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ARTÍCULO

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ABRIL 1980

Entrevista a Borges

Entrevista a Borges

EDUARDO KEUDELL

Pleno verano en Buenos Aires. Lunes a las diez de la mañana y ya treinta grados de temperatura.

Borges vive en el centro de la ciudad, en el cuatrocientos y pico de la calle Maipú. Allí quedé en encontrarme con el fotógrafo, en la entrada del edificio; pero no llega. Al fin me decido a subir solo. Sexto piso y en la puerta, una lacónica plaquita que reza: Borges.

Al timbrazo, responde la mucama, que me hace pasar con un gesto contundente y me vigila, como hará con todos los extraños, supongo, como una guardiana. Supero unas cortinas y, al fondo del living, lo veo bebiendo café con leche de un tazón, y detrás, la biblioteca.

Es un hombre de gestos suaves, cálido y amable; y de ese modo me saluda, amigablemente, me invita a sentarme. Luce una camisa celeste y una corbata con dibujos bastante raros.

—Borges, yo traje unas preguntas preparadas…

—El catecismo —me interrumpe con una sonrisa—

—Bueno… no creo que llegue a tanto.

—¿Usted, de dónde es? —me pregunta enseguida.

—Soy argentino y resido en Barcelona.

—Barcelona es una de las pocas ciudades españolas que no me gustan.

—¿No le gusta?

—No, Barcelona, Zaragoza, son un tanto horribles. En cambio, Córdoba, Granada, Sevilla, Santiago de Compostela…, Madrid es una pequeña ciudad provinciana.

—Cosmopolita.

—No, meramente española.

—Tal vez a usted le atraiga el encanto que dejaron los moros en el sur…

—Claro, le diré algo…, qué lástima que fueran derrotados… —lo dice como una confidencia.

Aprovecho la pausa que hace para tomar café y preguntarle:

—Borges, ¿qué opinión le merecen los periodistas?

—Son un mal que se considera necesario. Desde luego, el periodismo… seguro que tiende a desaparecer, ¿no? Realmente, la idea de que cada veinticuatro horas ocurra algo importante es absurda; sobre todo, la idea de que se sepa lo importante. Los diarios, para aparecer cada día, tienen que hablar de temas frívolos. Digamos: el hecho de que un funcionario viaje, o de que una actriz haya llegado, o problemas de fronteras…, tienen que tomar temas que realmente no son importantes…, los deportes…, si hasta me hacen entrevistas a mí, no saben qué hacer, están desesperados —se ríe con ganas—. Por ejemplo, el hecho de que un presidente sudamericano viaje, viaja acompañado de periodistas y fotógrafos, un hecho sin importancia. Funcionarios públicos, políticos…, la gente menos importante del mundo, tal vez.

—¿Usted hizo periodismo alguna vez?

—No, no. Yo soy escritor. Yo colaboro en La Prensa. Quizás la diferencia esté menos en el texto, en la lectura. Es decir, que lo que se lee en el periódico se lee para el olvido, porque al día siguiente ese diario reconoce que lo que se dijo el día antes ya no importa. Yo creo que quizá la máxima diferencia sea que un libro se lee para la memoria, para la reflexión, para el estudio.Y un diario se lee… bueno, pensando: esto que leo, tengo el deber de mirarlo porque si no, mañana no podré leer el mismo periódico. «No hay nada tan antiguo como el diario de ayer», oí decir en inglés —vuelve a reírse—.

—¿Le incomodan las entrevistas?

