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OBRA

Gonzalo Hinojosa (1994, Ciudad de México) propone en su primer trabajo una novela de ocurrencias, con personajes que vienen y van como bolas de billar golpeadas por una mano azarosa y ebria, haciéndolos tan pronto encontrarse con amigos o enemigos inesperados, como embocándolos al hoyo sin mayor disculpa. Con un estilo directo que no admite vericuetos cuando trata asuntos trascendentales, sea la experimentación psicotrópica, el descubrimiento sexual, el acceso a pensamientos elevados, o la percepción de una extraña sustancia religiosa que al punto emerge de ellos, Swingeroo Joe se relame en la contemplación extasiada y escéptica de «todo lo que hace que la vida funcione».

Consulta la ficha completa en nuestro catálogo.

Gonzalo Hinojosa (1994, Ciudad de México) propone en su primer trabajo una novela de ocurrencias, con personajes que vienen y van como bolas de billar golpeadas por una mano azarosa y ebria, haciéndolos tan pronto encontrarse con amigos o enemigos inesperados, como embocándolos al hoyo sin mayor disculpa. Con un estilo directo que no admite vericuetos cuando trata asuntos trascendentales, sea la experimentación psicotrópica, el descubrimiento sexual, el acceso a pensamientos elevados, o la percepción de una extraña sustancia religiosa que al punto emerge de ellos, Swingeroo Joe se relame en la contemplación extasiada y escéptica de «todo lo que hace que la vida funcione».

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OBRA

Swingeroo Joe

Raving Marcel

Swingeroo Joe

Raving Marcel

Seguramente mis libros también, como mi ser de carne, acabarían muriendo un día, pero hay que resignarse a morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez años nosotros mismos y dentro de cien años nuestros libros habrán dejado de existir. La duración eterna está tan poco prometida a las obras como a los hombres.
—Marcel Proust, El tiempo recobrado

Seguramente mis libros también, como mi ser de carne, acabarían muriendo un día, pero hay que resignarse a morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez años nosotros mismos y dentro de cien años nuestros libros habrán dejado de existir. La duración eterna está tan poco prometida a las obras como a los hombres.
—Marcel Proust, El tiempo recobrado

Aquel verano me dediqué a leer a Marcel Proust y a experimentar con las drogas. Vivir había sido muy fácil hasta entonces y se estaba complicando de manera muy sencilla. La idea de que los periodos de transición no eran más que un limbo en el que podías quedar atrapado comenzó a cobrar sentido en mi cabeza. No sabía hasta qué punto luchaba contra la marea que nos arrastra o si me dejaba llevar resignado. Llegué a cuestionarme la vida hasta sus aspectos más insignificantes y lo único que pude sacar en claro fue que estaba roto, descoyuntado, a punto de desaparecer.

Graduarse de la universidad no significa nada cuando no te has esforzado para llegar hasta ahí. Pasar cuatro años rodeado de mamarrachos que se creen los poseedores del conocimiento es deprimente. Estudiar nimiedades y obsolescencias puede ser tan ridículo que acabas planteándote si de verdad vale la pena un pedazo de papel que dice que sabes algo sobre algunas cosas. No sentirte estafado al ver a tus padres soltar más de cuatro mil euros es inevitable.

Llenas un periodo de tu vida, sin embargo. Puedes conocer a las personas que después evitarán que mueras. Aprendes a beber como cosaco, pierdes la virginidad, fumas porros… por primera vez en tu corta existencia te sientes libre y cercano a la perversión. Descubres una comodidad irrepetible y te preguntas si de verdad renunciarías a ella a cambio de una vida estable y monótona; a cambio de un salario fijo, una mujer y un viaje a la capital más cercana cuando el tiempo y las condiciones económicas te lo permitan. Eso que consideras un infierno intelectual es a su vez un paraíso terreno.

Pero todo se termina, y mi caso no fue muy distinto al de los demás. Acabé como tenía que acabar: celebrando una comida final que se prolongaría a cena final y fiesta final con los diez compañeros que me acompañaron en el idilio de las Humanidades. Personas con las que no pude evitar encariñarme y que he llegado a echar de menos. Algunos de ellos tan excéntricos que me hacían dudar de que yo tuviera particularidad alguna.

De todos ellos, Dani era el mejor. Un chileno homosexual que se parecía a Omar Rodríguez y se había leído casi todo lo que pudieras imaginar. Solía fumar en pipa y se dedicaba a endilgar a la gente para que hiciera el ridículo sin darse cuenta. Como nos llevaba unos cuantos años siempre iba acompañado de Desiré, una chica de treinta y tantos de sexualidad dudosa, buen carácter, cuerpo espectacular y con un sinfín de anécdotas sobre los bajos mundos. Era mecánica y detestaba su trabajo, por lo que pasaba el tiempo recordándonos lo envidiable de nuestra situación, invitándonos a que aprovecháramos la vida al máximo.

Esa pareja fue la que me indujo a meterme mi primera raya. Un año antes de la despedida ya lo habían intentado, pero no cedí. En una noche de borrachera, coincidimos en un pub que contaba con una buena variedad de música y camareros agradables. Al verme, Dani me reprochó de manera sarcástica el que no estuviera en casa estudiando. Ya que estás aquí, dijo, al menos tómate una copa con nosotros, yo te invito. Una vez que el alcohol estuvo en mis manos se esfumaron para ir al baño. A su regreso, me pidieron que los acompañara en su próxima excursión a los aseos. Entendiendo el mensaje, rehusé el ofrecimiento. Dudo que sea buena idea, dije, me conozco bien y me da miedo perder el control. No te preocupes, contestó Desiré, es mejor que te alejes de estas cosas, al fin y al cabo.

Después de una hora en el sitio, quedé admirado con la capacidad de persuasión de Dani. Llevaba toda la noche sonsacándole cervezas a un alemán que estaba de paso y parecía gozarlo. Se nota que el colega está solo y necesita hablar, dijo. No me extrañaría nada que lo hubiera dejado la mujer hace años y que desde entonces se dedique a gastarse la pasta en alcohol. Desiré le reprochó su mala voluntad y nos indicó que era hora de buscar un sitio más amplio para bailar.

Terminamos la velada en una discoteca de ambiente. Aún estaba por llenarse cuando llegamos, pero los pocos danzarines desperdigados por la pista se acercaron a nosotros. Cuando Dani y Desiré volvieron a abandonarme para «echar un pis» un par de chicos comenzaron a insinuárseme. Rechacé sus proposiciones lo mejor que pude y, cuando tuve la oportunidad, me marché. Días después le relaté lo ocurrido a Dani, disculpándome por huir antes de tiempo. Me miró a los ojos durante unos segundos y después rio. Todo es mi culpa, dijo, mientras pedías las bebidas les dije que aún estabas explorando tu sexualidad. ¡No veas cómo se pusieron las locas! ¿Cómo puedes ser tan cabrón?, contesté, uniéndome a su carcajada.

El día de la comida todo fue distinto. No tenía intención de volver a pisar la universidad y quería celebrarlo por todo lo alto. Después de años recluido en la vida saludable y santurrona del hijo ejemplar, necesitaba desmadrarme. Como estaba harto de profesar sobre la rebeldía de los beatniks sin haberme asomado nunca al «lado salvaje», me tiré de cabeza cuando Dani y Desiré me ofrecieron «acompañarlos al baño», encantado de descubrir que no era el único.

Ahí estaba Angie, por ejemplo, una pintora de padres británicos que vivía en una de las ciudades de costa cercanas. Por alguna razón, todo el mundo se había confabulado para que nos enrolláramos y dedicaban gran parte de su tiempo a convencernos sobre las cualidades del otro. Angie es la hostia, argumentaba Desiré, es una chica cojonuda, ¿por qué no lo intentas?

Ya habían caído las copas reglamentarias de después de la comida y sólo quedábamos unos cuantos compañeros, por lo que nos dirigimos al mismo pub donde Dani y Desiré intentaron quebrar mi voluntad por primera vez. Varada en una esquina, Angie se dedicó a observarme mientras bailaba hasta que, decidida, se abalanzó sobre mí en busca de un beso que se prolongó bajo la mirada aprobadora de mis dulces pervertidores.

Cuando salimos a la calle, no quedaba ningún conocido a la vista. Angie no se podía marchar hasta las seis de la mañana porque era la hora a la que salía el primer tranvía hacia su pueblo. El reloj apenas sobrepasaba las doce y teníamos todo un mundo de discotecas a nuestra disposición. Compartíamos una cerveza tras otra y no parábamos de meternos mano. En algún punto de la noche, decidí que era buena idea buscar el baño de un antro para seguir con la senda del pecado. Me acerqué a una de esas máquinas dispensadoras de preservativos, pero no funcionaba. Dispuesto a oponerme al destino propuse salir en busca de una tienda de 24 horas para comprar una caja de condones. Como hacerlo en la calle no era lo ideal, nos dirigimos al puerto, donde las discotecas no se llenarían hasta más tarde.

Nuestra nueva pista de baile era bastante extensa y la música más bien pesada. Antes de pasar a lo indebido, tenía que caer otro par de cañas. No habíamos intercambiado más de tres o cuatro frases cuando nos dirigimos al baño. Las caricias se intensificaron entre nosotros. Me bajó los pantalones y comenzó a hacerme una felación. Pasaba el tiempo pero el asunto no avanzaba. Mi cuerpo estaba obnubilado por las sustancias y eso le estaba pasando factura a mi amiguito. Podíamos escuchar cómo llamaban a la puerta con insistencia. Ante la amenaza de un linchamiento, nos armamos de coraje y salimos de nuevo a la pista, admirados por la cola que se había formado. Lo más coherente hubiera sido huir, pero preferimos seguir bailando.

Todavía faltaba un par de horas para la salida del sol, pero me había propuesto copular esa noche con Angie. Buscamos un sitio oscuro y tranquilo en las inmediaciones del puerto para terminar con nuestra misión. Unos arbustos detrás de un restaurante eran el mejor lugar para continuar. Ya estaba por bajarme los pantalones cuando escuchamos la voz de un policía advirtiéndonos que no podíamos estar ahí. Otra vez el fracaso. Volverlo a intentar a esas alturas era inútil. Después de visitar un sitio más donde hidratarnos, la acompañé a la parada del tranvía. Estábamos muy cansados de besarnos y no teníamos ganas de hablar. Posé mis labios en una de sus mejillas a manera de despedida y nos prometimos terminar lo comenzado en otro momento.

Amanecí sin resaca, cosa que le adjudiqué a la cocaína, porque había bebido más de la cuenta. Pasé la tarde tumbado en la cama, reflexionando sobre lo que había ocurrido la noche anterior y procuré escribirle a Angie para ver cómo estaba. El verano acababa de comenzar, liberándonos de nuestras responsabilidades universitarias. Como no teníamos nada que hacer, acordamos una cita al día siguiente. Curioso por conocer su ciudad, acepté coger el tranvía y hacer el trayecto de poco más de una hora.

Por aquellas fechas el sol reinaba en el firmamento. El calor aún era soportable, pero una caminata no muy larga ya era capaz de hacerte sudar. Sentado en un vagón que seguía la línea de costa, observé que las aguas eran de un azul brillante, casi hipnótico. Se podían apreciar las construcciones dejadas a medio terminar conviviendo con las casas de la gente adinerada que disfrutaba de los veranos junto al mar. El aire acondicionado, con su efecto relajante, me hizo preguntarme dónde residía el misterio de lo apacible.

Pensé que no me ibas a hablar, dijo Angie cuando nos encontramos en la parada. ¿Por qué lo dices?, pregunté. No sé. Lo típico es que te enrolles una noche y no vuelvas a saber nada de esa persona, contestó. Yo no soy una persona típica, dije, pero el comentario no pareció hacerle gracia, así que me resigné a seguirla en silencio hacia una terraza donde tomar algo.

Dedicamos la primera mitad de la conversación a rememorar los días que acabábamos de dejar detrás. Convenimos en que la vida universitaria era muy cómoda. Lo único que tenías que hacer era tomarte un café antes de ir a clase, hacer deberes poco exigentes y aprobar exámenes que no suponían ningún desafío. Estaban los compañeros, además, los eternos Danis y Desirés, las escenas hilarantes que habíamos presenciado juntos, la camaradería que en mayor o menor medida habíamos forjado.

Cuando llegamos al tema inevitable, todo lo que había pasado en la despedida, ella prefirió callar. Estaba avergonzada de «haber acompañado al baño» a Dani y Desiré. De lo nuestro, mejor ni hablar: demasiado alcohol; demasiados desastres concatenados en unas cuantas horas.

No quiero presionarte, pero hoy mi abuela no está en su piso. Podemos ir cuando quieras, dijo. Por mí podemos ir ya, a menos que quieras tomarte otra cerveza, le contesté. En vez de responder se limitó a pedir la cuenta con un gesto. Le dejé mi parte de la consumición y pasé al baño antes de dirigirnos a una nueva aventura pecaminosa. Mientras orinaba, le rogué a mi amiguito que se comportara mejor esa tarde.

El piso de su abuela me daba mal rollo. No sólo no me gustaban los gatos que esperaban en la entrada, sino que además estaba repleto de iconografía religiosa. Meterte mano mientras un Pantocrátor te mira desde la pared puede ser sublime, pero también puede hacerte sentir una especie de terror cósmico.

Es muy raro que la primera vez que te acuestas con alguien las cosas salgan bien. Consumar el acto sexual no es fácil cuando estás nervioso. Nunca he sabido si es admirable o no la capacidad de ciertos borrachos lascivos para pasarse por la piedra a medio mundo. Llevábamos más de media hora dándole al asunto, cuando comencé a tener graves problemas de respiración. Angie estaba muy preocupada por no hacer ruido porque en ese edificio se escuchaba todo y la conocían bien. Al principio, supongo que asumió que me encontraba cansado, pero, cuando vio que me estaba poniendo morado, se preocupó. Renunciamos para ver si un vaso de agua me ayudaría. Tenía los ojos muy irritados, como si me hubiera pasado la tarde entera llorado o como si me hubiera fumado cien porros. Entonces recordé que era alérgico a los gatos. Teníamos que salir cuanto antes del piso para evitar un mal mayor. Era evidente que estábamos destinados a fracasar en nuestro idilio amoroso. Se me vinieron a la mente el olor de las almendras amargas y el destino de los amores contrariados.

Esa fue la última vez que la vi. Angie se iba de viaje en dos días y pensaba hacer un máster en el extranjero, por lo que sus días en España estaban contados. Estamos en contacto, ¿vale?, me dijo al despedirse, lo cual significaba que nunca volveríamos a hablar.

El inicio de mi nueva etapa vital no fue el mejor, pero, a diferencia de la mayoría de jóvenes que se gradúan, ya tenía un contrato firmado. Trabajaría de mozo de almacén en una tienda de ropa, puesto que obtuve gracias a la influencia de mi tía. Como faltaba un mes para que empezara mi primera experiencia laboral y todo indicaba que no tendría sexo en un futuro cercano, dediqué el tiempo a leer, escribir y tocar la guitarra. Acababa de comprar En busca del tiempo perdido y mi meta era devorar sus más de tres mil quinientas páginas en menos de dos meses.

Por aquel entonces estaba convencido de que escribía muy bien. Hacía una especie de reflexiones torrenciales sobre lo asquerosa que era la existencia, entrando en terrenos violentos y vulgares. Acompañado por la guitarra, buscaba acordes que creía extraños aunque estuvieran trillados y declamaba como un profeta. Había un bar en la ciudad llamado el Templo en el que gustaban ese tipo de cosas. Como me llevaba bien con el dueño, me programó un recital unos días antes de mi primera jornada laboral.

El día del recital me vestí de negro como Johnny Cash. Media hora después de la acordada para empezar, sólo había dos o tres personas en el público. Condenado al fracaso, el asunto fue desastroso: la voz se me cortaba, las hojas con mis escritos salían volando por culpa del aire acondicionado y era incapaz de marcar bien los acordes o de hacer los arpegiados. Terminé porque tenía que terminar.

Estaba preparándome para partir, cuando se acercó uno de los espectadores. Llevaba una camiseta con la cara de Bukowski estampada y fumaba de un porro. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo. Adelanté, contesté. ¿A qué viene el tono épico?, preguntó. No sé a qué te refieres, contesté. Mira, tu prosa tiene ramificaciones interesantes, se nota que has leído, pero tienes que desprenderte del tono. Todos sabemos que la vida es una mierda, pero quejarse de esa manera no es la solución, dijo. Supongo que tienes razón… ¿cómo te llamas?, pregunté. Guillermo… Oye, espero no haberte ofendido, solo que me jode ver a jóvenes con buenas ideas caer seducidos por la literatura barata del desencanto, contestó.

Seguimos charlando un rato hasta que aventuró la posibilidad de que tomáramos algo juntos. Aunque irradiaba un encanto particular, hacía tiempo que no me escuchaban con tanta atención. Como no veía razones válidas para oponerme, acepté.

¿Te importa si pasamos a mi piso y así pillo tabaco?, preguntó Guillermo cuando nos disponíamos a salir del Templo. Para nada tío, solo espera un momentito. Voy a ver si le puedo dejar la guitarra al encargado. No quiero estar toda la noche por ahí con ella a espaldas, contesté. Tranquilo, tómate tu tiempo, no tenemos prisa y la noche es larga, dijo, haciendo un gesto con las manos.

No quiero sonar indiscreto, pero me interesaría saber qué drogas has probado, dijo después de que hubiéramos caminado un rato en silencio. Pues el tabaco, el alcohol, la maría… y la farlopa, contesté. ¡Y yo que pensé que te asustarías cuando te ofreciera una raya!, exclamó, dando paso a una carcajada. Obligado a reírme con él, pensé que bromeaba.

No estaba bromeando. Me invitó a subir a su piso y en el rellano de la escalera sacó un poco de cocaína. Entendí por qué me había hecho el ofrecimiento antes de entrar a su casa cuando me dijo que su esposa se encontraba dentro, durmiendo. Eso no impidió que me ofreciera algo de jalar antes de volver a salir. Rechacé su oferta con la misma naturalidad con la que había aceptado la raya.

Ahí estaba yo otra vez, tomándome una copa tras otra sin notar nada. Se me había subido la vena poética y le intentaba enseñar mis escritos en el móvil a Guillermo, pero como iba perjudicado prefería que se los enviara otro día por correo. Nos movíamos de un sitio a otro para buscar distintas variedades de música. En uno de ellos usé mi tarjeta universitaria para meterme otra raya. Como teníamos ganas de socializar, acabamos entablando conversación con un tipo que decía ser militar. Su novia vivía en otra ciudad, pero estaba ansioso por tirarse a una «zorrita» e intentaba justificar por qué había que matar a los moros. Su cara daba miedo y también gustaba de empolvarse la nariz.

Al militar se unió un viejo desquiciado y un par de chicas con ganas de beber en su piso. Querían ir a la tienda de 24 horas a pillar bebida y no dudamos en seguirlas. A mitad de camino caí en la cuenta de que ya eran las seis de la mañana. Tenía que dormir en casa esa noche y no podía romper el régimen impuesto. Las libertades que disfrutaba me las había ganado siendo un hijo ejemplar y no me interesaba cambiarlo. Aunque me hubiera gustado continuar, tuve que despedirme de Guillermo, no sin antes pedirle su teléfono para volvernos a encontrar.

Joven poeta, dijo después de darme un abrazo extraño, yo también escribo. Ya te enviaré un par de cosas para que me digas tu opinión. Ten cuidado al ir a casa y por favor escríbeme para decirme si has llegado bien. Esa noche aprendí que Guillermo tenía la cualidad de hacer pensar a las personas que no las estaba juzgando.

