FEBRERO 1979
Las lecciones de Miller
Las lecciones de Miller
ÓSCAR COLLAZOS
Vivía a mis 17 años en una pequeña ciudad donde apenas existía una librería. Mi profesor de castellano y preceptiva era un simpático borracho que se había formado en la lectura de los clásicos españoles del Siglo de Oro y en los franceses del XVIII. En la mañana de un domingo lo había sorprendido en la gran sala abierta de un burdel, con dos prostitutas sentadas en sus piernas. Desde ese día decidió recompensar mi complicidad con algunos consejos, entre otros el de seguir leyendo a Voltaire. Añadía que, para «adentrarse en la modernidad», se nos imponían las novelas de un francés de comienzos del XX llamado Henri Barbusse. No era, a su juicio, un gran novelista. Lo conveniente de aquella lectura —aconsejaba— era la puesta en escena del anticlericalismo y las ideas socialistas.
Ocasionalmente, entre las ediciones argentinas de Balzac, Zola, Tolstói y Dostoievski (venían en una preciosa diagramación a dos columnas por página), hallé poco después El infierno de Barbusse, quien a decir del profesor Martínez había sido fundador de un grupo llamado Clarté. De paso —solía decir— debíamos leer el Juan Cristóbal, de Romain Rolland. Desde ese día, pues, me propuse la adquisición del libro. No era fácil. La única librería de Buenaventura estaba repleta de obras de las Ediciones Paulinas y su propietario sabía que aquel librito con unas tapas espantosas no podría ser vendido a un adolescente. Por alguna curiosa provocación seguía sin embargo exhibiéndolo.
Debí utilizar mil subterfugios para hacerme al Barbusse. El único eficaz fue el que llevó a un estibador analfabeto a la librería, con dos pesos en mano, uno para El infierno y otro para Flor del fango, una de las inefables narraciones de Vargas Vila.
A través de Barbusse descubrí, entonces, que el universo de transgresiones que por consejo del profesor Martínez había hallado en los clásicos franceses del XVIII se hacía carne —ésta era una expresión recurrente en sus clases— en la ficción de aquel agitador comunista. Bien pronto sobrevendría mi decepción: Barbusse no era más que un escritor de segundísima fila.
Dos o tres años más tarde, en las ediciones de Santiago Rueda, llegaron dos «novelas» que habían de conducirme al fondo mismo de las transgresiones: Trópico de cáncer y Trópico de Capricornio, de Henry Miller. Hasta esa fecha, a los diecinueve o veinte años de edad, mi afición y la de mis amigos era la de leer en voz alta Canto a mí mismo, de Whitman (con un altisonante prólogo de León Felipe), cuando no escenas de las tragedias de Shakespeare, preferentemente la última del primer acto de Macbeth y las inaugurales de La tempestad. De rato en rato, los versos más agresivos del Canto general, de Neruda, quien ya nos había exaltado con sus Versos del capitán.
De un día a otro, Whitman, Shakespeare y Neruda pasaron a segundo plano y la verdad es que la traducción de Astrana Marín era bastante complicada para leer en voz alta, sobre todo cuando la borrachera de los muchachos que éramos no podía seguir las complejidades retóricas del texto.
En esa edad disolvente, tocada por todos los escepticismos, no habíamos aún hallado a un autor que tocara a fondo en la conciencia de nuestra adolescencia, cruzada de deseos y arrogancia, asomo de lo que imaginábamos podía ser la autenticidad del libertino. Miller se instalaba en lecturas y parrandas. Se añadía a los nombres de Ginsberg, Corso, Kerouac y Ferlinghetti, de quienes apenas hallábamos traducciones. La verdad es que estábamos descubriendo el lado amargo y desenfrenado de una sensibilidad. Habíamos mal leído a Rimbaud y perdido la posibilidad de descubrir lo que quizá sólo de adultos llegaríamos a descubrir: el descenso a los infiernos, la turbia herida de las iluminaciones. Pero con Miller entrábamos al universo de nuestras más inmediatas obsesiones.