—No, yo vivo solo, estoy ciego, he cumplido ochenta años, casi todos mis amigos se han muerto, no conozco a nadie… Si no fuera por ustedes, estaría todo el día en esta casa, solo. Ustedes me acompañan. No, no, no son incómodos, al contrario… , claro que son efímeros, diríamos, porque cambian de cara y de nombre; distintas personas, pero no importa. Se resignan a visitar a un hombre viejo, a un hombre ciego, a un hombre solo. Esta mañana he conversado con usted, le agradezco mucho. Ahora vendrá un señor a trabajar conmigo y tendré que despedirme de usted… Quizá haya escritores a los que les molesta la fama, porque tienen una vida distinta. Supongo que Ernesto Sabato o Mujica Lainez conocen a mucha gente, pero yo no conozco a casi nadie; uno es tímido, y además…

Suena el timbre y le digo que es el fotógrafo, entonces me pide que lo acompañe a ponerse la americana, para completar su traje.

—Señor, que no ha terminado el café —le dice la mucama, pero Borges no contesta y apoya su mano en mi brazo para que lo guíe, siento su ternura en ese acto y le pido que hable de Don Segundo Sombra, la obra de Güiraldes, una de las joyas de la literatura gauchesca. Un libro lleno de afecto.

—Don Segundo Sombra tuvo una vejez muy rara, porque era famoso por la novela de Güiraldes. Había cuchilleros en San Antonio de Areco que le tenían rabia porque era famoso. Entonces esa gente, que se llamaban… a ver, bueno, uno se llamaba «El Toro», el hijo de él, el «Torito». Había otro, «El Zorro». A todos estos les daba rabia que Güiraldes, hijo de intendente, le dedicara un libro a Don Segundo Sombra, un infeliz; entonces —Risas— lo buscaban al pobre viejo, que no sabía cómo se agarraba un cuchillo, y lo provocaban —vuelve a reírse—. Vivía aterrado.

—El precio de la fama.

—El precio de la fama, sí. Era gente brava. Uno de ellos tuvo una muerte bastante linda: Lo amenazó una persona con un revólver, él sacó el cuchillo y avanzó hacia el otro, que antes de que llegara lo acribilló a balazos; pero antes de caer, alcanzó a acuchillarlo; sin duda, llegó a acercarse lo suficiente. Bueno, éstos eran los que lo perseguían al pobre don Segundo, que era un hombre ya de edad, que nunca había sido cuchillero, sólo peón de campo.

—Don Segundo Sombra era nacido en San Pedro. «Sampedrino, el que no es mulato es chino», le dicen en el libro.

—No. Eso lo puso Güiraldes para colocar la copla. Era santafesino, bueno…, ahí cerca. Yo lo conocí a don Segundo. Claro, yo era amigo de Güiraldes. Después me enteré de las historias que le mencioné antes, yo las ignoraba. Un día, don Segundo estaba estrechando la mano de Victoria Ocampo, y al día siguiente, estaba escurriéndose de la pulpería porque había entrado «El Toro» —Risa— a provocarlo. De modo que su vejez vaciló entre la fama y la fuga.

—Borges, ¿cuántas veces cambió de estilo?

—Yo creo que cada vez que escribo es un poco distinto. Me dicen que no, que soy bastante monótono; sin embargo, yo creo que he cambiado. Cuando era joven, escribía de un modo barroco, bajo la influencia del estilo de Lugones, pero actualmente trato de escribir de un modo más sencillo, sobre todo, de no usar neologismos ni arcaísmos, de no usar palabras que puedan remitir al lector al diccionario; sobre todo, no diré de un modo oral, que sería muy cómodo, en todo caso, en un estilo que parezca oral.

—Borges, ¿considera que los lectores están agradecidos por esto, o el lector actual exige más precisiones históricas y demás?

—La mayoría de mis lectores no me han leído. Yo creo que soy un poco una invención, precisamente del periodismo. Últimamente, me encuentro a personas que me dicen: «Lo admiramos, usted es el mejor escritor de la República Argentina, o de la lengua castellana, pero claro, que realmente usted es muy difícil para leerlo». Entonces yo les digo: «Hacen bien, para qué leerme, y les recomiendo otros escritores, que lean a Sabato…, por ejemplo».

—¿Y el compromiso intelectual?

