ojos de Irene con la titilante luz de la vela en cada una de sus niñas. Estaban fijos en la desolada colina, como de ceniza volcánica, que se alzaba más allá del Paseo Marítimo. Al volverse para seguir la dirección de la mirada de piedra de Irene Moure, García lo había comprobado. Parecían querer negar la existencia del monte venusiano bordeado por una carretera con luces de coches a velocidad ilegal.

En los últimos años —le había contado ella— la ladera de aquella elevación había ido llenándose de enormes invernaderos de plástico, una especie de arrabal urbano con algo de basurero donde trabajaba gente a la que casi nunca se veía. Desde aquel gran campamento infame que ahora empezaba a iluminar la luna, reflejada también por las superficies de cuarzo y mica de la colina aún sin plastificar, lanzaban sus ataques horribles criaturas. Los mosquitos trompetudos, sin ir más lejos. Y las moscas cojoneras, las avispas de aguijón insaciable y quizá hasta las lagartijas amarillas voladoras, las garrapatas gigantes chupasangres, la marabunta de hormigas mordedoras —en versión exaltada de Irene Moure, pero no de ahora, cuando ya no clavaba la vista con aire belicoso en algo situado a espaldas de García—. Para éste, que nuevamente miraba a Irene, la expresión en los ojos de ella había cambiado y sugería un deseo de la expiración final que cierra el ciclo de las respiraciones —unas 24 000 cada día— iniciado con su primera inspiración y lloros en aquel mismo edificio de Tres Hermanas. También podría indicar —al menos se lo parecía a García después de darle otro par de caladas al canuto— que la región del cerebro de Irene que integraba los datos sensoriales, momentáneamente, no establecía diferencias entre el punto donde terminaba su yo y empezaba el mundo.

Luego, evitando como siempre cualquier desafío a Irene Moure, ni siquiera con la mirada, García vio que la cabeza de ella flotaba en el espacio amarillo ácido de la contaminación lumínica del fondo. Rodeada de nada, de pronto destacaba delante de una luna oriental que se había alzado sobre los adosados, los bloques de apartamentos, los hoteles, los centros recreativos —más bien, comerciales—, los campos de golf y las instalaciones deportivas. En aquella época del año, esas construcciones estaban abarrotadas de personas que, más que seres individuales, eran el resultado estadístico de las características comúnmente aceptadas como específicas de un grupo social concreto de una época de turismo a escala planetaria. Refiriéndose a esas personas, con un gesto de altivo desprecio en la cara y un tono que, por su dureza, podría ir acompañado de un escupitajo a la cara, Irene le había preguntado:

—¿Cuando están sentadas, en silencio, si es que lo están alguna vez, tú crees que pensarán lo mismo que tú y yo, García?

Él no supo qué responderle entonces, el día que Irene Moure fue a recogerle en el aeropuerto e hizo la pregunta cuando pasaban en coche por delante de la entrada a la urbanización que habían construido muy cerca de Tres Hermanas y que tenía un aire de misión californiana o rancho mexicano de película de Hollywood.

Después, ya en el carmen, al que, según ella, dedicaba todo su tiempo, explicó:

—Un jardín es un ser vivo. Su atractivo muchas veces consiste en que cambia. Con las estaciones, la vida vegetativa, la luz. No por culpa de la avaricia, la usura, como la de los que, para construir, destruyen.

Y aquel primer día de García en Tres Hermanas Irene señaló los montes que se distinguían desde la terraza de abajo donde, como esta noche, se habían sentado.

—Entre los de ahí fuera hay gente tan desesperada que ni siquiera se molestan en quejarse. Consideran lo que les pasa una retorcida broma más del destino. —Y volviéndose hacia el mar, ahora oscuro y desierto, pero que cuando dijo eso tenía atascos de canoas, piraguas, patines, motos acuáticas, bañistas y, en la arena, de cuerpos sometidos sin el menor pudor a las torturas de la lycra, añadió—: Pero esos de ahí abajo son los peligrosos de verdad.

