NOVIEMBRE 1979
Memoria de un crítico de arte
Memoria de un crítico de arte
DINO BUZATTI
Dino Buzatti, italiano y periodista del Corriere della Sera, pintor y decorador experimental, muerto hace unos pocos años, novelista —El desierto de los tártaros—, narrador de cuentos… Dino Buzzati cuenta, con trasfondo crítico, historias cotidianas salpicadas de imaginación. Dino es para leer y, como las buenas películas, narrar a los amigos. Dino lo conocimos así. En tertulia. Y hoy, en el cincuentenario, está con todo el Ajo. Sólo la creación puede echarnos, ya, una mano en este desierto en que se está convirtiendo el papel impreso y la vida cotidiana. La creación como crítica y riinnggg!! de despertador.
El célebre crítico Paolo Malusardi se detuvo, perplejo, en la sala DCXXII de la Bienal. Era una exposición individual de Leo Squittina, una treintena de cuadros, en apariencia todos iguales, formados por una retícula de líneas perpendiculares al estilo de Mondrian; sólo que, en este caso, el fondo tenía unos colores encendidos y en el enrejado, por decirlo así, los trazos horizontales, mucho más gruesos que los verticales, aquí y allá se hacían más apretados, lo que daba una sensación de pulsación, de estrechez, de espasmo, como cuando una cosa se atraviesa en las digestiones difíciles y hace daño, y luego se va fundiendo con el funcionamiento normal de las vísceras.
Mirando de reojo, el crítico se aseguró de que no tenía testigos. Completamente solo. La tarde era bochornosa, los visitantes habían sido escasos y los pocos que quedaban se iban ya. No tardarían en cerrar.
Squittina. El crítico trató de recordar. Una persona, en Roma, hacía tres años, si no se equivocaba. Pero en aquella época el pintor aún pintaba cosas: figuras humanas, paisajes, jarrones y frutas, de acuerdo con la putrefacta tradición. No recordaba nada más.
Buscó en el catálogo. La lista de los cuadros expuestos iba precedida por una breve introducción de un desconocido, Ermanno Lais. Le dio una ojeada: las palabras acostumbradas. Squittina, Squittina, repitió en voz baja. El nombre le recordaba algo reciente. Pero el recuerdo, en aquel momento, se le escapaba. Ah, sí. Hacía dos días que Tamburini le había hablado de él; un jorobadito que no faltaba nunca a las exposicones de arte, un maniático que desahogaba a la sombra de los pintores sus aspiraciones frustradas, un inoportuno, un pesado muy temido. Infalible, a pesar de todo, dada su larga y desinteresada práctica, en percibir, incluso en presentir el fenómeno al que dos años más tarde las revistas ilustradas dedicarían páginas enteras a todo color, con el beneplácito de la crítica oficial. Pues bien, Tamburini, verdadero hurón de las bellas artes, hacía dos días que, en una mesita del Florian, había perorado largamente, sin que los presentes le hubieran hecho ningún caso, a favor del tal Squittina, la única gran revelación, sostenía, de la Bienal veneciana, la única personalidad que «sobresalía del gran marasmo —palabras textuales— del conformismo no figurativo».
Squittina, Squittina, ¡qué extraño nombre! El crítico pasó revista al centenar largo de artículos de los colegas publicados hasta aquel momento sobre la exposición. Ninguno había dedicado a Squittina más de dos o tres líneas. Squittina había pasado desapercibido. Era así, terreno virgen. Para él, ahora ya crítico de primera línea, podía ser una ocasión óptima.
Miró con más atención. Realmente, aquella geometría desnuda no le conmovía demasiado. Digámoslo claro, no le importaba nada. Y a pesar de todo, podía ser que tuviera inspiración. Quién sabe si el destino le reservaba el envidiable deber de revelar a un nuevo y gran artista.
Volvió a mirar los cuadros. ¿Sería un riesgo —se preguntó— inclinarse a favor de Squittina? ¿Podrían echarle en cara algunos colegas el haber hecho una escandalosa metedora de pata? No, en absoluto. Aquellas telas eran tan esenciales, tan alejadas de cualquier posible delectación de los sentidos vulgares, que un crítico alabándolas podía estar seguro del terreno que pisaba. Sin contar con la hipótesis —¿por qué excluirla a priori?— de que hubiera en ellas un genio destinado a que hablaran de él durante largos años y a llenar de reproducciones varios volúmenes de la Skira.
Animado, con la perspectiva de escribir un artículo que haría temblar de envidia a sus colegas por la rabia de haber dejado escapar una presa tan rara, hizo un leve examen de conciencia. ¿Qué se podía decir de Squittina? En determinadas, y raras, condiciones favorables, el crítico conseguía por lo menos ser sincero consigo mismo. Y se contestó: «Podría decir que Squittina es un abstracto. Que sus cuadros no pretenden representar nada. Que su lenguaje es un puro juego geométrico de espacios cuadriláteros y de líneas que los cierran. Pero espera que se le perdone el plagio manifiesto de Mondrian con una innovación aguda: hace más gruesas las líneas horizontales y más delgadas las verticales y cambia la frecuencia para obtener un efecto curioso: como si la superficie del cuadro no fuera plana, sino que tuviera olas de relieve. Un “trompe-l’œil” abstracto, en resumen…».