—No, yo no creo en eso. La literatura, el arte, son demasiado misteriosos para que uno pueda dirigirlos. Un escritor, si es un buen escritor, no escribe lo que se propone, sino lo que le proponen los sentidos humanos, la musa, lo que llaman la subconciencia, aunque es más lindo pensar en el espíritu que en la subconciencia. Yo creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en lo que escribe, salvo en el sentido de no escribir algo incoherente, de ser claro, de ordenar lo que el espíritu le dicta… Yo creo que hay dos partes, que hay dos etapas. La primera corresponde a lo que yo he dicho del espíritu; pero de pronto uno entrevé una imagen, unas palabras, una metáfora, el argumento de un cuento, la primera línea de un soneto. Eso se lo dan a uno, y luego… Generalmente, cuando yo escribo, conozco el principio y el fin, ocurre que entre el principio y el fin, tengo que inventarlo yo, y, en general, invento mal, o me doy cuenta que me he equivocado y tengo que corregir lo que he escrito.

—De una circunstancia, de un momento, usted puede lograr un cuento.

—Sí, pero es necesario que yo no lo cuente directamente, es necesario que yo modifique algo, que lo sitúe en otra época o que cambie los nombres.

—¿Considera que tuvo un aliciente, una guía en su familia para ser escritor?

—Sí, creo que, posiblemente, lo que yo creía mi vocación puede haber sido una decisión de mi padre, que me impuso sin que yo supiera. Siempre se entendió que yo sería escritor. Cuando concluí el bachillerato, mi padre me dijo: que bueno, que ya había estudiado bastante, que por la buena circunstancia económica no era importante que yo ganara dinero, que yo tenía que seguir leyendo, escribiendo, y sobre todo, que no me apresurara en publicar, que no me considerara un parásito, él usó esa palabra. Ellos sabían que el mío era un destino literario, y yo siempre lo supe también. Después leí a De Quincey, Wilton, Carlyle…, pero, posiblemente en mi caso —esto me lo hizo notar una amiga mía ayer—, fue la familia la que me preparó para eso, claro, yo me eduqué en la biblioteca de mi padre, siempre leyendo, pero quizá todo eso correspondiera…, claro, mi padre murió en 1938, quizá fuera todo más o menos planeado por él, tenía vocación literaria, había dejado trabajos muy lindos y luego una obra bastante considerable. Había una novela, había un drama, había ensayos, había un libro de cuentos, y todo eso lo destruyó. Posiblemente, mi padre quiso que yo cumpliera el destino que le había sido negado a él. Y ayer, precisamente, conversando con una amiga sobre que los padres suelen fijar la suerte de sus hijos…, entonces está bien claro, es lo que me ha pasado a mí. Actualmente, he cumplido ochenta años, y yo no concibo otro destino que el destino literario para mí. Casi todos mis mayores han sido militares, han participado en la Guerra de la Independencia, en la conquista del desierto; conquistadores españoles también, por ejemplo Luis de Cabrera, que fundó la ciudad de Córdoba, que salió de Cuzco, hace cuatrocientos años. Pero toda era gente sin vocación literaria. Sin duda, yo no podría cambiar ni una palabra con ellos; en cambio, mi abuela era inglesa, una mujer muy culta. Sabía de memoria la Biblia, claro, la familia de ella eran pastores metodistas, gente más intelectual que los militares sudamericanos.


—Usted siempre menciona a Carriego.