A García tampoco se le ocurrió qué responder a Irene Moure esta noche. Ella estaba debajo del dosel vegetal ondulante a la luz de la vela, había salido de su aparente ensimismamiento y preguntaba:

—¿Qué te parecen esas declaraciones que hizo? —e inició un gesto en dirección hacia el cuarto de estar, donde, tras repetir muchas veces las palabras Something Good, había callado la voz de Marianne Faithfull. García, que ignoraba a qué declaraciones se refería Irene, negó con la cabeza. Ella continuó, lanzándole una sonrisa en la que resultaba imposible ver algo que recordase la alegría—: Yo me suelo identificar, en parte, claro, con ella. Una de las cosas que decía en la entrevista fue, más o menos: «He tenido mucha suerte en la vida. Los problemas me los busqué yo sola». —Luego, entre el aroma a jazmín, y mientras en la cabeza, sin saber por qué, le daba vueltas la idea de algo relacionado con el jazz, García notó que los pensamientos de ella se filtraban y quedaban reflejados en su copa de vino, ya vacía. Y para él esos pensamientos, allí entre trémolos visuales, se concretaban en: «Ese hombre que tengo enfrente no se enteró de lo que quería hasta que fue demasiado tarde para hacerlo. Por eso sigue igual de frustrado».

Lo indicaban claramente los ojos de Irene Moure. Lanzaban rayos de alta potencia destructiva contra él al tiempo que su dueña interrumpía aquellas sensaciones paranoicas recurrentes de pena por sí mismo con unas desabridas palabras que trajeron a García al mundo sólido del consumo.

—Oye, ¡no bogartices tanto ese canuto! —dijo, y tenía motivos para mostrarse tan brusca. Él seguía dando caladas al pitillo de marihuana que le había pasado ella. Y no se lo devolvía.

—Perdona, no me había dado cuenta —se disculpó—. Si quieres te lío otro. ¿Lo hago? No me importa. De verdad. ¿Quieres?

—Da igual —dijo ella, y ante la insistencia de García, soltó, con algo parecido a la distensión silábica típica de la tradición musical japonesa—: Dé… jalo… ya, haz… me… el… fa… vor. —Y volvió a quedar abstraída y, a juzgar por el tono de voz y la lentitud con que le respondió, sin ganas de que interrumpieran su ausencia. Debía de estar pensando en el pasado, en el futuro, o quizá en aquel mismo presente enrarecido donde se sentía acosada por el exterior.

García se equivocaba una vez más. En realidad, Irene nuevamente consideraba la posibilidad de suprimir la glicina, el jazmín. Daban sombra al mediodía, sin duda, pero interrumpían la visión de los azulejos blancos, rojos, amarillos, azules y verdes de la pared, ahora a la luz de la vela, de un color pardo brillante. Según su padre explicaba, no formaban un dibujo geométrico sobre el fondo, pues la densidad de los motivos era significativa de modo positivo y negativo, creando puntos focales ilusorios y ambiguos que también podían verse como soporte visual sobre el que se adelantaba la figura abstracta que supuesta, y alternativamente, constituía su referencia. Escher, cuando hacía experimentos sobre la percepción visual, dibujó los azulejos de la Alhambra —y aquellos de Tres Hermanas trataban de imitarlos—. Los que construyeron y habitaron los bastante cercanos edificios y jardines de Granada seguramente fumaban hachís. ¿No influiría eso en la disposición y ordenamiento de las formas? —se estaba preguntando Irene, que miraba como desde mucha distancia.

Muy asustado, García se había encogido sobre sí mismo, agachándose debajo de la mesa. Acababa de notar que unas presencias abominables iban a echárseles encima. Ilusoriamente también, Irene y él pronto eran dos forajidos asediados. Estaban parapetados en una casa aislada. Sus perseguidores no iban a cogerles vivos. Se pegarían un tiro antes de entregarse.

Pero al alzar la vista desde debajo de la mesa, en plena distensión de un tiempo que se volvía vertical, quizá profundo, e interfería en el proceso lineal del transcurso de las cosas, Irene Moure había recuperado la categoría de brillante astro. «Nada es lo que parece, y si lo es, dejará de serlo para transformarse en otra cosa» —le apeteció decir a García, que avanzó un poco a cuatro patas sin que ella lo advirtiera.

