ABRIL 1978
Le ricordanze
Le ricordanze
ENRIQUE VILA-MATAS
¿Dije ya que, aparte de mis problemas para librarme de mí mismo, tengo los sueños más angustiosos? Me resulta dramático ver cómo se repiten ciertos temas de pesadilla, y en alguna ocasión soy capaz de preparar un primer borrador, al que siguen versiones en las que cambio detalles, pulo el argumento, introduzco alguna nueva situación, trato de encubrir la forma autobiográfica del relato, y, a pesar de ello, redacto cada vez una versión de la misma pesadilla que es, en definitiva, la aventura de mi destrucción.
Soy yo mismo la materia de mis libros, y éstos surgen siempre de mis sueños. Una noche, por ejemplo, creí que en las tinieblas de un oscuro corredor conservaba nítido el recuerdo de una vieja postal de París, y a fuerza de insistencia fui viendo más y más dentro de ella. Poco después, la imagen fue cobrando color y la ciudad entera se puso en movimiento. Una vertiginosa sucesión de escenas triviales o trágicas, fantásticas o familiares (aquello que, para abreviar, llamamos infancia), me trasladaron hasta un atardecer de diciembre del primer año que pasé en París (1969), y me vi a mí mismo andando con ciega precipitación por una acera, apretujándome contra el muro, marchando siempre en dirección contraria a los demás. Abrigo largo y oscuro, cuello levantado y cierto frío en la calle. Iba proyectándome en saltos terroríficos hacia adelante, avanzando furioso a través de los márgenes más líricos de la place de Fürstemberg.
Como era joven y arrogante y recordaba al pirata del capitán Kid, viajaba siempre hacia lugares remotos en mis largas caminatas. No saqueaba buques, no; pero en mi mente un pabellón de seda negra llevaba bordada una calavera. Me gustaba pasear, pero aquella tarde el frío me lo impedía, y, para colmo, estaba arruinado. Me detuve malhumorado ante un viejo portal de la rue Jacob y, desafiando al frío, miré lenta y altivamente a mi alrededor. En aquel preciso instante, con paso marcial un absurdo peatón cerraba su abrigo como si de un vulgar impermeable se tratara y fuera preciso resguardarse con urgencia de una cercana tempestad. Nunca había visto unos pasos tan combativos como aquellos y durante un rato fui feliz imitándole. Observé que el peatón, aun siendo probablemente un parisino, tenía rasgos de mandarín; sus ojos, dos hendeduras en forma de almendra, tenían todo el aspecto de ser chinos; llevaba gafas de montura gruesa tras las que podía verse el mezquino espectáculo de sus ojos verde mar reluciendo maliciosos; su boca era inmensa e imitaba cuevas de dragones orientales. Cuando se alejó de mi vista pasé a imaginarlo en un cuadro: el retrato de cuerpo entero de un joven vestido con traje de fines del XVI, en pie junto a una mesa, con la mano derecha descansando sobre un libro abierto. Le vi recitar a Shakespeare, andar con paso marcial, estornudar, andar con paso precipitado alrededor de la mesa sobre la que caería al tropezar. Le dejé sobre el frío suelo de madera y me olvidé de él mientras observaba las luces de la calle que eran semejantes a perlas luminosas y alumbraban de encima de los postes y sobre la textura viviente de abajo que variaba de forma y de color sin cesar y lanzaba al aire gris y helado de la tarde un rumor invariable que nunca se apagaba. Fue entonces cuando, al intuir que un día lo memorizaría al inicio de algún relato, me dejé acompañar por aquel monótono rumor hasta que llegué a la puerta de mi habitación de hotel.
