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ARTÍCULO

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MAYO 2015

Mayo del 68:
¿Sueño o decepción?

Mayo del 68: ¿Sueño o decepción?

M. VEGA

  Louis Garrel, Eva Green y Michael Pitt en The Dreamers (2003, Bernardo Bertolucci) [Ver original]

En el mes de mayo de 1968, se producía en Francia una de las revueltas más importantes de su historia desde la Revolución Francesa, las revoluciones de 1830 y 1848, o la Comuna de Paris de 1871. Como Víctor Hugo inmortalizando aquellas barricadas de las «jornadas de julio» de 1830 en su Los miserables; dos directores, Bernardo Bertolucci y Philippe Garrel, quisieron llevar al cine su particular y personal homenaje a aquella cita inolvidable de la historia con sus películas Soñadores (2003), y Los amantes habituales (2005).

Dos visiones diferentes del mayo francés: una que refleja la idealización y euforia inicial de las revueltas, sumergida en la revolución sexual que se comenzaba a fraguar; y otra más trascendental, pero a su vez más cercana, desde la calle, y que refleja la decepción de los jóvenes que creyeron, aunque sólo fuera durante unas semanas, que el cambio era posible, que Marianne surgiría de entre la multitud para proclamar el triunfo de la libertad.

Los cineastas franceses y Mayo del 68

La Nouvelle Vague revolucionó el cine, como el mayo del 68 la sociedad. A finales de la década de los 50, aparece una «nueva ola» de cineastas, jóvenes dispuestos a cambiar las estructuras académicas de la narración visual, que se habían formado a través de la crítica, como es el caso de Truffaut, Godard, Chabrol o Rohme —todos trabajaban en la revista de cine Cahiers du cinéma—, o del documental, como Resnais o Malle. Rompían con las barreras clasicistas, abogando por la espontaneidad, los movimientos rápidos de cámara, la improvisación, y nuevos rostros como Brialy, Belmondo, o Léaud, que con el paso del tiempo se convirtieron en figuras emblemáticas del cine francés. El nuevo cine combatía la censura, buscaba la realidad en la calle, filmando a sus contemporáneos, acabando así con el poder de los grandes estudios de los años 50. Era el auge del cine independiente, con el que se hicieron adultos Bertolucci y Garrel, a la lumbre de la Cinemateca Francesa, lugar de encuentro para muchos jóvenes, donde podían disfrutar de todas estas películas, y el espacio elegido por Bertolucci para presentarnos a los personajes de su Soñadores.

Ambos directores fueron «colegas» de los protagonistas de esta época revolucionaria. Garrel, hijo del actor Maurice Garrel, y amigo de Jean-Pierre Léaud. Él fue el niño que puso cara a la Nouvelle Vague, y nos conmovió a todos, con su memorable Antoine Doinel en Les quatre cents coups (1959), papel que retomaría en varias ocasiones bajo las órdenes de Truffaut. Léaud también protagonizaría algunas de las cintas más relevantes de Godard, y es uno de los amigos más cercanos del director francés, hasta tal punto, que fue el padrino de su hijo, el también actor Louis Garrel (protagonista de Soñadores y Los amantes habituales), quien ha confesado encontrar gran parte de su inspiración para crear sus carismáticos personajes en el emblemático intérprete. Bertolucci también tiene una relación cercana con Léaud: apareció en su El último tango en París (1972), y en Soñadores realiza un inolvidable cameo. Bertolucci superpone imágenes del actor con 24 años, cuando formó parte activa en los eventos de mayo del 68, leyendo un manifiesto ante las puertas de la Cinemateca Francesa, con imágenes del actor a los 58 años, recreando su discurso. Léaud no fue el único, muchos otros miembros de esta nueva corriente del cine estuvieron también inmersos en el mayo francés.

El 17 de mayo se aprobó la huelga de los «obreros» del cine, y se envió una moción al Festival de Cannes precisando que: «la asamblea solicita a todos los realizadores, productores, distribuidores, actores, periodistas, miembros del jurado, presentes en Cannes, que se opongan a la continuación del Festival con el fin de mostrar su solidaridad, con los trabajadores y estudiantes en huelga, de protestar contra la represión policial y de expresar así su voluntad de protestar contra el poder gaullista y las estructuras actuales de la industria cinematográfica». Al día siguiente, un grupo de cineastas formado por Lelouch, Malle, y Polanski, liderados por Godard y Truffaut, pidieron en una rueda de prensa el fin del Festival. Ese mismo día se ocupó la gran Sala de Cine del Palacio. Finalmente, ante la proliferación de las protestas, el director del mismo decidió clausurarlo.

«Estoy hablándole de la solidaridad con los estudiantes y los trabajadores, y usted me habla acerca de travellings y primeros planos», dice Godard, en contestación a un periodista.