Ahora, vista desde el suelo, sentada en la silla en una postura que acentuaba su aire dominador, Irene Moure volvía a destacar sobre el cielo de una noche de verano en que la luz terrestre de la contaminación lumínica y la de la luna impedirían ver las perseidas o lágrimas de san Lorenzo. Nuevamente nimbada por un aura de persona importante que, al aparecer en un acto público, hace cambiar el tono de las conversaciones, hoy, como llevaba falda y él estaba muy cerca, además resultaba más fácil apreciar lo bien que cruzaba las piernas —según opinó García, que se había agachado para recoger la colilla del canuto. Se le cayó de entre los dedos durante los instantes del supuesto asalto inminente, y ahora, mientras la buscaba casi a tientas por el suelo, al bajar la vista también disfrutaba de la cercanía del arco del pie de Irene apoyado en la sandalia de alto tacón donde otra vez estaba metido.

Recuperada la colilla, sentado otra vez con los brazos encima del mantel, blanco como su cara, García se alegró de que ella siguiera con la vista clavada en la pared. No estaba enfadada, pues, porque él tirara el resto del canuto al suelo de la terraza —algo no exacto del todo—, y de estrella luminosa acababa de pasar a agujero negro del espacio con un campo gravitatorio tan compacto que impedía la fuga de la luz. Un observador como García, un poco menos descolocado después de emerger de las profundidades de debajo de la mesa, sin embargo creía percibir que la superficie del agujero negro seguía radiando energía. Era lo que pasaba con Irene, cuyo oscuro interior no dejaba que se transparentara nada de él. Y eso tanto ahora, la noche de un día abrasador de agosto que desde momentos antes la brisa del mar había templado, como la mañana de la primavera pasada cuando ella levantó la vista del libro que estaba leyendo.

Aquella mañana de primavera, casi tres meses atrás, el que para el Insalud era Andrés Fernández Peña entró en la sala de espera de un ambulatorio que olía a halitosis disimulada con desinfectante, y distinguió a Irene Moure. Estaba sentada. Leía una novela traducida por él, es decir, por Jerónimo García.

Aunque el humo de los escapes del motor del tiempo le hubiera manchado la cara, todavía resultaba atractiva. Contaba el factor nostálgico, desde luego, y que para García ella siempre había sido la personificación del tipo de mujer al que nunca tendría acceso. También influía —él era consciente— que a su edad el espectro de mujeres deseables se había ampliado. Incluía desde jovencitas que podrían ser hijas suyas, y si le apuraban casi nietas, hasta señoras maduras con ganas de gustar, potenciales madres e incluso no lejanas abuelas de esas Lolitas. Irene Moure pertenecía a este último grupo, pues resultaba evidente que no renunciaba a ser sexy, lista y poderosa; todo al tiempo. Para notarlo bastaba con fijarse en cómo paseó la vista por la sala y mantuvo unos segundos los ojos clavados en una puerta enfrente de ella y a espaldas de García. No lo reconocía o no le había visto.

Tenía arrugas en torno a la boca, ojeras pronunciadas —«al que madruga, le salen ojeras», se dijo él, que acababa de sentarse, recordando la broma sobre el refrán en que Dios ayuda—. Una cara sin maquillar, quemada por el sol. El mismo pelo rubio, sin tanto brillo y más oscuro en las raíces visibles de la raya que dividía su melena en dos partes asimétricas. Y su nariz, le parecía como siempre, era igual que la de aquella actriz americana —¿cómo se llamaba? Trabajaba en Silverado—. También seguía cruzando muy bien las piernas. Asomaban, con medias negras, por una falda también negra excesivamente corta para la hora y el lugar donde había que practicar ese ejercicio de humildad que constituye toda consulta médica. García creía haber leído en algún libro que resulta difícil comportarse correctamente cuando se lleva falda.

Él se quedó mirándola —¿admirándola?— un momento, pero no pudo, no quiso, resistir las ganas de hablar con ella. Se levantó, dirigiéndose a Irene Moure, que leía nuevamente. Al detenerse delante, le llegó aquel conocido aroma suyo. García sólo era capaz de describirlo como el acorde ambarino-almizclado de mujer experta en hábitos amorosos que para muchos son tabú.