Aquella madrugada, dormir fue una tarea infernal. Unidas a las drogas ingeridas, las vivencias experimentadas en sueños tuvieron un efecto catastrófico en mi organismo. Unos minutos después de despertar corrí al aseo para volcar el estómago. Tuve fuertes jaquecas y una molesta diarrea no me dejó estar más de una hora tumbado. Me había convertido en un vegetal tullido y lo único que podía hacer era esperar a que mi cuerpo expulsara los agentes nocivos para renovarse.

No era la primera vez que soñaba que me asesinaban. En más de una ocasión me habían asaltado en medio de la noche, apuñalándome o disparándome. El golpe fatal solía ocurrir en la calle o en el metro. Notaba cómo un grupo de hombres me observaba y, en menos de lo que canta un gallo, un cuchillo me rajaba el cuello. No se escuchaba ningún sonido ni se decía una sola palabra: ocurría sin más explicación. Esa madrugada, morí por partida doble.

La primera caída comenzó con una escena cotidiana. Estaba congregado con los elementos más destacados del clan familiar en una sala. La casa, producto de las maquinaciones de una mente atrofiada, era una trasposición de distintos hogares. En el centro de la mesa, un montón de botellas semivacías se apilaban. El mantel, plagado de manchas y migajas, revelaba lo que había sido un cuantioso banquete. Desde la esquina derecha, manaba el humo de una varita de incienso. Mi madre, ejerciendo la presidencia, le gritaba incoherencias a mi padre. Sentada a mi izquierda, una de mis tías me reprochaba que, cuando hablaba, nunca la veía a los ojos.

Esa falta de tacto parecía ser la excusa de la reunión. Mi padre, defendiéndome a capa y espada, pedía que no me lo tomaran a mal. Había heredado de él esa incapacidad para enfrentarme a los demás. Todo era una cuestión de timidez. Tarde o temprano aprendería que en ciertos momentos era necesario sostener la mirada. Mi tía, en cambio, se empeñaba en afirmar que era simple y llanamente grosero y no merecía mi lugar dentro del seno familiar. En lo que ella respectaba, podía largarme cuando quisiera. Como la tensión no hacía más que aumentar, decidí marcharme.

Mientras dirigía mis pasos hacia los locales transitados con Guillermo, llegó la noche. Tenía unas ganas incontrolables de beber y bailar. No tardé demasiado en encontrar una discoteca para saciar la sed. En el centro de la pista, parejas vestidas de muerto bailaban swing. Pedí dos cubatas en la barra. El primero me lo bebí de un sorbo y el segundo me lo llevé al baño. Los esqueletos de la zona de mingitorios estaban drogados. Saqué la tarjeta universitaria y me esnifé una raya ayudado por un alto Catrín. Tiré el segundo cubata por el lavabo y regresé a la pista.

En el escenario, la orquesta se congregaba alrededor de un tigre. Abriéndome paso entre la multitud, me acerqué lo más que pude para disfrutar de la música. Cando alcé la mirada para observar el espectáculo, el trompetista me invitó a subir con un gesto. Ayudado de su mano, pude admirar la gran calidad del maquillaje. Más que un vivo disfrazado de muerto, parecía un muerto disfrazado de vivo. Ya en la plataforma, me dispuse a bailar, pero fui interrumpido por el rugido del felino. Asustado, inquirí con la mirada qué ocurría. Guiado por el trompetista, descubrí que lo que tenía que hacer para calmar al animal era montarlo y dejar que se moviera al ritmo del compás.

Justo cuando me disponía a desmontar, el ambiente cambió. La música había cesado y los bailarines se habían marchado. Detrás de la barra, un desconocido me observaba. De sus manos, ocultas por la estructura creada para servir, manaba un ruido metálico. Cuando discerní lo que ocurría, alzó un revólver y me acribilló, fundiéndolo todo en blanco.

Desperté aturdido, pero estaba tan cansado que no tardé demasiado en conciliar el sueño. Mi presencia se convirtió en la de un espectador encaramado al techo. Podía distinguir la estantería repleta de libros y la guitarra en un rincón. En la mesa, antes ocupada por la tele, un solitario tocadiscos se erigía. A su derecha, los vinilos se apilaban en desorden. Después de unos instantes, el abrumador silencio fue roto por el llanto de una mujer. En la cama, Angie se revoloteaba desnuda. Plagado de preservativos usados y ropa interior arrugada, el suelo daba una impresión desastrosa.

La puerta se abrió, dando paso a un extraño, también desnudo. Fumaba un cigarrillo y llevaba en la mano un vaso con lo que parecía ser whiskey. Se quedó un momento observando a Angie y se retiró. Pude escuchar el sonido de su orina golpear contra el agua del inodoro. Luego percibí cómo trajinaba en la cocina, buscando más bebida. Cuando se volvió a presentar, se dirigió al tocadiscos. Fue pasando cada uno de los vinilos de manera pausada. Había todo tipo de portadas, ninguna de ellas conocida. La imagen seleccionada presentaba a dos hombres de color sentados en el porche de una casa destartalada. Una vez liberado de su funda y colocado en el reproductor de música, el disco emitió un sonido de violines relajante. Había una percusión en el fondo, pero era de una cualidad indescriptible. En intervalos más o menos aleatorios, podía oírse una voz rasposa recitar versos incoherentes.

Gracias a la música, el llanto de Angie cesó. Después de hacer un gesto con las manos, el desconocido se aproximó a la cama. Sentado en uno de los bordes comenzó a acariciar su pelo. Murmuró algo pero no recibió respuesta. Hizo un amago de levantarse, pero ella se lo impidió. Angie comenzó a acariciarle la espalda. No tardaron demasiado en excitarse y acabaron enmarañados entre las sábanas. Escogieron la posición de los números gemelos para utilizar la boca y justo cuando se disponían a copular, llegó la oscuridad.

La luz volvió y con ella mi corporeidad. Abrí los ojos y pude notar cómo Angie me cabalgaba. Estábamos excitadísimos, poseídos por alguna deidad afrodisíaca. Mientras me esforzaba por utilizar la cadera para penetrar más hondo, ella aumentó el ritmo. Intenté acariciar su rostro pero rechazó mis manos. Cuando intenté agarrar sus caderas, recibí el mismo tratamiento. A medida que el placer aumentaba, con él se iba mi capacidad de reacción. Paso a paso, me estaba convirtiendo en un cuerpo amorfo. Cuando llegó el paroxismo intenté cerrar los ojos, pero fui incapaz. Visto a contraluz, el rostro de Angie se había desfigurado. En uno de sus puños, había un cuchillo dorado. Lo aferró con ambas manos y atacó mi pecho. Desperté con un chillido. Desbocado por culpa de las pesadillas, mi corazón luchaba por salir disparado.

Las cajas que más pesan son las que llevan cajas u hojas de papel. Las cajas son un invento brillante. Su material es barato, si son de cartón, y pueden ser dobladas para transportarlas o ser usadas para llevar casi cualquier cosa. Las hay de varios tamaños, yendo desde dimensiones minúsculas hasta verdaderos mastodontes, capaces de contener a varias personas. Son fáciles de almacenar. Un cuarto puede tener en su interior una cantidad enorme de cajas. También son peligrosas. Si pasas demasiadas horas junto a ellas cobran vida. No sólo pueden caerte en la cabeza y matarte, sino que te acosan con su inmovilidad y mutismo. Después de pasar unas cuantas semanas llevándolas de un lado a otro te vuelves un psicópata y las pateas, las tiras: acabas odiándolas junto con todas las vértebras de tu espalda. Ser mozo de almacén implica la realización de que una pequeña parte de nuestro mundo está regido por las cajas.

Todas estas reflexiones pasaron por mi cabeza cuando comencé mi nuevo trabajo. Entraba todas las mañanas a las nueve, de lunes a sábado, y salía a las tres de la tarde. Lo único que tenía que hacer era distribuir la mercancía que entraba por la tienda y ayudar con su almacenamiento. Mis herramientas de trabajo eran un cúter, palés, transpaletas y carritos de supermercado. No tenía ningún medio para apilar las cajas más allá de la fuerza, por lo que tuve que dominar el arte de colocar las cajas más pesadas debajo y de mover un número interminable de otras tantas para obtener lo que quería.

Después del trabajo, iba a mi casa a comer y dormía una siesta necesaria para resarcir el físico. Luego pasaba el resto de la tarde leyendo En busca del tiempo perdido. Como Guillermo no daba señales de vida, me resigné a tomarme cañas solo todos los sábados hasta entrar en un estado de ebriedad que no me impidiera regresar a casa. Los domingos iba a alguno de mis descampados favoritos a leer. Un terreno baldío simboliza la promesa del porvenir y el fracaso del pasado. Su soledad invita a profundizar en el pensamiento humano. Puede contener casi cualquier cosa en sus entrañas: desde cadáveres hasta ruinas íberas o romanas. Estamos rodeados de ellos, pero los ignoramos, así como ignoramos todo lo que hace que la vida funcione.

Nunca pensé que me obsesionaría con la prosa de un burgués hipersensible, asmático y quejumbroso. Los torrentes de pensamiento que fluyeron de su pluma me destrozaron. Conocí al Sr. de Charlus, el homosexual más entrañable de la historia de la literatura, y llegué a estar convencido de que sin los celos somos incapaces de funcionar. El paso del tiempo se tornó en algo distinto: recordar se tornó en algo más profundo. Una vulgar planta o un simple riachuelo podían significar más que un lienzo de Goya. La música se hizo cien veces más mística. Todo lo relacionado con la aristocracia, mundo tedioso y obsoleto, se convirtió en la fuente de mis anhelos. Costaba imaginar cómo había sido vivir los cambios tecnológicos del nuevo y horroroso siglo XX. Descubrí que para hablar de las relaciones sexuales sólo hacía falta disertar sobre la reproducción de las flores. Hubiera dado la vida por escribir un párrafo tan salvaje y hermoso como los suyos.

Justo cuando parecía que la rutina para el resto del verano ya estaba fijada, Guillermo volvió a dar señales de vida. Había tenido la presentación de su novela en la capital y por eso se había ausentado. Quería celebrar su primera publicación con un festín en su piso y yo estaba más que invitado. Me pidió encarecidamente que llevara una botella de vino, porque no podíamos darnos el lujo de que la bebida se acabara. Bajo esas condiciones, tuve que acceder.

¿Tú eres el joven poeta?, preguntó en la puerta Elisa, la mujer de Guillermo. Supongo que sí, contesté. Había sido el único en llegar a la hora citada, por lo que aún estaban con los preparativos previos. Me disculpé por mi puntualidad y pregunté si podía ayudar en algo, a lo que Guillermo respondió dándome una cerveza y pasándome un porro. En las bocinas, conectadas a un portátil destartalado, resonaba electro cumbia. Como no era de mi agrado, maldije los gustos musicales del anfitrión.

Media hora después, comenzó a llenarse el piso. Todo el mundo me llevaba más de seis o siete años. Se estaba formando un grupo de aspecto variopinto, pasando del formalismo más exacerbado hasta la desidia absoluta en el cuidado del pelo. Sofía, por ejemplo, era una chica rubia que, a pesar de llevar un polo de Lacoste, no paraba de llenar sus pulmones de cannabis. Hablaba de manera pausada y tenía un semblante parsimonioso. Por su sentido del humor, en cambio, podías adivinar que era todo menos conservadora o reservada. Su gusto por el jazz, sumado a su afición a la literatura, nos mantuvo entretenidos durante buena parte de la velada.

La cocina estaba a tope. Guillermo tenía un amor incondicional por la experimentación con los sabores y nos estaba preparando un manjar exquisito. Alimentar a más de diez personas no parecía ser un desafío para un experto curtido en los bajos mundos de la hostelería. Había curry y masa de pizza con queso, rellena de productos cárnicos. El puré de patatas tenía un sabor y una textura envidiables. Nunca había probado el cous cous, pero consiguió que me encantara. Había una regla de oro, sin embargo: no podíamos acercarnos demasiado a él mientras trabajaba. Los fogones eran suyos y solo suyos.

Esa noche también había un chicho peculiar, llamado Gerardo. Vas a flipar cuando lo conozcas, me había dicho Guillermo al hacer el recuento de los invitados que aún faltaban por llegar. El tío se la vive en las raves. Desde que lo introduje al mundo de las pastillas, ha encontrado una nueva libertad, dijo, soltando una carcajada.

Una vez cenados, pasamos del alcohol ligero del vino y la cerveza al de las bebidas espirituosas. Sofía y yo habíamos pedido un gin-tonic, el cual estaba siendo preparado de manera diligente por Guillermo. Le estaba comentando lo admirable que me parecía que un tío como Proust fuera capaz de convertir algo tan obsoleto como una taza de té en un símbolo de la vida misma cuando nos pusieron las copas enfrente. Eran iguales, así que me dispuse a coger la suya. Esa es la mía, dijo. Pero si son iguales, dije a su vez. Ya, pero la mía es esa, contestó. Como no entendía nada desistí. Se hizo un silencio entre los dos. A ver, lo que pasa es que Guillermo me ha puesto polvos mágicos en la bebida, dijo, soltando una risita. Se volvió a hacer el silencio entre los dos y así nos mantuvimos durante un rato.

Uno de mis viajes al baño me llevó a coincidir con Guillermo y Gerardo en el pasillo. Observé que estaban haciendo cuentas, cada uno con billetes en la mano. Antes de que entrara al baño Guillermo me hizo un gesto para que lo acompañara a su cuarto. ¿Te apetece probar el MDMA, joven poeta?, preguntó. Después de vacilar durante unos momentos acepté y acabé entrando con una pastillita azul al baño. Recuerda que el efecto tarda más o menos en llegar dependiendo de tu digestión. Notarás que tus pupilas se dilatan y unas ganas tremendas de expandirte. Es importante que te hidrates mucho y, en caso de que te encuentres mal, no dudes en decírmelo, advirtió Guillermo antes de que volviera a mi asiento.

Mi cabeza funcionaba con normalidad, más allá del efecto de la marihuana y el alcohol. El sofá, demasiado cómodo en mi opinión, me estaba dejando aplatanado. Cuando volví al baño ya se había retirado gran parte de la congregación y los que quedaban decidían cómo continuar la noche. Gerardo insistía en que había que ir a una discoteca. Sofía se tenía que ir a casa porque su novio lo esperaba y Elisa estaba bajo los efectos del MDMA porque Guillermo le había puesto en la bebida sin decírselo. Bailar parecía la opción más coherente para mí, porque no tendríamos que caminar demasiado para llegar al puerto. Salimos del piso y yo seguía sin notar nada.

Momentos antes de entrar a una discoteca diseñada como si fuera un crucero, una ola de euforia me invadió. Al pagar la entrada me dieron una copa gratis y lo primero que hice al entrar fue dirigirme a la barra a reclamarla. Quería bailar como nunca antes en mi vida. Todos los sonidos, por primitivos que fueran, cobraban un nuevo sentido. Mi cuerpo era un instrumento a merced de los cambios del ritmo. Gerardo y yo no parábamos de mirarnos. Todo lo que había oído sobre las drogas cobraba sentido. Déjate llevar, joven poeta, fueron las últimas palabras de Guillermo. Podría haber bailado hasta el fin de los días, pero, cuando vi que la hora me estaba traicionando, abandoné el barco.

El regreso a casa fue una cumbre de la introspección. La luna parecía más brillante y el cansancio de mi cuerpo contrastaba con la hiperactividad de mi mente. Acababa de descubrir que una pequeña alteración en los químicos del cerebro era capaz de trastocar la realidad y ponerla patas arriba. Cierto orgullo por descubrir lo que significaba el éxtasis se apoderó de mí. Si estaba perdido, o no, me daba lo mismo.

No tenía que madrugar demasiado para ir a trabajar, pero, mi anterior vida como estudiante, me pasó factura. Acudía a las clases en la tarde y raro era el día en el que no me acostara a las dos o tres de la mañana. Llevaba en la sangre la nocturnidad y, después de las doce, mi mente entraba en un frenesí de ideas. Cuando, en la víspera de mi primera jornada laboral, puse el despertador a las 7:45, fui consciente del cambio que me aguardaba.

El autobús se encargaba de llevarme a la tienda de ropa. Exceptuando los sábados, tanto el vehículo como las calles estaban abarrotados. Antes de llegar a mi destino, tenía que caminar por una prolongada avenida en la que mendigos y músicos se dedicaban a pedir limosna.

Una mañana, poco después de la juerga en casa de Guillermo, había un hombre cascado gritando incoherencias. Con su única mano, sostenía una botella de vino y una bolsa de supermercado. El aura que se desprendía de sus gestos me llevó a rememorar los días pasados en Berlín.

Había ido a la capital de Alemania un año antes a visitar a mi hermano, que estaba pasando por un mal momento. No teníamos nada planeado, pero confiaba en que fuera un buen guía. Lo único que me interesaba de Berlín era el Krautrock y la época que David Bowie pasó ahí con Iggy Pop.

Aunque no era temporada alta, Berlín ofrecía un amplio abanico de posibilidades. Conocedor de mis gustos musicales, mi hermano propuso ir a un concierto de jazz. Sería un martes por la noche, día extraño para alguien acostumbrado a vivir en una ciudad pequeña.

El sitio resultó ser maravilloso. Al parecer había sido un cabaret durante la primera mitad del siglo XX. No solo era enorme, sino que tenía ciertas particularidades. Las mesas estaban numeradas y contaban con un teléfono. Si te apetecía comunicarte con alguien en la lejanía, lo único que había que hacer era marcar su número con la rueda del aparato. En algún punto de la noche recibimos una llamada pero, al descolgar, se cortó la comunicación.

La orquesta era de vientos en su mayoría. El presentador, vestía una camisa hawaiana y era calvo. Alternaba el inglés con el alemán en sus discursos gustando de la exageración. No dudaba en soltar un grito de vez en cuando para excitar nuestros ánimos. Cualquiera hubiera dudado de su estabilidad mental si lo hubiera visto retratado en una fotografía. Después de una serie de bramidos sin sentido, dejó claro que lo que teníamos que hacer era relajarnos y permitir que la música nos transportara a lugares desconocidos.

El concierto estaba basado en los estándares de jazz. Duke Ellington con su Caravan, hizo presencia desde el primer momento. Los músicos no eran espectaculares, pero podías notar que gozaban, demostrando que la frivolidad alemana no era más que un mito. La tercera o cuarta pieza, anunciada a chillidos por el primo hermano de Black Francis, fue Epistrophy, de Thelonious Monk. Fue ahí cuando entramos en el terreno que me gustaba. El jazz, formalista por excelencia, era también un canto a la rebeldía. Monk, cuyos anillos desgastaban las teclas del piano, dejó de hablar de repente, recluyéndose en casa. Hasta la fecha, todos se preguntan qué había en la cabeza del genio misterioso.

A medio camino de Epistrophy comencé a pensar en Charles Mingus. Moanin’ me encandilaba. La figura del músico, me obsesionaba. No sólo fue grande en estatura y tamaño, sino que su temperamento dejaba mucho que desear. Se rumoreaba que, en una ocasión, enojado, reventó su contrabajo, hazaña admirable teniendo en cuenta el peso y las dimensiones del instrumento.

Epistrophy terminó de golpe, dando paso a un silencio recargado. El presentador, emergiendo de las sombras, comenzó a hablar de manera pausada. Poco a poco, fue aumentando el volumen y la velocidad de las palabras. Después de un instante, se subió de un salto a nuestra mesa, retomando los bramidos. Cada incoherencia iba acompañada de una pregunta al público. Momentos antes de regresar al escenario gritó, Moanin’!, a todo pulmón. Los músicos, atendiendo a su señal, se pusieron a tocar. Pude sentir cómo los escalofríos invadían mi cuerpo. Por unos segundos, fui partícipe de una especie de locura capaz de hacerte perder la cabeza.