Los acontecimientos de mayo proporcionaron un escenario natural ideal para el cine. Muchas pequeñas películas reflejaron los sucesos de la época, como Détruisez-vous (1968) de Serge Bard, considerada como profética al haber sido rodada un mes antes de los grandes acontecimientos; Le jolie mois de mai (1968), que comparte inquietudes con la película de Garrel; o el documental Oser lutter, oser vaincre (1969) de Jean-Pierre Thorn, que describe el Mayo del 68 como un fenómeno en el que hay tres etapas: una primera etapa de gran euforia, por parte de estudiantes y trabajadores; una segunda etapa en la que se descubre un efecto secundario: el revisionismo comunista; y una tercera y última etapa en la que aparecen las desilusiones y la muerte. Estas etapas coinciden con el desarrollo del movimiento revolucionario y su amargo final, a pesar de las metas alcanzadas, y quedan representadas en las dos películas que vamos a comentar. No podemos olvidar otras interesantes películas que se han realizado a lo largo de los años. El documental Grands soirs, petits matins (1978) de William Klein, en el que nos muestra a los estudiantes como los cuerpos vivos, y al Estado, el poder, como una voz sin cuerpo. En los ochenta nos encontramos con otros dos títulos: Le fou de mai (1980) de Philippe Defrance y Mourir à 30 ans (1982) de Romain Goupil. Y la más reciente de ellas, que se llevó el premio al Mejor Guión en la pasada edición del Festival de Venecia, y que se estrenó el pasado 21 de junio en nuestro país, es Après mai (2012) de Olivier Assayas. Un retrato semi autobiográfico del director francés, que aunque comienza en el París del 71, narra la repercusión que los eventos del 68 tuvieron en los jóvenes de la época y en la sociedad francesa.

The Dreamers (2003): Euforia y revolución sexual

Había dicha en estar vivo en ese amanecer, ¡pero ser joven era el mismo cielo!
—William Wordsworth

Como poseído por el espíritu de Wordsworth al hablar de la Revolución Francesa, Bertolucci nos presenta su revolución, dos siglos después, con tres jóvenes como protagonistas. El cineasta italiano narra visualmente la historia que el novelista Gilbert Adair escribiese en el año 1988 bajo el título Los santos inocentes (como la gran obra de Delibes), que tras la película renombraría como Los Soñadores. La historia comienza en febrero de 1968. Matthew (Michael Pitt), un joven estadounidense, viaja a París para aprender francés. Como buen cinéfilo, en seguida encuentra dónde pasar las tardes en la capital: en la Cinemateca Francesa, el espacio en el que Henri Langlois, con cierto apoyo del Estado, había reunido su inmensa colección de cine, donde se habían educado los jóvenes de la postguerra. Un oasis del cine que en el 68 se veía en peligro de extinción bajo las amenazas del gobierno gaullista, que no encontrando un aliado en Langlois, decidió relegarlo de su cargo el 9 de febrero de 1968. Privar a Langlois del control de su propia creación, era un despropósito descomunal. Gracias a sus amistades, había conseguido que directores de todo el mundo cediesen sus films para ser presentados en la Cinemateca. Las protestas fueron inmediatas. Cuarenta directores del cine francés anunciaron que no permitirían la exhibición de sus películas. Entre ellos figuraban sus más allegados: Truffaut, Resnais, Franju, Godard, Chabrol, Renoir o Bresson. A los dos días se sumaron figuras internacionales como Rossellini, Minnelli, Nicholas Ray, Fritz Lang, Orson Welles, Chaplin, Kazan, Buñuel, o Samuel Fuller. El sustituto de Langlois iba a dirigir una Cinemateca sin películas.



  Eva Green en Soñadores

En este prólogo del mayo francés, es en el que Matthew conoce, entre la multitud que se manifiesta a las puertas de la Cinemateca, a dos hermanos mellizos, a los que ya había visto sentarse en la primera fila de butacas: Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel). A pesar de estar rodada tantos años después de los acontecimientos del 68, sus personajes parecen salidos de una película de la época. Isabelle es como una musa de la Nouvelle Vague, con su boina roja en señal de rebeldía, sus cigarrillos rosas, y sus soñadores ojos azules. En este personaje femenino —al que Bertolucci incluso viste con un similar vestido estampado de flores—, vemos ecos de otro personaje del director, el de Liv Tyleren Belleza robada (1996). Ambas no pasan de los veinte años, y disfrazan su inocencia de una encantadora arrogancia y osadía.