Cuando de adolescente había empezado a leer (no me cuento entre esos ángeles que de niños leyeron a Salgari o a Dumas, a Stevenson o a Saint-Exupéry, y estoy por suponer que no todos los que confiesan estas lecturas las realizaron en la edad confesada), me empezó a parecer extraño y distante. Miller me (nos) introducía en esa versión banal de la alegría a través de sus peripecias sexuales. Realidad o fantasía, sus relatos me (nos) advertían que antes de él nadie (ni siquiera el Lawrence de El amante de Lady Chatterley) había escrito con tan genuina irresponsabilidad.
Las consecuencias de aquellas lecturas no fueron, en todo caso, culturales. Dudo que hayan sido morales. Fueron, en cambio, revulsivamente vitales: le perdí (mos) el miedo a la promiscuidad, a las pequeñas, triviales situaciones de cada día. Y lo que fue más positivo, empezamos a imaginar amores que a fuerza de ser tramados se hicieron a veces verdaderos: las pocas muchachas que se introducían en la bohemia de los muchachos que éramos habían aprendido las primeras letras de un interminable abecedario amoroso. Había algo de puesta en escena en todo aquello: se trataba de seguir el libreto que nos proponían los Trópicos. Abundaban las acotaciones. Aquel enorme exhibicionista que hacía el amor en cada baño, en cada encrucijada o esquina, nos proponía otra clase de ejercicio corporal. Miller no introducía en el sexo la moral. La piedad era un sentimiento ajeno a su mendicidad. De la brutal autobiografía pasaba a un lirismo apocalíptico de visos anarquistas. Ignoraba la «tentación de la caída», el vaivén entre bien y mal, lo que lo alejaba de sus queridos Whitman y Melville. No sólo hablaba de nuestras obsesiones cotidianas; nos proponía modalidades para hacerlas realidad.
Las traducciones argentinas de sus Trópicos nos aficionaron a ciertas voces bonaerenses, lo que no estaba mal. De allí que cada vez que lea la propaganda de sus editores españoles no pueda evitar la irritación que me produce aquello de «primera traducción castellana autorizada por el autor». El recurso, si no hiciera parte de una empresa comercial, sería de un aún más irritante castellanocentrismo. ¡Miller estaba traducido en el idioma de quienes iban a leerlo y comprenderlo y ese idioma, con sus variantes locales y su sintaxis a veces «peculiar», no era el del entonces castrado y aséptico centro peninsular! Era, como el mundo que recreaba, un lenguaje de la periferia.
También Miller nos afirmó en las lecturas en voz alta, mucho antes de que Cabrera Infante propusiera la lectura de sus Tres tristes tigres en esa variante que nada debe a la oratoria sino a ciclos musicales de la escritura. Ya no eran sólo Shakespeare y la Nadja de Bretón; los poemas de Hojas de hierba o los versos de Prevert; los diálogos de Ionesco o las baladas de Villon; Las flores del mal o Una temporada en el infierno; los poemas amorosos de Eluard o esos encendidos fragmentos del Canto general; los sufrimientos de Vallejo o Los cantos de Maldoror. Por encima de estos autores (una ensalada digna de la mejor formación de autodidactos), Miller se dejaba leer como una secreta crónica de nuestro tiempo. Esos fantásticos coitos del protagonista eran matizados con esporádicos comentarios de lector u oyentes. Miller, aunque sólo fuese en una mínima parte de su anecdotario, nos dirigía la parranda, sabíamos que con él se trataba de la recuperación del deseo.
El temor que la novela nos había inculcado con todo su ceremonial de objetividad o impasibilidad, con la prolongada autobiografía de Miller, amenazaba ser olvidado. Detrás de sus textos vivía la pasión. Las miserias y ocasionales grandezas de sus héroes reivindicaban lo que el arte, diez o quince años más tarde, asumía sin sentimientos de culpabilidad: el carácter desechable y efímero de sus materiales. Quienes hasta entonces habían escrito sobre el sexo eran ya clásicos, es decir, pertenecían a esa estirpe de lo reverenciable. Miller, en cambio, era un contemporáneo. Quienes hasta entonces nos habían descubierto la intimidad muscular de los amores parecían haberlo hecho entre telones, con guantes en la lengua. Un individuo (mitificado en aquellas lecturas de veinte años) se instalaba en los suburbios de la cultura, en el limbo de la experiencia autobiográfica. No iba quizá más allá de Emerson o Rimbaud, pero hacía lo imposible por no encerramos en los barrotes de «la tradición». Gozador, muerto de hambre, tramposo, pícaro y burlador, Miller hizo posible que leyéramos con igual emoción El hombre fulminado de Cendrars o el Viaje al final de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. De allí el pacto de amistad que se establecía con sus textos. Whitman estaba en los orígenes de su narcisismo, celebrándose y cantándose a sí mismo. Pero en Whitman reposaba un aliento de fundador que llegaba a los límites de la aventura imperial. En Miller no existía el imperio, intuíamos que lo aborrecía, quizá perteneciese a esa misma raza de desesperados que halló su grado cero de contradicción en la aventura de Pound.
