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OBRA

George Miles es un adolescente inseguro, obsesionado con el sexo y adicto a toda clase de sustancias. Todos sus compañeros de instituto, igual de egocéntricos y autodestructivos, quieren acostarse con él, no menos por tratar de averiguar si hay algo debajo de ese rostro angelical que por acceder a los secretos de su pequeño reino, una habitación llena de pósters de Disneylandia y dobles fondos en la que se confunden ficción y realidad, mundo y deseo, y donde todo lo accesorio es prescindible.

Contacto, aclamada por la crítica tras su publicación en los Estados Unidos en 1989, es una de las mayores muestras recientes de literatura extrema, al filo de la sensaciones, con una estética de la inmoralidad que remite en línea recta a Jean Genet. En ella, Dennis Cooper emplea una escritura desnuda y cruda, punk, que arrastra al lector a un extraño universo del que nadie sale igual que había entrado.

Consulta su ficha completa en nuestro catálogo.

George Miles es un adolescente inseguro, obsesionado con el sexo y adicto a toda clase de sustancias. Todos sus compañeros de instituto, igual de egocéntricos y autodestructivos, quieren acostarse con él, no menos por tratar de averiguar si hay algo debajo de ese rostro angelical que por acceder a los secretos de su pequeño reino, una habitación llena de pósters de Disneylandia y dobles fondos en la que se confunden ficción y realidad, mundo y deseo, y donde todo lo accesorio es prescindible.

Contacto, aclamada por la crítica tras su publicación en los Estados Unidos en 1989, es una de las mayores muestras recientes de literatura extrema, al filo de la sensaciones, con una estética de la inmoralidad que remite en línea recta a Jean Genet. En ella, Dennis Cooper emplea una escritura desnuda y cruda, punk, que arrastra al lector a un extraño universo del que nadie sale igual que había entrado.

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− Índice

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PRÓLOGO · Una feroz indecencia, por Diego Luis Sanromán

John: El principiante

David: Al revés

George: Jueves, viernes, sábado

Cliff: Los profanos

Alex: Las reposiciones

George: Miércoles, jueves, viernes

Philippe: Resultar convincente

Steve: La Vanguardia

OBRA

Una feroz indecencia

Una feroz indecencia

DIEGO LUIS SANROMÁN

La vie humaine est l’enrobement des mouvements physiologiques: elle est décence. Elle est un “cacher”, un “habiller” —qui est en même temps un “dénuder”, car elle est un “s’associer”. (Il y a une gradation emphatique entre montrer, habiller, s’associer). La mort est écart irrémédiable : les mouvements biologiques perdent toute dépendance à l’égard de la signification, de l’expression. La mort est décomposition ; elle est le sans-réponse.
—E. Lévinas
La mort et le temps (1975-6)

La vie humaine est l’enrobement des mouvements physiologiques: elle est décence. Elle est un “cacher”, un “habiller” —qui est en même temps un “dénuder”, car elle est un “s’associer”. (Il y a une gradation emphatique entre montrer, habiller, s’associer). La mort est écart irrémédiable : les mouvements biologiques perdent toute dépendance à l’égard de la signification, de l’expression. La mort est décomposition ; elle est le sans-réponse.
—E. Lévinas
La mort et le temps (1975-6)

Denn das Schöne ist nichts als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen, / und wir bewundern es so, wiel es gelassen verschmäht / uns zu zerstören.
—R. M. Rilke
Duiniser Elegien (1922)

Denn das Schöne ist nichts als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen, / und wir bewundern es so, wiel es gelassen verschmäht / uns zu zerstören.
—R. M. Rilke
Duiniser Elegien (1922)

Las dos citas que «encabezan» esta invitación a la lectura de la obra de Dennis Cooper están escritas a lápiz sobre la primera página de mi ejemplar de Cacheo (Frisk, 1991). Cacheo debió de ser el segundo texto de Cooper que leí. El primero fue sin duda Contacto (Closer, 1989), que poco antes había descubierto un buen camarada y que resultó un hallazgo para ambos. Casi una epifanía. No recuerdo cómo pudieron venir a cruzarse referencias literarias tan dispares ni qué extraño juego de asociaciones pudo llevar a su combinación, pero el caso es que ahí están, en la primera página de Cacheo. Lo curioso es que esas dos citas, en principio tan alejadas de los parámetros estéticos en los que la obra de Cooper se produce, a mi parecer iluminan de forma extraordinaria y sintética su sentido último. Lo bello como comienzo de lo terrible, a que se refiere Rilke en ese conocido pasaje de las Elegías, la muerte como límite del sentido, una idea que está en el centro de la reflexión de Lévinas, los vínculos subterráneos que conectan lo bello, la muerte y lo terrible, etc., son todas ellas preocupaciones que sirven como puntales a la obra de Cooper, una producción artística [1] ya abundante e imprescindible. Llama la atención también la entrada del fragmento de Lévinas, pues allí se identifica la «vida humana» con la «decencia»: la vida humana es —dice Lévinas— «ocultar», «vestir»; es «envoltura o revestimiento (enrobement) de los movimientos fisiológicos». Hemos domesticado la ingestión, pero la digestión y la defecación aún quedan fuera del ámbito de lo decente. También el sexo, sobre todo en sus modalidades más feraces y feroces. En consecuencia y si uno sigue el razonamiento del filósofo francolituano, es fácil calificar los libros de Cooper de brutal e impúdicamente indecentes.