La temperatura de mediados de agosto llegó para quedarse. Caminar antes de la puesta de sol se convirtió en un suplicio. Dormir, en un calvario. Los mosquitos, a punto de comenzar su tarea vampírica, se apelotonaban alrededor de las farolas. La búsqueda de un alivio pasajero se presentó en forma de vino blanco, cerveza y pantalones cortos.

Después de nuestro primer encuentro, Sofía y yo entablamos varias conversaciones por internet. Su gusto por tocar jazz con el ukulele compaginaba muy bien con mi pasión por la música. También era escritora, pero a diferencia de Guillermo, no quería publicar sus relatos. Consideraba que, antes de los cuarenta, nada salido de su pluma podría ser de calidad. Se negaba fehacientemente a aceptar los elogios que le prodigábamos. Es una lástima, le dije, que gente con verdadero valor como tú carezca de la confianza para publicar mientras que otros, menos leídos, más mediocres, presuman de un talento del que carecen. Ella contestó que siempre había sido así, que en todas las épocas se habían publicado más obras malas que buenas y supongo que tenía razón.

Acordamos volver a vernos para tomar unas cervezas y hablar. Como los días de verano se prolongaban más de lo habitual, lo normal era quedar después de la cena, una vez que el acoso del aire cálido hubiera menguado. Pensé proponerle que fuéramos al Templo, pero descarté la idea, intuyendo que la detestaría. Después de barajar varias posibilidades, decidí que lo mejor era que escogiera el sitio, confiando en su experiencia.

Nos encontramos en el mercado a las 23:00. La seguí a un bar de rock and roll, en el cual, según sus palabras, la música no era tan apestosa. No era el sitio más grande ni el mejor amueblado, pero tenía carácter. Había un escenario al fondo y daba la sensación de que estabas en una cueva. Podías encontrar diversos objetos, como una mesa de billar, un futbolín, una videoconsola o una máquina para jugar a los dardos. A pesar del encanto del local, pasamos la mayor parte de la velada fuera, evitando el bochorno y compartiendo el hachís, elemento imprescindible en las salidas de Sofía.

¿Te apetece jugar al billar?, preguntó, cuando comencé a estar demasiado embotado por el efecto conjunto del alcohol y el hachís. Vale, contesté, pero no esperes que mi rendimiento sea demasiado bueno. No te preocupes, te voy a ganar: pasé gran parte de mi infancia en los billares con mi abuelo, dijo. Pago yo la primera entonces, dije a su vez, dirigiéndome hacia la mesa.

Jugar al billar borracho es difícil. Jugar borracho y fumado, ridículo. En el primer turno, ella metió tres bolas. Yo, en cambio, era incapaz de darle a la blanca. Sumándose a mis carcajadas, no perdió la concentración en ningún momento. Cuando, por error, coló la negra, un atisbo de sombra se reflejó en su rostro. La siguiente partida duró menos de cinco minutos: Sofía, indignada, desplegó todo su potencial, sin dar paso a la misericordia. Abatido, le rogué que nos alejáramos de la mesa.

Cuando dieron las tres de la mañana, apenas podía mantenerme en pie. Preocupada por mi estado, Sofía se ofreció para llevarme a casa. Me preguntó si era capaz de acompañarla al coche, pues había aparcado lejos. Contesté que no había problema: necesitaba un poco de aire y la caminata me ayudaría a despejarme.

Rumbo al vehículo, me advirtió que había que subir una cuesta horrorosa. Si necesitaba parar a por agua sólo tenía que decírselo. Luego se puso a hablar de Guerra y paz. Tolstói es la hostia, dijo, los capítulos son cortos y siempre que puede aprovecha para hacer digresiones sobre filosofía y política internacional. No puedes morir sin haberlo leído. Incapaz de encontrar una respuesta, me concentré en el ritmo de sus pasos.

Te vas a cagar, dijo antes de encender el coche. Me limité a observar cómo sacaba el iPod de la guantera y lo conectaba a la radio. Te voy a poner un disco en el que salen Tom Waits, Keith Richards, Patti Smith, Nick Cave y Warren Ellis, dijo. ¿Warren Ellis?, ¿ese no es el violinista de los Bad Seeds y de Dirty Three?, pregunté. Ese mismo, contestó. El álbum, basado alrededor de los cánticos de los piratas, reflejaba su obsesión con el mundo del mar. Se había leído innumerables tratados sobre barcos y navegación. Según ella, no había nada comparable a la prosa de Conrad y Moby Dick, su novela favorita, era una obra maestra.

Condujo más rápido de lo normal. Cantaba en voz alta, acompañando la voz rasposa de Tom Waits. La emoción del momento la llevó a despegar los ojos del camino y, en una curva, estampó la rueda izquierda contra el bordillo. El golpe me pilló por sorpresa. Noté un pequeño dolor en la rodilla, pero no parecía grave. Sofía se quedó anonadada. Antes de salir para evaluar los daños, me preguntó si estaba bien. De regreso al volante, se quedó un instante apoyada en él. Estoy avergonzada, dijo, lo siento muchísimo. No te preocupes, contesté, tómate tu tiempo y límpiate las lágrimas, anda.

El resto del trayecto transcurrió en silencio. Sofía tenía que estar muy concentrada, porque la rueda se había torcido y costaba mantener recto el coche. Cuando llegamos a nuestro destino, no pude evitar reírme. Necesitada de un alivio, se unió a mi carcajada. Le di dos besos y le dije que ni se le ocurriera escuchar a los piratas rumbo a su casa. Tampoco debía olvidarse de avisarme cuando llegara a su morada.

La consciencia de mi posición privilegiada me carcomía. Había comenzado a ganar dinero y podía permitirme el lujo de gastármelo en alcohol y libros. El trabajo no me gustaba, pero tenía buenos compañeros y mi jefe no era ningún tirano. Desde el punto de vista positivo, disfrutaba de una gran libertad creativa. Estar rodeado de cajas y hacer tareas repetitivas ayuda a que la mente se desarrolle. Recordaba que Cortázar, en una de entrevista, había dicho que, al llegar a París, trabajó empaquetando libros, lugar donde amasó parte de su material literario.

Agosto finalizó y me preguntaba cuánto más aguantaría en el almacén, cuando recibí una llamada de Alfonso. Llevaba años sin verlo porque se había mudado a otra ciudad y ninguno de los dos había hecho el esfuerzo de acercarse al otro. Güey, dijo, con el acento mexicano que lo caracterizaba, voy a caerte la semana que viene. Mis jefes me dieron una lana para que me eche unas vacaciones y pienso aprovecharla al máximo.

No has cambiado ni un poquito, carnal, dijo al reencontrarnos. Tú sí que has cambiado mucho, pendejo, dije a su vez. ¿Ya estás intentando imitarme?, güey. Supongo que dices que ando cambiado por la melena, preguntó. Bueno, tampoco es que hayas cambiado demasiado, contesté, sigues teniendo la misma cara de gilipollas.

Siempre se le había dado bien ir al grano. Confesó que había comprado hongos y que esa era la verdadera razón por la que había viajado para verme. Su primera experiencia con los alucinógenos de origen natural tenía que ser con su incansable compañero de batallas.

Teníamos una semana para encontrar el espacio y tiempo necesarios para probarlos. Moví mar y tierra para conseguir un piso en el que pudiéramos estar a gusto. Me hubiera gustado tener a alguien que nos supervisara, pero los amigos con los que contaba en aquel entonces no accederían. Guillermo era el único que podría haberme ayudado, pero no quería molestarlo. Al final, resignado, le dije a Alfonso que tendríamos que rentar la habitación de un motel para poder pasar la noche juntos.

Llegó el día acordado. Bombardeé a Alfonso con preguntas sobre si sabía cuál era la dosis adecuada, porque había leído que el efecto de las setas estaba relacionado con el peso del que las consumiera. A partir de cierta cantidad, había riesgo de enfrentarse a un mal viaje. Cálmate, carnal. Esos güeyes del internet están bien pendejos. Yo sé lo que hago, papá, dijo a manera de consuelo. Más te vale, porque si se nos va la olla no tenemos a nadie que nos ayude, le advertí.

Los hongos sabían mal. Para tragarlos, tuve que luchar contra las arcadas y, luego de una hora, fui escéptico ante su efecto. Después me invadió una risa descomunal. Alfonso tampoco podía parar de reír. Parecíamos dos enfermos mentales. Nuestra percepción del mundo no había cambiado un ápice, pero todo era cómico. Cuando saqué el móvil y puse el video del Mariachi Loco, la apoteosis llegó. Me dolía el estómago y la garganta de tanto reír. Las lágrimas corrían por mis mejillas, mientras Alfonso se retorcía en el suelo de la pequeña habitación.

De repente, la risa cesó. Seguíamos alegres, pero ya no era necesario expresarlo. Noté que mi sentido del tacto se había modificado. Me acerqué a las cortinas y comencé a acariciarlas. Acabo de darme cuenta de que las cortinas son un gran invento, dije. ¿Qué mamadas dices, pendejo?, preguntó. Acércate y verás. Solo hace falta acariciarlas… son tersas, suaves… Piénsalo un poco, durante siglos, este modesto pedazo de tela ha servido para ocultar la vida privada de hombres y mujeres, contesté. Se acercó y las acariciamos juntos. Estábamos hipnotizados por su esbeltez. Jugábamos a enrollarlas para después soltarlas y ver cómo bailaban regresando a su postura inicial. Narcotizados por la parsimonia de su sucio tejido, éramos incapaces de despegarles los ojos de encima.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Cada uno había desarrollado una fijación y estábamos en bucle. Mientras hablaba de que tenía un bigote francés y una barba rusa, descubrí que, a pesar de mi aparente pesimismo, era una persona religiosa y que confiaba en la humanidad. Alfonso, en cambio, no paraba de darle vueltas a la cuestión de si debía enfrentarse a sus padres y confesarles que planeaba tener. Sincerados el uno con el otro, confesamos cosas que nadie en su sano juicio le diría a un amigo.

Cuando, en cierto punto, la melancolía me invadió, me puse a llorar. Nunca me había sentido tan triste y patético. Los demonios acumulados desde que salí de la universidad me acosaban. Incapaz de encontrar un rumbo, se me estaba yendo la vida por la borda.

Alfonso, descubriendo las lágrimas en mis ojos, me abrazó y dijo que me quería. Yo, por alguna razón, me disculpé por ser su amigo. Mis palabras fueron tan ridículas, que su risa estalló. Ahora sí te pasaste de verga, carnal, exclamó, cómo que perdón por ser tu amigo, ¡no mames!

Después del incidente, la intensidad de la velada decreció. Intentamos dormir, pero fue imposible. Resignados, nos pusimos a rememorar los viejos y buenos tiempos. Cuando se acabaron las horas que habíamos pagado y nos despedimos, Alfonso dijo que tenía que contarme una historia. Como se iba en la noche del lunes, quedamos esa misma tarde.

Alfonso me dejó intrigado. Intentando averiguar cuál era su historia, recordé uno de los relatos más fascinantes que había escuchado. Su génesis estaba en Colombia y, como todo lo que viene del continente latinoamericano, tenía un halo sobrenatural. El narrador, un borracho corpulento llamado Camilo, no era ajeno al don de la palabra ni a la charlatanería que le conferían sus ancestros. De presencia cargante, aquel chico al que no he vuelto a ver, era capaz de embelesarte durante horas.

Comenzó hablando de sus padres. La Amazonia colombiana es inmensa, pero hay maneras de sortearla. Plagada de ríos, sus afluencias de agua son el mejor medio de transporte. Según Camilo, en algún punto del Putumayo dejaron de ser dos completos desconocidos. Aunque sus pasos llevaran a lugares distintos, estaban dispuestos a caminar al unísono.

En aquella parte del mundo el teléfono no existía, por lo que tuvieron que acordar una cita. Después de un puñado de ocasiones, la atracción se convirtió en amor. Dispuestos a dejar su pasado atrás y construir una vida en común, buscaron a un párroco para que los casara.

Díaz Toro era el hombre más adecuado para consumar la unión. De carácter liberal, aquel padrecito se ganó su confianza a base de largas conversaciones en cafés. Cuando la ocasión surgía, jamás renunciaba a compartir un vaso de aguardiente. Tenía una peculiar visión del mundo, la cual acabó por conquistar a la joven pareja.

Con el tiempo llegaron los hijos. Ahogados por la realidad colombiana, se vieron obligados a migrar. Después de probar suerte en varios países de Europa, lograron asentarse en España. Por primera vez en años, sintieron algo de la paz que confiere la estabilidad. Rodeados de bienestar, no veían razones para recordar los detalles turbios de su pasado.

Una tarde, mientras Camilo estaba en su cuarto, escuchó un prolongado ¡Jueputaaaa! Acercándose al cuarto de su padre para investigar, descubrió que, en la pantalla del ordenador, una nota de prensa dictaba: «El crimen del padre José Díaz tiene en “vilo” a la Iglesia Católica». En ella se explicaba que el sacerdote había sido condenado a 23 años de cárcel y a pagar 600 millones de pesos a manera de indemnización. Las víctimas eran una niña de cinco años y una mujer de treinta y dos.

Cuando el crimen fue resuelto, pocas personas se sorprendieron del veredicto. A causa de su doble vida, el padre era conocido entre sus parroquianos. Frecuentaba a varias amantes y, una de ellas, clamando justicia, irrumpía la misa de los domingos exhibiendo a una hija en común. Incapaz de encontrar una solución mejor, Díaz Toro se decantó por el asesinato.

Para llevar a cabo el crimen, buscó un cómplice. Después de golpear a la madre con una maceta, asesinaron a la niña mientras dormía. Cargaron los cuerpos en bolsas, llevándolos a la orilla del río para incinerarlos. Confiaban en que, sumada al fuego, una limpieza a conciencia de la casa los libraría de toda sospecha, pero su prudencia los traicionó: en los escombros dejados por los cuerpos, aparecieron los restos de una foto. Una vez restaurada, reveló a Díaz Toro posando junto a las víctimas.

¿Te puedes creer que lo primero que se le ocurrió al huevón de mi padre fue investigar si su matrimonio había quedado anulado?, preguntó Camilo; por desgracia para mi madre, las acciones del padrecito antes del crimen seguirían vigentes aunque entrara en la cárcel.

Aquella noche, mientras escuchaba la historia, se me vino a la mente la imagen de los sepultureros de Hamlet. Había algo de cómico en todo aquello. Podía imaginar a Díaz Toro mientras dialogaba con su cómplice. Preparo este fuego para incinerar a un muerto, diría, pero es a mí a quien quemo. En medio de la selva, su semblante se iluminaría a causa de las llamas, generando una sensación de trascendencia. El significado de la existencia, con toda su absurdidad, se haría presente y tendríamos que callar aceptándolo.

Es difícil no sentirte un pendejo cuando hablas de amor, dijo Alfonso, mientras le daba un sorbo a su Fanta de limón. Todos nos burlamos de las historias rosas, continuó, y nadie está dispuesto a aceptar que alguna vez se planteó volarse la cholla por culpa de una vieja. Al final el tiempo pasa y, poco a poco, eres capaz de ver las cosas en perspectiva y reírte de lo idiota que estabas. Pero cuando estás ahí, en medio de la mierda, sin poder parar de chillar, parece que no hay mañana y que tu corazón reventará. Te crees un incomprendido e ignoras los consejos de tus amigos, como si ellos no hubieran amado con pasión. El pedo es que, por más que consigas salir adelante, quedas marcado.

Terminó la frase llevándose un puñado de olivas a la boca. Estábamos en el bar de la estación, esperando a que llegara la hora de su marcha. Después de pedir una caña y un par de bocadillos, me dispuse a escuchar su primera historia de amor.

Alfonso no era virgen cuando conoció a Samanta. Dos años antes de entrar en la universidad, había aprovechado que sus padres no estaban para copular con la vecina en la azotea del edificio. El acto había sido carente de amor. Un par de adolescentes hormonados querían descubrir los límites de sus cuerpos y ese era el resultado. Le supo a poco, sin embargo. A pesar de que disfrutó corriéndose en el primer preservativo usado para fines serios en su vida, sabía que lo que acababa de hacer carecía de significado.

Los años pasaron y comenzó lo que debía ser la antesala académica antes de entrar en el mundo profesional. Sus capacidades para congeniar y su gusto por la música pesada lo llevaron entablar amistad con Ethan, un chico de pueblo que disfrutaba más de la cerveza que de los estudios.

Cuando empiezas la universidad, lo natural es que busques a las personas que conoces para sentarte a su lado. Samanta era la novia del mejor amigo de Ethan pero, a pesar de que habían pasado varias tardes juntos, seguían siendo simples conocidos. Como ignorar al otro hubiera sido descortés, decidieron que lo mejor era compartir mesa.

Obligado por la situación, Alfonso adoptó la costumbre se sentarse entre ambos. Su primera reacción cuando saludó a Samanta fue mirarle el culo. No le parecía una chica guapa, pero tampoco podía decir que era fea. Superaba en carácter a Ethan, por lo que llevaba la voz cantante en las conversaciones. No tardó demasiado en concertar una cita a solas con Alfonso, noticia que recibió con cierto escepticismo, pues no sabía cómo interpretar sus intenciones.

A lo largo de un año, Alfonso y Samanta compartieron innumerables cervezas. Ella tenía siete años más y, siempre que conversaban sobre la vida, demostraba cierto anhelo por una juventud pasada. Aunque no era tan vieja para hacer esas reflexiones, gustaba de repetir que la presencia de Alfonso la llenaba de energía.

Una tarde de verano, poco después del final del primer curso, Ethan le preguntó a Alfonso si Samanta le gustaba. Él se negó de manera rotunda. Tiene novio, dijo, además, dudo que nos lleváramos bien juntos. Se hizo el silencio y continuaron caminando. En casa de Ethan aguardaba una olla de calimocho para aliviar el calor de julio.

Ese día, Alfonso se emborrachó tanto que acabó medio desmayado en el baño. Ethan le contó que había dejado las paredes embarradas de vómito y que estuvo toda la mañana limpiándolo. También le dijo que, días después, encontró uno de los interruptores del pasillo con restos de fluido. Siempre que podía, se lo recriminaba y le decía a manera de broma que no lo volvería invitar a beber jamás.

Ahora sé que estaba en negación, la neta, dijo Alfonso. Samanta me gustaba un chingo pero tenía miedo de acercarme porque su novio era el mejor amigo de Ethan y me caía bien. Además, nunca había tenido una mejor amiga y no quería perderla. Te juro que contesté de manera sincera cuando dije que no me gustaba.

Después de un verano separados, se reencontraron en el segundo curso. Alfonso comenzó a ser un escape para Samanta. Tenía muchos problemas familiares y él era su mejor confidente. No era extraño que quedaran en casa de ella para hablar. Las llamadas influidas por el alcohol en medio de la noche se normalizaron. Más de una vez, sus cuerpos se fundieron en abrazos de un cariño sensual, provocándole vergonzosas erecciones.

Entonces me escribió un mensaje, güey, dijo Alfonso. Estaba en el autobús y me dijo que le gustaba: que quería acostarse conmigo. Íbamos a celebrar la «inauguración» del piso al que se acababa de mudar y la idea era que me quedara después de la fiesta. Imagínate, cabrón, tuve que pasar toda la tarde con Ethan, su novia y el novio de Samanta. Ellos no sabían ni madres; no sabían que cuando nos cagábamos de risa por los chistes de Ethan, mi mirada se posaba en los ojos de Samanta. ¡Nos estábamos empedando con la cerveza de su novio y yo me la iba a coger esa noche!