—Bueno, Carriego era vecino nuestro. Tuvo la suerte de descubrir… digamos, un filón. Era un poeta, con las posibilidades literarias que había en el suburbio. Yo he leído buena parte de la obra de él, por su imagen un poco mítica del barrio de Palermo. Es que ya cuando él escribía, estaba desapareciendo aquel barrio… malevos jubilados. «Palermo, lo he oído quejarse, cantando versos que preceden la puñalada». Sospecho que ya estaba desapareciendo, yo creo que Carriego escribía con memorias de infancia; en todo caso, él descubrió esa posibilidad que aprovechó después con toda razón. De igual modo que, digamos, los poemas de Echeverría. No son muy buenos, pero descubrió las posibilidades literarias de la pampa, de los indios, de los malones. Después hubo otro que escribió mejor que él: Hilario Ascasubi, la vida del gaucho, también lo escribieron mejor otros, pero él fue el primero; es importante para la literatura descubrir un tema, quizá más importante para la historia de la literatura, a la que se da tanta importancia ahora. En el oriente no existe, en el oriente se ve todo, con razón, como contemporáneo, como eterno. Si yo le digo a usted una metáfora, usted se dará cuenta de que es linda o no, la fecha no importa. Por ejemplo: «mármol como luz de luna maciza», «oro como fuego congelado», son dos lindas metáforas, ¿no? Son modernas. ¿De quién son? Son de Chesterton, pero hubieran sido lindas si hubieran sido muy antiguas también, ¿no?

—Claro, la vigencia…

—Yo creo que sí. Usted se acuerda de Shiva, que es un dios terrible de la India, pues una metáfora de un poeta hindú, que me llamó mucho la atención: «El Himalaya es la risa de Shiva». Qué lindo, ¿eh? Yo digo: «Grandes montañas terribles que son la risa de un dios». ¿Y esta otra, en que no es la metáfora sino la entonación lo que importa?: «Si no me hubieran dicho qué era el amor, yo hubiera creído que era una espada desnuda». —Borges recita con una dicción perfecta y como sabiendo que deja atónito a su interlocutor con sus análisis eruditos; no hay manera de interrumpirlo, sigue en sus metáforas y se deleita con ello—. Bueno, no sé de quién es, porque dice Kipling que es de una canción hindú, pero posiblemente la inventó, porque le gustaban estas improvisaciones. Pero…, para nosotros, qué nos importa que sea antigua, o que sea la obra de un poeta más o menos contemporáneo como Kipling, nos da lo mismo, ¿no? —Borges repite, encantado—: «Si no me hubieran dicho qué era el amor, hubiera creído que era una espada desnuda», muy lindo, ¿no?; pero, claro, que todo depende de la entonación, porque si yo digo: «El amor es cruel como una espada» o «El amor es una espada que nos hiere», no he dicho absolutamente nada; en cambio: «Si no me hubieran dicho qué era el amor, hubiera… etc», esa composición imposible hace que sea poética, la imagen ¿no?; porque no se trata simplemente de una equivalencia entre el amor y una espada. Hay algo en la entonación, que es patética.

—Quizá sea una metáfora muy universal.

—Yo creo que sí. En cambio: «El Himalaya es la risa de Shiva», tiene que ser Shiva. Porque si dijéramos… no sé… «Los Alpes son la carcajada de Dios», no anda, ¿no?, no encaja. —Borges festeja su ocurrencia—.

—Borges, ¿usted coincide con Alberdi, que dijo que una inmigración (a Argentina) de origen sajón hubiera sido más beneficiosa?

