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ARTÍCULO

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AGOSTO 1979

Fiestas gallegas

Fiestas gallegas

AXEL VENCE

Galicia, entre sus magias y milagros, sus fiestas y su expolio, aparece, en ese Verano, con sus romerías populares donde el pueblo blasfema, cariñosamente, de sus santos. Va tomando cuerpo una visión de la fiesta antropológica, turística… Las fiestas, pero, están aquí para todos aquellos a quienes les excite participar. Anxel Vence, desde Galicia, da un repaso a algunas de celebraciones de esa tierra rica en folklore y cultura popular.

El cáliz es elevado por dos rechonchas, sanguíneas manos de cura preconciliar que asiste impasible —indiferencia de la costumbre— a la tormenta de blasfemias que su gesto provoca en el interior de la ermita. Son no más de diez bocas (que podrían parecer cien, o mil, o cualquier otro número imposible de calcular) vomitando las más depuradas blasfemias, escupiendo todas las palabras prohibidas de la tierra sobre un Cristo y una Virgen que parecen incapaces de asimilar en sus imágenes tanto adjetivo envenenado.

Mientras tanto, en el exterior del templo —en directa y pagana competencia con la tienda que el cura ha instalado junto a la sacristía— una vendedora de estampitas de «Nuestra Señora» y castañas de Indias ahuyentadoras de la envidia se disputa la clientela rural con un colega que ofrece condones del más fino y elástico látex made in Spain.

La escena se repite cada 23 de junio, para regocijo de antropólogos, en el Corpiño, una —y ni siquiera la más significativa— de entre las muchas romerías que en Galicia se ofrecen anualmente a un variado catálogo de vírgenes, santos y otras representaciones celestiales. Romerías que forman el primero y más neto de los tejidos en los que se inscribe la fiesta gallega.

La fiesta y el mito

Para quienes piensen que Iglesia y fiesta son palabras de difícil apareamiento convendrá recordar la casi ilimitada capacidad de adaptación de una de las más antiguas —¿quizá por eso?— sociedades institucionales del mundo. En Galicia, la Iglesia no sólo supo acoplar sus estructuras de dominio geográfico a las ya existentes parroquias, comarcas-arciprestazgos, etc, sino que, imposibilitada para anular la rica cultura mitológica y pagana del país, planteó, como último recurso, dar el imprescindible barniz religioso a los viejos rituales. Todo lo que estos tenían de fiesta en su sentido último pasó, con los revestimentos litúrgicos propios del caso, a formar parte de la institución, al menos en apariencia. De este modo, la Iglesia va asociada —de una manera absolutamente superficial, pero evidente— a todas o casi todas las celebraciones festivas de Galicia. Desde el espacio físico (los campos da festa suelen estar en las proximidades de la iglesia parroquial) hasta el motivo aparente —un santo, una virgen, un milagro—, la empresa eclesiástica ha sabido convertirse en el eje de todas las manifestaciones más vitales, festivas, del pueblo gallego.

Naturalmente, las apariencias se quedan sólo en eso. Los «poseídos», que intentan poner orden en su cabeza o sus nervios dejando que el demonio les tome prestada la boca para insultar a la Virgen del Corpiño, están obedeciendo motivaciones muy distintas a la posterior rentabilización que la Iglesia obtiene de sus «milagros». El Corpiño en Lalín, como en los Milagros de Amil en Moraña, San Cibrián en Pontevedra, San Andrés de Teixido o Santa Marta de Ribarteme constituyen una verdadera red de lugares mágicos a los que recurren en primera instancia los miembros de una sociedad que, como la rural gallega, parece preferir los viejos mitos a las nuevas mitificaciones de la ciencia-razón-lógica destiladas en forma de Medicina oficial.


Cada santuario tiene una determinada especialización que se corresponde muy próximamente con las ramas convencionales de la ciencia médica: así, si en el Corpiño se curan todos los problemas síquicos que el gallego agrupa bajo el nombre genérico de meigallo, otros lugares hay, como San Cibrián, donde se acaba con el misterioso «mal de aire» o el difícilmente evitable «mal de ollo». Más allá, el primitivo culto a la muerte ha sido encauzado por la Iglesia —aún sin conseguir desvincularlo de la fiesta— en romerías como los Milagros de Amil, el Nazareno de Puebla do Caramiñal o Santa Marta de Ribarteme.

Sólo fiesta

Con todo, las creencias populares que propician la renovación anual del mito son, solamente, el origen del juego, y, en ningún caso, su núcleo fundamental. Pese a antropólogos y demás fosilizadores de la cultura, el auténtico interés de la romería está, para paisanos tan divorciados de la jerarquía eclesiástica como los gallegos, en la fiesta en sí. Una fiesta barroca, múltiple y anárquica en la que se confunden rosquilleiras con adivinas del porvenir, tullidos a fecha fija y pulpeiros, vendedores de escapularios, curas con todo el aceite de la iglesia en la sotana, feriantes de la comarca, el teatro chino de Manolita Chen y la ruleta de barquillo que nunca toca. Gente que compra, vende, baila, come y bebe (pulpo, sardinas y vino son parte esencial de cualquier fiesta gallega), mientras se llena los oídos de compactos pasodobles de banda, de rancheras y corridos trágicos a cargo de afamadas orquestas. Junto a ellos, sin interferir la romería ni su comercio, los ofrecidos cumplen con los distintos rituales de justificación: tiran piedras al tejado de la iglesia en San Cibrián, suben de rodillas a la capilla del Faro, llevan su propio ataúd en la cabeza en Morana o se aprietan para pasar agrupados bajo la imagen del Corpiño. Han llegado casi siempre la noche anterior —antiguamente lo hacían a pie—, de hasta doscientos o trescientos kilómetros de distancia, en número que sube por encima de las dos docenas de millares para cualquier romería y que puede alcanzar —en casos como los del Corpiño o Amil— los sesenta mil festeiros. No hay edad para la romería: participa desde el viejo labrador que aprovecha el día para comprar un nuevo fouciño y beber todo el vino que hace necesario la fiesta, hasta el chaval que utiliza el cubalibre por vía de atajo.