En los últimos tiempos, la relación entre Samanta y su novio se había vuelto tensa y, esa noche, el vaso se desbordó. Su situación familiar estaba haciendo mella. Después de tantos años juntos, habían acumulado pequeños rencores. Se dedicaron a lanzarse pullas, hasta que acabaron gritándose. Ethan y su novia acudieron mudos al espectáculo. Estaban a punto de llegar a las manos cuando Alfonso los separó. Samanta se fue a su habitación y su novio se marchó dando un portazo. La reunión quedó concluida antes de tiempo.

Antes de irse, Ethan miró a los ojos a Alfonso y le preguntó ¿ahora qué? desde el vestíbulo. No hubo respuesta. Se cerró la puerta. Samanta lloraba desconsolada. Alfonso se limitaba a acariciarla. El lecho estaba desordenado. Una vela esperaba a ser encendida en la mesita de noche, junto con una varita de incienso a medio camino de ser consumida. Sus cuerpos se unieron poco antes de que llegara la madrugada. Desde la ventana, se podía apreciar la tonalidad cambiante del mar. Samanta cayó en un sueño profundo, pero Alfonso pasó el tiempo que le quedaba antes de marcharse contemplando el techo. Se sentía tan mal que tuvo que acercarse al baño a vomitar de manera silenciosa. El contenido que despedían sus tripas era amarillento y tenía un sabor amargo. Sentía una nueva y rara especie de enfermedad en lo más profundo de su ser.

¿Te puedes creer que yo era bien pinche optimista?, me preguntó Alfonso; le decía a Samanta que, en la vida, las cosas no tienen por qué salir mal. No se trata de que todo sea maravilloso, pero, cuando está en tus manos que algo salga bien, adelante, échale huevos. Si no puedes hacer nada, pues ya ni modo, asumes la realidad tal y como es. Qué lástima que todo se acabara yendo a la verga, porque ahora pienso que las cosas tienden a salir mal por naturaleza.

Después de esa noche, se acostaron tres veces más. Alfonso no podía soportar el hecho de que Samanta le mintiera a su novio. La instaba a que se decidiera entre los dos, pero el tiempo pasaba y cada vez se sentía peor. Estaba enamorado y por eso sufría. Quería compartir su vida con Samanta, pero no de esa manera. Decidió, a riesgo de que le partiera la cara, que tenía que hablar con Ethan.

Quedaron después de clase. Como ya estaba entrando el invierno, se hacía de noche más temprano. La falta de luz ayudaría a que nadie se fijara en ellos. Si le tenían que estrellar un puño en la nariz, al menos no sería a plena luz del día.

El cabrón se quedó callado cuando se lo dije, confesó Alfonso. Después empezó a cagarse de risa y me dio un abrazo. Que te quiten lo bailado, dijo. Encontraba hilarante la situación. Sabía que su amigo seguía acostándose con Samanta. ¿Me estás diciendo que mi mejor amigo se está comiendo tus chamacos sin saberlo?, me preguntó y yo no pude evitar reírme.

Lo peor, por supuesto, estaba por llegar. Samanta se volvió una persona inestable. Su incapacidad para manejar la situación estaba exasperando a todos. La verdad había sido revelada a su novio por Ethan, desquiciándolo. Alfonso se cerró en banda y quería que Samanta tomara una decisión. Parecía que habían entrado en un callejón sin salida.

La penúltima vez que Alfonso vio a Samanta fue en el lecho que los vio pecar. Llevaban dos horas discutiendo sin llegar a ninguna parte. A pesar de que hacía unos meses se habían jurado amistad eterna, el orden establecido estaba roto. La confianza dejó de existir y todo lo que se decían era tomado por mentira. Nadie quería aceptar su papel en el desastre. Reprocharle al otro sus errores era mejor que dar el brazo a torcer.

Samanta tomaba cerveza en abundancia. Alfonso tenía el estómago cerrado. Ella se sentía muy mal. Confesó que había ingerido un montón de pastillas junto con el alcohol porque ya no quería vivir. Los echaría de menos a todos. Se disculpaba por el daño que había causado. Esperaba que algún día fueran capaces de perdonarla.

Me encabroné un chingo cuando escuché eso, dijo Alfonso. Estaba empezando a tener un ataque de ira. Quería matar a alguien. La hija de la chingada me estaba manipulando de la peor manera posible. No iba a permitir que se suicidara en mi cara, así que me largué antes de hacer algo estúpido. En vez de usar el autobús, me fui corriendo a mi casa para calmar la ansiedad. Sentía como si me persiguieran, así que volteaba para atrás cada dos por tres, pero todo estaba en mi cabeza.

Antes de llegar a su destino, golpeó la pared hasta que los nudillos le sangraron. Después, se metió en la ducha y lloró. En los meses que siguieron, el silencio invadió su vida. Cuando, después de largas reflexiones se sintió fuerte, acordó un último encuentro con Samanta para zanjar el asunto.

Todavía no sé si me arrepiento de lo que hice, dijo Alfonso. Cuando hablé con ella esa vez le dije que no quería volver a verla jamás. El pedo fue que, el día de lo de las pastillas, Samanta me dio una carta. La tuve guardada mucho tiempo, pero me daba miedo leerla, por eso la acabé rompiendo. Me preguntó si la había leído y contesté con sinceridad. Su rostro se descompuso, nunca lo voy a olvidar. Se portó de la verga conmigo, pero no sé si merecía esa puñalada. Como ya te dije, está cabrón no sentirse pendejo hablando de estas cosas. Creo que los hongos me pusieron muy sensible anoche. Recordé de manera tan vívida lo que me pasó con Samanta que no podía irme sin contártelo.

Eché un vistazo al reloj. Si no quería perder el tren, Alfonso tendría que apurarse. Nos dimos un prolongado abrazo y un fuerte apretón de manos. Prometimos repetir la experiencia en un futuro no demasiado lejano. Su historia me trajo a la memoria lo que había pasado con Angie y pensé que no había estado tan mal.

Sofía quedó apenada por el choque. Tiempo después del incidente, me invitó a su casa para subsanar lo ocurrido. Vivía en un chalet a las afueras de la ciudad, en una zona residencial para extranjeros. Ya en el portal, era fácil adivinar su afición por los bonsáis, dos de los cuales colgaban del techo, proyectando sensuales sombras sobre la pared. El interior, decorado a la manera de los casinos de principios del siglo XX, generaba una atmósfera cargante, que contrastaba con el viento que recorría la sala. Después de descorchar una botella de vino blanco y presentarme a su novio, me invitó a sentarme y a disfrutar de los aperitivos.

No vuelvo a pillar el coche mamada, dijo, soy una gilipollas: ¿imagínate si te hubiera pasado algo grave por mi culpa?, jamás me lo perdonaría. Acto seguido, me regaló su copia de Ana Karénina a manera de disculpa, una de esas ediciones especiales de tapa dura, con un lomo incitante, perfecto para ser acariciado.

La comida transcurrió de manera apacible. Después de terminar con el postre, Sofía puso en el tocadiscos sus vinilos de jazz favoritos, mientras imitaba los fraseos de las trompetas y de las guitarras con el ukulele. El brillo de sus ojos mientras acariciaba las cuerdas del pequeño instrumento evocaba en mí la pasión de los grandes genios incomprendidos. Me hubiera gustado pasar más tiempo escuchándola, pero me tenía que marchar. Antes de despedirme, le agradecí el regalo y le dije que, si se lo propusiera, podría dar un recital por ahí. Dudo que alguien esté tan mal de la cabeza para invitar a una chica a su local a tocar el ukulele, fue su respuesta, acompañada por un suspiro. Opino lo contrario, estoy convencido de que la ecuación chica-ukulele tiene un gran potencial, dije mientras estrujaba la mano de su novio y procedía a darle un fuerte abrazo.

Lo primero que hice al regresar a casa fue hacerle un hueco en la estantería al regalo de Sofía. Mientras lo colocaba, rememoré a algunos de los autores que habían significado algo para mí en el tiempo que llevaba en la tierra. García Márquez fue el primer autor con el que me obsesioné: en menos de un año, leí todos sus cuentos y novelas. Drácula y El moderno Prometeo marcaron mi adolescencia. Yukio Mishima me conquistó con su Mar de la fertilidad. Dostoievski era una deidad innegable, omnipresente. Marcel Proust estaba haciéndose un hueco al lado de Roberto Bolaño y los dos Murakamis. Henry Miller me salvó la vida: en un momento de debilidad, Trópico de Cáncer puso mis pies en la tierra, porque el dolor no significa nada y la vida es un poema agridulce por el que hay que luchar, pues vale la pena escucharlo. Trópico de Capricornio me gustó, Primavera negra me impactó, devoré La crucifixión rosada y encontré conmovedor El coloso de Marusi. Pero ninguno de esos libros se compara con Big Sur, la obra cumbre del pensamiento milleriano. De la mano de Miller llegué a Víctor Hugo: si hay un libro capaz de hacerte creer en Dios, ése es Los miserables. La historia de Jean Valjean es una oda a la redención y al fruto del sufrimiento; ése que impregna las páginas de La señora Dalloway. Pero, si había alguna autora a la que envidiaba, ésa era Carson McCullers: después de leer por segunda vez El corazón es un cazador solitario, me pregunté cómo era posible que alguien, a los veinte años, fuera tan original y sensible.

Antes de que llegara a su sitio, de las hojas de «una de las mejores novelas de amor jamás escritas» cayó una foto. En ella se mostraba a Sofía posando con su familia frente al Monasterio de El Escorial. Parecía contenta y, por sus rasgos, se podía intuir que acababa de entrar en la veintena. La imagen, conservada gracias al libro, me llevó a Berlín. Por segunda vez en poco tiempo, quedé atrapado en medio de los recuerdos.

Se acercaba el fin de semana y mi hermano y yo nos disponíamos a hacer un viaje en bici a Potsdam, ciudad conocida por su palacio. Confiábamos en que nuestros vehículos fueran eficientes, pero no fue así. No había pasado media hora y ya teníamos una cadena suelta. Después de batallar con ella otra media hora, decidimos que lo mejor sería rendirnos. Rentaríamos otra bicicleta para poder completar el trayecto.

El sitio de renta de bicicletas se encontraba lejos de donde nos quedamos varados, por lo que tuvimos que dirigirnos al metro para llegar antes de que se nos hiciera demasiado tarde. El U-Bahn, con sus antiguos vagones, nos llevó traqueteando a una zona concurrida de la ciudad, donde perdimos otros veinte minutos. Después de dejar la bicicleta estropeada en un lugar más o menos apartado, volvimos a la estación de metro para regresar al sitio donde el desastre había comenzado.

Mi selección musical para el viaje comenzó con el Doolittle, de los Pixies. Después de la experiencia en el concierto de jazz, necesitaba algo desbocado. El siguiente grupo sería Kraftwerk. Los genios de la música electrónica, hijos de Berlín, tenían el disco perfecto para un buen paseo en bici: Tour de France. Por último, no podía dejar pasar la tentación de deleitar mis oídos con las guitarras sensuales de Jimmy Page en el Physical Graffiti.

El trayecto duró tres horas, con una pausa para degustar unos espaguetis a la carbonara. La ciudad, plagada de edificios decimonónicos, tenía carisma. Parecía que, a la vuelta de cada esquina, una sorpresa aguardaba. Cuando mis ojos se posaron sobre el palacio, al que llegamos después de recorrer vastos terrenos, entendí el significado del poder.

Desconocía la historia de Alemania pero, gracias a los cuadros de Goya, sabía que los monarcas eran seres despreciables. Rodeado de paisajes dignos de una película de Kubrick, podía imaginarme a Carlos III cazando por los prados junto a Barry Lyndon, consumido por la ambición. Erigido sobre una base de sangre, el palacio de Potsdam demostraba que detrás de todo lo bello reside la tragedia.

Después de aburrir a mi hermano con quejas sobre la monarquía, decidimos volver a casa. Como estábamos cansados, cogimos el tren. Ya en su piso, nos decantamos por el Kebab que estaba debajo para cenar. Nunca había probado un dürüm tan malo. Amargado por la sequedad del pollo, sonreí al pensar que no había mejor manera de terminar el día.

La llamada de mi madre anunciándome que la cena estaba lista me sacó de mi ensimismamiento. Recogí la fotografía del suelo y la guardé en uno de los cajones de mi mesita de noche. Antes de salir de mi cuarto, posé mi mano por última vez en las letras doradas de Ana Karénina.

No había vuelto al Templo desde la noche en que conocí a Guillermo. Me llegó de oídas que estaban comenzando a organizar recitales de poesía. La peculiaridad estaba en que el escenario era abierto, por lo que cualquiera podía subir a compartir sus creaciones. El formato, conocido como Jam Poética, no era novedoso. Como me aburría en casa, decidí volver al lugar al que había prometido no regresar jamás, pero esta vez sin expectativas.

Mi primer impulso al llegar fue pedirme una copa. Esa noche, mi espíritu se sentía más solitario de lo normal. Al de salir de casa, caí en la cuenta de que, antes de terminar mis estudios, nunca había salido por mi cuenta. Solía burlarme de los señores mayores ahogados en un rincón de la barra, y ahora era consciente de qué era lo que los llevaba a acabar así. A veces necesitas emborracharte, pero no quieres hacerlo abandonado. Aunque no establezcas contacto con los que te rodean, al estar en un bar existe la posibilidad de que alguien se acerque a hablar contigo.

Faltaba un par de horas para que el evento comenzara, así que me dediqué a hablar con el dueño del Templo. Insistía en que yo saliera a recitar, pero después de la última experiencia era reticente. No quería sucumbir ante mi ego otra vez. Estaba harto de hacer el ridículo. La mera idea de volver a escuchar mi voz declamando me daba náuseas.

Cuando llegó el momento de la poesía, la primera persona en subirse a la tarima fue un chico que no llegaba a los veinticinco años. Sus versos estaban plagados de un yoísmo quejumbroso. Era como si él fuera la única persona en el mundo que había sufrido y sabía lo que significaba. Me pregunté qué lo había llevado a escribir poesía y cuáles eran sus lecturas favoritas. Tenía la impresión de que pensaba que la poesía era decir cosas trascendentales en verso, y que sólo gracias a los sentimientos elevados se podía escribir. Me hubiera gustado hablar con él a solas, pero, después de recitar, salió a la calle a charlar con sus acompañantes.

Los siguientes participantes siguieron su línea. Algunos sucumbían ante la tentación de mancillar la rima, recurso que utilizaban para hacer una especie de rap sin sentido. Sus gestos eran los de un profeta ante su séquito. Del brillo de sus ojos se podía inferir que disfrutaban siendo escuchados. Sus versos hablaban de la injusticia social y el cambio climático; de la hipocresía de la clase política y de la importancia de pensar por uno mismo; de la crueldad hacia los animales y el maltrato hacia las mujeres. Escuchándolos parecía que estaban a un paso de cambiar el mundo. Sus voces contenían todo el rencor del joven que acaba de descubrir que el mundo es una mierda. Agradecí para mis adentros que Guillermo evitara que me convirtiera en uno más.

Dentro del público, había un chico que no paraba de mirarme. Tenía la tez morena y buen porte. Aproveché uno de los intervalos entre poeta y poeta para acercarme a preguntarle quién era. Me llamo Giacomo, dijo. ¿De dónde eres?, pregunté. De Roma, pero hace años que hui de esa città di merda, contestó. ¿Te apetece salir un momento para poder hablar sin interrumpir a los «poetas»?, pregunté, señalando con la cabeza la puerta. Dio un par de pasos y la abrió a manera de respuesta.

Resultó que Giacomo no era de la capital italiana, sino de un pueblo pequeño, desconocido para la mayoría de las personas. Decía que era de Roma para evitar más preguntas. Había vivido una parte de su vida en la ciudad, sin embargo. Detestaba a sus padres, por lo que huyó a la urbe en busca de independencia. El resultado fue un puesto como dependiente de supermercado.

Los clientes eran imbecilli, los detestaba, dijo, enfatizando con las manos. Encontré tan trillado el gesto que solté una carcajada. En realidad, la gente es stronzo por norma general, agregué, consiguiendo que se uniera al ritual de la risa. También me contó que, muchas veces, tiraba al suelo los productos a propósito. Como el mostrador protegía sus piernas, haciéndolas invisibles a los clientes, aprovechaba para restregárselos en las gónadas. Le dije que Marinetti habría estado orgulloso de él, pero como no entendió de quién hablaba, se lo expliqué.

Había algo en su tono de voz que me gustaba. Era suave, encantadora. Sus tatuajes ya habían llamado mi atención cuando estábamos dentro. Los colgantes que llevaba eran interesantes. Se podría decir que Giacomo era una de esas personas que tienen personalidad.

Cuando le conté que mi trabajo consistía en llevar cajas de un lado a otro y que estaba empezando a odiarlas, me contó que, al llegar a Roma, se vio forzado a pasar varias noches usándolas de cobijo. El poco dinero que tenía al irse de casa de sus padres se agotó rápido por culpa de los altos precios del hospedaje. Ningún empleador parecía dispuesto a darle trabajo. Si no fuera por el hecho tangencial de que entró a un supermercado a comprar agua después de mendigar unas monedas, probablemente hubiera tenido que asumir el fracaso y regresar. Los oráculos quisieron que se encontrara ante un cartel reclamando personal y un encargado de turno dispuesto a escucharlo. Giacomo mintió como bellaco y obtuvo el puesto.

Ante la pregunta de qué lo había llevado a cambiar de país, contestó que todo comenzó en un viaje de ocio con su ex novio. España le había gustado tanto que prefirió quedarse antes que regresar. La decisión conllevó que rompieran, cosa que, según él, se veía venir desde hacía tiempo. El viaje no era más que un intento desesperado por salvar la relación.

¿Así que eres homosexual?, le pregunté. ¿Hay algún problema?, preguntó a su vez. Ninguno, lo que pasa es que ahora estoy leyendo a Proust. Es bien sabido que era homosexual, pero lo importante no es eso, sino que profundiza en el tema en En busca del tiempo perdido. Cuesta pensar cómo vivían los homosexuales antes de la segunda mitad del siglo XX. Mira cómo acabó Oscar Wilde, contesté. Me gustaría saber de qué hablas, pero no leo mucho, amico, dijo, haciendo una extraña mueca.

Se hizo el silencio. El Templo comenzaba a vaciarse. Todos los entusiastas habían pasado por el escenario y la Jam estaba clausurada. Antes de volver a entrar, me abalancé sobre Giacomo y lo besé en la boca. Era la primera vez que besaba a un hombre, pero me gustó. Podía notar cómo mi pene comenzaba a levantarse.

Giacomo se dejó llevar. En menos de lo que canta un gallo, estábamos dentro del baño. No sé cómo hicimos para eludir las miradas en un sitio tan pequeño. Puede que no lo hiciéramos y que, más bien, nadie estuviera dispuesto a interrumpir lo que iba a suceder. El caso es que le desabroché los pantalones y comencé a chupársela. No habían pasado más de dos meses y ahora me encontraba en el lugar de Angie pero, por suerte o por desgracia, Giacomo no tardó demasiado en correrse.

En vez de tocarme, Giacomo me dijo que era mejor que fuéramos a su piso para continuar. El sabor de su esperma era suave, casi agradable. Accedí de buena manera, pero como estaba nervioso, le pedí que nos tomáramos una más antes de ir. Me dijo que yo me podía beber las que quisiera, pero que él no tenía mucho dinero y prefería evitar el alcohol para rendir mejor.

