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ARTÍCULO

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SEPTIEMBRE 2015

Orwell y Hayek:
conexión de dos antiautoritarios

Orwell y Hayek: conexión de dos antiautoritarios

SHELDOM RICHMAN

Ilustración de Mark Schoenecker · Septiembre de 2015

Ilustración de Mark Schoenecker ·
Septiembre de 2015

Tiendo a pensar en George Orwell y F. A. Hayek como un conjunto. Ambos tuvieron el valor de escribir la verdad, impávidos a las consecuencias que les esperaban. Ambos valoraban la libertad, aunque la entendieran de forma diferente.

George Orwell, un hombre de la izquierda, no pudo callarse frente a los horrores del stalinismo. Dos veces —durante la Guerra Civil española y luego en los albores de la Guerra Fría— se negó a dejar que sus camaradas hicieran la vista gorda ante las consecuencias que su colectivismo estaba teniendo y tendría en el futuro. Por este favor le acusaron de ser una herramienta consciente del fascismo, una acusación punzante si tenemos en cuenta que Orwell había viajado a España para luchar contra el fascismo. (Por pocos centímetros la bala que penetró el cuello de Orwell en España podía habernos privado de sus últimos escritos, Rebelión en la granja y 1984. No hubiéramos sabido nunca el valor de lo que nos habían privado).

Friedrich Hayek, un hombre de la derecha, se arriesgó al ostracismo y más cuando en 1944 publicó El camino de servidumbre, donde el austríaco nacionalizado británico, escribiendo desde Inglaterra en el cénit de la Segunda Guerra Mundial, advertía que la planificación central de la economía terminaría en un totalitarismo indistinguible del del enemigo nazi si se llevaba a sus últimas consecuencias. No debió ser fácil escribir aquello en esa época y en ese lugar —la planificación central estaba muy de moda entre los intelectuales—. Mientras buena parte de la recepción fue seria y respetuosa, otra buena parte no lo fue. Herbert Finer, en Road to Reaction, dijo del libro de Hayek que «era la ofensiva más siniestra que se había hecho en décadas contra la democracia desde un país democrático», que expresaba «el desprecio hitleriano profundo por el hombre democrático».

La reseña de Orwell

No sorprende por tanto que El camino de servidumbre propiciara el contacto escrito de Orwell con Hayek. Orwell reseñó el libro junto a The Mirror of the Past, de Konni Zilliacus, en el número de 9 de abril de 1944 de The Observer. El hombre que publicaría Rebelión en la granja un año después y 1984cinco años después se encontró de acuerdo con mucho de lo expuesto en el trabajo de Hayek. Así, escribía:

En resumidas cuentas, la tesis del profesor Hayek es que el socialismo inevitablemente lleva al despotismo, y que en Alemania los nazis estuvieron en disposición de tener éxito porque los socialistas ya habían hecho gran parte del trabajo por ellos, especialmente el trabajo intelectual de debilitar el deseo de libertad. Al poner toda la vida bajo control del Estado, el socialismo necesariamente entrega el poder a un círculo reducido de burócratas, que en casi toda circunstancia serán hombres que desean el poder en sí mismo y no dudarán ante nada para conservarlo. Gran Bretaña, dice, está en el mismo camino que Alemania, con la intelligentsia de izquierda a la vanguardia y el Partido Tory a poca distancia. La única salvación radica en volver a la economía no planificada, la libre competencia y el énfasis en la libertad por encima de la seguridad. En la parte negativa de la tesis del profesor Hayek hay gran parte de verdad. No se dirá nunca lo bastante —en cualquier caso, no se dice ni siquiera cerca de lo suficiente— que el colectivismo no es inherentemente democrático sino que, por el contrario, entrega tal poder a una minoría tiránica que ni los inquisidores españoles hubieran podido soñar con él.

Éste es un apoyo significativo, dado que nadie entendía el totalitarismo tan bien como Orwell. De hecho, en Why Orwell Matters, Christopher Hitchens apunta que 1984 impresionó a los miembros del Partido Comunista del otro lado del Telón de Acero. Menciona a Czeslaw Milosz, poeta polaco laureado con un Nobel, que antes de huir a Occidente había sido asesor cultural para el gobierno comunista polaco: «Orwell les fascina con su percepción de los detalles que ellos conocen bien […]. Impresiona incluso a aquellos que sólo lo conocen de oídas que un escritor que no ha vivido jamás en Rusia tenga una percepción tan penetrante de su propia vida».

Pero fiel a su afiliación estatal socialista de izquierda, Orwell no podía suscribir la parte positiva del programa de Hayek:

El profesor Hayek probablemente también está en lo cierto cuando dice que en este país los intelectuales tienen una mentalidad más totalitaria que la gente común. Pero no ve, o no admitirá, que una vuelta a la libre competencia significa para las masas del pueblo una tiranía probablemente peor, porque es más irresponsable que aquella del Estado. El problema de la competencia es que alguien debe ganarla. El profesor Hayek niega que el capitalismo libre necesariamente conduzca al monopolio, pero en la práctica es ahí adonde ha llevado, y en la medida que la mayoría del pueblo prefiera de lejos la regimentación estatal a la crisis y el paro, la deriva hacia el colectivismo probablemente continuará si la opinión popular tiene voz en este asunto.