Theo y Matthew, por su parte, personifican a la perfección el espíritu bohemio masculino. A Pitt le toca el papel de «dandy» americano. Culto, pero no instruido por la experiencia, sino por los libros. Él es como el joven Kerouac que abandona Nueva York en busca de vivencias, y Theo es su Neal Cassady, con su chaqueta de terciopelo verde, como la del Hemmings en Blow Up, su profunda mirada, sus manerismos, y su media sonrisa. Busca respuestas a sus inquietudes en el maoísmo, que Godard difundió en sus películas, cada vez más políticas, y en la creencia de que la cultura está antes que todo, diciéndole a Matthew:

Libros no armas, cultura no violencia.

Entre ellos, Bertolucci dibuja una fina línea, jugando a la ambigüedad durante toda la película, como lo hacían los Jagger y Bowie en la época de revolución sexual, y que contribuye a exaltar el espíritu libertino de la historia. Pero la tensión nunca acaba, porque la nota de la discordia la pone Isabelle. La joven se mueve entre ambos, de una forma licenciosa con su hermano, mientras los tres juegan a un juego memorable, deleite de cualquier cinéfilo. Recrean escenas de películas de obligado visionado, como: Al final de la Escapada, La reina Cristina de Suecia, Luces de la Ciudad, Sombrero de Copa, Banda Aparte, La parada de los monstruos, La Venus rubia, o Mouchette. Isabelle es Seberg, Garbo, Karina, o Dietrich, a las que reencarna desprendiendo sensualidad. Green se convierte aquí en musa total de Bertolucci, a la que, al igual que a los personajes masculinos, nos presenta desnuda, como una escultura griega clásica. El 68 supuso también una liberación a la hora de mostrar cuerpos desnudos, algo que antes era considerado tabú. El cuerpo a partir de entonces se mostró en todas sus facetas y sus actividades se transformaron en la preocupación de importantes cineastas como Fellini, Pasolini, Eustache, Fassbinder, o el propio Bertolucci, quien no ha mostrado ningún pudor en su cine a la hora de mostrar las tentaciones carnales.

Soñadores puede no ser la mejor película del italiano, pero sin duda es una obra imprescindible, por su homenaje al cine, y a la juventud. Durante su visionado queremos formar parte de esas charlas pseudo políticas, filosóficas, cinéfilas, y de sus juegos prohibidos. Queremos escuchar a Dylan, Hendrix y Joplin. Queremos correr por dentro del Louvre para superar el récord de Frey, Karina y Brasseur, y ser «uno de los nuestros», como Matthew, como los «monstruos» de Todd Browning. O meternos en esa bañera para tres, como lo hacían Mick Jagger, Pallenberg y Breton en Performance en el 68. El aire de la época, embriagado, deseoso de libertad, se respira por los poros de la piel de estos tres incomprendidos, y ése es su mejor logro. A pesar de no mostrarnos casi nada de las revueltas, aunque empieza y acaba con ellas, Bertolucci nos hace partícipes de aquel mayo, a su manera. Y su final se convierte en una invitación a revivirlo, porque la revolución, el caos, que poco a poco se apodera del apartamento en el que están recluidos, llega también hasta nosotros. Después de que Isabelle mire a la muerte a los ojos, sale a la calle junto a Theo y Matthew. Es la hora de tomar partido, o de quedarse mirando. La revolución que les unió en la Cinemateca, les separa ahora. Y la pareja de mellizos, como angélicamente canta Piaf para despedirnos, parecen decirnos: No, no nos arrepentimos de nada.

Les amants réguliers (2005): La lucha, las desilusiones y la muerte

Esta película es una reconstrucción de los hechos por parte del bando de los perdedores, nacida de la tristeza, la lucha y la pérdida de una juventud desilusionada, y narrada por el perdedor en respuesta al clásico homenaje que es The Dreamers.
—Philippe Garrel

Philippe Garrel tenía 20 años cuando llegó el mayo francés, y fue uno de los jóvenes que participó en las barricadas. Si comparamos las imágenes que nos muestra con los documentos que quedan de la época, podemos apreciar su fidelidad, como si una fotografía de Bruno Barbey hubiese cobrado vida. En su reconstrucción hay nostalgia y sentimentalismo. Emociones que invaden toda la narración.

