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ARTÍCULO

ARTÍCULO

SEPTIEMBRE 2015

Los aullidos de
Madison Avenue

Los aullidos de Madison Avenue

ADRIANO FORTAREZZA

Ilustración de Julia Navarro · Septiembre de 2015

Ilustración de Julia Navarro ·
Septiembre de 2015

A mitad de siglo, en pleno foco de una nación que pronto contemplaría la Guerra de Vietnam, la irrupción de la mujer en el ámbito laboral y un final round por el derecho de los negros, la contracultura se golpeaba el pecho suavemente desde el centro de Manhattan, en una avenida donde artistas plásticos y redactores se debatían en la exigua brecha que mediaba allí entre el arte y la persuasión.

La historia de Madison Avenue es también, sin duda, y en buena parte, la historia de la sociedad occidental como la conocemos hoy en día. Puede sonar exagerado, pero la publicidad ha demostrado una capacidad de simbiosis extraordinaria con nuestra vida diaria. Si el lector no me cree, le invito a recapitular su jornada desde que se cepilló los dientes por la mañana hasta que este texto llegó a sus manos. Incluso si está disfrutándolo con el primer café de la mañana y a menos que se encuentre en mitad del desierto o en una villa autárquica, es muy probable que ya haya sido impactado por una enorme cantidad de mensajes publicitarios, aunque sea incapaz de recordarlos. Pensar que estos impactos no han tenido influencia alguna en nuestro estilo de vida sería de una ingenuidad admirable.

A pesar de su brutalidad diaria, no pretendo en modo alguno lanzar una diatriba en contra de la industria. Si bien la publicidad ha contribuido a crear un ambiente de crispación e insatisfacción perpetuo en la sociedad de consumo, no es menos cierto que hoy en día, en parte gracias a su efecto, disfrutamos de una ingente variedad de productos accesibles a todo el mundo, y hasta la tierra más remota y anodina tiene ahora una oportunidad de redimirse y darse a conocer. Por otra parte, los incorruptibles no deberían tener demasiados problemas en convivir con ella; si algún día la NASA encuentra un planeta habitable y una forma de llegar a él antes de que alcance la muerte, no hay duda de que la publicidad se encargará de poner fuera de órbita a todas las personas que queremos tener lejos.

Madison Avenue, en su despiadado avance desde finales del siglo XIX, ha empujado hacia sus garras a profesionales de todos los ámbitos y a las personas más insospechadas. Alcanzada la década de los 50, un joven brillante con aspiraciones literarias o curtido en bellas artes podía encontrar en el mundo de la publicidad un escaparate irresistible, además de uno de los pocos empleos en que el talento estaba bien remunerado y permitía una vida holgada, que no tranquila. Rara vez los eslóganes más adictivos o los carteles más deliciosos eran ideados por profesionales curtidos en escuelas dedicadas a los tejemanejes burocráticos, algo que hoy en día sigue vigente: los ases quedan reservados, en cualquier época, a las manos más atrevidas.

Así en 1959, caída la noche, mientras Allen Ginsberg aullaba por las calles de Manhattan en memoria de su madre, enloquecida, lobotomizada y finalmente muerta, algunas luces aparecían sobre los vagabundos que se tambaleaban por Madison Avenue. Eran las oficinas de publicistas que, como vampiros modernos, en rascacielos, trasnochaban para sus clientes insatisfechos.

Aquellos aullidos se convertirían en Kaddish, la primera gran obra de Ginsberg:

downtown Manhattan, clear winter noon, and I’ve been up all night, talking, talking, reading the Kaddish aloud, listening to Ray Charles blues shout blind on the phonograph.

Él conocía muy bien las luces de esos rascacielos moribundos. En verano de 1948, más de una década atrás, el todavía estudiante de Columbia había tenido un extraño encuentro con William Blake en su apartamento de East Harlem; Blake se había aparecido ante él y susurrado los versos de Ah! Sunflower, provocándole una retahíla de visiones que le cambiarían para siempre y convenciéndole de que había encontrado a Dios, como trataría inútilmente de explicar a familia y amigos durante los años siguientes. En una carta escrita a Kerouac a finales de verano, Ginsberg decía:

Estoy loco, ¿te sorprende? ¡Ja! Creo que mi mente se deshace, como una galleta. Si te hubiera escrito cinco minutos antes, estaría llorando, si te hubiera escrito hace diez, te habría dicho que me dejaras en paz, si hubiera esperado más tiempo, no te habría escrito.