¿De qué otro modo conceptuar unos relatos cuyos personajes principales andan siempre —cuando menos— fantaseando con la idea de penetrar, sajar, trocear, perforar, martirizar, abrir, explorar, desentrañar el cuerpo del otro con el fin último de acceder a su verdad más íntima y con el propósito de apropiarse de forma absoluta del objeto de sus deseos? Una pretensión ésta —y es algo que también anuncia Lévinas— que está irremediablemente condenada al fracaso: la belleza del cuerpo muerto, por muy hermoso que fuera el joven al que pertenecía en vida, dura apenas el segundo que precede a la descomposición; y entre el revoltijo de entrañas del cadáver martirizado no se encuentra el sentido profundo del Ser, sencillamente porque no hay tal sentido.

Los trabajos de Cooper expulsan de su potencial clientela a los lectores remilgados y a los estómagos sensibles. Tampoco permiten la lectura superficial. Se equivocan de autor quienes se acerquen a ellos buscando sólo al pornógrafo, o si encuentran pornografía —es decir, si hallan en el texto una fuente de excitación erótica—, probablemente estén descubriendo dentro de ellos mismos esa crueldad que se ha achacado a Cooper y que tantos quebraderos de cabeza le ha traído. Cooper podría hacer en el frontispicio de sus libros la misma advertencia que Sade: «Sólo me dirijo a los que son capaces de escucharme y ésos me leerán sin peligro». ¿O no? Es difícil, en realidad, salir sin daño de la lectura de estos libros. La obra de Cooper es una obra extrema y radical que se enfrenta con cuestiones radicales y extremas. Los territorios que explora son tan atractivos como aterradores y amenazan con aniquilar a quienes se aproximen a ellos. Cultivar la indecencia exige disciplina y valor porque uno circula por el borde del precipicio de lo innombrable —le «sans-réponse», dice Lévinas—. Un paso en falso y…

El mundo de Cooper es un mundo macho y adolescente, poblado por efebos pálidos, desorientados, flipados y autodestructivos. Seres tan angélicos y terribles como los del poema de Rilke —recuérdese que los versos que citábamos al principio se cierran con aquello de Ein jeder Engel ist schrecklich, «todo ángel es terrible»—. No hay apenas mujeres y los adultos no existen o son meras siluetas fantasmales. Los padres generalmente están ausentes de hogares podridos donde los niños juegan a juegos raros y peligrosos. A veces aparece la figura del libertino, encarnado por algún sosias literario del autor, una especie de hiperconciencia perversa en este universo habitado por duendecillos colocados hasta el límite de lo fisiológicamente soportable.

Tal es el caso, por ejemplo, de Philippe en esta primera entrega de la pentalogía de George Miles, o de ese otro personaje de Cacheo (segunda de la serie) que comparte nombre de pila con el autor. Como Mishima, para quien la iconografía construida en torno al martirio de san Sebastián fue una obsesión recurrente a lo largo de toda su vida, una suerte de escena primordial que organizaría los extravíos de su libido, Dennis vive asediado por la imagen de un adolescente amarrado, torturado y brutalmente mutilado que ve en una fotografía que el dueño de la tienda Gipsy Pete’s le pasa bajo cuerda cuando tenía apenas trece años. La edad aproximada de la víctima. Luego quiere matar: asistir a la jodienda descoyuntada de Eros y Thánatos, al éxtasis definitivo. El libertino de Cooper es, sin embargo, un esteta que avanza, como un equilibrista sin red, sobre la estrecha línea que separa ficción y realidad, mundo y deseo. Su figura plantea al mismo tiempo la cuestión de la literatura como espacio de libertad absoluta. «La novela —señala Cooper en una entrevista— trata de lo que es posible en nuestras fantasías y lo que es posible en la vida real. Intenta seducir al lector de distintas maneras para que crea que la serie de asesinatos es real, luego se presenta como ficción, espero que dejando a los lectores como responsables de cualquier placer que hayan experimentado al creer que los asesinatos eran reales». La cuestión de la literatura como libertad —decíamos—, es algo que interesa especialmente a Cooper, pero también el incómodo estatuto del lector.

Al tratar de encuadrar la producción literaria de Cooper, la crítica ha convocado repetida —y hasta repetitivamente— la obra de Burroughs —quien lo sentenció en sus años mozos como «un escritor de casta»—, de Sade, de Genet, se supone que en su condición de maricas correosos y amedrentadores, y también de toda una tradición de perversos exquisitos sobre todo franceses que tendría su origen probable en el segundo de los mencionados: Blanchot, Klossowsky, Bataille y algunos otros autores galos de la época de entreguerras, cercanos en algún momento al surrealismo y preocupados en particular por lo sagrado, el erotismo, la muerte, la trasgresión y las experiencia límite. Lo que explicaría en parte que su éxito haya sido mayor en Europa que en su propio país. El propio Cooper ha alimentado esta idea y, en más de una ocasión, ha afirmado que su sueño sería «convertirse en un escritor famoso en París». [2] Sin embargo, la obra de Cooper no es simplemente una versión actualizada de las preocupaciones de todos estos intelectuales parisinos, más cruda y sangrienta habida cuenta de los muchos litros de plasma que han corrido por las artes narrativas desde entonces hasta hoy. Y no lo es por fortuna, porque de ser un escritor menos capaz de lo que es, se vería condenado al pastiche y a la repetición paródica más o menos chistosa.

Existen convenciones más o menos arbitrarias y arraigadas que determinan qué tipo de material posee dignidad literaria y cuál no. Es una especie de Inconsciente de la literatura occidental que establece los límites de lo que es representable. De lo que puede ser proferido. Están las florecillas, los pájaros, el cielo estrellado, las princesas… El mar siempre es un recurso lírico de lo más socorrido. Cualquier colegial que haya tenido que asistir a una clase de literatura lo tiene claro; el problema es que odiará la letra impresa para el resto de sus días. Hay cosas de las que sencillamente no se habla y que es mejor no decir. A veces son inexpresables por indecentes. Por ejemplo: el cine porno, las snuff movies, la putada que es la desconcertante adolescencia, la música punk, las películas de miedo de serie Z, lo mucho que te gusta el culo de tu compañero de pupitre, la droga, la muerte, el sexo, el asesinato, Internet y los dibujos animados. Todos estos son materiales escasamente literarios: a-literarios o, incluso, in-literarios. La narrativa de Cooper se construye a partir de ellos.