Le preguntó si le gustaba el libro. Irene Moure volvió a alzar la vista regresando de profundidades insondables y le reconoció. La mirada expresaba una sorpresa infantil. García se sintió un niño cogido en falta.

—¿Lo has traducido tú? —preguntó Irene Moure. Había olvidado cómo se llamaba. ¿Fernández? ¿Gómez? ¿Martínez? Buscó con los dedos la portada y bajó fugazmente la vista. ¡García! Eso mismo. Entonces ya se había levantado, creyendo notar que García estaba pensando, y no sin motivo, en lo mucho que había envejecido ella. La verdad, a aquella hora de la mañana y en la inhóspita sala de espera, desde tan cerca resultaba imposible que nadie dejara de apreciar su deterioro—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces por aquí? Nada importante, ¿verdad? —Las interrogaciones de Irene Moure fueron acompañadas de un par de besos en las mejillas y la idea de que ella había tenido un perro que también se llamaba García.

Mientras esperaban sus respectivos turnos, y tras moverse al asiento siguiente la persona que ocupaba el de al lado de Irene Moure, en el que se sentó García, hablaron.

Ella se expresaba con gran seguridad. Si se le hubiera ocurrido rascarse la cabeza o la pierna, o hurgarse la nariz, lo habría hecho con estilo —decidió una vez más García, al oír cómo contaba que sólo iba a estar unos días más en Madrid. Llevaba ocho años viviendo en un pueblo de la costa granadina, Puertaeuropa, y le tocaba pasar la revisión de la ITV, pero del cuerpo, no del coche. Visitaba médicos, le hacían mamografías, revisiones ginecológicas y cosas así. En concreto, aquella mañana tenía cita en el ambulatorio del centro de Madrid para una densimetría ósea. Vamos, explicó, una prueba para ver el estado de sus huesos.

Como él iba a someterse a una serie de pruebas y análisis con objeto de que determinaran si su hipertensión, recientemente descubierta, era esencial o se debía a otra causa, Irene Moure, en el parque por el que pasearon después, al pasarle el canuto, que lió con su maestría y rapidez habituales, dijo que siempre se había creído que el cannabis produce bajadas de tensión. García contestó que ya lo tenía oído, y fumó y escuchó. Fundamentalmente escuchó, porque apenas dio unas caladas por compromiso y porque Irene Moure le solía interrumpir con un «claro», «naturalmente» o «exacto» siempre que él se lanzaba a explicar algo, como queriendo indicar que lo que estaba diciendo resultaba tan obvio que podía habérsele ocurrido a cualquiera.

Entonces García callaba y contenía su resquemor. Irene no entendía absolutamente nada de lo que él contaba sobre que la traducción es una de las poquísimas actividades humanas donde lo imposible ocurre por principio. Ni tampoco sobre la sensación que experimentaba, una sensación fugaz y profunda, cuando creía escribir una línea, una frase, una página como la habría concebido el autor original si utilizara el idioma al que él la traducía.

Una exteriorización de impaciencia, enfado, podría estropear un encuentro iniciado con las mejores perspectivas. Lo confirmaba —en opinión de García— que Irene Moure todavía estuviera en la cafetería de enfrente del ambulatorio. Habían quedado en verse allí después de sus respectivas pruebas y ella todavía esperaba, con aire aburrido, hora y media más tarde. Y nadie diría —y menos García, al que entretuvieron en el ambulatorio mucho más que a ella— que hubieran disminuido sus ganas de seguir al lado de él. Al contrario, la espera pareció incrementarlas. En cuanto él se acercó, le propuso que fuera a verla a su casa de la costa, insistiendo varias veces durante las horas siguientes en que estaría encantada de que apareciera por su carmen —«histórico», dejó caer Irene Moure, como entre comillas—. Y luego dijo que trataba de devolver al jardín el esplendor que tuvo en el pasado. Para ello —se exaltó— debía luchar contra la mafia del ladrillo de la costa, contra el crimen organizado por la especulación inmobiliaria. Sus miembros no existían como individuos en sí mismos —insistió antes de salir de la cafetería en dirección al parque—. Ella los veía más bien como anónimos organismos elementales muy dañinos. Su sufrimiento —porque, claro, también los delincuentes sufren, precisó Irene— no le inspiraría sentimientos de ningún tipo. En su opinión, sólo constituían una especie extraña y, a partir de sus gestos, actitudes, palabras, jamás tendría modo de saber del dolor que quizá les atormentaba; y no precisamente por la alarma social que provocaban sus desmanes urbanísticos —estaba segura—.