Delirante y angustiado, tuvo además que enfrentarse al mal trago de la cárcel, al alojar en su casa objetos robados por Hubert Huncke y sus amigos y ser cazados en un fortuito accidente de tráfico. Por intercesión de sus colegas profesores universitarios, Ginsberg alegó problemas mentales y aceptó someterse a tratamiento psiquiátrico durante ocho meses en el Columbia Presbyterian Psychiatric Institute. A su salida se declaró heterosexual y fichó como publicista en una agencia de Madison Avenue: uno de los poetas más influyentes de los Estados Unidos estaba a punto de dedicar cinco años de su vida a escribir anuncios de dentífricos.

No estoy tratando de colar una argucia. Brush-a Brush-a Brush-a, popular jingle para la marca de dentífricos Ipana y que apareció más tarde en la película Grease, fue ideado por un equipo en el que Ginsberg participaba investigando las preferencias del consumidor norteamericano: «Gastamos 150 000 dólares en descubrir que a la mayoría no le gusta que sus dientes tengan sarro». Cuando ya había pasado casi un lustro en Madison Avenue, su psiquiatra le preguntó qué le haría feliz y detonó la bomba: Ginsberg recogió las pocas cosas que tenía, se aseguró seis meses de prestación por desempleo y alquiló una casa junto a City Lights, la legendaria librería-editorial del aún más legendario (sigue vivo) Lawrence Ferlinghetti.

Así aterrizó Ginsberg en Frisco, ciudad ya inmersa en un ambiente de experimentación artística radical y que viviría el llamado Renacimiento de San Francisco desde aquella noche del 13 de octubre de 1955 en que Ginsberg leyó por primera vez Howl en el Six Gallery; para la ocasión se habían reunido poetas y excéntricos de toda América, como Gary Snyder, Kenneth Rexroth, William Carlos Williams, el propio Ferlinghetti y un Jack Kerouac inundado de alcohol que se negó a leer nada y jaleó desde el público. En el recital de Howl, Ginsberg, además de dedicar unas palabras a los que se quemaron cigarrillos en los brazos a modo de protesta y a los que viajaron, murieron y esperaron en Denver, se acordaría amargamente de quienes «fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela en Madison Avenue entre ráfagas de versos plomizos y el estruendo perdido de los férreos regimientos de la moda y los chillidos de nitroglicerina de los maricas publicitarios y el gas mostaza de los inteligentes editores siniestros, o los que fueron atropellados por los taxis ebrios de la Realidad Absoluta».

Ginsberg no era el único al que la industria publicitaria le había pasado factura. David Ogilvy, el considerado padre de la publicidad moderna y uno de los hombres más brillantes de Madison Avenue, tendría también que sufrir el desgaste de un estilo de vida diametralmente opuesto al de los poetas. Porque aunque Ogilvy era un hombre recto, escocés y amante de la tradición y la literatura regia, de tanto en tanto sentía, como el Buck agazapado en un hoyo de tierra escarbada de Jack London, la llamada de la selva:

En mi vida privada siento pasión por el paisaje, pero nunca he visto que los carteles embellecieran ninguno. Cuando todo alrededor es bello, el hombre muestra su rostro más vil al colocar una valla publicitaria. Cuando me jubile de Madison Avenue, voy a fundar una sociedad secreta de enmascarados que viajarán por todo el mundo en motocicletas silenciosas y destruirán todos los carteles bajo la luz de la luna. ¿Cuántos tribunales nos condenarán al sorprendernos realizando estos actos en favor del ciudadano?

América es un lugar tan enorme como extrañamente propenso a conectar a excéntricos. Basta con saber que Ivy Lee, figura capital en la creación y desarrollo de las relaciones públicas empresariales, fundador del primer despacho de RR. PP. en 1900, era también el tío materno de William S. Burroughs, razón por la cual en On the Road se refieren a él como el viejo Bull Lee.

Ivy Lee fue un brillante y siniestro periodista que comenzó a labrarse una reputación como agente de prensa desde principios de siglo, tras haber trabajado en numerosos periódicos neoyorquinos, incluyendo el New York Times. Estaba convencido de que para recuperar la confianza del público en las grandes empresas, tan deteriorada por la percepción de que eran corporativistas (es decir, egoístas, mentirosas e indiferentes al bien común, como realmente eran), era necesario que dejasen de idear artimañas para camuflar sucesos incómodos. Era mejor contar la verdad, por dura que fuese, antes de ser cazado escondiéndola.