Y eso lo coloca en una posición un tanto incómoda.

John: El principiante

John: El principiante

John, dieciocho años, odiaba su cara. Si hubiera tenido la nariz más pequeña, los ojos de un pardo distinto, el labio inferior más carnoso… De niño le dieron un puñetazo en los morros y tuvo un aspecto magnífico durante un par de semanas. Seis años atrás el punk rock se había convertido en la razón de su existencia. A John le gustaba la forma en que los punkies fantaseaban con la muerte, y su moda era un camuflaje perfecto. Se tiñó el pelo de azul oscuro, llevaba camisetas desgarradas, se ponía rímel y fijaba la mirada en los suelos del instituto como si fuesen pantallas de cine. Jamás se había sentido mejor consigo mismo.

Ahora lo punk aburría a sus compañeros de clase. John seguía aferrado a ello, pero los sarcasmos y el desinterés amenazaban con arruinar su recién adquirida confianza en sí mismo. Una tarde hizo autostop hasta casa, cogió papel y lápiz y anotó sus opciones: «Hacerse enemigos». El problema era que su indiferencia hacia los demás había sido siempre demasiado grande. «Psicoanálisis». Eso podría hacer pensar que era un caso perdido. «Arte». Algunos garabatos realmente prometedores que había hecho de niño, y que habían provocado el entusiasmo de su madre, le llevaron a matricularse en una clase de dibujo al natural.

El profesor de John estaba considerablemente impresionado. Anunció a la clase que su «obra» era «única» y la comparó a «brillantes retratos robot policiales». John sabía que era hablar por hablar, pero como lo único que necesitaba realmente era que le prestaran atención, se negó a confirmar o desmentir cualquier interpretación, por estúpida que fuera. Era la táctica que utilizaban sus grupos musicales favoritos para estar a la última. Y funcionaba. Los estudiantes se agolpaban a su alrededor después de las clases, insinuándole que no les importaría posar cuando tuviera un momento.

No tenía tiempo para dibujarlos a todos, pero elegir significaba manifestar cierto criterio artístico. Y John no era capaz. No tenía ni idea de lo que hacía. Acabó por escoger a los estudiantes mejor parecidos, porque era divertido desfigurarlos y realmente fácil deslumbrarlos con su cháchara. Les decía, como quien no quiere la cosa, que estaba sacando a la luz lo torturados que vivían realmente detrás de su atractiva fachada, y ellos se quedaban pasmados ante sus garabatos como si estuviesen viendo a Dios o un OVNI.

Una tarde, un estudiante de segundo año llamado George Miles se sentó en el dormitorio de John e intentó no pestañear. Le había parecido guapo, quizá incluso un poco demasiado, cuando lo vio en la cafetería de la escuela, pero una vez los dos a solas el chico se puso tenso y empezó a temblar tanto que hizo pensar a John en un holograma borroso. John trató de dibujar, pero George ya estaba hecho una ruina sin su ayuda. «Le sacaré una polaroid —pensó—, por si me hago fotógrafo». Al ir a buscar la cámara, reparó en la cama. Nada de fotos.

—Oye, tengo otra idea —dijo.

En la cama George cerró los ojos, le dejó hacer y casi chilló, todo lo cual fue del gusto de John. Sólo había follado en un par de ocasiones, una de pie en el lavabo, la otra con un tío de unos cincuenta años que hizo toda la faena mientras él mantenía el culo abierto. Con George como paciente, probó un montón de posturas que había visto en una película porno. Cometió muchos errores y tardó una eternidad en conseguir que su polla estuviera lo suficientemente dura para deslizarse dentro del culo de George, pero éste no pareció notarlo ni preocuparse por ello.

A la mañana siguiente, el profesor de dibujo de John le pidió que se quedase un momento al acabar la clase, esperó a que el aula se vaciase y le anunció que, aunque a John, «con mucha razón», le gustaba dejar que su «fuerte sentido artístico» hablase por sí mismo, podría subir a la tribuna de oradores en la próxima asamblea de estudiantes para «ayudar a aclarar…». John se puso rígido. «No hay manera», pensó.

—En palabras de la estrella de rock Bob Dylan —concluyó el profesor, repasando la ropa de John—, ¿por qué no «echar una paletada de luz en el pozo de lo que significa cada retrato»? Contará para el examen.

John sentía cierto remordimiento por ser punkie. La franqueza del punk había suprimido de la cultura americana toneladas de basura pretenciosa, por lo cual, aunque John sospechaba que su obra era en sus nueve décimas partes basura pretenciosa, intentó tomarse la cita en serio, a pesar de que su autor fuera un adulto muerto. Estuvo de acuerdo con la idea de la conferencia, y dedicó un mes a tomar notas y reescribirlas hasta que consideró que no le ponían en evidencia. Al amanecer del día de la asamblea, intentó leer lo que había escrito mientras mordisqueaba un lápiz.

«El movimiento punk nos ordena desmitificarlo todo, porque, si no, estaremos condenados a un futuro tan decadente que las bombas atómicas parecerán tan sólo una loción más para después del afeitado y todo eso. Lo que por lo visto os gusta de mis dibujos es la manera en que muestran el lado oscuro, o como se llame, de gente que jamás se os ocurriría considerar especialmente monstruosa. Pero deberíais saber que el auténtico objetivo de mi trabajo es como el retrato de Dorian Gray. Hago que parezcáis horribles y yo empiezo a parecer realmente maravilloso…».