Al entrar en mi improvisado gabinete de estudio, divisé, al sur de mis párpados, unas dalias marchitas de color violeta en una copa sobre un piano imaginario. Aquella imagen me estimuló y tuve la impresión de que me aguardaban acontecimientos que podían torcer el rumbo de mi vida, y por un momento todo fue como al comienzo de un relato en el que el autor, que no quiere ni desea silenciar la realidad, opta por referirse a ella en función del estado de ánimo del narrador. Me sentía eufórico, lleno de coraje y decisión, y resolví no proseguir la redacción de un libro de poemas que, basado en mi propia tragedia, me atormentaba día y noche sin cesar. Escondí rápidamente mi manuscrito en la parte más oscura del más oscuro de los cajones de mi escritorio y estallé en la más dichosa de las carcajadas. Desde mi ventana indiscreta, me dediqué a contemplar el panorama habitual: la torre de la iglesia de Saint-Germain, su reloj en lo alto de la espadaña, los pájaros en vuelo y el rojizo hastío planeando sobre lo que entonces yo creía el centro del mundo, mi quartier. De pronto, tras apagarse un rumor callejero y todavía bajo el eco de unas campanadas, tuve una extraña visión poco antes de que me alarmaran unos golpes en la puerta de mi habitación.
Todos sabemos que aquello que el voyeur busca y encuentra no es más que una sombra detrás de la cortina. Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia, y de ahí la preeminencia de ciertas formas como objeto de su búsqueda. Lo que mira es lo que no se puede ver. Pues bien, esa tarde estaba yo fantaseando cualquier magia de presencia en los cristales de mi ventana cuando vi que, detrás de mi improbable refugio y al fondo de la habitación, se había dibujado una sombra que proyectaba una mujer apoyada en la pared de la que colgaba un cuadro que se abrió tras la tela para verter su espacio interior hacia un paisaje marino, hacia la arboladura de un barco y hacia un ruinoso hotel. La mujer poseía un cuerpo grande y hermoso, tenía la cabeza cubierta de rizos negros que caían en bucle junto a la sien, palidez lunar en la piel, mirada desgarrada. Para ese hotel en la playa el crepúsculo llegaba siempre más pronto, ya que estaba vestido de sombras en una hora en la que su ya caída balaustrada superior solía regalar a la fachada algún relumbre de sol. Al abrigo de unas rocas, tomadas de revés por una resaca, menudos flecos de espuma rojiza volaban en torbellino bajo el sol, y entre las piedras planas con sus cabelleras de algas a medio pudrir, sobre una extensión negruzca apenas inclinada, brillaba una caja de conservas provisionalmente respetada por la herrumbre. De todos modos no quisiera que nadie se engañara a propósito de mi memoria. Tanto la descripción de la mujer como del paisaje no surgen del laberinto del recuerdo, sino de una aproximación meticulosa a la primera fotografía que puede verse en mi álbum familiar: mi madre, muy joven y arrogante, indiferente a la cámara, mirando al mar en Caldetas en el verano del 47. En otra ocasión, en 1971, ya utilicé esta fotografía para describir a una mujer que contemplaba el paisaje en mi primera novela, Cámara de ecos.
Fue al desvanecerse la visión cuando se oyeron unos golpes en la puerta. No esperaba a nadie y abrí con cierto recelo, acaso ya intuyendo la sorpresa que me esperaba: ante mí, sonriendo desde lo alto de su macabra silueta, estaba el joven de rasgos de mandarín. Momentos de horror y de confusión hasta que le vi quitarse las gafas y la peluca, abandonar sus gestos guerreros y disculpar el disfraz con el que, al parecer, se ocultaba de sus muchos acreedores. Reconocí entonces al misterioso Evega (probable deformación de E. Vega), a quien había encontrado días antes en una fiesta durante la cual nos había invitado a mí y a otros cuatro exiliados a pasar enero en una finca que él y su hermana poseían en Honfleur, Normandía. Había cursado las invitaciones en estado de tal ebriedad que nadie se extrañó cuando, al cabo de muy poco rato, apareció derrumbado al pie de una escalera por la que, sin duda, debió caerse. Tratamos de ponerlo en pie, pero todos nuestros esfuerzos fueron inútiles; tenía los ojos cerrados, graznaba de vez en cuando y un hilo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le zafamos el cuello y la camisa, le lavamos la sangre de la boca y para reanimarlo le echamos vodka por el gaznate hasta que despertó de golpe y nos observó con incredulidad. Cuando por fin comprendió el estado en que se hallaba, trató de incorporarse, sin éxito, al tiempo que maldecía, sin que nadie supiera el motivo, la obra completa de Miguel de Unamuno. Estábamos atónitos, sin apenas comprender nada, cuando alguien se atrevió a preguntarle si se encontraba ya recuperado. Respondió con una carcajada feroz, increpó a Machado, cantó unos versos de Baudelaire que, por lo visto, había musicado, y poco después se desmayó con la mayor rotundidad.