Su piso era tan pequeño que pude escuchar los ronquidos de uno de los habitantes. A Giacomo no parecía importarle, porque no hizo el menor esfuerzo para disimular el ruido que causaban nuestros pasos y cuchicheos. Ni siquiera se preocupó por hacerme un gesto para que guardara silencio y, antes de que entráramos en su habitación, orinó con la puerta del baño abierta.

El aire de su cuarto estaba viciado. A pesar de mi borrachera, notaba un tufo desagradable en la nariz. Sobre el escritorio y en el suelo, la ropa interior se confundía con las prendas de vestir. Un cenicero con muy mal aspecto estaba posado en el borde de la única ventana. A su lado, había una planta de cannabis maltratada por el sol. Apoyado sobre la pared, estaba un bajo de cinco cuerdas oxidadas, sin ningún amplificador a la vista. Sólo había dos carteles, ambos de grupos musicales desconocidos para mí. En el más grande, de fondo negro, se podía observar la cara de un hombre con la piel rosada, cuyos ojos reflejaban a una joven gritando. La leyenda, escrita en letras amarillas, dictaba: Ritornano Quelli Di… Calibro 35. El pequeño era la fotografía de un grupo llamado Afterhours. Había seis integrantes, cuyos rostros pretendían reflejar la rudeza típica del rock. De todos ellos, sólo dos tenían el pelo largo, uno de los cuales lucía un bigote bien cuidado. Si hubiera tenido que permanecer más tiempo en esa habitación, seguramente habría acabado ordenándola.

Cuando me posé en su cama, procedió a devolverme el favor. Hice un gran esfuerzo para no correrme. No le había dicho nada a Giacomo de que estaba teniendo mi primera experiencia homosexual, pero me dio la impresión de que lo intuía. Me preguntó si quería metérsela o sí prefería que me la metieran. Preferí ser activo. No me sentía preparado para ser sodomizado.

Empujé hasta eyacular. Una especie de violencia me había poseído, llevándome a uno de los mejores orgasmos de mi vida. Pude notar cómo el cuerpo de Giacomo se llenaba de espasmos mientras su semen salía disparado hacia la cama. Todo había sido muy natural. Estuvimos abrazados una media hora, escuchándonos respirar. Después le dije que tenía que marcharme, porque si no mi madre me mataría.

Nos despedimos con un beso. Mi cuerpo se encontraba agotado, pero mi mente iba a mil por hora. Siempre había tenido más o menos claro que era heterosexual. Ahora parecía que ese más o menos no era una mera vacilación sino un hecho. Atribuir la experiencia a una mera exploración sexual hubiera sido despreciar a Giacomo. Era innegable que había disfrutado tanto como él. Acababa de entrar en el mundo de Sodoma y Gomorra; al mundo de Albertine, Charlus y Saint Loup.

No pude evitar hablarle a Guillermo sobre la experiencia con Giacomo. Su respuesta no fue de sorpresa, pero me dijo que lo mejor sería que quedáramos para que le diera todos los detalles. Joven poeta, dijo, el asunto amerita unas birras o un café. Ya sabes que siempre puedes confiar en el viejo Guillermo.

Elisa estaba de viaje por Francia, pero, como la casa de Guillermo se encontraba en un estado de orden caótico, no era el mejor sitio para platicar. En su lugar, decidimos que una tetería era lo más adecuado para crear un ambiente de distensión. A pesar de que había pasado muchas veces al lado de los locales de té, nunca había probado otra cosa que no fuera la manzanilla. La perspectiva de poder degustar las sutiles combinaciones aromáticas que ayudaron a Marcel a construir su monumental obra hacía que, de todas las bebidas a escoger, el té fuera la ideal.

El local era muy agradable. Daba una sensación de intimidad, potenciada por las melodías de piano ligeras que manaban de un altavoz oculto. La decoración intentaba acercarse al Medio Oriente. El suelo estaba plagado de alfombras y no había asientos, sino cojines. Se podía solicitar una cachimba para degustar tabaco de diversos sabores y había una amplia selección de dulces árabes. Dos felinos se paseaban por el salón, deteniéndose de vez en cuando para estirarse o para frotarse contra un par de piernas. Una vez que el dueño te atendía, desaparecía detrás de unas cortinas moradas hasta que llegara el próximo cliente.

Relaté lo que había pasado sin escatimar en detalles. Sorbía el té, de frutas del bosque, cuando se me secaba la garganta. Guillermo escuchaba de forma atenta, sin interrumpirme. Cuando terminé, me dijo que una vez se la había chupado un chico, pero que no le gustó nada la experiencia. Antes de encontrar a Elisa solía acudir a fiestas que acababan en verdaderas orgías. Como la droga fluía de mano en mano, lo normal era acabar en pelotas junto a cualquier persona. El día siguiente era el peor, porque nunca sabías si habías pillado una venérea. Más de una vez estuvo convencido de que se había unido al club sifilítico de Nietzsche, a pesar de que se preocupaba por tomar las medidas necesarias para evitarlo. Se hacía tantas analíticas de sangre, que en la Seguridad Social llegaron a sospechar que era un actor pornográfico.

¿Te puedo hacer una pregunta, joven poeta?, dijo Guillermo. Adelante, contesté. Me gustaría saber si puedo incorporar lo que me has contado a un relato. Llevo un par de semanas trabajando en él, y versa sobre todo tipo de experiencias sexuales. La idea general es reflejar lo absurdo que es el mundo del sexo. El problema es que no quiero ser directo. El alma de la literatura está en la sugestión. Tienes que enganchar al lector distrayéndolo con detalles e introduciendo la información importante en dosis pequeñas, de esa manera, cuando llega el desenlace, lo pillas por sorpresa pero todo cobra sentido, dijo, sirviendo un poco más de té en mi taza. Respondí que no había problema. Incluso podía poner mi nombre si quería.

Tuve la oportunidad de leerlo días después cuando me pasó el borrador. El estilo de Guillermo me pareció inconfundible, una anomalía dentro de lo que se podía esperar de un escritor novel. Gustaba de utilizar párrafos torrenciales y un lenguaje más bien en desuso. Conseguía marearte hasta el final y, cuando ya habías renunciado a entender algo, te soltaba la estocada final, dejándote inconsciente.

El relato estaba narrado en tercera persona. Al principio pensé que era biográfico, pero luego recordé que los escritores son mentirosos por naturaleza. No sé en qué punto comenzaba la imaginación de Guillermo y dónde la realidad. Se permitía describir las cosas con lujo de detalles, llevándote al convencimiento de que había estado ahí.

La primera historia era más bien sencilla. Un joven acababa de ligar con una chica en una noche plagada de bebidas alcohólicas. Después de pasar media hora besándose en un callejón, decidían ir a consumar el acto. Todo iba bien al principio: se acariciaban, se besaban, jugaban con sus aparatos reproductores y no escatimaban en utilizar las lenguas. Cuando llegó el coito, ella se quedó dormida a los diez minutos. Dándose cuenta de que la chica no respondía ante el ir y venir de su pene, el joven se sentía tan patético que huía del piso. Para aplacar sus sentimientos, pasaba lo que quedaba de noche bebiendo hasta acabar tirado en un parque. De no ser por su aspecto exterior, hubiera acabado en la comisaría. Vistas como una metáfora de la sexualidad frustrada, el relato cerraba describiendo sus ropas, llenas de vómito y orines.

Después del fiasco inducido por el alcohol y Morfeo, la acción se traspasaba a un carguero en altamar. Nuestro nuevo protagonista era un marino mercante. Llevaba más de diez años surcando los mares y dedicaba sus tiempos libres a leer las novelas de Conrad y Melville. No era ajeno al whiskey ni a la soledad del mar. Como todo buen navegante, aprovechaba las llegadas a tierra para desfogarse. Había estado en casi todo el mundo y solo las costas más recónditas se le resistían.

La primera vez que desembarcó en Marruecos, escuchó maravillado el precio que había que pagar para descargar los testículos. Siguió a su anfitrión a una casa de aspecto humilde. No podía permitirse ser exigente con lo que fuera a encontrar, por lo que suspiró al ver la belleza de las chicas que exhibían su cuerpo desnudo frente a él. Se decantó por una chica con ojos de avellana y todos los atributos de la belleza oriental. Tenía media hora para copular, pero no duró ni dos minutos.

Al parecer, el hijo de Ahab era muy sensible. Se sintió tan mal por el gatillazo, que le propuso a la prostituta hacerle un masaje de pies. De esta manera podían pasar el tiempo que quedaba y quitarle frivolidad al asunto. Según el narrador, el paso de los años sin el tipo de contacto físico que confiere el amor, hizo al marinero buscar lo que más se le pareciera. El relato no era más que una apología sobre las almas solitarias en busca de cariño.

La última historia, ubicada después de la mía, versaba sobre un club de Swingers. Guillermo describía el sitio como una discoteca con caché, cuya trastienda ocultaba el lado perverso de los seres humanos. A este club habían acudido un puñado de jóvenes para divertirse y explorar los límites de su sexualidad. La escena más relevante de la viñeta presentaba a un chico sudamericano acostado sobre una cama enorme. En ella se encontraban sus dos amigas y otras dos chicas que se habían unido por el camino. La fantasía más típica de los heterosexuales estaba por cumplirse y todo indicaba que el protagonista estaba destinado a ser el hombre más feliz de la tierra esa noche, pero, cuando ya había transcurrido una cantidad considerable de tiempo, su aparato se desinfló. Las chicas estaban desconcertadas. Él se disculpó, dijo que todo era culpa de los constantes abusos machistas de su padre. Al parecer, la convivencia con una madre martirizada lo había llevado a asociar la situación a una especie de violencia hacia ellas. Su cuerpo, esclavo de las tiranías de la mente, había sucumbido ante un trauma de la infancia.

No es necesario decir que Guillermo trató mi historia con gran sensibilidad y lirismo. Pude apreciar ligeras modificaciones en ella, en aras de conseguir más dramatismo. Me sentía halagado y al mismo tiempo perturbado.

Una serie de eventos, posteriores a la lectura del relato de Guillermo, me hicieron volver a sospechar sobre la ficcionalidad de sus historias. Por aquel entonces, había un revuelo en el círculo universitario de la ciudad a causa de las publicaciones de un tal G. Hinojosa en la página de Facebook de la institución. A pesar de que lo bloqueaban una y otra vez, volvía a crear cuentas paralelas para alterar el sistema. Sus entradas consistían en una serie de parrafadas sobre todo lo relacionado al patético mundo académico y la vulgaridad de los lupanares. Llegó a ser tan conocido, que incluso las autoridades se sumaron a la especulación sobre quién podía ser. La presencia de más de un Hinojosa constaba en la base de datos de la universidad pero, en cuanto a la inicial, sólo había cinco posibilidades: Genaro, Gonzalo, Gerardo, Gemma y Gilberto. Ninguno de los sospechosos, al ser contactado, se atribuyó la autoría de las publicaciones.

Era bien sabido entre las juventudes que había un par de clubs de swingers a las afueras de la ciudad. El gusto de G. Hinojosa por regodearse con escenas de orgías en sitios que se asemejaban al descrito por Guillermo fue lo que picó mi curiosidad en un primer momento. Había una gran posibilidad de que el escritor en ciernes hubiera visitado alguno. La utilización de un pseudónimo no podía ser descartada. En mi opinión, la inicial G lo delataba. Como tenía ganas de jugar, en vez de contactar con Guillermo, le escribí a Hinojosa por Facebook.

Cuando un alma es rebelde y desea esconderse en el anonimato, no debe ofrecer respuestas directas. Hinojosa nunca lo hizo. Mis primeros mensajes fueron respondidos con enlaces a videos de música. No tardé demasiado en identificar dos tendencias musicales. O me enviaba canciones hiperviolentas de grupos como Grindrman, o se decidía por absurdos videos de latinoamericanos cantando con voces distorsionadas digitalmente y acompañados de instrumentación folclórica. Para seguirle el juego, yo le enviaba música experimental alemana, en la que lo único que podía apreciarse era un horroroso ruido de fondo y a hombres y mujeres zarrapastrosos golpeando todo lo que pudiera generar estruendo en una fábrica abandonada.

Ya habíamos agotado todas las posibilidades musicales que ofrecía la web cuando Hinojosa cambió de estrategia. Después de un corto silencio, contraatacó con una especie de poema en prosa. Las imágenes manaban del infierno. Había una agonía existencial preocupante y desalentadora. Quedé tan conmovido, que copié el mensaje y lo guardé en mi ordenador. Decidí que el nombre más adecuado para el «poema» era «Tarántulas», pues empezaba así:

Deja que las tarántulas salgan de tu boca, no temas. Lame poco a poco la putrefacción que invade tu cuerpo, como si estuvieras en una orgía o en la morgue. Con cada chispazo de lejía restriégate los miembros hasta que queden tan secos que caigan por sí solos, como las hojas desesperadas de una primavera vil e inolvidable. Pronto notarás a las ratas saltar por encima del arco iris de tus parpados y podrás juguetear con sus dulces colas. Será adorable. Todo se tornará rojo y blanco y negro y azul en un disparate de fuegos artificiales que no llevan a ninguna parte. Partirás de un puerto inaccesible e inalcanzable hasta una nada anhelada y perdida en los mares de la desesperación del conquistador que alguna vez tuvo la ilusión de encontrar un nuevo continente. Tu cabeza se convertirá en una perversa isla llena de rufianes que apuñalarán a todo el que se acerque en el transatlántico de la vida. La muerte será el único crucero válido, una muerte llena de drogas y de música disonante y de cuadros expresionistas como todo lo que alguna vez tocaste con tus manos de marfil. Poco a poco la perversión se convertirá en un chiste malicioso y la pureza de los reinos finitos será vista con una envidia pasajera pero no por eso menos intensa. El silencio tumbará a todos los caballos de un golpe y sólo quedará el carruaje de tus piernas frenéticas que todo pisan y todo quieren y todo destruyen. Copular será el hazmerreír de los gusanos que salen por tus ojos y por tu boca. Reír será como ahogarse con un refresco rancio pasado por anfetaminas y con una pizca de pasión. La única cocina válida será la que cause náuseas y con cada cadáver se podrá hacer una nueva y sublime receta, que pasará a la posteridad por su efímera pestilencia y por su amoroso vasallaje. El reino de las princesas y los príncipes será sustituido por un par de pedazos de mierda malolientes y todo el que busque el amor verdadero tendrá que pasar por el quirófano y hacerse una lobotomía, expresión sublime y dulce de nuestra nueva sociedad. La religión será como una telaraña que todo capta y reduce a mínimos maléficos y pordioseros. Nadie pasará hambre porque nadie tendrá estómago. Nadie pedirá limosna porque aquí todos seremos igual de pobres, todos amaremos que los cuervos nos humillen y vuelen sobre nuestras cúpulas degolladas. Santísima trinidad de vacilaciones y de fluidos indecentes, ven a nosotros, te necesitamos: aquí los puentes no sirven para colgarse y las vías de los trenes hace mucho que se convirtieron en terciopelo. Rezaremos todas las noches para poder partirnos nuevamente las clavículas y las caderas y cada uno de los misteriosos huesos que nos mantienen siendo una masa amorfa. Rezaremos para encontrar más y más dolor a cada paso y a cada calada de las cigarras autistas. Nadie será retrasado mental, todos seremos imbéciles. El sol, la luna y la tierra perderán su condición astrológica para diluirse en el universo de los barbitúricos violentos. Un trance eterno es lo que buscamos, pero para eso tenemos que morir primero, suicidarnos como cucarachas en una noche de verano, en el bocadillo del embajador supremo. Estaremos en comunión, sí en comunión, con la vida, la muerte, los gusanos y todo lo que alguna vez supo sufrir, chillar y agonizar. Estaremos en comunión con la danza eterna del tiempo prostituido y desperdiciado. Estaremos en comunión…

La prosa de Hinojosa me obsesionó. Quería responderle pero me veía incapaz de igualar su estilo. Todos los días, después de mi reunión con Marcel, dedicaba unos minutos a analizar sus textos. Para empaparme de su imaginería empecé a leer a Burroughs, Apollinaire y Lautréamont. Si el día era propicio y avanzaba mucho, notaba cómo mi mente se sobrecargaba por culpa de las imágenes espantosas del trío maldito. Como necesitaba que la lectura fuera intimista, tiré a la basura las ediciones recién adquiridas y las sustituí por otras más viejas. El aspecto de los libros de segunda mano, con sus hojas amarillentas y sus portadas desdibujadas, era el más adecuado para que la experiencia fuera la deseada.

No fue fácil encontrar los libros. Tuve que recorrer la ciudad de arriba abajo en busca de librerías de viejo. Disfrutaba al estar rodeado de estanterías imponentes y caóticas, pero odiaba tener que recorrer con los dedos cada uno de los ejemplares hasta dar con el autor deseado. Por culpa del polvo acumulado, podía pasarme dos o tres minutos sin parar de estornudar. La única librería que tenía su catálogo informatizado me pedía una cantidad ridícula de dinero por los libros. El dueño, además, tenía ese aspecto huraño del que se pasa toda la vida encerrado en una cueva. Tú no estás bien de la cabeza, chaval, dijo cuando le pregunté por los autores. Hice un gesto con los hombros y me marché.

A Burroughs y Lautréamont los pude encontrar en un mismo día. Apollinaire fue una historia distinta. No había rastro del herido en la Primera Guerra Mundial. El acto de preguntar por Las once mil vergas dejó de ser vergonzoso por repetitivo. Por alguna razón, tuvieron que pasar treinta años para que la obra se reeditara. Fue muy popular en los años ochenta pero después cayó en el olvido. Cuando, un día, entré en una habitación destartalada en cuyo centro se encontraba una señora llamada Herminia tomando té, lo último que se me pasó por la cabeza fue que mis pesquisas terminarían ahí.

¿Sabes?, dijo Herminia cuando me acerqué con el ejemplar, eres la primera persona en diez años que pregunta por ese libro. Es curioso, cuando yo era joven, mis amigas y yo nos reuníamos en secreto para hacer cartas astrales y leer ese tipo de cosas. Sentíamos que estábamos cometiendo una especie de delito. Nuestro país ha cambiado mucho, pero hubo una época en la que si tu padre te pillaba leyendo «guarradas» te llevabas una buena bofetada y una semana sin salir de casa. Un jovencito como tú debería sentirse agradecido por la libertad que disfruta. Imagínate, ir a la farmacia a comprar la pastilla era como cruzar la frontera para hacer contrabando. Pero voy a parar ya, que no quiero aburrirte. Es más, no me pagues el libro. Llévatelo, anda. Así tienes un recuerdo mío.

Agradecí la amabilidad de Herminia pero me rehusé a llevármelo sin pagar. Después de unos cuantos regateos, accedí a pagar la mitad de lo que ponía escrito a lápiz en la contraportada. Oiga, muchísimas gracias, dije antes de subir los pequeños escalones que conducían a la puerta de madera y vidrio. No hay de qué, dijo a manera de despedida. Al posar mis ojos en su mirada, los esquivó y hundió la cabeza. Caminé al final de la cuadra pero tuve que regresar a observarla. Encaramado al escaparate, me pareció observar que lloraba de manera desconsolada.