Por la tarde se plantó ante el borroso grupo de estudiantes mientras sus retratos, en diapositivas, iban desfilando por una pantalla gigante situada sobre su cabeza. Pensaba empezar a hablar después de pasar trece, más o menos. Mientras estudiaba a su mayormente aburrido público, no pudo evitar distinguir a unos cuantos tíos a los que había dibujado o pensaba dibujar, desperdigados entre los olvidables. Releyó su discurso y, comprobando que sonaba como si no supiera lo que se decía, agarró el micrófono y dijo con brusquedad:

—Mis retratos hablan por sí mismos.

Después de eso, la mayoría de los profesores le evitaron. Cinco estudiantes le tendieron la mano. Concertó un par de sesiones y acto seguido arrojó su escrito a la papelera. Se fumó un porro y estaba pensando qué dirían, de hecho, sus obras si, por algún milagro, sus labios pudieran moverse, cuando se topó con George, que estaba vomitando en los lavabos.

—¿Qué te ha parecido mi conferencia? —le preguntó John.

—No he ido —contestó George, echando un vistazo a la porquería que había dejado—. No me interesa saber de qué va tu obra.

John dibujó un círculo. Añadió dos líneas verticales, separadas por varios centímetros, para formar un cuello. En la hoja fueron apareciendo rasgos artificiales que semejaban vacilantes líneas al azar, finas como pelos en el suelo de una barbería. El sombreado les iba insuflando vida. Eso implicaba ladear el lápiz y arrastrarlo por el granulado del papel en varias direcciones. Les llegó el turno a dos chapuceros óvalos. John los rellenó con sendas manchas negras que pretendían ser pupilas, pero que podían muy bien ser algo que hubiera derramado accidentalmente sobre la hoja.

Estudió el retrato, luego la cara de George, de nuevo el retrato, y convirtió los ojos en cavernas. Parecía más bien un anuncio de alguna campaña benéfica. Al intentar borrar los ojos, el papel se desgarró. Tiró el cuaderno de apuntes a un lado.

—George —gimoteó—, desnudémonos.

Se echaron en la cama y metieron sus caras en la entrepierna del otro. John se incorporó de pronto para asegurarse de que George era tan guapo como le había parecido unos minutos antes, y volvió a la faena.

Sentía algo que tal vez fuera amor, pero resultaba demasiado sencillo y sólo fríamente interesante. Algo parecido, más bien, a comprender qué se sentía al estar enamorado. La sensación en sí no era tan turbadora, ni mucho menos, como se supone que es el amor. De hecho, no era una sensación muy diferente de la de haber acabado un retrato, excepto porque la piel de George resultaba muy placentera al tacto. Ésa era la parte más chocante, sentir lo cálido y familiar que resultaba George y darse cuenta al mismo tiempo de que el chico era tan sólo una piel que envolvía algo de aspecto grotesco.

—¿Eh?

Era la voz de George. John estaba a punto de decir «No he dicho nada», cuando se le corrió en la boca.

—¡Joder, George! —se atragantó—, podrías avisar, ¿no? Estaba dándole vueltas a algo importante. ¡Mierda!

Para no provocar una escena, se volvió malhumorado. El retrato de George estaba apoyado contra la pared de enfrente, junto al dibujo de otro modelo. Incluso estropeado, el de George parecía mejor. John bajó de la cama gateando, echó mano de su cuaderno de dibujo y empezó a comparar el retrato con cada uno de los que había terminado anteriormente.

—¡Oye! —murmuró—, tengo una idea. Vístete.

Se dirigieron al Dump, un bar gay mal iluminado, famoso por su promiscua clientela. John dejó a George en un taburete y se puso a deambular por el local mirando de reojo. Tras unas cuantas vueltas, vio a un tío que le gustó repantigado en un sofá de vinilo gris, cerca de los videojuegos. Su pelo, tieso como una sierra, le bajaba desde la coronilla en una cresta con forma de aleta de tiburón. Llevaba rímel en los ojos y la boca le colgaba entreabierta. El pin enganchado en su desgarrada cazadora de cuero decía: «Mi gran inteligencia me impide pensar».

John le ordenó a George que se sentara en una esquina del sofá, y él se colocó en la otra. El punkie intentó aparentar indiferencia ante esa manera de ligar, pero finalmente se volvió y miró airado al capullo que osaba molestarle. Se tiró una hora llamando a John punkie de pacotilla, marica, escoria, gilipollas… George se adormeció. John puso cara de aburrimiento hasta que el punkie empezó a quedarse sin baterías. Entonces soltó que tenía drogas escondidas en su habitación.

—Suena bien —bostezó el punkie. Fueron a casa y después de un par de porros le dijo a John que podía mirarle hacerse una paja.

John hizo que el punkie y George se echaran el uno junto al otro en la cama. Se deslizó sobre sus cuerpos mientras se masturbaban, examinándolos detalladamente y haciendo comparaciones. Del cuello para abajo eran prácticamente idénticos: lisos, pálidos y huesudos. De cara, el punkie no era gran cosa: mirada triste, nariz rota, orejas llenas de cera, cráneo en forma de huevo. De no ser punkie, no sería nada. Al principio John se compadeció, pero después pensó que era mejor no preocuparse, o no se le iba a poner dura ni a tiros.

Puso a George boca abajo, se le subió encima, trató de empalmarse, pero no lo consiguió; intentó follárselo metiéndole dedos, pero tampoco funcionó, así que le dio la vuelta a George y se la metió en la boca. El punkie estaba sentado muy cerca de ellos, mirándolos con una expresión ausente que podía significar cualquier cosa. John trató de no prestarle mucha atención, pero atraía su mirada como un espejo. Cuando finalmente logró correrse, su concentración era tan escasa que se salió de George y lo manchó todo de semen.