Aunque obtuvo un gran éxito con la comunicación de crisis que realizó para la compañía ferroviaria de Pensilvania, su primer gran trabajo llegó en 1914, cuando el desprestigio de la familia Rockefeller alcanzaba cotas inusitadas tras un despido masivo de 9 000 mineros bajo su cargo en Colorado y la posterior muerte de dos mujeres y once niños, a manos de agentes gubernamentales en la revuelta conocida como la Masacre de Ludlow, sobre la que escribiría Thomas Pynchon y cantaría Woody Guthrie. Para apaciguar los ánimos y sanear la imagen abyecta que la sociedad tenía de los Rockefeller, a quienes atribuyeron el peso de la matanza, Ivy Lee mandó a John D. Rockefeller Jr. a visitar las minas, expresar sus condolencias, hablar con sus trabajadores y asistir a cócteles con sus mujeres. Meses después, la huelga se daba por concluida. Estas artimañas propagandísticas de Ivy Lee le valieron el apodo de Poison Ivy, que más tarde trabajaría para la familia Guggenheim e intentaría mejorar el nombre de los nazis en los Estados Unidos, tras haber conocido en su viaje a Alemania a Hitler y a Goebbels. El senador Robert La Follette calificaría años más tarde su trabajo como un «monumento a la vergüenza». Ivy Lee, salpicado por la controversia y el desprecio, moría a los cincuenta y siete años de un derrame cerebral.

Si Ivy Lee representó un papel fundamental en la construcción y manipulación de la imagen corporativa, en la siguiente generación David Ogilvy, criado entre la aristocracia británica y maniático del orden, como director de su propia agencia Ogilvy & Matter tendría la oportunidad de forjar la estrategia comunicativa de marcas tan descomunales hoy en día como Shell, Schweppes, Rolls-Royce, IBM, Dove o American Express. Hablamos de intelectuales brillantes que eligieron caminos distintos en su búsqueda del sueño americano: mientras los dingledodies aullaban y derramaban cerveza por los bares más pendencieros de América, Ogilvy luchaba con uñas y dientes por una posición elevada y una economía en la cumbre. Si la reputación de los beats tocaba fondo con cada texto que publicaban, los publicistas eran la clase de hombres que formaban familias.

De existir un hombre que haya sabido humanizar la publicidad, redimirla en parte, estaremos hablando de Ogilvy. Sus inicios, que pudieran parecer penosos, fueron los que le distanciaron de los ejecutivos tradicionales que, según él, no se habían dado cuenta de que es un pecado aburrir a la gente. Ogilvy comenzó su andadura profesional como chef en el Hotel Majestic parisino, en cuya cocina, de mano de su desagradable patrón Monsieur Pitard, iba a encontrar todos los dogmas aplicables a una agencia exitosa. Después de colgar el delantal dorado se dedicaría a la venta ambulante en suburbios, ingresaría en el servicio de inteligencia británico en la Segunda Guerra Mundial y compraría una granja en Pensilvania, donde cultivó tabaco y entabló una buena relación con los Amish. Incluso con su exquisita educación, Ogilvy venía de lugares comunes a la clase obrera americana, de trabajos agotadores, y sus deseos eran sencillos: «Encontré tan exhaustivas mis setenta y tres horas inclinado ante el hornillo que habría pasado mi día libre tumbado en un prado, absorto en la contemplación del cielo».

Resulta curioso hablar de Ogilvy como un artista. Aunque nunca se consideró especialmente creativo, su prosa era efectiva y ordenada, muy adaptada a sus necesidades profesionales. Cuestionaba fríamente la creatividad como objeto de estudio y detestaba lo que llamaba «la tiranía de la razón» de los hombres de negocios, incapaces de dejar fluir la imaginación y alcanzar esos «presentimientos intuitivos inspirados por lo desconocido». Y pese a que era un fanático de la investigación de mercados, tarea que asqueó a Ginsberg hasta los huesos, sus influencias literarias no estaban ni mucho menos alejadas de las del chico judío de Newark: Ogilvy escribía en su manual autobiográfico (Confesiones de un publicista, 1963) sobre la admiración que sentía por las personas amables, las que tratan a los demás como seres humanos, y animaba al lector a recordar las palabras de un viejo conocido de Ginsberg, ese tal William Blake:

I was angry with my friend;
I told my wrath, my wrath did end.
I was angry with my foe:
I told it not, my wrath did grow.