—Estoy en duda…, tengo una cuarta parte de sangre inglesa. Sin embargo, hubiera sido más beneficioso en el hecho de que nos hubiéramos ahorrado las guerras civiles, las dos dictaduras, etc. Pero, al mismo tiempo, es indudable que las colonias inglesas, salvo Sudáfrica, donde están los holandeses, zulúes también; salvo los Estados Unidos, que se han independizado, son intelectualmente muy pobres. Yo no creo que Australia, o el Canadá, hayan dado nada al mundo; la India, sí, nos dio por lo menos a Kipling. Pero en la India, había un puñado de ingleses y una gran población de una de las civilizaciones más antiguas. De modo que quizá estaríamos mejor…, bueno, es que no estaríamos, porque seríamos otras personas. —Borges se divierte con los análisis y contramarchas que va dando en el asunto.; se ríe—. Desde luego, Alberdi… , vamos a ver: si no hubiera llovido, si Beresford hubiera podido sacar los cañones empantanados, hubiéramos sido una colonia inglesa. Desde luego, nuestro bienestar sería mayor y quizá seríamos éticamente mejores. Pero, no sé si habríamos hecho lo que hemos hecho, o lo poco que hemos hecho. No sé si habríamos tenido a…, vamos a mencionar nombres: Sarmiento o Lugones. Usted ve, que Canadá no ha dado nada. Los Estados Unidos, que están al lado, han dado muchísimo pero, ¿por qué? Quizá por el estímulo de la revolución, que fue anterior a la Revolución Francesa. La conciencia de que debían ser americanos y no ingleses. En cambio, Canadá y Australia… , bueno, claro, Australia nos ha dado el Eucalyptus, que es un árbol muy bonito, y el canguro, que es un animal rarísimo —Se ríe con ganas—, pero fuera de eso, literariamente…, nada; algunos jugadores de cricket, o de tenis, lo cual me parece muy poco. Yo no digo esto en contra de Inglaterra, yo la quiero mucho, pero voy a los hechos. Vamos a suponer…, Ascasubi o Hernández, cuyas obras no hubieran existido de haber sido una colonia inglesa. Tampoco somos españoles, somos algo que nadie sabe, algo que no se ha definido todavía. Porque, ¿qué es ser argentino? Étnicamente, no tiene importancia, porque yo tengo sangre española, sangre portuguesa, sangre inglesa, quizá sangre judía…, ciertamente, no soy español, no soy portugués, ni inglés, ni judío; soy esa cosa misteriosa: argentino. Y a veces pienso que soy un forastero en Buenos Aires, porque no tengo sangre italiana, que casi todo el mundo la tiene; de modo que soy como un intruso —Risa—, ¿no?

—Borges, el argentino ¿es hiperculturalizado?

—¿Le parece? —Asombrado—. Hay muchos aspectos de la cultura, por ejemplo: yo estuve en Japón…

—Me refiero más que nada al aspecto bibliográfico.

—Sí, yo creo que el estudiante tiene mucha curiosidad. Pero… estuve en Japón, estuve en las librerías, en Tokio, y son muy superiores a las que pueden encontrarse aquí. Por ejemplo: en el año cincuenta y cinco, para consolarme porque me había quedado ciego, estudié anglosajón, inglés antiguo. Mandé a buscar los libros a Inglaterra, Estados Unidos, y a Alemania. Yo estuve en unas grandes librerías inglesas de Tokio, y estaban todos aquellos libros que había necesitado. Estaban allí, esperándome. Estaban todos allí. Pero ahora le voy a contar algo de cuando estuve en Estados Unidos. Estaba en la zona de Chicago, que es muy pobre intelectualmente. Yo enseñaba literatura argentina. Una vez, en un almuerzo, me senté al lado de una señora y le pregunté si era profesora. Me dijo que sí. Le contesté que yo también, que enseñaba literatura argentina. «Ah, argentiniana», me respondió. «No, argentina. Y usted, ¿qué enseña?», le pregunté. «Yo enseño conversación». «Ah, será en alemán, o en francés…». «No», dijo, «conversación en inglés». «¿Y qué edad tienen sus alumnos?». «De veinticinco a treinta años». Yo me quedé atónito. «¿Y qué les enseña?». «Les enseño que, para iniciar una conversación, tienen que empezar hablando del tiempo, entonces uno puede decir: que ha nevado, que va a nevar, que está nevando, que no ha nevado, que hay sol, que no hay sol, etc». ¿Usted se da cuenta?, que semejante trivialidad tenga que ser enseñada. Le cuento más: me invitaban los colegas de la Universidad, y en cada casa, yo noté que en el hall había un objeto un poco anómalo, por ejemplo: un acuario del ancho de esta mesa, y adentro había algo que no se sabía si era animal, vegetal o mineral. Entonces uno preguntaba, porque se esperaban la pregunta: ¿qué es esto?, entonces, el dueño de casa que había adquirido ese objeto, que renovaba cada año, compraba también un folleto donde se explicaba qué era ese objeto. A esto lo llaman conversation pieces, piezas de conversación, que permiten conversar mientras la gente se emborracha. Después, ya vienen las obscenidades, los toqueteos. Si a usted lo invitan a una reunión, debe llevar cuatro o cinco chistes muy obscenos, incluidas malas palabras, referentes a la homosexualidad, sodomías, etc, y entonces, cada uno va provisto de un buen stock de estos chistes. Es la manera de estar mientras se emborrachan.