—¡Mierda!

A escasas manzanas de donde vivían los padres de John había una mansión llena de telarañas que dos generaciones de chavales del vecindario habían apodado la «casa embrujada». Estaba bastante apartada de la calle, y para llegar a ella los chavales tenían que escalar un muro de ladrillo y luego abrirse paso por media hectárea de hierbajos secos y periódicos amarillentos. Hasta que cumplió los doce años, a John le abrumaba demasiado lo de «casa embrujada» para atreverse a echar una ojeada al lugar. Cuando, finalmente, una tarde entró de puntillas, no encontró nada; allí no había ningún misterio. Se pasó media hora recogiendo pedazos de sillas rotas, preservativos usados y apestosos harapos de vagabundos.

La mañana después del rollo a tres con George y el punkie, John se despertó de una pesadilla en la que aparecía esa casa. «¡Uf!». Levantó a los otros y les propuso darse una vuelta por allí. El punkie se encogió de hombros, desapareció tambaleándose por el pasillo y volvió con un bote de laca de la madre de John con la que empezó a retocarse la cresta. George se arrastró fuera de la cama, moviéndose de una manera un poco envarada como si temiera tirar algo.

—¿Qué tal has dormido? —le preguntó John.

—Pesadillas —chilló George, y agitó la cabeza para borrar la palabra—. De hecho, uh, bueno, esta noche me he dado cuenta por primera vez… Oh, olvídalo.

Una vez saltado el muro, John y George se pusieron a follar entre unos matorrales. El punkie los miró durante un rato, y después empezó a darles puntapiés hasta que dejaron la jodienda. Los tres se derrumbaron en la escalera de la casa, cubiertos de polvo y pálidos como fantasmas. John empezó a explicarles cómo había descubierto aquel lugar, pero a los pocos minutos George se fue a dar una vuelta por el interior, y empezó a golpear las paredes en busca de posibles compartimientos secretos. El punkie parecía más interesado en los grafitis dejados por anteriores intrusos. Echó un vistazo y se fue apuntando los mejores en el dorso de ambas manos con la punta de un fósforo usado.

John llegó hasta una ventana del segundo piso, escuchando a medias el jaleo que armaban. Vio a un rubito de unos ocho años que pasaba a toda velocidad en su bicicleta por delante de la casa y se imaginó el terror del chico si hubiera levantado la vista y vislumbrado la silueta de un hombre. ¿O acaso el mundo se había vuelto tan completamente horrible y jodido desde su infancia que una casa embrujada ya no era más que algo pintoresco?

—De ser así —reflexionó en voz alta—, también lo son mis dibujos. ¡Joder, no quiero ni pensarlo!

Llamó al punkie y a George. En cuanto entraron en la habitación, les dijo que se desnudaran.

En vez de hacerlo, el punkie dio un puñetazo a un boquete que había en la pared. George se mordisqueó las uñas, y después de pasar la mirada entre John y el ensangrentado puño una docena de veces, salió dando traspiés al pasillo. John puso los ojos en blanco, se cruzó de brazos e intentó poner cara de que lo que había dicho iba en serio. El punkie arremetió contra otro boquete, y otro, y otro, etcétera. John estaba a punto de marcharse cuando el punkie se detuvo, contempló los agujeros, que formaban una tosca esvástica de aproximadamente medio metro cuadrado, sonrió por primera vez, que John pudiera recordar, y empezó a golpearse la cara y el pecho.

Su cinturón, un manojo de cadenas de bicicleta trenzadas y unidas por un herrumbroso candado con combinación, se agitaba ruidosamente. De vez en cuando, el punkie dejaba de golpearse el tiempo suficiente para hacer girar la ruedecilla varias veces, lanzarle miradas de reojo, vociferar varios números, intentarlo de nuevo, blasfemar, y seguir golpeándose. John estaba hipnotizado, como cuando después de hacer diversas combinaciones estrafalarias de drogas, se sentía capaz de controlar a esos tíos con la mente. En este caso, los cortes, magulladuras, costras y manchas de sangre hacían que el punkie tuviera un ligero parecido con sus retratos.

El punkie logró quitarse el cinturón, se desnudó y se derrumbó sobre un colchón que alguien había dejado en un rincón hacía años.

—¡Machácame! —aulló con voz ronca—, ¡fóllame, y nunca te olvidaré! Joder, lo que me gusta de verdad es la violencia. Quiero contarles a todos mis amigos lo que hemos hecho, y que me odien o me llamen marica o lo que sea, pero que se queden bien jodidos. No soy un farsante como ellos. Lo quiero probar todo, para que cuando muera digan que he vivido y hagan chistes malos a mi costa, ¡me importa un carajo! Me gusta ponerme como loco y parece que a ti te va. De todas maneras, ¿por qué no?

«Apuesto a que si mis dibujos hablaran, dirían algo por el estilo», pensó John.

—De acuerdo.

Se arremangó las mangas de la camisa y se arrodilló sobre la palpitante espalda del punkie, agitando la mano para alejar el tufo a sudor. Respiró profundamente y hundió los dientes en la curva de uno de sus hombros.

—¡Déjame marcas! —susurró el punkie—. ¡Deja marcas donde quieras! ¡Hazlo memorable, o lo que te dé la gana! —Esta vez John mordió con fuerza, pero la piel seguía sin rasgarse—. ¡Inténtalo en el cogote!

Al apartarse, John vio varios agujeros que recordaban vagamente adornos navideños.

—Eso es —dijo—. Tengo una idea. Prepárate.

