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ARTÍCULO

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JULIO 1979

México. Encuentro con otras culturas

México. Encuentro con otras culturas

SIMÓ FÀBREGAS

México no es sólo el país del «corrido», las telas luminosas, el sol en las altiplanicies, los hongos sagrados… Es también, y para quien lo desee, la posibilidad de ponernos en contacto con los restos de otras culturas que han intentado salvaguardar su peculiaridad, revestidos con los ritos del Conquistador. Hoy, cuando un cierto sentido profano de lo sagrado aparece en el pensar de los últimos tiempos del s. XX, saber sobre la relación que otros hombres han mantenido —y mantienen— con el Cosmos no es un dato curioso de revista. Es una información para reorientar nuestra conducta. Simó Fàbregas, aventurero por tierras mexicanas, nos cuenta, para Ajo, sus notas de viaje.

Ceremoniales religiosos de los indígenas

La culturización de las Américas fue impuesta por la fuerza de las armas de un grupo de aventureros a quienes la historia oficial de nuestro país calificó de conquistadores. Numerosos son los testimonios que reflejan la oposición que el indio mostró al blanco cuando comprendió que aquellos «hombres barbudos que montaban encima de venados», y que Montezuma había profetizado llegarían, no eran los hijos del dios Quetzalcóatl, sino exterminadores de su civilización en nombre de Dios Padre y del Imperio. La poesía náhuatl (lengua autóctona de los aztecas) contempla la crisis espiritual de los indígenas al verse desposeídos de sus divinidades: «Si habéis matado a nuestros dioses qué mayor castigo podéis darnos / Matadnos a nosotros también». Más resolutivos fueron los ocontzales, grupo que vivía en el actual estado de Chiapas y que optó por suicidarse colectivamente arrojándose desde lo alto de un despeñadero llamado popularmente «El Sumidero». O, también, el ejemplo de los lacandones que, huyendo de la dominación española, se escondieron en la selva, donde permanecieron sin contacto alguno con la «civilización» hasta el primer tercio del siglo XX.

Sin embargo, el catolicismo arraigó fuertemente en el pueblo mexicano durante los tres siglos de dominio español (1520 llegada de Hernán Cortés, 1821 independencia de México). Sistemáticamente fueron perseguidas las prácticas religiosas de los indígenas: aquellas concepciones que suponían un enfrentamiento con la Cruz fueron duramente reprimidas por la Espada o el Fuego del Tribunal de la Inquisición. Si bien no consiguieron su total desaparición, propiciaron una síntesis de los ritos ancestrales con las prácticas católicas medievales, hasta elaborarse un ceremonial propio que ha ido perpetuándose a través del tiempo.

Pueblo, fiesta y religiosidad

El pueblo mexicano es profundamente religioso. Basta decir que las fiestas populares más importantes corresponden a festividades religiosas. El 12 de diciembre, onomástica de la Virgen de Guadalupe, miles de peregrinos llegados de todos los rincones del país confluyen en la Basílica de la Villa para celebrar con sus cánticos y danzas la aparición de la Virgen al indio Juan Diego. Muchos de ellos han llegado en los medios de transporte más rudimentarios, incluso caminando durante largas semanas de viaje, en promesa de algún favor recibido o que esperan recibir.


La otra fiesta popular por excelencia es la del Día de Muertos (2 de noviembre). Durante este día las familias acuden a los cementerios para honrar a sus muertos. La fiesta no reviste el aire triste y decadente de nuestros camposantos en estas fechas, sino un ambiente totalmente festivo y divertido. Cada familia adorna con profusión de flores y de velas las tumbas de sus antepasados y deposita ofrendas consistentes en dulces y comidas típicas del día. Llegada la noche, la fiesta continúa a la luz de miles de velas esparcidas por todos los rincones, hasta bien entrada la madrugada, cuando las provisiones de tequila empiezan a escasear y el fresco del amanecer aconseja la retirada. El culto a los muertos es una constante que preside toda la vida familiar mexicana y que caracteriza este trance de forma menos dramática que en Europa, al interpretarse la muerte como un retorno al origen y no como un viaje a la nada.

Es realmente imposible sintetizar en pocas lineas la gran variedad de ceremoniales y prácticas religiosas existentes en un país, donde coexisten más de 60 grupos étnicos distintos, con una pluralidad lingüística de más de 300 lenguas filológicamente distintas, y con una población indígena de cinco millones de habitantes que todavía no saben expresarse en castellano.