Ogilvy, como Ginsberg, también se sentía molesto por el papel que había desempeñado la publicidad en las últimas décadas, especialmente en el ámbito de la televisión. Convencido de que la publicidad no debía ser abolida, sino reformada, llegó a afirmar que «la publicidad televisada ha hecho de Madison Avenue el arco simbólico del materialismo más grosero». Pero sus palabras, acotadas y expuestas aquí como aforismos, no deben dar lugar a engaño: el escocés no era ningún puritano, como calificaba despectivamente a quienes volcaban sobre la publicidad la culpa de incitar a las masas a ser opulentas, antes de volverles a llamar masoquistas psíquicos y citar al Arzobispo Leighton y su oración: «Líbranos, Señor, de los errores de los sabios… y también de los hombres buenos».

Muy a su pesar, Ogilvy tuvo que ser por exigencias de la época y la naturaleza de su trabajo uno de los catalizadores del modelo de televisión gratuita, el que hoy permite disfrutar de realities y telenovelas mexicanas importadas y que tanto irritaba a Kerouac en Los Vagabundos del Dharma, donde hablaba de las «hileras de casas de gente acomodada con césped y aparatos de televisión en todas las habitaciones y todos mirando las mismas cosas y pensando lo mismo al mismo tiempo mientras los Japhys del mundo merodean por la espesura para oír la voz de esa espesura, para encontrar el éxtasis de las estrellas, para encontrar el oscuro misterio secreto del origen de esta miserable civilización sin expresión». Gary Snyder —Japhy en la novela— odiaba Madison Avenue y sus edificios «terriblemente altos», y aun así mucho más pequeños que el Matterhorn.

No fue a través de esta televisión sino en la de cable, la reservada a las grandes barrigas americanas, donde Madison Avenue se dio a conocer al gran público. Fue con uno de los dardos más certeros que la cadena AMC ha lanzado en el nuevo siglo, la Mad Men de Matthew Weiner. En ella se retrataba el día a día de una agencia de publicidad en la década de los 60, haciendo referencia en el título a los perturbados que presidían los rascacielos de Madison Avenue. El más ilustre de todos ellos era Donald Draper, interpretado por Jon Hamm, un personaje enloquecido por la miseria y el éxito pero sobre todo por su condición humana, uno de los hombres de los que Ogilvy y el Arzopisbo Leighton hubieran estados orgullosos cuando pedían al Señor que les librara de los hombres buenos.

Nacido en Illinois de una madre prostituta y un padre alcohólico, Dick fue enviado ya huérfano a la Guerra de Corea, donde suplantó la identidad de su teniente, Donald Draper, tras morir en una explosión accidentalmente provocada por el propio Dick. Una vez liberado de la carga de su pasado, gracias a su magnífico porte y un talento desmedido para la publicidad, Don llegaba a alcanzar todo lo que un hombre podía desear a mediados de siglo y siempre, estatus, fortuna, y mujeres. Padre de una familia con hijos, Don experimentaba con nuevas drogas, participaba de las más inusitadas orgías de harenes urbanos, se adentraba por la profunda América al volante de sus descapotables y trataba de escapar del asfixiante ambiente de su agencia en Madison Avenue, donde jamás tomaba apuntes y se quedaba pasmado en las reuniones, llegaba tarde a la mayoría de ellas, o borracho, o tarde y borracho y encontraba su inspiración lejos de lo normativo, creía que las ideas llegarían cuando no las buscara y siempre huía y volvía víctima de su propia genialidad. Igual que Kerouac se sentaba en su escritorio a escribir después de una larga temporada de aventuras, Don regresaba al trabajo cuando le alcanzaban esas ideas que surgían de la experimentación y del más estricto fluir de los sentidos.

En una de sus grandes escapadas, cuando atravesaba de madrugada las carreteras de Cleveland después de haber desaparecido una vez más de la agencia sin decir nada, Don tuvo una visión. Un viejo socio de la agencia, recién fallecido, apareció en el asiento de copiloto y le cuestionó la naturaleza de su su viaje, ya que se dirigía a Racine, Wisconsin y llevaba siete horas conduciendo a propósito en la dirección equivocada. «Te gusta jugar a ser extranjero», le dijo tranquilamente, como se dice lo que ya es conocido. Don dibujó una mueca y le preguntó si recordaba On the Road. Su socio respondió que nunca había leído ese libro y eso es algo que ya sabía. Entonces Don sonrió, fijó los ojos en la carretera y dijo: «Estoy recorriendo el camino».

Este artículo se publicó en el Nº 2 de la revista STIRNER, Dingledodies, en septiembre de 2015.

Este artículo se publicó en el Nº 2 de la revista STIRNER, Dingledodies, en septiembre de 2015.