El punkie cerró los puños. John fue bajando sinuosamente por su espalda, dejando mordiscos de contorno regular, en líneas de a cuatro, cada pocos centímetros. Al llegar a la rabadilla, se detuvo y se masajeó la dolorida mandíbula. Las heridas eran de un rosa intenso, excepto las de más arriba, que habían adquirido una tonalidad violácea. De algunas incluso salían largos y delgados hilillos de sangre que le recordaron vagamente tiras de oropel.

Se apartó un poco, fascinado por la intensidad de lo que estaba haciendo. Intentó en vano recordar el nombre de aquel famoso artista que se había pegado un tiro y se había arrastrado en calzoncillos sobre un montón de cristales rotos. De todas maneras, esto resultaba más original. Machacar el propio cuerpo era una manifestación más de todas esas chorradas de la angustia de la egocéntrica generación de los sesenta. Un sangrante punkie resultaba aún más horripilante y ridículo, y, a su manera, también conmovedor. ¿Sería por la referencia navideña? De pronto se acordó de las cadenas y sonrió. «Voy a dejarle el culo como nuevo».

Le abrió las piernas y las fue moviendo como si fueran una antigua antena de televisión hasta que su culo tomó aproximadamente la forma de una caja. Cogió las cadenas. Cada azote dejaba una oblicua línea roja. Trató de afinar la puntería, pero las líneas seguían quedando muy torcidas, así que le zurró hasta que toda la zona quedó enrojecida. Estaba dando los toques finales cuando el punkie se impacientó, se alzó sobre los codos y estiró el cuello para ver el resultado. Pero su mirada se detuvo en algo detrás de John.

—¡La poli! —gruñó.

Era George, recortado contra la puerta y tapándose la boca con una mano.

—¡No te vayas! —dijo John. George salió corriendo. John le persiguió hasta abajo y cuando salió de la casa. En mitad del jardín le agarró por el hombro, lo que le desgarró la manga de la camisa y provocó que ambos cayeran sobre un montón de periódicos viejos.

—Quiero que… sepas… que esto no tiene nada que ver… con lo nuestro —jadeó.

George logró ponerse en pie, se agarró la rodilla izquierda e hizo una mueca de dolor. Se las arregló para decir:

—Creía que…

Y se largó cojeando.

John volvió a la habitación. Estaba vacía. En la pared más próxima al colchón descubrió un grafiti aún fresco: «Bill estuvo aquí, más o menos». Había un rastro de sangre que llevaba hasta la puerta. John lo siguió por el pasillo, y al final vislumbró la silueta del tembloroso punkie recortada contra la luz que entraba por una ventana rota. John pisó accidentalmente un tablón. Al oír el crujido, la silueta se tensó, se volvió, arrancó un trozo de vidrio y se lo tendió a John como si fuera un regalo.

—¡Mátame! —dijo con tono áspero la silueta—, ¡soy incapaz de sentir nada! Quiero decir que eres cojonudo. ¡Mierda! No sé… Supongo que hace como un año que estoy buscando que alguien me mate, así que no te preocupes. Hazme lo que quieras. Me da igual, en serio. Cuando esté muerto, me puedes joder las veces que te dé la gana. He intentado matarme la tira de veces, pero no soy capaz de hacerlo. De todas formas, nadie sabe que estoy aquí. No te atraparán.

—¡Basta! —dijo John, agitando los brazos—, espera, me siento…

Y vomitó sobre la pechera de su camisa.

John compró el último número de Art News, volvió a casa haciendo autostop y una vez allí se arrojó sobre la cama. Contempló las fotografías y leyó algunas reseñas al azar. El único nombre que le sonó fue el de Carl Andre, y eso por una situación ligeramente embarazosa que había protagonizado en el museo de la ciudad tres meses atrás. Al entrar en el ala dedicada al arte moderno, John tropezó con un puñado de recuadros metálicos en el suelo y le preguntó al vigilante cuándo estaría lista la instalación. Fue desabridamente informado de que «eso del suelo» era una obra de arte del tío aquel.

Si se hubiera tratado de alguna cosa punk antiarte, tal vez lo habría encontrado extraordinario. Pero uno de los críticos empleaba el término «clasicismo».

—Ni hablar.

John se saltó una docena de páginas. De todas formas, prefería los anuncios a los artículos. De ellos podía extraer sus propias conclusiones. Por ejemplo, del retrato de un muchacho, pintado en color vomitona, que aparecía en el anuncio que estaba mirando. «A este artista su infancia le asqueaba tanto», reflexionó John, «que le hace vomitar». Se quedó boquiabierto cuando reparó en el título, Jonás y la ballena, en letra pequeña.

Había acertado. Qué él recordara, era la primera vez que daba en el clavo tratándose de arte, y eso le desconcertó un poco. Desde luego, podía haber sido mera chiripa, pero si no lo era y, realmente, empezaba a entender en arte, eso tal vez significase que podía llegar a comprender lo que estaba intentado hacer con su vida. Pero ¿y si eso arruinaba su producción? ¿Y si sus dibujos no fueran en realidad importantes, excepto como plasmaciones de su confusión, y una vez lo hubiera comprendido, la inspiración se desvaneciera, como sucedió con aquellas fantasías de esposa e hijos que solía tener de niño?

John vio la palabra TÚ en letras de molde tan grandes y azules, que parecían una especie de llamamiento divino. Era tan sólo un anuncio de la Escuela de Nuevo Arte Americano, que ofrecía valoraciones críticas a los artistas jóvenes que enviaran muestras de su trabajo, cincuenta pavos y un sobre franqueado con su dirección para la respuesta. John contempló la palabra durante un rato y decidió que debía enviar algún material y dejar que los expertos le aconsejaran sobre el camino a seguir. Agarró su carpeta de dibujos, sacó varios de George, se coló en el dormitorio de sus padres y sisó un poco de dinero del cajón en el que guardaban los fondos para emergencias.