Ahora estaba frente a mí agradeciendo los cuidados que le dispensé aquella noche. «Este tipo de incidentes, decía, este tipo de borracheras no son nada habituales en mí, yo soy muy sensato y apenas bebo nunca, toda la culpa es de esa maldita zorra que ha jugado con mis sentimientos…». Se calmó con el vaso de vodka que me apresuré a ofrecerle. Ya en el bistrot de la rue Saint Benoit, justo enfrente de mi hotel, Evega pasó con inusitada rapidez de la comida a la bebida (ocho calvados seguidos en los postres) y pronto, muy pronto, comenzó a desvariar y a tambalearse de forma muy semejante a la de la noche anterior. Sus balbuceos me informaron de que su padre había ganado, en cierta ocasión, un campeonato de golf, que él había conocido los más elegantes colegios del país y que, en fin, su familia nadaba literalmente en oro. Insultó de viva voz a Azorín y, en un momento de lucidez, escribió un bello poema (con alusiones a la fortuna familiar y a la alegría del derroche) en papel de cigarrillos y después se lo fumó exclamando con gran satisfacción: «Lo importante, amigo mío, es crearlo». Apagó el cigarrillo en el mantel y me contó una extraña historia de aventuras que aquella noche escuche atentamente porque por entonces todavía creía en la utilidad de los relatos de los otros. «No bebo nunca, no bebo nunca», repetía enloquecido mientras observaba con incredulidad el agujero que su cigarrillo-poema había provocado en el mantel.
«No volver más a la luz de la lámpara, murmuraba, no volver más a mi gabinete, no terminar mi libro, no vaciar mi pipa, no ver la luz del día más». Se perdía a veces su voz en el tumulto de la sala, pero en ocasiones reaparecía, con gravedad en momentos que siempre coincidían con la petición de una nueva copa de calvados. Una inquietante mirada me anunció el fin de su monólogo. El humo se deslizó fríamente por su garganta y lo arrojó en anillos que chocaron contra el aire. Me dediqué a contemplar los anillos que eran suaves, circulares (me dijo que su casa normanda estaba muy cerca del mar), azules y fugaces. De pronto, cerró los ojos, alzó la mano con un esfuerzo y arrojó muy lejos la colilla. Hundió las manos en los bolsillos de su viejo abrigo y extrajo una libreta negra. «No puedo, dijo, dejar que transcurra más tiempo sin que conozcas mi obra literaria. Aquí tienes un libro de poemas». Fingí cierto interés y ojeé el cuaderno. Excelente caligrafía para versos de un pésimo mal gusto, con plagios de notable consideración. Por ejemplo, un Faulkner no confesado se movía en la superficie de estas líneas: «Las primeras gotas brutales como aliviadas de una intolerable espera». Recordé un retórico comentario a esta célebre frase y lo cité a modo de velada ironía y quizá también por decir algo: «Parece difícil, comenté, introducir con más exactitud y prontitud el ansia de la tormenta por descargar su agua, tanto tiempo contenida». Le vi moverse inquieto en su silla y dirigirse a mí en un tono patético, con el rostro medio desfigurado y la voz temblorosa. «Es preciso, dijo, que te hagas cargo de mi obra». Aún recuerdo mi terror y también mi inútil resistencia a quedarme con la libreta. Como mal menor, opté entonces por ganarme la invitación a Honfleur que tantos problemas económicos podía resolverme. Estaba tan borracho la noche en que había cursado sus invitaciones que pareció muy sorprendido cuando le recordé la eufórica invitación que, según comprobé, sólo yo había aceptado.
Pasé a describirle con la mayor exactitud posible el punto de extravío de aquella fascinante visión femenina que me había visitado poco antes de que él irrumpiera en mi habitación. Le hablé extensamente de aquel paisaje marino que, situado tras la figura de una mujer, parecía no tener fondo ni horizonte posible; mi esfuerzo se vio recompensado porque, poco antes de derrumbarse sobre la mesa y arrastrar en su caída todas las copas vacías de calvados, tomó el nombre de Alberti en vano al tiempo que mostraba su entusiasmo ante mi descripción y accedió a invitarme a su casa de Honfleur, cuyo puerto era, según me dijo, lo más parecido al paisaje marino que yo acababa de describir.
