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ARTÍCULO

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MAYO 1980

Ciorán o la sed de lucidez

Ciorán o la sed de lucidez

F. CELMA

No hará mucho volví París con el solo propósito, como de costumbre, de conversar nuevamente con Cioran, y ciertamente sorprendido por la ridícula entrevista que, sobre el concepto de suicidio en el ensayista, había publicado en el docto, denso, y erudito Viejo Topo Rossend Arques.

La existencia y resultado de la misma fue objeto, por mi parte, de una furtiva ironía, apresada inmediatamente por Cioran con una red de creciente alegría, hacia las efervescencias, tan frecuentes, por otra parte, en estos momentos, en forma de manufacturas arropadas por un periodismo y una cultura de gacetilla, a las que los prolíficos divos del medio nos tienen acostumbrados, acaso como caridad cultural para escalar, como la espuma, rápida y banalmente la cima de su pedantería.

A decir verdad me alivió su intención de no conceder, al menos alegremente, más entrevistas.

Recuerdo de un instante sin tiempo, de un abismo esquivo, profundo, que marca la acción, tiñe el mirar y se esconde en la existencia; en el pensamiento de Cioran no vive más que la fiebre que ya pasó y ahora, resbala jugando tras sus palabras por el tobogán del vacío. Cioran dice vértigo, habla miedo, se asoma desde el orden del mundo, cual ventana con su lenguaje sigiloso, al vacío de una calle, que nadie ve, nadie entiende, nadie conoce. Sólo se le siente, no por el informe de sus frases, sino por el eco que su rumor provoca en quienes «saben»; porque (recordando a Savater), ¿cómo ser entendido por quien no esté sufriendo la misma experiencia iluminadora?

La palabra, bandera del engaño, conquista el mundo a caballo del orden, galopando por encima de nuestra soledad; ¿el silencio?, de producirse aún no sería la voz del caos que estira, filtra, juega y se escapa entre el estilo sutil, telegráfico de Cioran para decir: la nada.

Su prosa es considerada por Saint John Perse como la mejor, tras la muerte de Valéry, toda ella herida por el tétrico humor que da la angustia de saberse despierto, de sentirse lúcido, ese humor que hace de su sangre un sarcasmo, de su tragedia su grandeza.

Escribe porque le gusta, fascinado por el vacío que, suspendido quedamente de sus frases, intenta aprehender para, una vez cautivo, liberarlo y reír en el estertor de la existencia.

Nítido, claro, conciso, penetrante, sencillo, es paradójico que sean estos sus medios los que, parcial, esporádicamente logren, sólo en algunas ocasiones, ser entendidos por quien no esté henchido, hasta lo demencial, de lucidez, y acaso únicamente con el azar como aliado. Nunca su sola lectura despertará al necio o al sabio, y la sorpresa del horror como consecuencia, conseguirá, partiendo de tan cristalinos comienzos, llegar al límite de la compleja desesperación; yo no lo creo.

Surge, erigido en un insoportable hedor que lo acaricia todo con la fuerza y arrogancia de los dioses, ¿azar?, ¿destino?, ¿raza?: la lucidez.


Cioran odia los discípulos y sus posibles discípulos a los maestros; todo está dicho, siempre lo ha estado, en todo caso a los demás les concede una última utilidad: admirarle.

Resulta ridículo pretender enseñar algo que surge de la soledad más aterradora, casi tanto como hacerlo digerible mediante preguntas que sólo logran comprimir y envasar tópicos intelectuales, tópicos que a la postre únicamente se «razonan», convirtiendo a un hombre que pasea por el infinito en mercancía, tráfico de sabios.

Nunca nadie balbuceó como él ese límite oscuro, inexplicable, gélidamente amargo del universo.

Una vez desvanecida la fiebre, hete ahí desembrujado, excesivamente normal. Sin ninguna ambición, luego sin ningún medio de ser alguien o algo; la nada en persona, el vacío encarnado: glándulas y entrañas clarividentes, huesos desengañados, un cuerpo inválido por la lucidez, purificado de sí mismo, fuera de juego, fuera de tiempo, suspendido en un yo, fijado en un saber total sin conocimientos. Una vez huido el instante, ¿dónde volver a encontrarlo?, ¿quién te lo volverá a dar?, por doquier frenéticos o hechizados, una muchedumbre de anormales de los que la razón ha desertado para refugiarse en ti, en el único que lo ha comprendido todo, espectador absoluto perdido en medio de los engaños, de siempre reacio a la farsa unánime. Como el intervalo que te separa de los otros no cesa de agrandarse, llegas a preguntarte si no habrás percibido alguna realidad que se escapa a todos, Revelación ínfima o capital, cuyo contenido te seguirá siendo oscuro. La única cosa de la que estás seguro es de tu aceso a un equilibrio inaudito, promoción de un espíritu sustraído a toda complicidad con otro. Indebidamente sensato, más ponderado que todos los sabios, así apareces ante ti mismo… Y si te pareces, empero, a los frenéticos que te rodean, sientes que una minucia te distinguirá para siempre de ellos; esa sensación, o esa ilusión, hacen que, si ejecutas los mismos actos que ellos, no pongas el mismo ímpetu ni la misma convicción. Hacer trampa será para ti una cuestión de honor, y el único medio de vencer tus «accesos» o de impedir su retorno. Si has precisado para ello ni más ni menos que una revelación, o un derrumbamiento, deducirás que los que no han atravesado una crisis semejante se hundirán, más y más, en las extravagancias inherentes a nuestra raza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 55 (mayo de 1980) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 55 (mayo de 1980) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.