Gracias a los tres degenerados y a la práctica, no tardé demasiado en tener un texto para enviárselo a Hinojosa. No tenía idea de cómo iba a reaccionar. Las tarántulas fueron su última señal de vida. Pasé una cantidad absurda de tiempo corrigiendo mi creación. Necesitaba estar seguro de que el tono no era el mismo que, aquella noche en el templo, había decepcionado a Guillermo. Quienquiera que fuera Hinojosa, tenía que quedarse sorprendido por mi homenaje a su estilo. Titulé al fruto de mis esfuerzos «Viñetas»:

Carne de cuervo quemándose al sol. Bolsas testiculares vacías, atrapadas. El doctor nos ha dicho que tenemos la presión alta y que tenemos que curarnos en el mercado de las maravillas del tío Bill. No, no es culpa de la sodomía, no se preocupen. Hablen con Bill, él se los arregla. El desierto se extiende y la noche es eterna. Caminamos como sonámbulos, sabiéndonos observados por Willie el niño, que tiene la mano en la bragueta, a punto de sacarse la picha: es el gatillero más rápido del oeste. El miedo no cabe en este mundo, sólo la pesadez y la desidia. Carretas desenfrenadas llenas de suicidas renacientes nos sobrepasan dejando estelas de humo amarillento y putrefacto. Tragamos nuestro sudor pero sabemos que la cura nos espera. El olor a mierda no nos asusta: lo amamos. Los cadáveres no nos corrompen: nosotros los devoramos. El tiovivo hace mucho tiempo que ha dejado de girar: lo hemos aniquilado. Cada zarpada, cada manotazo, nos acerca más a la belleza suprema con aspecto de catéteres desalineados, esa victoria que yace desnuda en los calzones del proxeneta. Nuestra estepa es la estepa. La estepa es el corazón de los malvados, de los perversos; de todos nosotros. Queremos romper más preservativos. Queremos vomitar más esófagos. Queremos corromper a más monjas. Queremos robarnos más riñones. Bill lo sabe, nosotros lo sabemos. Él es nuestro maestro. Nosotros somos los juguetes. Los puños de goma son nuestras armas y nadie nos puede parar. Ni siquiera Rosa Pantopon pudo. Tampoco pudo Benway. Porque somos rebeldes; somos jóvenes. Porque somos virulentos y todo lo devoramos. La lluvia ácida de corazones de puerco no nos impide ver más allá del atardecer caucásico. Las mareas imaginarias no sirven de fórmula para nuestros relojes biológicos. Los coyotes sin piernas no nos asustan con sus balidos infernales. Aquí nadie es nadie. Aquí nada es nada. Aquí manda Bill: él nos ama a todos, él nos arropará. Su amor es eterno. Su rostro demacrado ofrece besos venenosos pero inevitables. Sus piernas fláccidas no le impiden penetrarnos uno a uno. Todos lo queremos. Todos lo adoramos. No hay lugar para la sanidad ni para la heterosexualidad ni para la pansexualidad. Todos somos uno. Los fluidos tienen que correr. Los fluidos tienen que intercambiarse. El que no esté enfermo merece la marginación. La decadencia nos tiene que igualar a todos. Todos queremos perder los dientes como Bill. Todos queremos los ojos inocentes de Margarita la mimosa. Todos queremos ser vegetales. Todos queremos ser. Romperse los pies con mordiscos de caimanes nos acerca paso a paso al mercado. La luna roja y el sol azul se perfilan como lo único válido, la única realidad. No se puede huir de lo inevitable. No se puede evitar inhalar nuestro aliento. Aunque no quieras mirarnos a los ojos, lo acabarás haciendo. Somos jorobados perdidos en el bosque pero también somos profetas. También sabemos y también queremos. Nuestro apetito no se diferencia mucho del suyo, aunque les cueste creerlo. No teman a nuestras cavidades moradas y a nuestros fluidos fosforescentes. Aquí se sentirán como en casa por primera vez en sus vidas. Aquí sabemos que la eternidad se puede ir a la mierda. Aquí todos los brebajes son espesos como el petróleo. Bill nos lo ha enseñado. Bill nos ama a todos. Vengan a conocer al tío Bill.

Me harté de mi trabajo antes de lo esperado. Cuando tomé la decisión de dejar los estudios para ganar dinero, pensé que podría llevar una vida basada en los pequeños placeres. No me importaba que mis tareas fueran monótonas y carentes de desafío intelectual mientras pudiera aprovechar la tarde para leer y tocar la guitarra. La vida romántica del rebelde autodidacta siempre me había atraído, pero comencé a descubrir la dureza de vivir sin estímulos más allá de la paga a fin de mes. Sin pareja y con un montón de tiempo para comerme la cabeza, cada día era un problema. Me preguntaba cómo habían hecho mis compañeras de trabajo para pasarse toda la vida soportando su estatus de invisibilidad.

Decidí que lo mejor era buscar otra alternativa en el mundo laboral. Cada tarde, dedicaba unos cuantos minutos a surfear las propuestas que aparecían en internet. Me concentré en las solicitudes que no pedían experiencia laboral, pero eran escasas. Incluso para trabajos sencillos, como servir copas en un bar de mala muerte, pedían un año de experiencia. Daba la impresión de que nadie estaba dispuesto a darle su primer empleo a los jóvenes desarraigados.

Había, sin embargo, un perfil que pronto aprendí a identificar. El único requisito para acceder a él era tener don de gentes. El sueldo prometido era maravilloso, y la incorporación inmediata. Aparecía bajo diversos nombres, como agente de ventas, relaciones públicas, vendedor en formación… toda una serie de combinaciones hechas para ocultar la palabra que lo definía: comercial.

Me hubiera gustado saber todo esto cuando logré concertar una entrevista de trabajo con una empresa llamada Vitalis. El anuncio ofrecía la oportunidad a jóvenes emprendedores y con energías de consolidar una carrera profesional brillante. Como ya tenía bastante confianza con mis jefes, pedí que me dejaran el día libre por razones personales y accedieron bajo la condición de que hiciera un turno ampliado la siguiente semana. Tenía en mente renunciar si el asunto se daba bien, así que la perspectiva de estar casi doce horas metido en el almacén no me preocupó demasiado.

Ya de entrada, el lugar donde me entrevistarían me dio mala espina. Tuve que ir a un edificio en una zona de la ciudad por la que nadie transitaba. Fue solo gracias a un cartel, pegado con cinta adhesiva en el portal, que pude encontrar la oficina. En la recepción había una chica no mucho mayor que yo, con una sonrisa de complicidad dispuesta para todo el que entrara. Sonaban los éxitos del momento en la radio, inundando la pequeña sala de sillas apretujadas. Al ver a la secretaria, la situación me pareció tan ridícula que reí para mis adentros.

La apoteosis comenzó cuando conocí a mi entrevistador. Era un hombre de no más de cuarenta años, con rostro demacrado y ojos psicopáticos. Sus orejas, embadurnadas con una especie de maquillaje, llamaban la atención. Su energía a la hora de hablar demostraba falsedad. No me cabía duda de que se metía rayas de coca siempre que tenía la ocasión. Nos interesa que todo el mundo esté contento en la empresa, dijo, y por eso siempre procuramos dar incentivos para que el acenso sea lo más rápido posible. El trabajo es de lo más sencillo, lo único que tienes que hacer es ofrecer nuestro producto a las personas y conseguir una o dos ventas al día. No hace falta que te diga que tendrás cartera de clientes si te esfuerzas, ni que las comisiones son jugosas. Nadie en su sano juicio rechazaría un puesto de trabajo así en los tiempos que corren.

Aunque me podía hacer una idea aproximada sobre el trabajo, acepté su propuesta de hacer una prueba esa misma tarde. Iría por la ciudad junto a uno de los vendedores experimentados para que me explicara las minucias de la profesión. Una vez terminado el día, podría decidir si me quedaba o no.

Quedé impresionado con la cantidad de vendedores que encontré cuando me llevaron al punto de encuentro. El objetivo era vender una línea de productos dietéticos, de esos que prometen hacer milagros en la salud y el cuerpo. Era un servicio de suscripción mensual, acompañado de una revista que incluía artículos de especialistas dando consejos aplicables a la vida diaria. En caso de que aceptara, mi herramienta de trabajo sería una tablet de pequeñas dimensiones y un catálogo que debía memorizar.

Hablando con compañeros por un día, cuyo rango de edad era de lo más variado, no tardé en descubrir que eran personas que habían sido atacadas por una crisis de identidad en algún momento de su vida. Los más jóvenes querían emanciparse como diera lugar, y los mayores repetían cada dos por tres lo maravillosas que eran las prestaciones en el mundo comercial. Guiado por mi intuición, comprendí que eran embaucadores natos.

El nombre del mentor asignado para guiarme era Fernando. Sufría sobrepeso y, siempre que podía, hacía hincapié en el asunto para burlarse de sí mismo. Todo está en la seguridad, dijo, el no ya lo tienes, así que ¿por qué no intentarlo e insistir? Con un poco de carisma puedes vender lo que quieras. Está claro que hay que ser inteligentes a la hora de analizar el lenguaje corporal del cliente, porque hay «nos» y hay «nos». Ya verás lo sencillo que es. Cuando me dijo que su mujer lo había abandonado y que rara vez veía a su hija, no me extrañó en absoluto. Hablaba con esa especie de egocentrismo que solo puede tener alguien que, después de haber sido acosado toda la vida, logra salir adelante a costa de los demás.

La metodología era fácil de seguir: tocaba en un edificio y, si hacía falta mentir para que abrieran, lo hacía. Después, subíamos al último piso y, desde ahí, tocábamos en todas las puertas. Las caras de las personas podían llegar a ser terroríficas. Algunas, daban pena, porque veías la inocencia en sus ojos. Cuando se abría ante él la mínima posibilidad de doblegar la voluntad de un futuro cliente, atacaba como un perro rabioso. Su técnica era hablar rápido, impidiendo que el cerebro procesara las palabras. Usaba la ambigüedad para que el producto fuera más atractivo. Después de media hora con él, aún no tenía del todo claro en qué consistía el servicio.

El punto álgido llegó cuando, después de haber transitado por un par de edificios, nos encontramos con una pareja mayor que llegaba de hacer las compras para la semana. La mujer se metió en el piso sin hacernos caso, pero Fernando logró captar la atención de su marido. Daba la casualidad de que era extranjero, por lo que no entendía muy bien lo que se le ofrecía. Poco a poco, pude notar cómo lo convencía por la evolución de su semblante. Estaba a punto de hacerle poner sus datos bancarios en la papeleta, cuando vi que la mano de su mujer lo empujaba desde dentro. Después, oí un insulto en un idioma de sonoridad nórdica, mientras, reflejada en el espejo, vi su mano, con la palma abierta, golpearle la cabeza. La puerta se cerró de golpe. Segundos después, el hombre, sonrojado como un tomate, abrió a medias para devolver el catálogo.

Fernando se quedó anodadado. Juró que era la primera vez que le pasaba algo así, pero no le creí. Dijo que no era permisible que una mujer tratara de esa manera a su marido. Al pobre hombre lo habían humillado enfrente de nosotros y eso estaba mal. No debía, de ninguna de las maneras, dejar que lo ocurrido empañara mi opinión sobre su profesión, que era tan digna como cualquier otra. Nunca olvides, concluyó, que todos tenemos que ganarnos el pan.

Lo que quedaba de tarde se fue volando. Cuando parecía que la jornada estaba consumada, una mujer, aficionada a las revistas sobre nutrición, nos dejó entrar en su piso. La excusa, esgrimida por mi mentor, fue que nuestras piernas estaban cansadas por las horas pasadas en pie y que la botella de agua que siempre llevaba consigo se le había olvidado. Sentados en la sala, me costó mucho mirar a la potencial suscriptora. Su hija, no mucho mayor que yo, daba de comer a un bebé mientras otro niño cambiaba de canal en el televisor. Agobiado por la sensación de que estaba violando su intimidad, prometí que nunca llegaría al extremo de Fernando para ganar dinero.

Cuando me despedí de él, dije que no me interesaba el trabajo. Piénsatelo bien, respondió, no puedes saber si algo te gusta hasta que lo pruebas. Yo también tenía miedo cuando empecé y ya ves lo lejos que he llegado. Eres un chico inteligente y con mucho potencial. Estoy seguro de que serías un magnífico vendedor. Agradecí sus palabras, pero reiteré la negativa. Las cajas eran mejores que estafar a la gente.

Lou Reed dijo alguna vez que no había nada peor que ser un periodista de espectáculos. Según sus palabras, los redactores de las revistas del corazón eran la «forma más baja de vida». Después de ese día, yo habría agregado a los comerciales a esa categoría.

Casi me había olvidado de Hinojosa, cuando dio la estocada final. Una noche, desvelado, recibí un correo titulado «Swingeroo Joe». En su interior, un documento con el mismo nombre iba acompañado de las siguientes palabras: Para un poeta amigo. No había manera de saber cuál era el correo de origen porque estaba oculto. La carencia de puntos y aparte, sin embargo, delataba a su autor. La temática, también:

Sólo yo soy capaz de tener una crisis existencial en un club de swingers. No, puede que no; puede que no sea ni el primero ni el último, que muchos primerizos estén ahí por culpa de golpes descomunales. Tu vida es una mierda, trabajas seis o siete o catorce días seguidos en un supermercado y tu jefe es un gilipollas. ¡Piip! ¿Va a querer bolsita? Tenemos el atún de oferta, ¿Le interesa? Son doscientos treinta con cuarenta y cinco, ¿lleva algún vale de descuento? Muchas gracias, hasta luego. Y te pasas las horas así, cobrándole a viejos amargados que por aburrimiento son capaces de reclamar cualquier cosa y de montar follones de la hostia. ¡Cómo que no está de oferta la cerveza! Es la segunda vez que me pasa, quiero una hoja de reclamaciones. Señora, sí que está de oferta, lo que pasa es que no se aplica directamente al precio, sino que se le da el importe en un ticket aparte. ¡Siempre es lo mismo, no entiendo nada! Señora, por favor, acuda a atención al cliente. ¿A atención al cliente, para perder una hora? Yo no puedo hacer nada, señora, si quiere que se la cambien tiene que ir ahí, muchas gracias y buenas tardes. Así que sales de currar lleno de mierda hasta las trancas, con tus niveles de misantropía al máximo, hasta los cojones de tener que sonreírle de manera cínica a gente a la que habría que escupirle o colgarla de cabeza, escuchando el ¡Piip! de la caja registradora en el fondo de tu inconsciente y recordando que la noche pasada soñaste que estabas detrás del mostrador, intentando evitar que dos ingleses con portentosos bigotes te robaran. Es normal que quieras hacer cosas arriesgadas e irreverentes después de eso; que todos los fines de semana te bebas tu salario de mileurista que vive con sus padres en los bares, tomándote cuatro o cinco gin-tonics y que, cuando tu mejor amigo te diga que vayas con él, su novia, un colega y un par de amigas a un club de swingers, no te lo pienses dos veces. Llevas nueve meses sin follar, a fin de cuentas. Estás hasta los cojones de ese desamor que no has superado y la resignación absoluta está a las puertas. Y entonces llega la noche anunciada. Intentas relajarte, cansado de las horas detrás de la caja. Cenas con el grupo hace poco establecido y procuras no tomar demasiada cerveza, porque el alcohol en estos casos puede ser contraproducente. No te parecen desagradables las chicas, tienen buen aspecto físico y se les ve espabiladas. Te gustaría poder conversar más con ellas pero el itinerario va muy ajustado de tiempo. Antes de lo que canta el gallo, las falsas parejas ya están establecidas para entrar en el sitio. De buenas a primeras parece una discoteca normal, pero pronto acude una de las empleadas para hacer un tour y mostrar las grandes maravillas que la noche aguarda. Lo primero de todo es que no estáis obligadas a hacer nada que no os guste, este es un sitio de mente liberal y queremos que el ambiente sea el mejor posible. Tenemos varias salas. Esta zona de aquí es la de los baños y el jacuzzi, sólo se puede entrar con pareja. Las mujeres pueden entrar en cualquier recinto solas. Como veréis, hay varias camas. Cuando un cuarto tiene una cortina, quiere decir que cualquiera puede entrar a ver o a unirse, en cambio, si veis una cadena como esta puesta en la entrada, quiere decir que está prohibido el paso. Evidentemente, si el cuarto no tiene la cadena puesta, podéis entrar. Por último, está la sala de torturas. Notaréis que se puede ver a través de los barrotes, pero si la puerta está cerrada no se puede entrar. Ya sabéis que os corresponden tres copas por pareja o seis cervezas o copas de cava. Espero que pasen una buena noche. Ah y antes de que se me olvide, está terminantemente prohibido tomar fotos o grabar videos y no se puede entrar a las zonas de pareja con vasos de vidrio, tenéis que pedir en la barra que os pongan la bebida en vaso de plástico. Está hecho. Te tomas el primer gin-tonic y te despelotas en el jacuzzi. El colega de tu amigo no tarda en atacar y comienza a meterle mano a la que es tu falsa pareja. Pronto notas cómo comienza a penetrarla mientras estás absorto en las burbujas relajantes que destensan tus músculos cansados. Te diviertes un rato con tu amigo al comentar el gustito que dan los chorros de agua en la zona del bajo vientre cuando el grupo se dispone a moverse de sitio, no sin antes pasar por la sauna. Otro gin-tonic, ahora en toalla: esto se aproxima un poco al paraíso terreno. Pero el grupo quiere acción y se dirige a uno de los cuartos privados. No has podido ni quitarte la toalla y ya están todos en la cama, metiéndose mano. No has podido ni ver a los ojos a ninguna de las chicas y una ya tiene encima al colega de tu amigo. Se ríen, gimen, derraman una de las copas y tú sigues ahí. No sabes qué hacer, así que te quedas observando. Consuman el acto colectivo y acompañas al colega de tu amigo a que se fume un piti. No debería de haberme corrido, pero es que está muy buena, tío, y cuando me dejó que le diera por detrás me puse muy cachondo. Ahora necesitaré una media hora para continuar. Menos mal que dije que hoy sólo quería sentarme a observar. La noche no ha terminado. Tu colega y su novia tienen una crisis de pareja por culpa de un cunnilingus. Después de varios rodeos el grupo vuelve a la carga. Esta vez quieres ser un poco más activo. Tocas un poco, besas. Acabas masturbando a la que era tu falsa pareja pero es un acto insulso, automático, no te sabe a nada. El pájaro no se levanta. Piensas en ella, la que te dejó, pero no quieres adjudicarle toda la culpa. El momento más ridículo llega cuando decides besar apasionadamente a tu mejor amigo y te das cuenta de que besa mejor que su novia y las otras chicas. A lo mejor él hubiera sido capaz de ponértela dura, quién sabe. Se acaba el juego. Regresan al jacuzzi. Estás abstraído. Esa soledad insondable ha vuelto. No, esto no es lo tuyo. Necesitas algo de intimidad para follar. No en el sentido de que te observen o no, eso te la suda, de hecho te sientes bastante cómodo, siempre fuiste un poco voyerista. Pero te gusta que te seduzcan, que haya comunicación, pasión. ¡Si alguna vez te empalmaste sólo con un beso! Qué asco de vida, ahora ya no te puedes quejar de que no follas porque está claro que es porque no quieres. Vale, sí, a muchos les pasa, incluso el colega de tu amigo confesó lo mal que lo pasó la primera vez que fue al sitio porque no se le levantaba. Pero esa no es la soledad que sientes en ese momento. Demasiado mal rollo: tarde o temprano hay que salir del jacuzzi. Todavía queda noche. Otra vez se recorren los pasillos interminables. Ahora sí que te emborracharías de buena gana pero las copas ya se han acabado. En algún momento acabas enfrente de la sala de tortura, donde un negro descomunal penetra a una chica. Al ver que tienen observadores, la pareja se decide a abrir la puerta. Una de las chicas va a por todas y antes de que parpadees ya se la está chupando al negro, ya está siendo penetrada con energía. La sala parece ser incómoda así que se deciden por uno de los cuartos públicos. Resulta que la chica con la que follaba el negro era su mujer. Ya en el cuarto ella se une a la fiesta, comiéndole la polla mientras él se come el coño de la chica. Pronto vuelven al coito. Le da duro, muy duro. Gime mucho. Para de repente. Se encuentra un condón dentro de su vagina. La fiesta se acaba. El negro comienza a besar a su mujer. Qué maravilla, cuánta pasión. Qué diferentes son sus movimientos de cadera cuando la penetra. Eso es hacer el amor. Ahí no pertenecemos, así que nos marchamos. La noche está a punto de terminar, el colectivo está muy cansado. Tu colega se va a uno de los cuartos grandes y públicos a hacerlo con su novia. Te quedas viendo. Eso sí que te pone muy cachondo, ahí sí que se levanta el pájaro. Qué lástima, ya es demasiado tarde, siempre llegas demasiado tarde. Ahora hay que volver a casa. Dentro de unas horas volverás al ¡piip! de las cajas y a escuchar los chistes imbéciles de los clientes adinerados, a escuchar a tu jefe psicópata gritarte ¡¡¡cuando te pida algo lo haces inmediatamente!!! Sólo porque le dijiste que esperara un momentito, que estabas ocupado. Así es la vida, es como cuando tienes que sacar toda la basura del supermercado y es un huevo y no hay tiempo porque se lo montaron mal y en diez minutos cierras y, cuando vas a meter una de las bolsas al contenedor, que pesa un montón y apesta a mierda, se raja y, con un chorretazo, te pringa el pantalón. ¿Qué haces? Te ríes, porque si te cabreas seguro que la siguiente bolsa se revienta y encima te resbalas y te partes la crisma. Qué bueno es ser un Paco. Podrías estar peor. Al menos tienes el sentido del humor. La comedia no es más que eso: una tragedia que requiere un poco de tiempo.