Pero aquel mediodía de primavera, mientras estaban sentados en una terraza del parque del Retiro tomando cerveza, Irene Moure ya no se refería a sus problemas con los que asediaban el carmen Tres Hermanas. Hablaba de su hija, Misia Leyden, «una artista muy moderna y maniática de los zapatos con tacones de 12 centímetros» —dijo, con un brillo burlón en los ojos.

—Ahora vive en el antiguo caserón renovado donde en tiempos tuvo su estudio Marco Leyden, mi ex, ya sabes —continuó Irene Moure—. A lo mejor tú estuviste allí alguna vez. —García negó con la cabeza y escuchó que fue Misia la que se empeñó en que se hiciera los análisis en aquel ambulatorio de la Seguridad Social cercano a la casa de la calle Atocha, y no en un centro privado, como pensaba hacer ella—. Según mi hija, me convenía. Así tendría una vaga idea de las condiciones de vida de la gente de verdad, aprendería a tragarme mi orgullo. Misia cree que no sé tragármelo, y de sobra. —Y aunque antes había afirmado que le ponía incómoda hablar de sí misma, Irene Moure explicó, con una mirada intensa, que temía estar cogiéndole gusto a la soledad. Y que la soledad está desacreditada o se desconfía de ella. Al solitario, por lo general, y en tanto no se demuestre lo contrario, se le considera culpable de algo. Hay una sensación intensa, pero pocas veces expresada, de que no arrima el hombro y no cumple sus obligaciones con la sociedad. Y lo que él —o ella, subrayó Irene Moure, fugazmente vulnerable a juzgar por la expresión de sus ojos— llama búsqueda, para los demás sólo es huida, fuga.

Considerando que parecía una autista incapaz de mentir, o notar que le mientes, porque el concepto de engaño le resulta ajeno y siempre se muestra extremadamente literal, García continuó escuchando —seguían en el parque del Retiro— las opiniones de Irene Moure sobre Unabomber.

—Es alucinante, pero se piensa que es el solitario arquetípico, ¿no? —dijo, sonriendo maliciosamente—. Antes se opinaba eso de, por ejemplo, san Jerónimo, el de tu pseudónimo. O de san Simeón el Estilita. —Estuvo a punto de soltar una carcajada, pero enseguida se puso seria y, tras un inciso para lamentar que cuando hablaba tenía la impresión de que las palabras se interponían entre ellos dos, añadió—: La mayoría de la gente piensa que los eremitas terminan convirtiéndose en personas raras. Y que vivir con los demás ayuda, no sé, a conocerse a uno mismo, a enterarse de las propias limitaciones. Pero yo prefiero la soledad —concluyó terminante.

Había momentos como aquél —opinaría meses después García, pensando que ni siquiera la mujer más lanzada puede esconder su inocencia— en que Irene Moure parecía en posesión de la verdad. Era una especie de arte que dominaba. Una mezcla de sinceridad y fuerza envuelta en comprensión que llegaba directamente al alma. Uno se rendía necesariamente a ella por mucho que no entendiese bien a qué se refería.

Pero las palabras de Irene Moure sobre la soledad, allí en la terraza del Retiro donde seguían, le habían inquietado. Quizá con ellas indicara que su invitación a que él fuese a su casa de la costa de Granada sólo había sido expresión de un deseo fugaz de compañía, o un formulismo. En cualquier caso, algo olvidado.