—Qué asombroso, y nosotros que hablamos del tiempo para incomunicarnos.

—Sí, es cierto, es algo tan trivial…

—Ya que hablamos de estas obscenidades, salvando las distancias, ¿qué opinión le merece la novela erótica?

—¿Por qué no? Todo puede ser un tema poético.

—¿Es un género?

—Yo tiendo a ser puritano, pero me doy cuenta que no hay ningún argumento contra lo erótico. Siempre que sea con espontaneidad. Bueno, lo obsceno es distinto, pero yo creo que lo que se dice indirectamente tiene más fuerza. En cambio, la novela erótica tiende a decir las cosas directamente, y pierde fuerza. Por ejemplo, entre nosotros, decir, con perdón, mierda, que es algo fuerte, ¿no?, delante de una señora, no lo diría. Pero en Francia se ha dicho tanto, que ya ha perdido toda fuerza y se dice «merde» como nosotros decimos caramba. Por el abuso. Y puede suceder con la novela erótica lo mismo, que las situaciones pierdan fuerza porque se repiten. Yo leí de un filólogo alemán, que todas las malas palabras actuales son eufemismos, fueron eufemismos en su tiempo. Por ejemplo: creo que muchacha, en italiano, se decía «puttana», y actualmente es una mala palabra. O sea que todas las malas palabras actuales han sido palabras inventadas para evitar malas palabras, y que luego han ido contaminándose. En Francia, en una época, para no decir prostituta, se recurría a una metáfora, bastante linda, y se decía: es una «horizontal»; pero esto llegó a ser tan común, que no podía decirse «una línea horizontal», porque la gente se sentía incómoda o se reía, porque ya «horizontal» significaba prostituta, entonces ya no podía usarse. Fíjese, en España, «carajo» significa el órgano masculino, ¿no?, y aquí, todo el mundo lo dice y se sabe que es un énfasis, nada más. Yo, en principio, no tengo nada contra lo erótico. Además, la novela erótica es tan vasta…, no creo que haya temas prohibidos. Qué raro…, todos los hechos son inocentes, cualquier hecho. Pero las palabras que corresponden a los hechos, no lo son. Creo que, posiblemente, la homosexualidad puede ser inocente, pero el mencionarla o el escribirla puede ser indecente. La indecencia corresponde, sobre todo, al lenguaje.


—Borges como escritor, ¿poeta o prosista

—Yo no creo que haya una diferencia esencial. Nada más que, hace treinta años que no escribo ensayos, porque pienso que mis opiniones no tienen mayor importancia. En cambio, tiendo a escribir fábulas, cuentos, porque creo que eso sí puede ser importante. Y además, como yo me quedé ciego en el año cincuenta y cinco y no tengo dinero para secretarias, sino que dependo de personas que vengan a verme y les dicto algo, entonces es natural que me haya dedicado a la poesía, porque es algo que uno puede componer cuando está solo, en cambio la prosa no. La prosa tiene que ser escrita, tiene que ser releída; en cambio los versos, por la rima o el carácter musical que tienen, pueden ser recordados. Es decir, que para un hombre solo y ciego, la poesía es lo más natural. ¿Usted sabe que todas las literaturas empiezan por la poesía? Bueno, yo le hablé de la literatura anglosajona; esa gente no llegó nunca a la prosa, y cuando lo intentaron fue torpísima. Pero han dejado poesía muy bella. Es decir, que la poesía es un género anterior a la prosa, lo cual sería decir que es un modo más natural. Parece que no hay gente sin poesía. Yo he leído una antología de poesía de los pieles rojas de los Estados Unidos. Ahora, yo no sé si las traducciones eran exactas o no, pero hay poemas muy lindos. Ahora, uno no se imagina a los pieles rojas escribiendo poesía, ¿no? Bueno, es que el arte, la poesía, la pintura, la alfarería, podían ser cuando bárbaros, pero ya la prosa no, y la ciencia menos.