«Caramba, es un magnífico hallazgo», se dijo el crítico, «así pues resulta que no soy del todo idiota». En aquel momento se estremeció, como el que está paseando distraído y de repente se da cuenta de que está al lado de un abismo. Si hubiera manifestado aquellas ideas sobre el papel, simplemente, tal como se le habían ocurrido, ¿qué habrían dicho de él en las mesas del Florian, en la vía Margutta, en la Sovrintendenza, en los cafés de la via Brera? Sonrió al pensarlo. No, no, gracias a Dios, conocía el oficio, a fondo. Existe un lenguaje adecuado para cada cosa y respecto al lenguaje adecuado a la pintura, él era docto en la materia. Sólo Poltergeister podía igualarle. En los bastiones del vanguardismo crítico, él, Malusardi, era ciertamente el más notorio, el más temido.
Una hora después, en la habitación del hotel, con el catálogo de la Bienal abierto frente a él, en la sala de Squittina, y una botella de agua mineral, mientras fumaba un cigarrillo tras otro, escribía:
«[…] al que (Squittina) sería muy difícil no reconocer, aunque sea bajo el peso deseado de un inevitable e incluso demasiado obvio parentesco estilístico, una dedicación, por no decir una vocación incontenible, hacia ascetismos formales que, sin rechazar la sugestión de la casualidad dialéctica, se complace en redoblar una estricta medida del acto representativo, o mejor evocativo, con una perentoria imposición rítmica según un formulario de filtradísimas prefiguraciones…»
¿Y cómo podría expresar, con un mínimo de decencia esotérica, el banal concepto de «trompe-l’œil»? Así, por ejemplo:
«Precisamente aquí se hace claro que para él la mecánica mondriniana se presta sólo en el límite de un término de traspaso de noción a conciencia de la realidad, donde ésta estará representada de tal manera en su celeridad fenoménica más exigente, pero gracias a un abstraerse puntual se ampliará en una sustitución operacional de más vasta e imprevista envergadura…».
Lo leyó de nuevo dos veces, movió la cabeza, borró «vocación incontenible», añadió, después de «redobla», la precisión «con inusitada penetración», lo volvió a leer otras dos veces, volvió a mover la cabeza, cogió el teléfono, pidió comunicación con el bar, encargó un whisky doble, se echó en el sofá, absorto en tortuosos pensamientos. No estaba satisfecho. Quizá el whisky le daría la deseada inspiración.
Se la dio. De repente. Pero —fue la pregunta que de improviso se dirigió a sí mismo— si de la poesía hermética ha nacido, casi por necesidad, una crítica hermética, ¿no sería justo que de la abstracción naciera una crítica abstracta? Casi se le puso la piel de gallina al medir confusamente el desarrollo de una concepción tan audaz. Una verdadera iluminación. Tan simple y sin embargo difícil, como todas las cosas simples. Era cierto que nadie lo había pensado aún. Y él sería el primero de aquella nueva escuela. En la práctica sólo sería necesario transferir, sobre la página, la técnica empleada hasta ahora sobre las telas.
Con un cierto titubeo al empezar, como quien prueba un mecanismo desconocido, luego con más confianza, a medida que las palabras se cabalgaban una sobre otra, finalmente con un orgullo que le empujaba, escribió:
«…en quien (Squittina) por ello mientras en el contrapunto de una estrategia testimonial, se encuentra el nexo de rescate de la extenuada secuaz relación realidad entre los aditivos postulados. Síntoma explícito de un hacerse. Y el sumergirse inquieto, por tanto, en un momento fatal, cuyos módulos consumirían la apariencia de una sustancia eficiente, tan cauto y sensible que consumiría los términos de peculiar sobrevivencia poética».
Se detuvo, agotado. Se sentía febril. Volvió a leer con angustia. No, aún no lo había conseguido, la fuerza de inercia de las viejas costumbres tendía a llevarle hacia atrás, hacia un lenguaje que ya era demasiado conocido. Era necesario romper hasta las últimas cadenas para conquistar una libertad sustancial. Se lanzó a ello de cabeza.
«El pintor —escribió, presa de un raptus creciente— del con afloramiento guanara concienciam la similegarse, ¡Recursa estemática! Adems es memocaciaria su persi estás en corisadicónico elibuter. Sebun que dimanotas el qualitar romelético de saberusp padroné. Y satisfeter, tara e impreso igualarían en Squittina el trilismo discernitivo de un recataulo percoso. Tambren, tambren, falserá digeramos, mezcolando mamicatos con azucarada fulcrosis, en cuantanó sobre el giclo de nógica y metación, parecerá que nos lamipe si sobre predonioranciabelusmética, rehizo comenzando para recaerar la bifadita poca o pica… Viendrá quien…».
Estaba ya oscuro cuando retomó el aliento. Se sentía débil y triturado, como si le hubieran dado una paliza. Pero feliz. Quince páginas de una apretada escritura estaban desparramadas a su alrededor. Las recogió. Las volvió a leer mientras acababa de beberse a sorbos el whisky que quedaba en el fondo del vaso. Finalmente improvisó una danza de victoria. Maldita sea, eso sí que era genio.
Echada suavemente sobre el diván, Fabrizia Smith-Lombrassa, muchacha muy al día o, por decirlo de una forma más elegante, «con bastante experiencia», leía con avidez al crítico experto. De repente estalló en una carcajada.
«Escucha, escucha, Diomeda, qué preciosidad —dijo volviéndose hacia la amiga—, escucha cómo se las canta Malusardi a estos pobres figurativos: «Rehizo comenzando para recaerar la bifadita poca o pica!».
Las dos se rieron a gusto.
«Muy agudo, no puede decirse otra cosa», aprobó Diomeda.
«Ah, adoro a Malusardi. ¡Es formidable!».
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 50 (noviembre de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 50 (noviembre de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.