Sin rendirse todavía, García aprovechó una pausa en la que ella encendió un pitillo —de tabaco esta vez— para preguntarle si mantenía la propuesta expresada unas horas antes. Irene Moure contestó que nunca había sido fetichista de la verdad y que, aunque sabía que nunca se expresaba de modo demasiado coherente, repetía del modo más claro posible que podía aparecer por su carmen en el momento que le apeteciera. Y cuanto más pronto, mejor. Sería bien recibido. Y lo repitió varias veces antes de que los dos empezaran a pasarlo bien juntos.

Su conversación terminó convertida en casi un monólogo a dos voces. Se sorprendían compartiendo las ideas expresadas por el otro. Decían: «Yo también opino lo mismo». «¿Tú crees eso? Lo mismo me pasa a mí». «Me parece que yo hubiera actuado igual». «No hay duda. Es lo que se debía hacer». Y eso durante bastante tiempo, pues les dieron las cuatro y cuarto de la tarde en aquella terraza. Ya no era hora para ir a comer a ningún sitio agradable, y menos sin reserva —opinó Irene, algo borracha y a punto de partirse de risa, decidiendo despedirse de García, también afectado por el alcohol, aunque menos que ella, que además había fumado mucho cannabis.

En sueños García preguntaba: «¿Qué hora es?». Una mujer que negaba que fuera posible prolongar la vida si se cumplían ciertos requisitos, pues nadie sabe cuáles son, ni quién o qué determina que son méritos, respondía: «Es la misma hora de siempre». Irene Moure, o quizá Gloria Prieto, una amiga, anciana y también profesional de la traducción, o la mujer que fuera, indicaba con el tono de voz que la dejara en paz. Y ante la angustiosa pregunta del personaje onírico de García: «¿Y en qué año estamos?», se mantuvo en silencio y no maldijo ni le insultó desde el cubo de basura donde estaba metida hasta la cintura. «Ya es un honor no ser despreciado» era una frase de Kant.

—Oye —decía Irene Moure la noche de verano cuando García abrió los ojos, saliendo del letargo—. ¿Tú crees que es mejor desear todas las veces lo mismo para aumentar las posibilidades de que se cumpla, o es mejor desear algo distinto cada vez para que aumenten tus posibilidades? —Estaba de espaldas y miraba el cielo—. He leído en uno de los periódicos que trajiste esta mañana que hoy, y más que en toda la semana, va a haber una lluvia de estrellas fugaces. —Se había levantado y, apoyada en la barandilla de la terraza, frente al mar, hizo un gesto con la cabeza hacia el Ideal, que estaba en un extremo de la mesa donde acababan de cenar—. Con todas las luces de ahí enturbiando el cielo no conseguiremos ver ninguna. —Se volvió luego, señaló con la mano hacia los desolados montes volcánicos con partes cubiertas de plástico sobre el que rielaba una luna casi llena y añadió, siempre sin mirar a García—: Hay gente dedicada a buscar algo que convierta al mundo en un sitio más desagradable de lo que ya es con el plástico. —Y terminó—: Yo prefiero que ese paisaje me recuerde el de Israel, fíjate. Es un sitio bastante poco pacífico, desde luego, arrasado y a punto de convertirse en un vertedero, pero también tropical.

A García, que se frotaba los ojos, le costaba distinguir a Irene Moure del cielo estrellado del fondo. Pero, superados los instantes de desconcierto durante los que creyó haber perdido mucha vista —no, no era eso; simplemente se había apagado la vela, ¡qué alivio!—, y prometiéndose no volver a fumar cannabis, que siempre le hacía perder el control de las cosas, alarmarse sin motivo y, a veces, como aquélla, adormecerse, dijo, con voz soñolienta:

—Ese periódico todavía no lo he leído, pero en El País también venía lo de la lluvia de estrellas.

—Perdona, chico —se disculpó Irene. Ahora miraba a García con una sonrisa que floreció desde la penumbra al advertir que se estaba ajustando las gafas. Se le habían resbalado hasta la punta de la nariz al caerle la cabeza sobre el pecho—. No me había dado cuenta de que estabas echando una cabezadita. —Se acercó a él, y a la luz del encendedor con el que prendió un pitillo (también esta vez sólo de tabaco), su mirada expresaba algo similar a la ternura.