A raíz de nuestra última conversación, Guillermo me hizo una proposición indecente. Joven poeta, el sábado que viene Gerardo y yo vamos a ir a la fiesta que terminará todas las fiestas, dijo, ¿te apuntas? Sofía nos llevará en su coche a una casa en medio de los campos castellanos y nos recogerá al día siguiente, si es que seguimos vivos.

Después de mi experiencia con el MDMA y de escuchar las anécdotas de Guillermo, la curiosidad se había excitado en mi interior. Si me hubieran propuesto seis meses antes acudir a una rave, con toda seguridad mi respuesta habría sido negativa. Ahora que mi realidad se había transformado de manera tan drástica, lo natural era aceptar sin pensarlo dos veces. Tenía ganas de volver a sentir cómo las drogas sintéticas se apropiaban de mi cuerpo.

Chicos, la verdad es que me hubiera encantado quedarme con vosotros, nos decía Sofía, atenta al camino y procurando no sobrepasar demasiado el límite de velocidad fijado por las autoridades. Mi novio me mataría si se entera y, además, creo que ya comienzo a estar vieja para estas cosas. Bueno, no es que sea mucho más vieja que tú, Guillermo. No sé cómo haces para soportar las resacas. La última vez, cuando salí con el joven poeta, tuve un dolor de cabeza insoportable durante dos días.

Pude ver, reflejada en el espejo retrovisor, la sonrisa de Guillermo, el cual se dedicaba a dar caladas irregulares a un porro mal liado. Gerardo, en cambio, dormía a mi lado, técnica que empleaba para llegar fresco a las fiestas. Yo, nervioso, buscaba que los solos de blues, puestos a bajo volumen, relajaran mis sentidos. Cuando me pasaron la litrona recién empezada, Howlin’ Wolf se desgañitaba la voz cantando The red rooster. La música, perfecta para fumar mariguana, me incitó a pedirle a Guillermo un poco de su María.

Llegamos a nuestro destino poco antes de las doce. El trayecto, a pesar de no ser muy largo, se había prolongado por culpa de las paradas necesarias para ir al baño y para comer. Llevábamos bocatas y sándwiches de máquina expendedora, además de varias bolsas de patatas y un par de tabletas de chocolate. Joven poeta, dijo Guillermo, mientras cortaba una cebolla para combinarla con una loncha de queso, es importante que jales bien para que tengas energía esta noche. Recuerda en todo momento que lo que sientas no es más que una realidad inducida. Si llegas a sentirte mal, pregunta por mí hasta que me encuentres.

La casa era enorme. En sus tiempos de esplendor había sido propiedad de los grandes señores rurales, pero estaba venida a menos. Después del cambio de siglo, sus dueños la abandonaron y desde entonces había acumulado polvo y podredumbre. A veces daba la impresión de mantenerse en pie gracias a un equilibrio frágil. Parecía que unos cuantos martillazos eran suficientes para derrumbarla. Por motivos de seguridad, nadie se atrevía a acceder a la planta superior.

Nos recibieron unas veinte personas. Los bafles sobrecargados escupían ritmos de drum and bass. Por los movimientos de brazos y vientres no era difícil imaginarse que la droga dominaba el ambiente. Había personas disfrazadas, portando enormes cabezas de caballo o máscaras orientales. Algunos habían decidido que las prendas de vestir eran una convención social innecesaria. Una chica, vestida de mariachi, llevaba un teléfono antiguo en las manos y no paraba de descolgarlo para intentar comunicarse con Dios.

Poco después de que nos despidiéramos de Sofía, Guillermo me entregó un par de pastillas, advirtiéndome que las administrara. No debía tomarme la segunda pastilla hasta que el efecto de la primera estuviera por menguar si no quería acabar en el hospital. También me ofreció coca, pero me negué a aceptarla.

La violencia de la música tardó una hora en conquistarme, tiempo en el que los químicos de la pastilla se abrieron paso por mi organismo. Como no podía parar de bailar, no me fijaba en nada de lo que pasaba a mi alrededor. Todo se confundía en una euforia colectiva, demostrada por los alaridos y los chiflidos, que fluctuaban de manera aleatoria. Si no hubiera sido porque decidí darme un descanso, no habría notado la presencia de Dani detrás de mí.

¿Qué haces aquí?, le pregunté, pensé que nunca más volvería a verte. Creo que el que tendría que contestar la pregunta eres tú, respondió, no sin antes darme un fuerte abrazo y dos besos. Veo que no estás precisamente sobrio, pilluelo, ¿es éxtasis lo que percibo en tu mirada?, preguntó a su vez. No se te pasa una eh, respondí.

Concluido el reencuentro, salimos de la casa para poder hablar con más tranquilidad. Dani me ofreció rememorar los viejos tiempos metiéndonos una raya, pero volví a negarme. Lo que tú quieras, es mejor ser «sano», a fin de cuentas, dijo, mientras me guiñaba un ojo. Aproveché la ocasión para resumirle mis andanzas de los últimos meses y él me contó que acababan de becarlo para un proyecto de investigación en el sur. Se dedicaría a analizar el arte kitsch en Europa del Este durante la Unión Soviética. Creo que si supieran lo que están subvencionando con el dinero del Estado, me retirarían la beca, dijo, estallando en una carcajada.

Cuando le hablé de mi experiencia con Giacomo, exclamó asombrado, pero su mirada expresaba lo contrario. Él, según me contó, llevaba cuatro años saliendo con un chico y pensaban casarse al año siguiente. Había procurado ocultarlo ante los compañeros de clase porque quería dar la imagen de que era una persona alocada. Aunque consumo estupefacientes, dijo, la realidad es que mi vida es bastante tranquila. Prefiero pasar la tarde en casa con mi novio a salir por ahí todos los fines de semana. Eso sí, cuando se trata de desfasarse, no dejo que nadie me supere.

No sabía qué hora era. El cansancio de mi cuerpo no era un buen baremo, porque, por culpa de la droga, iba y venía en oleadas intermitentes. Guillermo estaba desaparecido y Gerardo no había parado de bailar un solo momento. Cuando regresé a donde estaba con Dani, después de vaciar la vejiga, ya se había marchado. Temí, por un momento, quedarme atrapado en medio del campo. Para aplacar mi ansiedad, ingerí la pastilla que me quedaba.

Volví al núcleo de la fiesta. En vez de acercarme a los bafles como la vez pasada, me quedé en el centro de la masa heterogénea. Podía notar cómo me metían mano, pero me gustaba. La complicidad que sentía con las personas que me rodeaban no tenía sentido. Todo estaba basado alrededor de una especie de percepción metafísica. Era como si, al ver a alguien a los ojos, pudieras sentir cómo penetraba en tu mente. Percibía que me encontraba al límite de la vulnerabilidad absoluta, pero me dejaba llevar por el instante, arropado por el calor de la euforia.

Después de besarme con tres o cuatro personas de sexo ambiguo, me atacó la misma tristeza que sentí cuando me encerré en el cuarto con Alfonso. Para evitar un ataque de proporciones mayores, salí a que el aire me diera en la cara. No muy lejos de la casa, había un solitario árbol esperándome para que apoyara la espalda. Me dirigí a él sin prisas, procurando sentir los desniveles de la tierra a través del calzado. Por alguna razón, recordé la melodía del Vals de las flores y comencé a tararearla. Ya reposado en el tronco, imaginé que estaba en un gran salón de baile para apaciguar mi espíritu. Podía escuchar el rozar de los vestidos y olfatear los diversos perfumes confundiéndose en la atmósfera. Mi lugar estaba en la periferia, observándolo todo, como si fuera un gran creador y el mundo estuviera a mi merced.

El amanecer llegó de repente, sin previo aviso. En ningún punto de la noche había tenido sueño. Mientras observaba los colores cambiantes en la paleta del cielo, sentí cierta trascendencia. Nunca había sido una persona mística, pero comprendí que, en esta vida, hay una parte de la realidad inaprensible por la razón. Creer, aunque fuera en algo nimio, era necesario para seguir respirando. Los seres humanos más brillantes sucumbieron ante la Fe. El arte no era más que eso: una lucha encarnizada por sobrevivir a un mundo sin sentido.

Seguía en trance cuando Sofía llegó a recogerme. Creo que ya entiendo a Marcel, dije. ¿Qué dices, loco?, preguntó. Nada, Sofía, nada, contesté, apoyándome en su brazo para levantarme. En el coche, como si los hubieran generado de la nada, ya estaban Guillermo y Gerardo. ¿Llevan mucho tiempo esperándome?, pregunté. Qué va, joven poeta, contestó Guillermo.

Hurgando en los bolsillos traseros de los pantalones, descubrí una nota con un número de teléfono escrito en tinta roja. A pesar de que mis recuerdos de la aventura en la casa abandonada eran vívidos, la memoria, esquiva por naturaleza, siempre podía jugarme una mala pasada. Barajé varias hipótesis sobre la procedencia del pedazo de papel. La opción más razonable dictaba que el número era el de Dani. Con un rápido vistazo a los contactos de mi teléfono comprobé que no era así. Quedaba, entonces, la suposición de que Dani había cambiado de número y esa fue su manera de comunicármelo. También existía la posibilidad de que alguien, en algún lugar, estuviera bromeando conmigo.

Resultó que no era ninguna broma. Anastasia era el nombre de la autora. Al revelar su identidad, me dijo que se había fijado en mí en la fiesta, pero que, avergonzada de acercarse, aprovechó los constantes manoseos en la sala de baile para dejar la nota en mis pantalones. Si me apetecía, podíamos vernos y tomar un par de cervezas. Claro que me apetece, contesté, así que acordamos quedar en el centro de la ciudad para escoger un sitio agradable.

Vista desde fuera, Anastasia daba la impresión de ser una chica normal. Vestía de manera sencilla, huyendo del maquillaje y los pendientes. Su pelo era oscuro y sus ojos castaños. Al observarla con atención, uno podía notar una pequeña capa de grasa en su vientre. No tenía curvas exageradas, pero tampoco era flaca. Su mayor cualidad exterior era que parecía no tener cualidad exterior alguna.

Después de decidirnos por un establecimiento en la azotea de un hotel, nos acercamos a paso tranquilo, intercambiando la información básica de los primeros encuentros. Anastasia tenía veintiséis años y había estudiado diseño gráfico. Cuando acabó la carrera, estuvo un tiempo compaginando su afición a crear videos para la plataforma de YouTube con encargos mal pagados para empresas pequeñas. Gracias al rápido crecimiento de su canal en la red social, tomó la decisión de crear contenido audiovisual a tiempo completo. Hacía todo tipo de videos: desde reseñas de libros a cortometrajes, pasando por los vlogs de opinión. Al paso que llevaba, pronto tendría un sueldo lo suficientemente digno para abandonar la casa de su madre.

Si te soy sincera, estaba entre el diseño y las Humanidades, dijo cuando le comenté mi pasado, pero al final descarté tu carrera porque no le veía futuro laboral. ¿Estás insinuando que mi trabajo es una mierda?, pregunté con cara seria. Ante el silencio y su expresión descompuesta, no pude evitar reírme. Claro que es una mierda, dije, estaba de coña. Nadie en su sano juicio estudia Humanidades pensando que va a vivir de eso. Hagamos un brindis por los idealistas ilusos, anda. Mientras el choque de las jarras de cerveza se perdía en el aire, pude ver cómo su tímida sonrisa afloraba.

Anastasia resultó ser una apasionada del arte abstracto. Para ella, no había nada mejor que el suprematismo. Los cuadros de Kazimir Malévich demostraban que es posible sugerirlo todo con figuras geométricas de colores sobrios. Todos se ríen cuando oyen hablar del cuadrado blanco con fondo blanco, dijo después de dejar el hueso de una oliva en el cenicero, pero eso demuestra la genialidad de la obra. Para mí la cualidad más importante del arte es la transmisión en mayúsculas. Esta gente quería llegar al vacío y en la búsqueda misma se toparon con que hasta eso es expresable. Si ves una creación humana y te impacta, para bien o para mal, estás ante algo digno de reconocimiento. El arte figurativo se había vuelto frío y los rusos, con su aparente frialdad, lo demostraron.

Como la cosa iba para largo, me propuso cenar con ella. Su madre estaba de guardia esa noche, así que teníamos el piso para los dos. Le encantaba cocinar y contaba con una nevera llena. Esperaba que me gustaran las verduras, porque era vegana. Aunque las detestaba, callé. Su oferta abría un mundo de posibilidades al que no estaba dispuesto a renunciar por culpa de un pedazo de carne.

Mientras Anastasia cortaba pimientos y cebollas, le pedí que me explicara su visión sobre el veganismo. Le confesé mis reticencias ante un movimiento que parecía más una moda que otra cosa y mi debilidad por los productos de origen animal. Antes de contestarme, sacó un par de tomates de la nevera y los lavó. Después, se bebió una cerveza de golpe y suspiró.

Soy consciente de que la defensa de los animales está en boga, comenzó. También sé que gracias a las redes sociales todos gustan de aparentar ser buenos samaritanos. En lo que a mí respecta, yo no condeno a nadie. Creo que está mal comer carne, pero no puedo reprochártelo. Creo también que los animales sufren para llegar a nuestra mesa, pero lo que más me molesta es la saturación de la industria. Todo se rige por la oferta y la demanda. Mientras que la gente siga comiendo carne, seguirá produciéndose de manera masiva. Sacrifican a un montón de animales pero la mayoría acaba en el bote de basura. Por eso hay que dejar de consumir: para bajar la demanda. Suena idealista, lo sé. Sé también que el capitalismo se ha adaptado al mercado vegano. Pero ya me he acostumbrado a vivir así. Dudo que vuelva a tener un bolso de cuero. Dudo también que pueda volver a comer carne. Es una cuestión de ideal, ni más ni menos.

No supe qué responder. Anastasia no parecía ser el tipo de persona que se dedica a mirar a los demás por encima del hombro, por lo que decidí que era mejor dejar el tema. Mientras la ratatouille estaba en el horno, descorchó una botella de vino blanco. Jamás renunciaría al zumo de uva, eso sí, dijo provocándome una carcajada.

El colorido de las verduras en el plato generaba una sensación de alegría. Más que una cena, las rodajas de berenjena parecían un lienzo. El olor que me llegaba no era desagradable. Cuando conseguí pasar el primer bocado, el resto de la comida entró sin problemas. Colgada en una de las paredes de la sala, una foto de Simone de Beauvoir empuñando un revólver nos vigilaba. A su lado, Sartre, con las manos en los bolsillos, fumaba de una pipa. Los ojos dispares del filósofo contrastaban con el rostro de Beauvoir, que había cerrado los párpados por culpa de la pistola.

No sé cómo puedes soportar a la gente en YouTube, dije una vez terminada la tarta de manzana de elaboración casera. Ya, contestó, la verdad es que hay mucho gilipollas por ahí. Sé que muchas de las visitas que recibo son de personas que lo único que quieren es verme las tetas, pero me da igual. Prefiero pasarme las tardes editando videos a que me exploten empresarios subnormales. No voy a negar que a veces grabo por grabar, pero es un trabajo, al fin y al cabo. Algo de disfrute saco, eso sí. ¿Te apetece un café o seguimos con el vino? Seguimos con el vino, contesté, siempre hay que seguir con el vino.

Cuando acabamos de recoger la mesa, nos apoltronamos en el sofá, que era comodísimo. El cuerpo de Anastasia, junto con sus gestos, se confundía por momentos con el de Angie y Giacomo. Estaba experimentando una especie de realidad solapada, cuya única escapatoria era repetir el pasado. Dando rienda suelta a la conversación, la atracción comenzó a fluir. Quería abrazarla, pero no sabía cómo hacerlo. La distancia entre nosotros aumentaba y disminuía de manera aleatoria. Cuando pensaba que me iba a besar, Anastasia retrocedía. Tuve que decidirme a actuar porque era la única alternativa.

La intenté besar e hizo un amago de levantarse, pero se quedó observándome atontada. Justo cuando pensé que iba a estallar en un grito, se abalanzó sobre mí. Nuestras lenguas lucharon de manera despiadada y pude saborear los restos de tomate que quedaron en su paladar. Aunque era una situación extraña, me excité muchísimo.

Dispuesto a copular, la desnudé hasta que se quedó en bragas. Su ropa interior, envejecida por el uso, tenía estampada la cara de Mickey Mouse. La cara del ratón estaba a dos pasos de quedar borrada en la colada. Era una imagen tan tierna que decidí actuar con delicadeza. Cuando metí la mano detrás del ratón, noté un espeso vello púbico, pero Anastasia soltó un grito. Se levantó corriendo al baño y lo único que pude escuchar fue el sonido de la puerta al cerrarse. En vez de insistir, esperé a que volviera.

Después de lo que pareció una eternidad, ya estaba a mi lado. En vez de vestirse, se había puesto un batín. Le ofrecí un trago de vino pero lo rechazó. Lo siento muchísimo, de verdad, dijo después de suspirar. No te preocupes, mujer, dije a su vez. Sí me preocupo, no tendría que haberte invitado hoy. Me da muchísima vergüenza, murmuró. No hay nada de qué avergonzarse, dije. Sí que lo hay, contestó. Callé un momento y dije, el mundo del sexo es algo complicado. ¿Sabías que existe la teoría de que Borges era asexual? La presencia de las relaciones carnales en su prosa es casi nula y se rumorea que murió virgen. Por mí ni siquiera te preocupes, ha sido una cena agradable. Podemos ir a tomar una copa si te apetece. Nada de copas, dijo, no en este estado, pero puedes pasar la noche conmigo si quieres. Prefiero regresar a casa, mañana tengo que trabajar, respondí.