El capitalismo conduce a colas de paro, agitación de los mercados y guerra. El colectivismo lleva a los campos de concentración, al culto al líder, a la guerra. No habrá salida a esto hasta que pueda combinarse de alguna forma una economía planificada con la libertad del intelecto, lo cual sólo puede ocurrir si se restauran los conceptos del bien y el mal en política.

Descartado sin rodeos

Es decepcionante ver cómo Orwell despacha tan brevemente la tesis positiva de Hayek. Se muestra poco sincero y dogmático, lo cual es impropio de un intelectual serio como Orwell. Su ignorancia económica se pone de relieve en este punto.

«Una vuelta a la libre competencia significa para las masas del pueblo una tiranía probablemente peor, porque es más irresponsable que aquella del Estado». Se hace difícil creer que alguien tan familiarizado con el stalinismo haya podido escribir esto. Incluso tomando en consideración que sabía poco de economía, ¿podía de verdad creer que lo que sucede en las sociedades de mercado, incluso durante las crisis, es peor que la hambruna, los juicios farsa y las ejecuciones que desató Stalin sobre los ucranianos, o los campos de trabajo de Siberia?

«El problema de la competencia es que alguien debe ganarla». En un mercado los productores compiten para servir de la mejor forma a los consumidores. Los perdedores en la competencia no son exiliados ni ejecutados. Buscan otras formas de servir a los consumidores, del mismo modo que los productores intentan servirles a ellos.

«El profesor Hayek niega que el capitalismo libre conduzca necesariamente al monopolio, pero en la práctica es ahí adonde ha conducido». ¿Dónde ha surgido el monopolio sin la ayuda del Estado? No se encuentran monopolios generados por el mercado en Inglaterra o Estados Unidos. Allí los grandes intereses empresariales promueven activamente el proteccionismo y otras formas de intervención precisamente para aplastar la competencia y proteger sus cuotas de mercado. Por supuesto, para mucha gente, y Orwell presumiblemente entre ellos, eso es el capitalismo, tema sobre el que volveré más abajo. (Debo apuntar que Hayek descartó el laissez faire en su libro, pero eso es tema para otro día).

«La mayoría del pueblo prefiere de lejos la regimentación estatal a la crisis y el paro». Pero ésa es una falsa dicotomía. La crisis y el paro, como Hayek y su mentor Ludwig von Mises nos han enseñado, son producto de la manipulación del dinero y los tipos de interés por la banca central, esto es, del Estado y no del libre mercado. La Gran Depresión, que debía ser lo que Orwell tenía en mente, no fue una excepción. La verdadera dicotomía es entre libertad y seguridad (incluyendo la ayuda mutua) por un lado, y la «regimentación» estatal, la crisis y el desempleo, por el otro.

Debo detenerme aquí para señalar el desacertado uso que hace Orwell de la palabra «regimentación». Y digo desacertado porque comete el pecado que él mismo había condenado tan elocuentemente en su merecidamente famoso ensayo Politics and the English Language: el pecado del eufemismo. En aquel gran ensayo, escribe:

En nuestra época, el discurso y la escritura política consisten en gran medida en defender lo indefendible. Cosas como la prolongación del gobierno británico en la India, las purgas y deportaciones rusas, el lanzamiento de bombas atómicas en Japón, pueden de hecho defenderse, pero sólo con argumentos que serían demasiado brutales para la mayoría de la gente, y que no cuadran con los objetivos declarados de los partidos políticos. Por ello el lenguaje político debe consistir en gran medida en eufemismos, preguntas retóricas y puras vaguedades. Aldeas indefensas son bombardeadas desde el aire, sus habitantes son desplazados al campo, sus ganados acribillados, las casas incendiadas con munición incendiaria: a todo esto llaman pacificación. Millones de campesinos son despojados de sus granjas y enviados penosamente a los caminos sin más de lo que pueden llevar a mano: a esto se le llama transferencia de población o rectificación de fronteras. Mucha gente permanece encarcelada durante años sin juicio, o es disparada en la nuca o enviada a morir de escorbuto en los campos madereros del Ártico: a esto se le llama eliminación de los elementos poco fiables. Tal fraseología es necesaria si se quiere hablar de las cosas sin evocar una figura mental de las mismas. Considere por ejemplo a cierto profesor inglés acomodado defendiendo el totalitarismo ruso. No puede decir abiertamente, «creo en el asesinato de tus oponentes si ello rinde buenos resultados». Probablemente, por tanto, dirá algo como esto:

Si bien se admitirá sin reservas que el régimen soviético exhibe ciertos rasgos que los humanitaristas podrían lamentar, tenemos que reconocer, pienso, que cierta restricción en el derecho a la oposición política es un hecho concomitante ineludible de los periodos transicionales, y que los rigores que el pueblo de Rusia ha sido llamado a padecer han quedado ampliamente justificados en la esfera de los logros concretos».