Fastidiado doblemente porque el intempestivo adormecimiento era señal evidente de que se estaba convirtiendo en un viejo, García se esforzó por despejar las brumas mentales entre las que aparecía su padre. Fue un viejo cascarrabias y exigente, que todas las mañanas se despertaba convencido de que el mundo seguiría siendo igual. Ahora su hijo, él, siempre que emergía del sueño esperaba que sería distinto.

Los seres humanos son muy complicados, y en especial las mujeres —decidió—. Y todavía son más complicadas si, como le pasaba a Irene, no sólo tenían una habitación propia y una renta de quinientas libras al año —en palabras de ella era lo que Virginia Woolf consideraba imprescindible para gozar de una cierta independencia en 1928—; sino que tenían una casa con arabescos e inscripciones en unos techos espléndidos, y varias dependencias destinadas a hacer placenteras las actividades que se llevaran a cabo en ellas o en el jardín rectangular donde se alzaban las construcciones —según la rebuscada traducción mental de García de la explicación que hizo la propia Irene de su relación con el carmen Tres Hermanas—.

—Desde que llegaste aquí… ¿cuánto hace?, ¿tres semanas?… no has parado de traducir. Estás cansado. Deberías tomarte unos días de descanso, ¿no te parece? —decía Irene Moure ahora, acariciando a la gata de mirada arrogante e inescrutable que acababa de coger en brazos—. Anda, vete a la cama. Por hoy ya estuvo bien. Además, yo quiero levantarme temprano —Y casi sin desearle las buenas noches, con su aspecto de actriz de Hollywood, estrella de joven, para la cual, mujer madura, ya no existen papeles en las películas, desapareció por la cristalera del cuarto de estar, que corrió, cerrándola.

Ante la brusca despedida de Irene Moure, García consideró una vez más que ella no le necesitaba ni para las cuestiones de sexo —bueno, lo admitía, desde su llegada al carmen casi todas las mañanas parecía usarle como estímulo para lo que podría hacer sola con el propio cuerpo—. Luego, agarró el periódico y, sin ningún motivo especial, pues no tenía prisa y nadie le perseguía, recorrió rápidamente el sendero sinuoso y ascendió casi a tientas —por suerte iluminaba algo la luna— los tres últimos tramos de peldaños hasta llegar a la más alta de las terrazas, que Irene llamaba paratas.

Llegó al pabellón —o «chambao» como decía ella—, que en épocas de mayor esplendor del carmen, y antes de la reforma que lo había convertido en alojamiento para los invitados, debió de ser vivienda de hortelanos. Entró y, sin apenas recuperar el aliento, en la habitación donde dormía, se quitó la camisa lavada y sucia; sucia y lavada, y sucia. También dejó los pantalones cortos —se resistía a llamarlos shorts— encima de la silla. Las zapatillas deportivas junto a la cama en la que se tumbó desnudo. ¿No tendría la tensión demasiado alta?

Notaba un chirrido en los oídos. Podría ser cosa de la estática interna, pero estaba aquella sensación de que la sangre le circulaba un poco revuelta, tumultuosa, imaginativamente espumeante. Y había bebido demasiado vino.

Tumbado, hizo ejercicios de relajación. Respiración abdominal. Combatir la prisa de la propia identidad por expresarse. Admitir que el espacio envolvente es lo que existe, y el cuerpo, su ocupante habitual, una cáscara palpitante en el interior de ese espacio.

El sonido que desde el propio cuerpo emiten el riego sanguíneo y el sistema nervioso, sin embargo, todavía se obstinaba en manifestar su presencia, una recordada solidez orgánica dentro de los límites en ósmosis con el envoltorio invisible. Hubo, al poco tiempo, una expansión acompañada de pérdida de tamaño hasta que se impuso la oquedad de lo que fue uno mismo, y ahora, diluido, había abdicado de unas funciones confiadas al exterior, único responsable de la continuación de la vida.

García se levantó y, en el cuarto de baño —más bien «cuarto de ducha»—, estaba tomándose la tensión. Debía poner el despertador —decidió, mientras esperaba los resultados del aparato—. Así cuando mañana apareciera Irene para que se masturbaran juntos, aunque fingiese estar durmiendo, ya se habría lavado los dientes, enjuagado la boca. ¡Ah! Que no se le olvidara meter una pastilla nueva en el antimosquitos eléctrico. Los oía zumbar.