El «homme révolté» que nos descubría, en esos mismos años, la obra de Camus, en Miller carecía de metafísica, a duras penas vivía a expensas de una religiosidad paganizada. Era un Dylan Thomas más torrencial y sin riesgos de hundirse en el remolino de un delirium tremens. Era un D. H. Lawrence sin aprensiones victorianas, una conciencia en paz consigo mismo y con los hombres. La culpa no había afectado para nada la conciencia de aquel muchacho de Brooklyn, descubierto años más tarde en La crucifixión rosada. Daba la impresión de estar sumergido en infinitas imágenes para permitirse la osadía de un Valéry, esa larga, casi eterna temporada de gestación contenida en La joven parca o Monsieur Teste. Aunque los leyera, había dado un salto por encima de esa tradición que se iniciaba con Un coup de dés. Quizá estuviese más cerca de The Waste Land; al menos con Eliot bullía el desconcierto de una sensibilidad afectada por el horror de la Historia. Miller no podía permitirse el lujo de sedimentar sus experiencias, de reconocer la presencia de una nueva «alquimia del verbo». Las vomitaba a toneladas y en la veta de sus hallazgos tal vez quedase un exceso de impureza.
Con el tiempo, cuando empecé a aventurarme en la literatura, pensé que Miller no pertenecía más que a una raza: había asumido su bastardía y sus orígenes se remontaban a la impureza de todas las literaturas: Rabelais, Villon, la comedia griega, los trovadores, también hijos bastardos a su manera. No podía canjear el borbotón de imágenes de su vida por una imagen salvadora digna de ediciones comentadas en los clásicos de Oxford.
El «weary time» de Coleridge no era su tiempo. No había ningún cansancio en su prosa, hecha a borbotones, ni en su vida, moldeada con la sucia arcilla de un judío miserable, excitado con el renovado vértigo al borde del abismo.
En Miller la novela se hace y deshace a nuestros ojos. Es carnal, respiratoria. ¿La novela? Igual cosa empezaba a sucederme con El cuaderno negro de Durrell. En «el fantástico proscenio del yo» (Durrell) escribían las obras de nosotros. El mundo de tinieblas, el vaivén del instinto enfrentado a las inquisiciones de la cultura, la naturaleza empecinada en su duelo a muerte con la inteligencia.
Hay un hecho significativo: al leerlos, jamás pensé que estaba o no frente a obras merecedoras de la posteridad. Es posible que la ignorasen, la mejor manera de instalarse en ella. En Miller estaban las grandes ideas vulgarizadas. De Nietzsche, de los presocráticos, de Spengler, de los románticos alemanes sometidos a una recreación mucho más exultante. Vulgares sentimientos aún más vulgarizados. Pobres proezas cotidianas llevadas a la grandeza por obra del lenguaje. Insignificantes aventuras que de recurrentes se hacían legendarias. Sucias hembras folladas en zaguanes, urinarios, desvanes, encrucijadas. Hambrientos con soplos de vida, adoradores de Venus, retadores de Mercurio. Erecciones inimaginables, copulaciones eternas, otras imposibles, suspendidas.
Nos insinuamos en el retrete y allí la puse contra la pared y traté de poseerla, pero no dio resultado y entonces nos sentamos sobre el inodoro tratando de hacerlo en esa postura, pero tampoco resultó […]
y, de pronto, la insinuación de la comedia. Copulaciones eternas, alaridos, zumbidos, gruñidos, balidos, meneos y culeteos y en las treguas una bella reflexión amenazada por el lugar común. Hay piojos, fetidez y una sórdida belleza que no se nombra porque sus «personajes» están anclados en la supervivencia.