La única cosa importante del mes siguiente ocurrió un jueves. John se había pasado todo el curso con los ojos puestos en un estudiante de primer año con una cara de querubín tan perfecta, que parecía diseñada por ordenador, pero que por lo demás era un completo desastre. Hablaba a solas en voz alta, caminaba como sumido en trance hipnótico, pretendía ser una estrella del pop, etcétera. David siempre le producía el desasosiego que solía provocarle George cuando follaban, o que el punkie había sentido mientras John lo mordía. Pero, siguiendo el consejo de los expertos, John intentaba no dejarse arrastrar por una ambición desmedida.

Ese día coincidieron en urinarios contiguos. John estaba tan alterado que no conseguía mear. Incluso a poca distancia, David era de esos tíos tan guapos que su piel parecía de plástico o caramelo. Él ni se percató de la presencia de John y se pasó aquellos preciosos y escasos segundos farfullándole a la pared del urinario que le perseguían. No es que John no supiera qué decir; simplemente, no sabía cómo interrumpirle. No acababa de tener claro si lo que quería era dibujar a David, follárselo, darle una paliza o enamorarse de él.

De regreso a casa desde el instituto, John dio un rodeo para pasear por el parque. Los jubilados de siempre lanzaban bolas a cámara lenta por pistas trazadas en el césped. Las bolas se detenían donde les veía en gana y los viejos vitoreaban con sus voces cascadas. Con los libros como almohada, John se echó boca arriba y observó el movimiento de las nubes durante un rato. Se alegró de que no hubiera por allí ningún conocido, porque tenía que admitir que, a pesar de los clichés que se habían ido amontonando desde hacía siglos, encontraba el cielo bastante sosegador.

Dejó que su mente divagara libremente. Era una sensación semejante a la de ser perseguido por una multitud en la oscuridad, o de tratar de atrapar a una multitud que se ha dispersado en varias direcciones. Cerró los ojos y tal vez se adormeció, no estaba seguro. Al abrirlos de nuevo no recordaba lo que había soñado. Ya era de noche. Se puso en pie. En el linde del parque echó una meada a los pies de la estatua de un héroe de guerra olvidado hacía ya mucho tiempo, un hombre de granito cubierto de cagadas de pájaro.

Aquella noche tenía que retratar a un chico llamado Simon, cuya cabeza tenía la forma de un largo vaso de leche coronado por un pedazo de tierra pardusca, ojos de un blanco calizo y boca de pez. Tal vez se debiera a la siesta, pero lo cierto es que John no lograba involucrarse en la sesión. Compartieron un porro, una cerveza, pero no sirvió de nada. John acompañó a Simon hasta la puerta inventando diversas excusas, a cual más absurda. Se estaban despidiendo cuando la madre de John apareció con una carta para él en la mano.

—Y limpia tu habitación —dijo.

La carta era una hoja mecanografiada a un espacio. A un tal profesor James Nosecuántos le gustaba lo que John había enviado. Decía algunas cosas que John no acabó de entender sobre «estar a caballo entre la confusión y un constante realismo», y «un trabajo con el lápiz pasivo-agresivo», y acerca de que sus dibujos eran «obvias imágenes especulares del artista», para acabar con vagas palabras de aliento. John se precipitó hacia el teléfono, marcó el número de George y colgó. «¿En qué coño estoy pensando?», se preguntó. En vez de eso, corrió a su habitación, cerró la puerta, echó el pestillo y gritó:

—¡De coña!

Un mes y catorce tentativas después, John había conseguido dibujar a George. Miró alternativamente retrato y modelo varias veces, arrancó la hoja del cuaderno de dibujo y se la alcanzó a George para que lo viera.

—Parece que lleve una máscara de Halloween —susurró éste.

—Es verdad —se rió John—. ¡Oh, claro, hablas del dibujo!

Lo comprobó un par de veces. No, George era una indiscutible obra maestra, se mirara como se mirara. John no se había sentido tan asustado ante nada ni nadie desde que a los cinco o seis años descubrió la casa embrujada.

Se desnudó y se metió en el lavabo. La tensión que le había causado acabar el retrato le había puesto inusualmente cachondo. Se pasó una toalla húmeda por los sobacos, por la polla y entre las nalgas, mientras intentaba silbar Handsome Devil, de los Smiths, lo cual, como la canción no tenía melodía, le hacía parecer asmático. Olisqueó la toalla sucia y la lanzó por encima de la portezuela de cristal veteado de la ducha. En cuanto volvió al dormitorio, George se desnudó automáticamente y se echó boca abajo en la cama.

Una semana después repitieron sin mayor entusiasmo su cita. George se sentó en la silla junto a la ventana y puso aquella expresión extraña que John decidió que significaba o «No me hagas daño» o «¿Qué pasa?». John apenas recordaba la época en que George le parecía peligroso. Ahora era tan sólo un tío al que podía manejar como quisiera. No había en él nada que resultara mínimamente intimidante. Nada. John dejó el lápiz y el cuaderno.

—George —dijo—, está claro que te preocupa algo. No hoy concretamente, hablo en general. ¿Qué es?

George sacudió la cabeza.

—¡Oh, ejem…! —Sus ojos recorrieron rápidamente la habitación—. Todo —refunfuñó.

John se lo preguntó de nuevo, y a los dos segundos lamentó haberlo hecho, porque George dio una o dos sacudidas finales con la cabeza y se dejó caer hacia atrás en la silla como si le hubieran disparado.

