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ARTÍCULO

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JULIO 1977

Los condones de la libertad

Los condones de la libertad

LUIS RACIONERO

Bien está sustituir una dictadura por una democracia y muchas cosas mejorarán con ello, pero en este momento de inicio de camino, borrón y cuenta nueva, es preciso ser conscientes de las trampas posibles en la democracia; entender con la mayor claridad posible por qué se ha escrito en las paredes «los partidos son los condones de la libertad».

Es muy molesta e irritante la postura del que está de vuelta sin haber ido; por ello creo necesario aclarar, de entrada, que esto no debe leerse como una negación de la democracia, sino como una exigencia de que sea lo que su nombre indica: gobierno del, por y para el pueblo. Hay una serie de hechos que imposibilitan esto en la democracia que se plantea, y también en la que existe en casi todos los países.

En primer lugar, es imposible una democracia con más de treinta mil personas. La única posibilidad de construir una verdadera democracia es la independencia de las comarcas, es decir, que las unidades nacionales básicas sean las comarcas y su equivalente urbano que son los barrios. Por supuesto federadas a todos los nivelas que convenga para que la economía funcione, pero políticamente soberanas. Todo gobierno que se ejerza a más de 30 km de distancia o sobre más de 30 000 ciudadanos dejará de ser democrático. Como en todo fenómeno de difusión el entendimiento entre individuos disminuye con la distancia y la fuerza cohesiva voluntaria disminuye, como la gravedad, con el cuadrado de la distancia.

Los antiguos griegos, que tienen algo que enseñar sobre la democracia porque la inventaron ellos, decían que el tamaño óptimo de una sociedad era la ciudad-estado, es decir, la comarca, un territorio que puede abarcarse desde la cima de una montaña y que puede cruzarse a pie en un día. Esto supone, en cifras, una existencia de unos 40 kms de diámetro. Poblada por unas 50 000 personas. Aristóteles decía que el tamaño óptimo de una democracia era el que permitiera a cada ciudadano conocer el carácter de los demás, porque así sabían a quién elegían. Esta condición no puede cumplirse con más de 30 000 ciudadanos. Cuando digo 30 000 no estoy defendiendo un número mágico, sino un orden de magnitudes: podrán ser 10 000 o 50 000, pero no tres millones, ni treinta.

Las listas electorales que se nos plantean dan una serie de nombres por provincias; hay un diputado por cada 60 000 habitantes, pero, con la ficción de la provincia, esos diputados no responden ante un grupo de 60 000 personas concretas, que viven en una comarca con deseos y problemas concretos, sino que escurren el bulto representando a la provincia, que es un conglomerado artificial de comarcas, con vocaciones y problemas dispares. Al globailizar, el diputado elude responsabilidad directa.

Se dirá que, con los modernos medios de comunicación, la democracia puede funcionar englobando millones de personas; pero no es así. Democracia es debate directo, confrontación cara a cara, en la plaza; no un señor por la tele y los demás en casa escuchando. Eso es sermonear o indoctrinar, pero no debatir y dialogar. Democracia es debate de asuntos públicos en asamblea de ciudadanos, con micrófonos, pero cara a cara; es conocimiento del carácter de los candidatos en el café, el paseo, el trabajo y la calle; no por propaganda en el periódico o melifluos programas televisivos donde nos cuentan su vida.


El modo como Nixon falseó su imagen, reconstruyéndola para adaptarse a lo que, según las encuestas, la gente deseaba como líder, es el ejemplo más reciente de que, pese a los medios modernos, en una democracia de millones de personas los ciudadanos no pueden conocer el carácter de quien eligen.

La segunda trampa de la democracia numerosa es la imposibilidad de diálogo y debate, y con ello la irrevocabilidad de los representantes. Si no es puro formulismo que el poder dimane del pueblo, los diputados debieran ser permanentemente revocables. Si el poder es del pueblo, el representante sólo se elige para resolver un problema concreto. No para que mande, sino para que gestione ciertos asuntos de interés común; cuando esos problemas están resueltos el representante deja automáticamente de tener razón de ser, y si continúa en el poder, lo está usurpando. En una democracia verdadera no hay partidos, sino problemas.

Por tanto, no se trata de permitir al pueblo que elija cada cuatro años entre una serie de señores y que luego los reelija o no; sino de arbitrar unos canales para que durante esos cuatro años el pueblo pueda revocar a esos señores y pueda participar en sus debates. La asombrosa falta de imaginación ante las tremendas crisis de nuestro tiempo de que hacen gala los políticos occidentales se debe a que sólo debaten los diputados; el pueblo no debate, se pierden las ideas que podrían nacer entre los millones de ciudadanos, porque no se les deja opinar día a día, ante las crisis concretas y sobre lo que atañe a su vida cotidiana.

Este continuo obligar al pueblo a delegar responsabilidades, a dejarse representar, a no poder debatir cotidianamente los asuntos públicos, está matando la democracia. El final de este sistema no puede ser otro que el fortalecimiento del autoritarismo: que las instituciones se hagan más impersonales, los diputados más inaccesibles y desconocidos, las decisiones más remotas de aquellos a quienes afectan. El final, extrapolando estas tendencias, es otra vez el fascismo, capitalista o marxista, que por ambos lados se llega, en cuanto el tamaño es grande.

¿Cuál es la solución entonces? Una sencilla cuestión de tamaño. Construir países que no superen un cierto tamaño. Después de todo, la nación, como la provincia, es una ficción administrativa; la unidad ecológica real es la comarca y la región. La democracia sólo puede construirse sobre ciudades-estado o comarcas independientes y soberanas; federadas todo lo que sea necesario a nivel regional, nacional, continental o mundial, pero con la comarca o barrio como pieza básica. En suma, lo que pretendían los comuneros de Castilla: unos reinos de taifas democráticos, ayudándose mutuamente. La razón de ser de la nación no fue mejorar la vida de los ciudadanos, no resolver sus problemas, sino un deseo de conquista; fue el medio usado por los reyes para tener un ejército mayor. La nación fue un invento aragonés que nació para la dominación y la guerra; la comarca, en cambio, nació con el hombre, porque es el espacio que se puede recorrer a pie para ir al mercado y volver a casa en una jornada; y donde vive un grupo que se conoce. Si el fin de la democracia es el hombre, entonces la democracia debe construirse a escala humana; los ladrillos para construirla son las comarcas y los barrios.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 24 (julio/agosto de 1977) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 24 (julio/agosto de 1977) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.