Regimentación es lo mínimo que ocurre bajo un régimen totalitario.

Capitalismo frente a libre mercado

«El capitalismo conduce a colas de paro, agitación de los mercados y guerra». Creo que parte del problema con Orwell es que un mercado auténticamente libre no está entre las posibles opciones. Para él como para muchos otros, la dicotomía está entre un sistema gestionado para los empresarios y otro para los trabajadores. (Donde la mejor alternativa no sería obvia.) Desde esta perspectiva, el primero sería el capitalismo, a veces disfrazado como libre mercado, y el último sería el socialismo. No deberíamos ser demasiado duros con Orwell por pensar de ese modo, dado que muchos defensores del mercado cometen el mismo error al hablar sobre economías mixtas como los Estados Unidos. A pesar de existir una intervención estatal generalizada, con frecuencia oímos que hay quien sale en defensa de los intereses empresariales porque «bajo el capitalismo» los consumidores tienen poder para castigar a las empresas que les sirven mal. Dígale eso a los consumidores que eligieron no comprar coches de General Motors o Chrysler. Dígaselo a la gente que perdió sus tierras por un plan de expropiación para que una gran superficie pudiera erigirse en el lugar. Generaciones de intervención estatal inspirada por las empresas han terminado por manipular en buena medida el mercado contra consumidores y trabajadores. Si no, ¿de qué se están quejando los economistas?

Y respecto a la inclusión de la guerra en la lista, debe decirse que la agitación de los mercados y otras cuestiones económicas no pueden ser condición suficiente para la guerra. La guerra requiere del Estado, esto es, de la socialización de costes a través de impuestos y reclutamiento forzoso. Uno se pregunta cómo es que Orwell no cayó en la desesperación. No podía aceptar el capitalismo (estatal), y vio desde muy cerca las tendencias totalitarias del socialismo. Y con todo, escribe: «No habrá salida a esto hasta que pueda combinarse de alguna forma una economía planificada con la libertad del intelecto, lo cual sólo puede ocurrir si se restauran los conceptos del bien y el mal en política».

¿No había leído Orwell el capítulo once, El fin de la verdad, del libro de Hayek, donde describe cómo un compromiso serio con la planificación central tendería a producir «desconfianza hacia la libertad intelectual»?

La palabra verdad en sí misma deja de tener su antiguo significado. Ya no se refiere a algo que debe ser descubierto, con la conciencia individual como único árbitro de lo que en cada momento en particular la evidencia (o la reputación de aquellos que la proclaman) dicta que merece o no crédito; se convierte en algo a ser establecido por la autoridad, que debe ser creído en interés de la unidad de esfuerzos organizados y que podría ser alterada conforme las exigencias de la organización lo requieran.

El clima intelectual general que esto produce, el espíritu de completo cinismo que engendra respecto a la verdad, la pérdida incluso del sentido de lo que significa la verdad, la desaparición del espíritu de juicio independiente y de la creencia en el poder de la convicción racional, el modo en que diferencias de opinión en cada rama del saber se convierten en un asunto político que debe ser decidido por la autoridad, son todo cuestiones que uno tendría que experimentar personalmente —no hay descripción corta que pueda expresar su alcance—.

Pero por supuesto Orwell experimentó todas estas cosas en España y sabía lo que estaba pasando en Rusia. Ciertamente pone una pesada carga sobre la expresión «de alguna forma». De qué modo restaurar los conceptos del bien y del mal en política haría de la planificación central algo más decente o práctico es un misterio que nadie ha resuelto hasta ahora. (Por supuesto, Mises ha demostrado hace tiempo que el socialismo no es practicable porque sin precios generados a través del intercambio en un contexto de medios de producción privados, el planificador socialista no podría hacer cálculos racionales respecto a lo que debiera producirse, de qué modo y en qué cantidades).

Pero para terminar con una nota parcialmente optimista, si bien es de suponer que Orwell no estaría de acuerdo, la planificación central no está en la agenda de nuestro tiempo. La amenaza de hoy no es el socialismo estatal. Es el corporativismo burocrático disfrazado de democracia progresista.

Este artículo se publicó en el Nº 2 de la revista STIRNER, Dingledodies, en septiembre de 2015, traducido por Víctor Olcina. El original apareció el 21 de diciembre de 2011, en Reason, bajo el título de «The Connection Between George Orwell and Friedrich Hayek».

Este artículo se publicó en el Nº 2 de la revista STIRNER, Dingledodies, en septiembre de 2015, traducido por Víctor Olcina. El original apareció el 21 de diciembre de 2011, en Reason, bajo el título de «The Connection Between George Orwell and Friedrich Hayek».