El alcohol, en cuanto que droga dominante e incluso exclusiva de la zona cultural en que se inscribe la sociedad campesina gallega, juega un papel de importancia, aunque no exactamente fundamental dentro de las romerías. Papel que sube de valor, sin embargo, en las fiestas de las ciudades, donde se entrecruzan las antiguas influencias de la cultura rural y la presión cada vez más determinante de una subcultura industrial con precinto yanqui. Las verbenas de las grandes villas —Pontevedra, Santiago, Lugo…— van muriendo de muerte airada ante, fundamentalmente, el acoso de una tupida red de discotecas que sirven de canalización vertical a las deyecciones músico-ideológicas de la máquina anglosajona. En los grandes enclaves —Vigo, A Coruña—, los bailes populares han sido desplazados ya al cinturón semirrural del extrarradio, claro anticipo de lo que puede suceder cuando la filosofía de la producción indefinida penetre en los dos tercios del país —toda la Galicia rural— que hoy le son aún inaccesibles.

La industria de la fiesta

De hecho, esa filosofía de la producción ha convertido ya en objeto de consumo para turistas algunas de las fiestas más directamente conectadas con el entorno: es el caso, por ejemplo, de los caballos salvajes. Cada año, a la llegada del verano, la mayor parte de los veinte mil ejemplares que viven en libertad en los montes de Galicia son bajados por los vecinos de la parroquia a la que corresponden para sufrir un afeitado de crines y el correspondiente marcado. Lo que en principio fue —y es aún en bastantes casos— una fiesta salvaje en la que todo el pueblo participa, desde la conducción de las bestas hasta su derribo a cuerpo limpio en lucha directa con el animal, comienza a convertirse en simple espectáculo para compradores de emociones fuertes. Tanto es así, que el número originario de curros —Sabucedo, Candaoso, A Capelada, entre los más antiguos y tradicionales— ha sufrido un inesperado aumento durante los últimos años ante la presión del mercado turístico. Nuevos curros que carecen del elemento que da origen a la fiesta: el deseo del pueblo para hacerla, que ha sido sustituido por las necesidades del comprador como motivo último.

Celtas, música, mixtificación

Son esas mismas necesidades las que han hecho posible el nacimiento de lo que muchos consideran la penúltima de las mixtificaciones de la fiesta en el país gallego: los festivales de dudosa procedencia y carácter más bien variado que pretenden asimilar «fiesta» a «música». Dentro de este grupo han tomado un especial vuelo los que intentan revivir, en falso paralelismo con el origen de las auténticas fiestas, el mítico pasado celta de Galicia. Tres o cuatro han sido anunciados para este verano, incluyendo un II Festival Internacional del Mundo Celta, que durante tres días convirtieron a Ortigueira, un pequeño pueblo del Cantábrico, en un centro de reunión de pasotas, diletantes y marginados urbanos. Todo un festival, pero no fiesta, que muy bien podría celebrarse, con parecido pretexto, en Sausalito, Hyde Park o Katmandú. En Pontevedra otro (en la Plaza de Toros, para completar el sarao), con el nombre diferenciador de Festival Celta das Rías Baixas y el patrocinio del Excelentísimo Ayuntamiento de UCD. Mientras tanto, en Viveiro —costa norte de Lugo—, un pequeño grupo de lanzados preparó lo que según los papeles podría ser el Canet-Rock gallego, pero menos: una cosa llamada «22 horas de música e amor». Lo primero corre a cargo de Miguel Ríos, algunos grupos enrollados de rock español made in USA y cantantes gallegos de vario pelaje; el amor irá, se supone, por cuenta del público.


Quedan, por último, las fiestas de religión política o política religiosa, según se mire. De entre todas ellas, y no son pocas, habría que destacar las que el 25 de julio convocan los partidos de izquierda para celebrar el Día de la Patria Galega. Son especialmente notables las de los grupos nacionalistas y, muy en particular, la del Bloque Nacional Popular Galego, que ha conseguido dar un cierto aire de romería del país —incluida buena cantidad de legítimos paisanos— a la reunión con que cierran su manifestación habitual en Santiago. Falsa fiesta, sin embargo, en cuanto que tiene objetivos inmediatos de rentabilidad política: es, a otra escala y salvando las insalvables diferencias, un modo de actuar paralelo al de la Iglesia. Error, claro. La fiesta —los gallegos lo saben y actúan en consecuencia— no tiene otra finalidad que la fiesta misma.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 47 (agosto de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 47 (agosto de 1979) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.