Una tensión de 8,2 y 13,6. Ahora podría descansar como uno quiere hacerlo cuando está de vacaciones.

En la cama de nuevo, y después de estar a punto de dormirse, García quedó desvelado. El insomnio lo disparó una idea que se le ocurrió y olvidó casi simultáneamente. Con esa idea —lo sabía— nunca salvaría el mundo, nunca llegaría a enunciar un principio definitivo. Pero era una idea suya y le había llevado a otra —probablemente leída o escuchada— en la que un dios se dormía mientras creaba mundos.

Seguía sin recordarla mientras le llegaba el sordo booom booom booom de la percusión electrónica que hacía sacudirse a marionetas descerebradas en una discoteca —opinión de Irene Moure al referirse a aquel after hours del Paseo Marítimo—. Por lo menos, no era el sonido lacerante de las ambulancias y coches patrulla, de los camiones de basura, de las motos, de las carcajadas a la puerta del bar de la esquina los fines de semana. Había mejorado algo con respecto a su apartamento de Madrid, ¿no?

Encendió la luz y agarró el periódico que al entrar dejara en la mesilla sin mirar. Enrollado, con la luz del sol podría servir de matamoscas, y en la segunda página, ahora al leerlo, decía:

«Durante cuatro horas un fallo en los motores de la empresa que depura las aguas fecales fue el desencadenante de los vertidos contaminantes en la playa de Puertaeuropa. Un miembro de la oposición reprochó al Ayuntamiento el ineficaz servicio porque nadie hizo nada para evitar que la gente se sumergiera en aguas fecales».

Desde esa playa, que estaba bastante cerca de allí, no llegaba ningún hedor. Tampoco antes, en la terraza. Sólo olía a dama de noche, nardo, jazmín. Y al perfume de Irene Moure, que aquella misma mañana, antes de ir a Marbella y Puerto Banús, había hecho su visita acostumbrada al chambao para dedicarse a unas actividades en las que ella solía preferir una de las perversiones sexuales más egoístas, antisociales y peligrosas del individualismo —según se consideraba la masturbación en tiempos todavía más oscuros—.

¿El paquete que traía a su regreso no contendría explosivos con los que volar los depósitos de veraneantes que rodeaban el carmen? —se preguntó inquieto García, mientras luchaba por dormirse dándole vueltas mentales a una frase. La frase era —y escrita así—: «What oft was thought buto neʼer so well expressʼd». Él creía haberla traducido por: «Lo que a menudo se piensa pero nunca se expresó tan bien» —aunque de ese modo se perdían algunos matices del original—.

Probablemente le estuviera pasando lo mismo con el libro en que trabajaba ahora y que llevaba dos meses poniendo a prueba su oficio. La versión de algunos pasajes, y tras horas de esfuerzo, no terminaba de gustarle. Bueno, desde su llegada a Tres Hermanas quizá le estaba cogiendo el ritmo al fraseo. Allí, en el chambao, había veces en que no creía equivocarse mucho al sentir que reproducía el funcionamiento de una conciencia dedicada a expresarse narrativamente.

¿Cómo era aquello de los árabes y la traducción? Sí. Dicen que una rosa puede tener otro nombre, pero siempre será perfumada. El perfume debe quedar en la traducción. ¿A qué olía la palabra town? ¿Y hellish? A azufre.

Sin embargo, ahora lo que llegaba desde fuera era el aroma a jazmines. ¡Claro! Se contaba que al principio lo llamaron música jass como homenaje al perfume de jazmín que llevaban las prostitutas del barrio de luces rojas de Storyville, en Nueva Orleans, una de las cunas del jazz.

El periódico cayó al suelo. Dentro de la habitación empezó a oírse el respirar, no demasiado tranquilo, del que había dejado de ser Jerónimo García y dormía como Andrés Fernández Peña con las gafas puestas. Los ronquidos que acompañan al envejecer, ganar peso y perder tono muscular pronto se mezclaban con los demás ruidos de la noche.

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