Los chamulas

Quizás uno de los ejemplos que mayor interés presenta desde el punto de vista antropológico sea la concepción religiosa de los chamulas. Este grupo pertenece a la raza de los tzotziles y se caracteriza por su veneración excesiva —próxima al fanatismo— del símbolo de la cruz, que asimilan al «Árbol de la Vida» de los antiguos mayas. Si bien se consideran católicos, no acatan para nada al obispo de su diócesis, ni admiten siquiera la presencia de algún sacerdote. Democráticamente, cada año eligen a los mayorales que serán los encargados de la custodia del santo. Su patrón es san Juan el Mayor, al que representan acompañado de un imaginario hermano que llaman san Juan el Menor. Visitar su iglesia es toda una aventura no exenta de peligro: desgraciado aquel que osase tomar fotografías de su interior, pues podría considerarse inmediatamente hombre muerto. Consideran que fotografiar a una persona equivale a robarle su alma. En un rincón de la iglesia pueden observarse cuatro tallas de madera ennegrecidas: son los santos que según la población consintieron que la iglesia se quemase en 1965. Su castigo será permanecer de cara a la pared hasta que la gran asamblea chamula decida que ya han expiado suficientemente sus culpas. Éste es un hecho que conviene destacar: la reciprocidad del castigo. Los santos premian o castigan a los hombres, pero éstos se reservan, siempre, el derecho a premiarlos o castigarlos según los acontecimientos que sucedan a la comunidad. Sorprende, también, el hecho de que todas las imágenes lleven en el pecho un espejo de plata. El indígena, cuando ve reflejado su rostro en el espejo santo, se considera perdonado de sus pecados. Un antropólogo español, afincado en aquellas tierras, nos contaba que hace algunos decenios habían crucificado a un joven de la tribu para rememorar con toda exactitud la muerte de Cristo, y que, hace escasos años, tuvieron que intervenir los federales para disuadirlos de repetir la ceremonia con otro muchacho chamula, al que mantenían bajo especiales atenciones, en espera de este día. Sus vecinos de Huistán no dudan en flagelar la estatua de su santo patrón, san Martín, con juncos cuando las cosechas son consideradas insuficientes, y, en cambio, su estatua será recubierta de aceite (producto que es muy escaso) cuando las recolecciones hayan sido abundantes.


La tribu tarahumara

Otro de los grupos con fuertes peculiaridades religiosas es la tribu tarahumara. Los tarahumaras habitan en el norte de la república (Estado de Chihuahua), casi en la frontera con Estados Unidos. Se caracterizan por adorar al sol, que constituye la divinidad protectora de los hombre, y a la luna, divinidad protectora de las mujeres. En sus tierras crece el peyote, planta alucinógena a la que se le atribuyen poderes mágicos y que es utilizada en sus ceremonias religiosas. Uno de los ritos más sobrecogedores es la «Yumari» o fiesta de acción de gracias a sus divinidades por las cosechas recogidas. Se celebra un sacrificio propiciatorio de cuatro corderos emplazados en los cuatro puntos cardinales. En el centro, varias cruces de madera recubiertas con telas y de las que penden ofrendas para los dioses. La sangre de los corderos es esparcida en la tierra para que conserve su fertilidad en los años venideros. Después de embadurnarse sus cuerpos con la sangre de los corderos, empiezan los cánticos y danzas alrededor de las cruces y continuarán hasta el amanecer en espera de contemplar la salida del astro rey. Mientras, se acompañarán de tesgüino, una bebida alcohólica de débil graduación, pero de la que consumen muchos litros, elaborada a base de maíz fermentado y cacao. Los tarahumaras creen en la existencia de un principio inmortal, el alma, que permanece durante un año rondando alrededor de la casa del difunto antes de subir al paraíso. Durante este tiempo las almas pueden provocar desgracias a los familiares o parientes del finado, epidemias a los habitantes del poblado e, incluso, pueden transformarse en animales salvajes como lobos o coyotes. Para que ello no suceda, se realiza una extraña ceremonia consistente en extender una piel de toro, sobre la que depositan gran variedad de alimentos con objeto de contentar el alma en pena, para que ésta no utilice sus poderes maléficos sobre los habitantes de la comunidad. La casa del difunto permanecerá cerrada durante un año o será quemada en señal de purificación.

Se trata, pues, en cualquiera de los ejemplos descritos, de costumbres ancestrales fuertemente arraigadas en el indígena y que, si bien la colonización y culturización posterior no consiguió hacer desaparecer, sí que modificó notablemente con la introducción de símbolos y ceremoniales católicos a los que el indígena otorgó una dimensión y un sentido propios.

Viajar a México, país enormemente rico en tradiciones, puede, en todo caso, aportar una experiencia profunda a nuestro pequeño y engreído mundo occidental.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 46 (julio de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 46 (julio de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.