El director utiliza a su hijo, Louis Garrel, como una reencarnación de sí mismo en su juventud, y con él transmite al espectador el idealismo truncado, las decepciones y frustraciones que sufrieron los jóvenes y que, quizá, en nuestros días estén más presentes que nunca. El personaje que interpreta a la perfección (le valió el César al Actor Revelación), François Dervieux, es un poeta que admira a Musset, un espíritu taciturno como el Werther de Goethe. Aunque ilusionado a ratos, y abocado a centrar sus esperanzas en una mujer, vemos en él ese desdén por la vida. El que también alcanza a los jóvenes de los que se rodea. Con los que lucha, con los que habla de arte, y con los que se abstrae a un plano superior mediante el opio que consumen. Pero no acaba de «pertenecer» a los círculos en que se mueve, siempre está aparte. Prueba de esto es una de las mejores secuencias de la película, la que transcurre en el piso de París en el que se reúne, cuando nuestro héroe trágico conoce a Lilie (Clotilde Hesme, que se reuniría con Garrel en Les chansons d’amour, 2007). Mientras todos bailan al son de The Kinks, y su «this time tomorrow, where will we be?» suena más profético que nunca, François les mira impasible acurrucado en un sofá. Como si los pensamientos que rondan su mente fueran demasiado pesados. Sólo ella, Lilie, parece sacarle una sonrisa. Garrel la observa con su profunda mirada, y Hesme, incluso bajo el blanco y negro, es capaz de hacernos ver cómo sus mejillas se vuelven sonrojadas.

Mientras Soñadores se centra en el inicio de los acontecimientos, en Los Amantes Habituales tenemos una clara representación de la lucha. Gracias a la espectacular fotografía de William Lubtchansky, y el gusto por el blanco y negro de Garrel, con sus contrastes entre masas de luz sobreexpuesta y manchas de sombra, nos hace viajar a través del tiempo, hasta un París desconocido. Humo, cócteles molotov, coches derribados, sirenas, hombres uniformados que persiguen a François por los tejados del Barrio Latino. El miedo y el fuego se huelen en la calle, en mitad de la madrugada. Como fantasmas venidos del pasado, con un larguísimo plano secuencia, Garrel va transformando a los manifestantes del 68 en jóvenes vestidos de campesinos con antorchas en sus manos, como salidos de un cuadro de 1789. El espíritu revolucionario de entonces, revive de la mano del francés. Pero por muy poco, porque cuando amanece, y la victoria de De Gaulle en las elecciones está cada vez más cerca, la batalla de la noche anterior queda diluida por el espíritu conformista de gran parte de la población. Y como le dice su abuelo (que de hecho lo es también en la realidad, pues se trata de Maurice Garrel) a François:

Será como si nada de esto nunca existiese. Como si nada hubiera pasado.

Como en Le jolie mois de mai (1968), rodada por un colectivo militante poco después de los hechos revolucionarios, Garrel se hace eco aquí de la desazón que invade a las clases revolucionarias ante las estrategias de la izquierda conformista, y que vemos especialmente representada en Jean-Christophe, el personaje que interpreta Eric Rulliat:

Mamá, estamos jodidos. La clase obrera está a punto de renunciar. Los sindicatos están más asustados de la revolución que la burguesía. Lo que quieren es obtener más dinero de sus jefes. Como si les fuera a hacer más felices. No entienden que la vida es lo que cuenta, no el dinero. Y el dinero no va a cambiar su vida.

En medio de la posterior desilusión,y continuando su relato en el año que siguió a las revueltas, Garrel nos cuenta una historia de amor, excusa que sirve al cineasta para hablarnos de otra desilusión, la de los artistas y sus barreras sociales. François es poeta, y Lilie escultora, y durante todo el film vemos una gran cantidad de reflexiones sobre el arte entre ellos, sobre los sentimientos del creador respecto a sus obras, y el trato que recibe éste por parte de la sociedad. Ejemplo de ello es la frase de un hombre de la autoridad, que ante la negativa de François a cumplir con el servicio militar, y al nombrar que su profesión es la de poeta, se pronuncia así: «Los Rimbaud, los Baudelaire, todos ellos deberían estar en prisión». Lilie también habla de cómo su padre tuvo que olvidar sus ambiciones de ser artista, porque necesitaba el dinero que el trabajo en una fábrica le proporcionaba para sustentar a su familia. Es difícil no empatizar con ese sentimiento, y con la frase que el cineasta lanza a los espectadores, a través de los labios de sus actores:

Nunca debes abandonar lo que te gusta.

Los amantes habituales acaba con la derrota espiritual de un individuo, como las elecciones celebradas en el 68, acabaron con la colectiva, dando el triunfo a los gaullistas y sus aliados; finalizando así el mayo del 68. Atendiendo a ese único dato, podríamos pensar que el movimiento fracasó. Y lo hizo en parte, como revolución, porque no se produjo la sustitución radical del viejo orden político. Pero transformó a la sociedad francesa, cambió pautas de comportamiento, introdujo nuevos valores, reconoció los derechos de la mujer, la liberalización de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y generacionales, incluyendo la disminución del autoritarismo en la enseñanza… Y por todo ello, a día de hoy, todavía seguimos hablando de aquellos días.

Este artículo se publicó en el Nº1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.

Este artículo se publicó en el Nº1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.