Nos despedimos con un fuerte abrazo y quedamos en escribirnos. Era mentira que trabajaba al día siguiente, por lo que dediqué el resto de la noche a emborracharme. Volví al Templo una vez más y, como vi que había jam poética, subí al escenario a recitar mis «Viñetas». En vez de aplaudirme, la gente se quedó callada. Me bebí la copa de un trago y pasé al siguiente bar. No sé con cuántos extraños hablé aquella noche. Parecía haber adquirido esa sensibilidad secreta que tienen los borrachos para detectar a sus hermanos desamparados. Si Guillermo hubiera estado conmigo, me hubiera empolvado la nariz de buena gana. Necesitaba un poco de la felicidad artificial que el alcohol es incapaz de proporcionar. Cuando pensaba en lo que había pasado con Anastasia, el estómago se me removía y tenía que beber más.

Llegué a estar tan extenuado que me planteé dormir en la calle, pero alejé el pensamiento de mi cabeza. Paso a paso, dando eses, rehíce el camino a casa. Mis sentidos estaban tan embotados que sólo era capaz de repetir la tonadilla de Moanin’. Por un instante, pensé que era muy feliz y que nada importaba. Dos minutos después, vomité en una esquina.

Quise ignorar a Anastasia, pero fui incapaz. Después de un corto silencio, le escribí. Me sentía culpable por lo que había sucedido, así que le propuse quedar. Accedió de buena gana, pero me advirtió que sus días en la ciudad estaban contados. Después de aquella noche, llegó a la realización de que tenía que comenzar una nueva existencia. Por primera vez en su vida, gozaba de unas finanzas sólidas y no tenía ningún vínculo que la forzara a quedarse. Más que una reunión, nuestro encuentro sería una despedida.

Por temor a caer atrapados en la melancolía de los recuerdos, quedamos en un sitio alejado de su casa. Conocía un bar, no muy concurrido por la población local, que daba al mar. Ahí, dijo, podríamos hablar de manera distendida sin temor a encontrarnos con alguien conocido. Hacían, además, unos bocadillos excelentes a un precio muy razonable. La cerveza, por supuesto, también era barata.

Nos saludamos como si fuéramos viejos amigos. Le pregunté cómo estaba y me dijo que no se podía quejar. Pero estarás nerviosa, ¿no?, pregunté. Prefiero no pensarlo. Creo que hasta que no esté en la estación de tren besando a mi madre no sentiré el peso de la realidad, contestó. No hay nada como una buena cerveza para acabar con las cosas pesadas, dije. No podría estar más de acuerdo, contestó mientras me ofrecía asiento frente al horizonte.

Oye, preguntó, ¿quieres que zanjemos aquello de una vez? Por mí bien, contesté, tendiendo la recién servida caña para hacer un brindis. No me malinterpretes, continuó, pero siento que puedo hablar contigo. Lo que pasó en mi casa no estaba planeado. Creo que fui ingenua, no lo sé. El caso es que te mereces una disculpa. No hay nada de qué disculparse, contesté, en lo que a mí respecta no cometiste ningún crimen, así que no veo por qué tendrías que sentirte mal. Bueno, está claro que desde tu punto de vista no es igual, pero para mí es algo distinto, no sé si lo entiendes, preguntó. Puedo imaginármelo, contesté.

Verás, dijo, te voy a contar algo que pasó cuando tenía tu edad. Necesito decírtelo para que entiendas la situación. Como te comenté, siento que puedo hablar contigo. Soy todo oídos, Anastasia, pero a lo mejor es buena idea que pidamos algo de comer porque me muero de hambre, propuse. Pide lo que quieras, yo no tengo mucho apetito, contestó. Para no herir su sensibilidad, pedí un plato de patatas fritas y me dispuse a engullirlo mientras hablaba.

A todos nos gusta celebrar cuando terminamos algo importante, comenzó, algunos se conforman con una comida, otros optan por emborracharse con sus amigos y los más afortunados viajan. Al terminar la carrera podría decirse que yo estaba en la tercera categoría. Como me gradué con buenas notas, mi madre me tendió un sobre con una cantidad considerable de dinero. Sofía, mi mejor amiga, y yo, llevábamos tiempo queriendo conocer Polonia, así que no veía mejor uso para el sobre. Iba ser imposible hacer el viaje en verano, porque ambas teníamos compromisos familiares, por lo que la fecha establecida fue a finales de diciembre. Pasaríamos el año nuevo en la ciudad de Cracovia con la esperanza de no morir congeladas.

No hay nada más inocente que un viaje para celebrar el fin de curso con tu mejor amiga, ¿no? Compramos toda la ropa que consideramos necesaria y nos decantamos por un par de hostales baratos, pero de buen aspecto. Llegaríamos a Cracovia el 30 de diciembre y el 2 de enero iríamos a Varsovia para estar unos días más. Haríamos el viaje en avión y dentro del país nos desplazaríamos en tren. El único problema era que Sofía le tenía un pánico tremendo a volar. Cuando llegó la fecha establecida, intenté calmarla por todos los medios, pero no había manera. Al final, encontramos que la mejor solución era emborracharse con las botellitas de licor del avión. Su miedo nos saldría caro, pero los fármacos no eran una alternativa. Se tomó dos o tres de golpe y, en menos de lo que canta un gallo, ya estaba dormida. Yo, por mi parte, sólo podía pensar en que iba a visitar Auschwitz.

¿A quién se le ocurre visitar un campo de exterminio el 31 de diciembre? Parece mentira, pero el campo estaba lleno. Sofía se rehusó desde un principio a ir conmigo, por lo que tuve que ir sola. El día anterior estábamos tan cansadas por culpa del vuelo y el viaje en autobús desde el aeropuerto, que no pudimos disfrutar de la ciudad. Quedamos impresionadas por la completa oscuridad que rondaba a las cuatro de la tarde e intentamos combatir el frío con diversas bebidas calientes. Después de una cena copiosa a base de sopas, rechazamos cualquier plan nocturno y nos fuimos a dormir. Mi primer contacto con el país polaco iba a ser, por lo tanto, una visita a Auschwitz.

Tuve que madrugar para dirigirme al autobús que me llevaría a las instalaciones del campo. Por suerte, el tour partía de un sitio cercano al hostal. No me hacía demasiada gracia tener que hacer una visita guiada, pero, estando sola, era lo más asequible. Ya desde mi llegada al punto de encuentro me olí que habría problemas. A pesar de que el año estaba por terminar en unas horas, miles de personas habían decidido que un buen lugar para pasarlo era Auschwitz. A lo mejor no tenían alternativa como yo, quién sabe, pero me molestó que hubiera tanta gente. Para mí el sitio era un lugar con un significado profundo y dudaba que los que estaban ahí quisieran otra cosa que hacerse un selfie al lado de la verja de entrada. Puede que fuera muy juiciosa, pero por culpa del frío y la falta de sueño estaba de un humor de perros.

No hace falta describirte lo que vi. Todos conocemos la historia de lo que pasó. Ver cientos de kilogramos de pelo no es agradable. Botines, maletas y cacharros de cocina dan testimonio del tamaño de la empresa. Pocas veces en mi vida me había enfrentado a algo tan grande. Los pensamientos que transitan por tu mente cuando estás en un sitio así son de lo más extraño. En un momento te encuentras molesta porque tienes hambre y luego te das cuenta de que ellos, los judíos, no podían permitirse el lujo de ir a la máquina expendedora a pillar chocolate. La crueldad humana no tiene límites, todos lo sabemos, pero la estupidez tampoco. Un anciano finlandés, por ejemplo, desoyó la prohibición de tomar fotos y sacaba el móvil a escondidas. Tenía unas ganas tremendas de darle una bofetada. A veces pienso que lo mejor sería dejar el sitio en ruinas, pero eso es harina de otro costal.

Anastasia hizo una pausa para tomar cerveza. Si te aburres me lo dices, ¿eh?, preguntó. Tranquila, contesté, voy a aprovechar la ocasión para ir al baño. ¿Quieres que pida otras dos? Venga, dijo, y pide otras patatas, que me ha entrado el hambre de tanto hablar. Cuando regresé del baño, la cerveza y las patatas me esperaban ansiosas por ser consumidas.

El caso es que cuando regresé a la ciudad Sofía se dio cuenta de que no me encontraba muy bien. Recorrimos el centro y los alrededores del río en silencio y, cuando llegó la hora de la comida, ya era de noche. Fuimos a un sitio nada particular y después regresamos al hostal para descansar. Dormí una siesta de dos horas que me dejó como nueva y le pregunté a mi amiga cuáles eran los planes para la noche. Se me ha ocurrido una idea, dijo. Desembucha, respondí. A lo mejor te suena loco, continuó, pero me apetece recibir el año vestida de hombre, ya lo entenderás. Si nos compramos un sombrero y un abrigo podemos pasar por dos machorros. Si quieres buscamos alguna tienda barata y luego vemos dónde cenamos. Espero que encontremos algún sitio para esta noche, porque la fecha es complicada.

Accedí de buena gana. Era un año especial y había que celebrarlo de manera especial. Gracias a su buen ojo no tardamos en encontrar un par de atuendos para conseguir el efecto. Iban a dar las nueve cuando terminamos de comprar, por lo que nos dimos a la tarea de buscar un sitio para cenar. Después de un largo paseo, encontramos un pequeño restaurante debajo de un puente donde nos aceptaron.

La cena fue deliciosa y bebimos más de la cuenta. Después de las campanadas pasamos a una tienda de 24 hrs para comprar más cerveza. Borrachas, nos dimos a la tarea de fanfarronear con nuestro nuevo género. No muy lejos de la plaza principal, había varios sitios de copas, pero Sofía se empeñó en que debíamos de ir a un bar de striptease. Como a esas alturas el alcohol había hecho mella en mi entendimiento, le dije que si lograba que nos aceptaran iría. Aún no sé si la chica que nos dejó entrar sospechó de nosotras, pero el caso es que conseguimos nuestro objetivo y ahí estábamos, encaramadas a un sofá contemplando a una chica tras otra agitar su trasero de manera provocadora. Estuvimos un par de horas hasta que fue evidente que ya habíamos visto a todas las bailarinas.

Al salir, mi amiga estaba excitadísima. No paraba de hablar sobre nuestro triunfo, sosteniéndose de mi brazo para no perder el equilibro. Justo cuando habíamos perdido la esperanza de encontrar el hostal, el edificio apareció. Procuramos entrar sin hacer ruido. Debido a la fecha, nuestra habitación estaba vacía, o así me lo pareció. Ayudé a Sofía a desvestirse y la dejé que fuera al baño. Me llamó y cuando entré, estaba desnuda. Me pidió que la abrazara y comenzó a besarme. Como estaba borracha me dejé llevar. No tardó demasiado en deshacerse de mis prendas. Encendió el calefactor y la ducha, tendiéndome la mano para que la acompañara. Cuando intentó hacer lo mismo que tú, por acto reflejo le metí una bofetada. Su nariz sangraba. Pensé que reaccionaría de manera agresiva pero sólo fue capaz de sentarse en un rincón a llorar. La ayudé a levantarse y sequé su cuerpo. No sé cuántas veces me disculpé por lo sucedido. Ella también se disculpó, pero lo ocurrido enturbió el resto del viaje.

Anastasia calló y me miró a los ojos. Jugó con las patatas un momento y luego suspiró. Esa bofetada lo cambió todo, dijo, después de esa madrugada comencé a plantearme las cosas de manera diferente y gracias a eso descubrí que no era igual a los demás. Sofía y yo no nos hemos vuelto a ver. Es una lástima, pero son cosas que pasan. Supongo que lo que quiero expresarte es que no te tomes a título personal lo que pasó la otra noche.

¿Te puedo preguntar una cosa?, dije. Adelante, contestó. ¿Tienes alguna foto de Sofía?, pregunté. Creo que no, contestó, ¿por qué? Sólo por curiosidad, dije. Después de un silencio, añadí, menuda odisea: Auschwitz en la mañana y de burdeles por la noche. Ya quisiera yo tener un año nuevo tan espectacular. Mi comentario le hizo tanta gracia que estuvo a punto de escupir la cerveza, obligándome a unirme a su carcajada.

Cuando terminamos de hablar, dimos un pequeño paseo por la costa. Ya era hora de despedirnos, así que la acompañé a la parada de autobús. ¿Estamos en contacto?, dijo. Estamos en contacto, respondí. Me alejé y, cuando volví la vista atrás, ya se había marchado. Era hora de volver a la rutina.

El verano comenzó a menguar. Poco a poco, el termómetro se situó entre los 20 y los 25 grados, temperatura perfecta para ir con ropas holgadas y no sufrir a causa de los rayos del sol. Para el paseante experto, se abría un nuevo mundo de posibilidades vespertinas. Las playas, vacías después de la oleada turística de agosto, ofrecían sus aguas cálidas al bañador solitario. El helado, placer entrañable, seguía estando en la cima de la lista de los postres pecaminosos y aún era posible disfrutar de eternos atardeceres rojos.

Todo lo que había ocurrido desde que decidí iniciar una nueva vida se confundía en una marejada de recuerdos. No sabía exactamente dónde se encontraba el punto de inflexión que me había llevado a actuar de manera tan salvaje. Había pasado muchos años de mi vida leyendo sobre el lado más perverso y vulnerable del ser humano, pero ahora era consciente de que la poesía de los actos calamitosos nada tiene que ver con la cualidad de estos, sino que es conferida a posteriori por almas atribuladas, necesitadas de expresarse a como dé lugar.

Hasta aquel momento, la resignación y el cinismo formaban parte intrínseca de mi carácter. Cuando me encontraba mal, disfrutaba leyendo a Céline para regodearme con la vida miserable de otros. El contraste, surgido a raíz de la comparación entre historias trágicas y mi vida, hacía que todo dolor apareciera como absurdo. Odiaba a la especie humana y deseaba marcharme a una montaña para vivir en comunión con la naturaleza. El trabajo, tan liberador como opresor, no hacía más que reafirmar mi antipatía hacia lo terreno.

Dejé de hablar con Guillermo y rara vez contestaba a los mensajes de Anastasia, aislándome en la soledad de mis pensamientos. No encontraba la energía necesaria para ser amable con mis compañeros de trabajo. Me había convertido en una máquina que repetía las tareas hasta el infinito, esperando a que llegaran las tres de la tarde y El Señor apagara el interruptor detrás de mis movimientos. A veces sentía que estaba en la Metrópolis de Fritz Lang y llegaba a la conclusión de que era necesario un cataclismo que borrara todo de la faz de la tierra.

La «fiesta para terminar todas las fiestas» y el último chasco amoroso hicieron mella en mi sensibilidad. No sé si fue por culpa de la droga ingerida o por una especie de depresión, pero comencé a tener ataques de ansiedad en momentos inesperados. Esta nueva ansiedad no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Salía del fondo de mis entrañas e invadía todo mi sistema nervioso. Caminar no servía para aplacarla. Racionalizar el problema tampoco. Cuando me asaltaba en medio de las faenas, lo único que podía hacer era esperar a que pasara. Más de una vez acabé yendo al baño un momento a derramar lágrimas de frustración. Todo me parecía tan absurdo que, después de secar mis mejillas, soltaba una carcajada demencial. Estaba tan frustrado que golpeaba las paredes hasta que los nudillos me sangraran.

Un domingo por la noche, borracho, olvidé poner el despertador. Abrí los ojos media hora tarde, con resaca. Después de vestirme apresurado, me dirigí al trabajo. Como entraba una hora antes que mis compañeros, no había manera de que el jefe se enterara, a menos no hasta el mes siguiente, cuando revisara los registros de fichaje. Al llegar a la taquilla y coger mis herramientas de trabajo, la cabeza me seguía matando. La torpeza se había apoderado de mi cuerpo. Por suerte, ese día de la semana era uno de los más tranquilos, porque no se recibía mercancía. Solía pasarlo cambiando las papeleras, reponiendo bolsas en las cajas, ordenando el almacén y ayudando a quien me lo pidiera, tareas cuyo único objetivo era evitar las horas muertas.

Fue en uno de mis interminables paseos por la tienda cuando comencé a tener ideas destructivas. Para despachar las cajas, había un conducto que llevaba a una procesadora de cartón. Estaba cerrado con una trampilla para evitar que objetos preciados se cayeran. Siempre tuve la tentación de tirar cosas sólidas, así que cogí mis zapatillas y las arrojé. También tiré un par de cajas de mercancía antigua y varias revistas. El sonido que los objetos hacían al caer al fondo, con su estruendo delator, era muy satisfactorio.

Después de hacer esa pequeña pero eficiente gestión del espacio, me dirigí a los baños de personal. Había un par de regaderas para el que quisiera darse una ducha antes de volver a casa. En pleno agosto eran muy cotizadas, pero, como el verano estaba por perecer, ya casi nadie las utilizaba. Me aproximé a una de ellas para refrescar mi cuerpo. Mientras contemplaba el agua caer, dejé que mi vejiga se soltara. Antes de secarme con todo el papel de baño que encontré, procuré abrir todas las llaves de agua para que un río se formara en el suelo.

Todo esto fue posible gracias a la gran libertad que gozaba. Si los jefes no me veían, significaba que estaba haciendo mi trabajo. Jamás preguntaban por mí a menos que me necesitaran para cargar o llevar algo. Podía pasarme toda la mañana sin mover un dedo. Lo único que tenía que hacer era quedarme dentro del almacén, atento a cualquier ruido. Cuando escuchaba que alguien entraba, me asomaba y, si era uno de mis jefes, movía un par de cajas para pretender que estaba trabajando. Nunca entendí su falta de interés por mis labores. Siempre que veían a una vendedora hablando, la martirizaban por perder el tiempo, pero a mí jamás me reprocharon nada.

Ya con el cuerpo refrescado, volví a la tienda, no sin antes pasar por mi taquilla para recoger la billetera y el móvil. Estuve tentado de pillar un extintor y vaciarlo, pero pensé que hubiera hecho demasiado ruido, por lo que descarté la idea. Desde el centro de la gran sala, podía distinguir, a contraluz, una de las entradas. Me dirigí a ella con paso seguro. Si mi andar era rápido y mantenía la vista al frente, significaba que estaba haciendo algo. Procuré ignorar las miradas de extrañeza, dirigidas a mis pies descalzos. Después de cruzar el umbral, antes de alejarme para siempre, le di un par de monedas al vagabundo que solía sentarse en la puerta e increpar a los compradores.

Para festejar la nueva libertad adquirida, compré un helado de tiramisú y me dirigí a mi descampado favorito. En él, las reducidas dimensiones generaban una sensación de intimidad. Unas cuantas paredes derruidas, testigos del tiempo transcurrido, observaban mis movimientos. Mientras degustaba el sabor del café combinado con el chocolate, observé cómo la luz dorada incidía en las rocas esparcidas y las deposiciones de los animales. El olor que el viento traía de la costa me arropaba, llevándome a las tardes de infancia pasadas en la playa. Pensé en escribirle a Guillermo para preguntarle si esa noche estaba libre, pero decidí que, para consumar el ritual comenzado hacía unas cuantas horas, tenía que estar a solas. Cuando acabé de masticar el barquillo, recordé que solía llevar una libreta. Palpando mi trasero, pude notar con regocijo que seguía ahí, junto con un bolígrafo de tinta roja. Después de observar las amarillentas páginas y pasear los dedos por el lomo desgastado, posé la punta en el papel. El tiempo, inevitable generador y apaciguador de nuestros males, seguirá volando sobre nuestras cabezas. No existe vida que se resista ante sus embates. Soñando con la inmortalidad, descubrimos el horror del sinsentido, ese que tiene la cualidad de explicar los más recónditos misterios. Quisiera tener el alma de las cosas insondables, pero el espíritu se me resquebraja al calor de las horas. La mente, diosa banal, quiere lo peor para nosotros… escribí, pero la tentación de rasgar en mil pedazos la libreta dominó mi voluntad.