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ARTÍCULO

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ABRIL 1978

ES-PA-ÑA

ES-PA-ÑA

LEOPOLDO PANERO

Manifiesto antiespañol leído con ocasión de un recital en París, en octubre de 1977.

Diríase que soy de España, país de cuyo nombre no quiero acordarme; allí a los pocos años se aprende con sangre la dura lección de una letra, llamada por esos bárbaros «dios», que desde entonces bloquea el pensamiento y el cuerpo. Lo primero, porque ese «creo en dios» español es un pensamiento obligatorio, que por ello obstruye toda auténtica creación intelectual, lo segundo obviamente porque ese mandamiento tiene por principal función la represión sexual y, por lo tanto, la de la gestualidad: de ahí que, a falta de una gestualidad espontánea, sólo exista en España una especie de trato cibernético, en el que cada acto está de antemano inscrito en un repertorio fijo.

Ideas fijas y actos previstos de antemano forman la infalibilidad española, y constituyen la base de esa misteriosa superioridad racial que propuso Franco a la imaginación de sus feligreses. Y hablando ya de razas, me preguntaba ahora por qué en Atenas la religión no prohibió el pensamiento, sino que fue uno de sus estímulos, por qué tampoco en Irlanda, donde hay tan buenas leyendas y cuentos de hadas; y, en el acto de pensarlo, hallé la clave del enigma.

La clave está en que este modo de, por así decirlo, «pensar», debió de tener su doble raíz en la Inquisición crecida sobre el suelo de la más terrible incultura, tanto de gobernadores como, más aún, de gobernantes; este factor en Italia no se halló por el contrario nunca reproducido hasta tal grado, y de ahí que allí la letra inquisitorial no significara el cerrojazo definitivo a la libertad, esto es, a la creación del pensamiento. En Italia, al menos el dogma estaba claramente definido, de ahí que la barra en el «concetto» dejara pasar algo, incluso mucho; pero en España, debido a la secular ignorancia, la sutileza de Aquino no pudo menos de transformarse en cristazo. En Italia, la abundancia de signos permitió esquivar sin grave perjuicio el escollo puesto al «libero pensiero», mientras que en el país que se dijo mío, la ley seca del pensamiento, al dar sobre el más helado de los vacíos mentales, no consiguió otra reacción que una inseguridad semántica fundamental, para defenderse de la cual los españoles acudieron a la infalibilidad no ya de la idea fija, sino de la usura del signo de la culturofobia.

En fin, el caso es que desde entonces acá, por increíble que parezca, no se ha producido el deshielo, y los efectos de aquel gran tachón se dejan sentir aún hoy de otras formas aparte de las que constaté al principio; en efecto, este «creo en dios» español tiene como misión más evidente, aparte de borrarnos el alma, hacer de nuestro cuerpo un espectro; y esta represión del amor libre y del gesto espontáneo, aparte de lograr la acumulación de las nubes de odio y de las pulsiones de muerte más pestíferas sobre la región, organiza la miseria de una vida cotidiana en la que la aventura está prohibida por principio, como no sea en el marco en que la buscan los luchadores vascos; miseria, digo, y habría que decir catatonia de la vida cotidiana, en la que al levantarse uno sabe ya que «nunca pasa nada», que nada puede suceder ni nunca ocurrirá nada, como no sea lo que para los ibéricos no es extraño que sea la única esperanza y el fundamento de toda su religión: la muerte.


Y eso, la muerte, única posible aventura en el desierto emocional más logrado, es lo que cada español anhela sobre todo desde que aprende el evangelio de la brutalidad necesario allí para sobrevivir. Los hombres la buscan en el heroísmo negro o blanco, en la bestiada fascista en la lucha del terror revolucionario, las mujeres la esperan en la iglesia. Ése es, pues, el mesías y el salvador de ese pueblo de esclavos, ése es su «Cristo»: la imagen de la muerte, donde sólo cabe la sensibilidad que por doquier tropieza allí con las paredes del infierno. Tanto es así que ese chasquido de gatillo del «creo en dios» debería traducirse por «creo en la muerte», único señor de España y, ellos quisieran, del mundo.

Así este país, como dijo mi antepasado fray Bartolomé de las Casas, de ascendencia francesa, destruyó y exterminó a un pueblo entero, el iberoamericano, por una diferencia de vocabulario: la que había entre el dios solar de aquellos y su dios muerto. Cobardes para el crimen y valientes tan sólo para el linchamiento, «raza» tan gloriosa es sin embargo, para ella, pura y santa, por haber inventado las palabras que no tienen traducción posible, y que son por ello innegablemente universales y absolutas, como lo seria el Robinson absoluto en la isla donde no queda nadie. Y digo esto del linchamiento porque ésa es la diferencia entre las Vidas de los doce Césares, de Suetonio, y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias: la crueldad de Calígula entusiasma y divierte, porque es la de un hombre solo que a ella se arriesga y acaba pagando; la otra, la de ese «pueblo unido» escondiéndose en el anonimato, espanta y es incapaz de cautivar a nadie.

Y es por eso que tampoco ha habido en España criminales célebres e importantes: allí incluso el asesinato es vulgar, o más bien sórdido: no encontraréis a Peter Kurten, el famoso «vampiro de Dusseldorf», más que en todo caso en ese templo donde pueblo tan cristiano celebra hoy sus misas: el paredón del silencio, que es el lugar en que siempre acostumbraron por lo demás a manifestar su virilidad, porque en España ser viril es ser capaz de matar, y a ser posible de la manera más cobarde, es decir legalmente o escondiéndose en el seno de la masa. Allí acabó Lorca por no ser tan «hombre», y allí esperaban ver derrumbarse a este hombre que encontraría, en esa suerte de «nobel» final, la certidumbre definitiva de haber escrito siempre para nada y para nadie.

Y es que actualmente, a base de democracia, incluso está prohibida la publicidad que años ha se daba a los asesinatos de militantes revolucionarios, y éste es el mayor progreso del régimen de Suárez, haber hecho, quizá, definitivo el silencio. Sólo estas palabras para decir que la ocasión de este recital viene de que estoy aquí no tanto por necesidad, que yo me las supe arreglar muy bien para escapar a la muerte más silenciosa y más sórdida, sino por odio a España, por aborrecimiento de un país en el que nací sólo, supongo, por un azar detestable a olvidar aquí ya para siempre entre otros hombres que ya veo son ¡tan distintos! de los de ese pueblo que no por nada los kabalistas, la mayoría judíos españoles, maldijeron con ocasión de su expulsión de España: porque si se trata de una cuestión de vocabulario, ellos sabían el lenguaje fundamental.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº ESPECIAL Linterna Literaria (abril de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº ESPECIAL Linterna Literaria (abril de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.