—Estoy completamente jodido —murmuró—. No tengo ningún amigo de verdad y ya no tengo fuerzas ni para hacer los deberes. A veces quisiera estar muerto. Nada tiene sentido; por ejemplo, mi madre está enferma de cáncer y no sé qué será de mí cuando se muera. Es agradable que seamos amigos, pero me siento siempre tan solo…

George continuó con el mismo plan durante una hora a pesar de haber dejado claro todo lo que iba a decir en los primeros treinta segundos. John se las arregló para aparentar que le importaba, ya que el hecho de que George pasara un mal momento era algo completamente inesperado. Sus problemas eran serios, supuso John, pero no había nada de especial en ellos. Tal vez fueran un poco más horribles que los de otros chicos guapos, tal vez no. John difícilmente podía estar seguro, ya que él nunca había sido guapo.

Después follaron, o más bien John folló a George, mientras echaba un vistazo al último y definitivo retrato, que, por suerte, había enmarcado y colgado en un lugar bien visible desde la cama. Sometió a George a sus habituales contoneos, mientras reflexionaba sobre la mejor manera de decirle lo que creía llegada la hora de decir. Las palabras no le parecieron realmente apropiadas hasta que, ya vestidos, llegaron a la puerta y prometieron llamarse.

—Espero que entiendas —añadió John súbitamente— que soy mucho mejor artista que persona.

—No sé qué quieres decir —repuso George. Su mano seguía en el pomo de la puerta.

—Quiero decir que he decidido dedicar mi vida al arte —explicó John—, y si voy a hacer eso, no puedo pasarme el tiempo rumiando por qué estás jodido. Mi obra es mi espejo, como dijo ese profesor. Ya soy suficientemente complicado sin tratar de comprender por qué lo soy, no sé si me explico.

George asintió e hizo girar el pomo.

—¿Quieres decir que te doy miedo? —preguntó.

—No, quiero decir que no puedo verte más.

George se echó a temblar.

—¡Oh!

John alejó a George de su mente, lo cual no resultó nada fácil, ya que su cara aparecía en todas sus obras. Un buen día guardó todos los retratos en un cajón y canceló sus sesiones de dibujo. El instituto cerró por Navidad. Se pasó las vacaciones emborrachándose en clubes nocturnos. Uno de los regalos colocados debajo del árbol era un cuaderno en blanco. Describió en él sus actividades. Al reiniciarse las clases, después de releer sus anotaciones varias veces, y exclamar pensativamente: «¡Genial!», se matriculó en escritura creativa.

A diferencia del profesor de dibujo al natural, el de escritura creativa estaba al día de los cambios culturales. El señor McGough no hacía un esfuerzo para incluir palabras del argot pasado de moda en sus charlas. Tenía cuarenta y seis años, pero proclamaba que «la sacudida en el camino de la salvación llamada punk» había cambiado su vida. Jules recordaba la conferencia de John y en una clase dedicó unos minutos a comentar lo inteligente que había sido su exposición. John se encogió de hombros y dejó que Jules creyera que aquel exabrupto había sido planeado. Después de esto, Jules parecía mirarle como a un igual y pasaban mucho rato juntos.

John sospechaba que Jules era gay, por detalles como el de aquella noche en que le pidió que le dijera los cantantes de rock a los que le gustaría dibujar, o follarse, o amabas cosas. Después de una docena, Jules levantó una mano y se pellizcó la nariz como un médium.

—Tu ideal —sentenció— es un morenito, de tu edad, delgado, viril, de mirada triste, labios carnosos y nariz juguetona. Las orejas deberían pasar inadvertidas por lo bien que armonizan con la cara, como las asas de algo que uno se lleva a la boca cuando está sediento…

Jules hablaba así porque era un poeta. Uno de sus mejores poemas incluía esta imagen: «El semblante lloroso de un niño encaraba el horizonte, emitiendo una nueva espada de luz solar». Vagamente inspirado, el día que lo leyó, John volvió a casa haciendo autostop y una vez allí se puso a trabajar en un dibujo. A Jules le gustó. Lo siguiente que supo John es que habían empezado un proyecto a cuatro manos que unía imágenes y textos. Jules se las arregló, teniendo presentes las raíces punk de John, para exponer las obras en el habitáculo del conserje, que resultó ser mucho más espacioso de lo que John creía.

A veces, cuando Jules terminaba un poema, John se pasaba la noche en vela añadiendo trazos y tachones a un dibujo antiguo hasta que lograba conectarlo con el texto. Otras noches borraba parte de un retrato y dejaba que Jules usase libremente ese espacio. Utilizando siempre a George como tema, John no sólo reciclaba material viejo, sino que mantenía una línea de continuidad en sus obras más recientes. Le llevó varias semanas completar los trece dibujos. Una tarde, John los depositó sobre la alfombra de la sala de estar de Jules y brindaron con latas de cerveza.

—Cuando todo esto acabe, ¿por qué no montamos un trío con algún gilipollas? —propuso Jules.

Inauguraron la exposición a la hora de comer. Gran parte del profesorado se dejó caer por allí y contempló las obras con aire suspicaz. Entre los estudiantes que acudieron estaba George, completamente drogado, que entró, dio un par de tambaleantes pasos, trató de enfocar la mirada y caminó a tientas hacia la pared más cercana. Jules estudió a George un par de minutos y le dijo a John:

—Ése es ideal para ti, y a mí me encantaría mirar.

—Completamente de acuerdo —dijo John, dirigiendo su mirada alternativamente a uno y a otro—, sólo que… —Y meneó la cabeza.

***

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Notas al pie

[1] Y que en realidad no se limita a lo narrativo ni a lo estrictamente literario. Cooper empezó como poeta y en los últimos años está cultivando especialmente las artes escénicas y el cine junto a colaboradores fieles como Gisèle Vienne o Zac Farley.

[2] Un sueño que ha cumplido al menos en parte, pues hasta fechas muy recientes ha vivido en la capital francesa.