—Borges, en su poema El remordimiento

—Yo sospecho que ese poema no es bueno, porque fue escrito a cuatro días de la muerte de mi madre.

—Tiene una fuerte carga emotiva.

—Pero… ¿podrá tenerla, habiéndolo escrito casi al mismo tiempo? Un poeta inglés decía que la poesía corresponde a la pasión, cuando podemos recordarla con tranquilidad, con serenidad, que es el momento propicio. Vamos a suponer: una mujer me deja, yo quedo anonadado, solo; pero pasa un año y recuerdo ese hecho, entonces yo ya no soy el actor, sino el espectador, y entonces puedo expresarlo mejor; luego, ese poema mío no puede ser bueno, porque está escrito a los cuatro o cinco días de la muerte de mi madre.

—Sin embargo, a mucha gente le ha gustado.

—Pero quizá les gustó porque es sencillo o sentimental, porque expresa lo que todo el mundo siente. Cuando alguien muere, siempre los que sobreviven se sienten angustiados, ¡hubiera sido tan fácil ser más buenos! Quizá eso sea importante en un poema, que no corresponda a experiencias extraordinarias, sino a las comunes experiencias humanas. Usted ve que la poesía tiene pocos temas, que siempre son los mismos. Desde luego que pueden agregarse algunos. Yo creo que esa idea de Walt Whitman, y después Kipling, que era importante que un poeta hablara de ferrocarriles, o de aviones, creo que es una idea falsa. Y claro, al contrario, eso puede hacer que envejezcan los poemas muy pronto. Supongamos que se encuentre un vehículo superior al automóvil, pues todos los poemas que hablen de éste último quedarán anticuados. Y en cambio, hay temas que quedan como literarios. Casi nadie usa arco ni flecha, pero el arco y la flecha pueden ser usados sin que resulte anticuado. «Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta». Esto lo escribió un poeta sevillano en Méjico, en el siglo XVII, y tiene vigencia.

Intuyendo que el tiempo se acaba, me apresuro a preguntarle:

—Borges, ¿está desvirtuado el Premio Nobel?

—No, se lo han dado a excelentes escritores; lo obtuvieron Kipling, Bernard Shaw, Neruda…

—Pero los que lo ganaron los dos últimos años, no eran conocidos.

—Conocidos o no, una vez obtenido el Premio Nobel, los conoce todo el mundo. Yo creo que esto se debe al deseo de la Academia Sueca de ser imparcial…, y, sobre todo, a la presencia del Atlas. Yo sospecho que ellos miran físicamente o mentalmente el Atlas y dicen: Caramba, Australia no ha obtenido ningún premio, vamos a buscar un poeta australiano. O por ejemplo: se han dado pocos premios en tal idioma; premios asiáticos hay pocos, quizá este año tengamos un premio para un poeta del Islam, o un budista. Yo creo que es un deseo de imparcialidad.

Llega otro invitado.

—Lo siento, pero voy a tener que dejarlos. Diga, por favor, que he quedado maravillado y agradecido en mi visita al Japón. No olvide ponerlo.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 54 (abril de 1980) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 54 (abril de 1980) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.