Es evidente que la descripción suele provocar de un modo gradual reacciones en cadena en el interior de una narración, y que la necesidad de describir conduce a la introducción de tal o cual personaje y a dotarla de unos motivos. La descripción, pues, está muy lejos de ser un añadido decorativo y cumple en ocasiones una función muy determinada en una narración: la revelación de un personaje a través de un ambiente o de un paisaje concreto. Así acaba de suceder en este relato, donde la descripción de aquella visión y de las triviales circunstancias que la rodearon cumple, al igual que en la situación descrita, una función muy determinada: la revelación del personaje de Eva, figura indisoluble de aquel paisaje marino que, situado tras ella, parecía no tener fondo ni horizonte posible en aquel frío día de enero que, sin previo aviso, me presenté en Honfleur.
Al iniciar mi viaje me había convencido a mí mismo de que todo iba a irme bien; aquel día las cosas rodaron increíblemente mal. Al mediodía tuve jaqueca; por la tarde me atormenté pensando que Evega iba a desentenderse de mí y de la antigua invitación; al atardecer todo era siniestro con hielo gris en el cielo y amenaza de lluvia cuando llegué al puerto y traté de averiguar dónde vivía mi amigo. Añádase a mis tribulaciones la dificultad para andar con cierta normalidad (dolor espantoso a causa de unos viejos botines) y una atroz molestia en los riñones que me impedía caminar erguido. Por si fuera poco, la maleta pesaba tanto que cuando alguien me señaló la finca en la que vivía mi probable anfitrión estaba ya tan fatigado y era tan pésimo mi estado que me acobardé como nunca cuando de pronto descubrí que la hermana de Evega, ante la verja del jardín, examinaba mis encorvados movimientos. Detrás suyo había una zona de sombras en la que pensé que quizá se encontrara Evega u otras formas susceptibles de ser despojadas de la sombra, pero pronto constaté que tan sólo había profundidades de oscuridad aún más densas. Habían caído en el jardín algunos pétalos que reposaban sobre la tierra ahuecados como conchas, y era tal la oscuridad que para no aterrarme imaginé que para todas las flores pasaba la misma honda de luz lunar y que todas se apartaban de ella cuando el viento las agitaba. Pero, ¿quién que no fuera yo se agitaba allí con auténtico temor ante su situación? Para colmo, comenzó a llover y las primeras gotas fueron brutales, como aliviadas de una intolerable espera. Le pregunté a Eva por su hermano y ella, rompiendo el silencio, cogió mi pesada maleta y con una resignación que parecía provenir de tiempo inmemorial me dijo que la siguiera porque iba a mostrarme mi habitación. Estaba, en efecto, invitado, pero antes debía prevenirme acerca de su hermano. Divisé, al sur de mis párpados, / unas dalias marchitas / de color violeta en una copa / sobre un piano imaginario.
Fueron los últimos versos que escribí en mi vida. Ahora todo llega a su fin donde los relatos de misterio comienzan. Mi amigo se había esfumado, abandonado todas sus pertenencias y era ya inútil tratar de hallarlo. Había llevado a cabo su antiguo proyecto de desaparecer (en su arte) y disolverse (en sus poemas) para no dejar así otra huella que la duda. Pensé en la irónica farsa del extraño caso del poeta que acaba disolviéndose en otro que, a su vez, desaparece. A la mañana siguiente, Eva lucía un abrigo de leopardo moteado y paseaba por el jardín leyendo a Leopardi; yo la observaba a distancia atravesando unas hojas con la punta de mi bastón. Me aproximé a ella y la escena que siguió fue la que fundó la historia de una fatalidad. Eva se convertiría con el tiempo en mi esposa y su endemoniada frialdad me inspiró años más tarde el personaje de Elena Villana en La muerte impresa, mi segundo y último relato. Como esposa fue un desastre, una de esas mujeres que no acaban de cerrar del todo los grifos. Como madre fue siempre prudente, discreta y terrible, sabía que no debía nunca preguntarme por el triste poeta que un día fui.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº ESPECIAL Linterna Literaria (abril de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº ESPECIAL Linterna Literaria (abril de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.