Es probable que para los muchachos de esos años Miller hubiese resultado más turbador que un panfleto de Voltaire o un texto de Rousseau. Con estos habíamos abandonado la inocencia y empezado a despedimos de la fe. Con Miller nos despedíamos del sexo padecido como drama. Se convertía en distensión. Los sueños dejaban de ser ilusorios: eran sueños, frontera rebasable de la realidad. Si en mi memoria todavía vivían las putillas de Maupassant era porque, como en un poema de Darío, lo que amábamos era su extrañeza. Nada extraño había (hay) en las putas de Miller o en esas inconscientes pioneras del Women’s Liberation. En Miller las mujeres no eran sometidas, quizá fuesen insultadas, pero el insulto se convertía en la otra cara, vergonzante, de la extrema admiración. Las mujeres elegían al hombre, lo aceptaban. No se abrían pasivas de piernas; batallaban, sabiéndose inmunes a la fatiga. Compartían pasiones pero estaban lejos del mito de Ondina, estaban eximidas de tragedias, incluso cuando acariciaban un suicidio. Eran elegidas y cómplices de la elección. Eran fuertes hasta en la ternura, la última grandeza femenina de los hombres. Débiles, pero se sobreponían en la promiscuidad o en las puertas del adulterio.
Si en algún pasaje estaba tentado por el llanto, en el fragmento siguiente Miller lo escamoteaba. La soledad, la irrisión no eran nombradas con grandes conceptos: eran soledad, irrisión tout court.
Miller, admirador de Céline, no arrastraba el germen del cinismo. Véanse si no el crepúsculo de uno y otro: el médico resentido escribiendo De un castillo a otro y el ingenuo viejo verde rodeado de bellezas en California. La cultura de Miller se había larvado en la inocencia. La culpa, en Céline, en la desesperación ideológica, ni siquiera en el cuerdo racionamiento de Drieu La Rochelle, vocación suicida por excelencia. En Miller todo conduce al eclecticismo: Nietzsche y Buda, Emerson y Spengler, Whitman y Baudelaire, el Corán y la Biblia, el Mediterráneo y las costas de California. Mezcla brevajes a veces irreconciliables y su operación no es dialéctica: es el resultado de lo que a falta de otra expresión llamaría popurrí del instinto.
Se ha llegado a decir que fueron miles los libros de su vida. Y la verdad es que no fue más que un solo libro: el que finalmente escribió con retazos de uno y otro.
Sería preciso ver en Miller la pasta de un moralista. Céline, en cambio, había vivido a contracorriente y lo que por momentos lo vuelve irritante es la ausencia de una sola conducta «ejemplar». Sólo cuenta la sordidez, pero ésta no deja válvulas de escape porque se concibe como culminación del dramatismo. También Miller, a ratos, está afincado en la sordidez, pero ésta no es un imperativo categórico. En Norteamérica no hay una tradición del mal, y ese pueblo que ha ido de la barbarie a la decadencia sin pasar por la civilización (de Hojas de hierba al napalm en Vietnam) sólo es capaz de engendrar muchachos bondadosos que se mimetizan en el mal. ¿Miller mimetizado en el mal? No, a duras penas se ejercita en el «pecado»; se ha quitado de encima la costra de un protestante regenerable. Es un voyou, un outsider alimentando en su madurez un universo de nostalgias. Su anticapitalismo, como en Pound, es antiedípico. Su internacionalismo es una desdibujada oposición a un nacionalismo que ya se había convertido en imperio. Siendo en la voluntad antinorteamericana un antípoda de Whitman, es un loco americano deslumbrado por el peso de las civilizaciones. Y su acierto consistió en insertarlas en una sensibilidad contemporánea, incluso al precio de su banalización.
La lección de Miller no es sólo humana. Es literaria, jamás alimentó el mito de la perennidad y supo a ciencia cierta que sus materiales serían desechables. El engreído rehuía a la arrogancia. El individuo que creaba un personaje, daba pistas ciertas para desmitificarlo.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 42 (febrero de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 42 (febrero de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.