JULIO 1978
How are you, Bukowski?
How are you, Bukowski?
ÓSCAR COLLAZOS
—Yes. I do —respondí—. Me había preguntado, fingiendo solemnidad, si yo escribía.
—Funny, funny —dijo con la voz pastosa, lenta y los ojos entrecerrados en un rostro rudo, enigmáticamente desagradable. Habíamos bebido una buena cantidad de aguardientes y cervezas en un antro de la Postdammerstrasse y al rato de estar a su lado olvidé que estaba frente al único escritor realmente nuevo y revulsivo de los Estados Unidos, un hombre de la estirpe de Céline antes de Hemingway, el único escritor contemporáneo sumergido en la larga noche de los sobrevivientes. Charles Bukowski. Había visto su retrato, era lo más parecido a esas fotos que de vez en cuando nos proporcionan las policías del mundo para convencernos de que existe un rostro de la degeneración, la vieja corrupción estampada en unas facciones que sólo el diálogo distienden y convierten en risa fácil, estruendosa e infantil. Tal era el rostro de Bukowski.
—Ah. Charles —le había dicho—, ¿cómo diablos se las arregla usted para devolvernos al vientre del infierno?
—Toda mi vida he estado allí dentro —dijo—. Y volvió a reírse, dejando escurrir espuma de cerveza por sus labios. Miraba con cansancio a dos putas que jugaban al futbolín. Esperaban que cayera un cliente. Quizá no las volvería a ver.
—Charles, los jóvenes lo leen con pasión, ¿sabe? —le dije—. Y Charly esbozó un gesto de escepticismo.
—Dentro de diez años pensarán que no soy más que un moralista —dijo—. Había pedido una nueva tanda de cervezas y aguardiente. Su camisa, estrecha en el vientre, se había abierto. La panza, una hermosa panza obscena, asomaba reventando el tejido. Para mí que al mirar al par de putas con tanta insistencia pensaba que parecían simples marionetas sin vida. ¡Qué poco se parecían a esas terribles, enternecedoras putas de sus relatos! Aquellas que teníamos al frente llevaban una caja de condones en el bolso y simulaban una marchita belleza robada al aburrimiento. Bueno, la cosa es que no volví a ver a Charles y a él bien poco le importa. Es uno de esos tipos que uno quisiera encontrarse en algún sucio lugar del mundo. ¡Y los hay! ¿Verdad, Charles? Bastaría darle una ojeada al más ajado mapa del universo. Miento. La verdad es que volví a verle en un largo programa de televisión. Le acompañaba una bella, vulgarísima putona y una y otra y otra Pilsner, bebida a pico de botella. Y hablaba de los Estados Unidos. Y de sus burdeles. Y de la Casa Blanca. Y de sus fracasados. Y de sus trepadores. De sus arrastrados por las noches a la caza de un pinchazo colérico. ¡Y seguía llamándose Charles Bukowski, el hijo de la gran puta! Seguía, seguirá siendo el único que desde Céline y más allá de un Hemingway demasiado casto a su lado, desde Henry Miller y el Jean Genet de Notre-Dame-des-Fleurs, digo, seguirá siendo las minúsculas de la cultura, las tripas revueltas del lenguaje literario, los intestinos agujereados de la ficción norteamericana. Bukowski nos recuerda que viene de las miserias, de esa humana grandeza de todas las miserias.
Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
Más que un título es un áspero epigrama. La mujer más guapa de la ciudad es de una belleza sórdida, oscura, pero al fin y al cabo belleza. Mejor, el lado real de la belleza, expuesto por la putilla Cass, capaz de irse destrozando para que los hombres dejen de buscar su cuerpo, capaz de despedirse para siempre con una honda cuchillada en su cuello. Si la humanidad ha tenido para Hollywood un HAPPY END ilusorio, para Bukowski tiene un infernal comienzo y final recorrido por la loca lucidez del alcohol, el delito, la violencia, la coprología y algún sentimiento en el corazón de un hombre ultrajado. Hay una imagen demencial en Kid Stardust en el matadero. Algo que nos devuelve tanto a Dylan Thomas como a Francis Bacon: las terneras descuartizadas y alzadas, colgadas en el camión. Y al lado la más incisiva reflexión sobre la Norteamérica vencedora.
Por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpe
Pero no. El vasto mundo de Bukowski es un infinito campo de concentración donde colean los perdedores, derrotados por el patio escolar norteamericano. Si son vencedores lo son de su propia voluntad, de una libertad que los eleva a la categoría de folladores, culeadores, atracadores, crueles bastardos hijos de la Norteamérica de Mollok.
En un prostíbulo de Tejas, Charles encuentra en una negra uno de los mejores polvos de su vida. «No es que beba, soy un borracho». Una y otra vez vuelve esta confesión. La metáfora de la reducción de un hombre por su mujer (Quince centímetros) añade al sarcasmo un acento alegórico que no pocos dolores de cabeza produciría al Women’s Lib. No queda títere con cabeza. Además de subversivo, su universo parece un purgatorio por el que Charles va y viene, tira, se masturba, pasa hambre, vagabundea y regresa al útero de una habitación en la que simulando ser un inmortal poeta francés jode a una de sus admiradoras, mientras le hurgan con un dedo el culo.
Ni la misma vida underground que se empezó a nutrir del mito clandestino de Bukowski escapa del humor y la ácida realidad de sus relatos. Nacimiento, vida y muerte de un periódico underground es una muestra. Lo que puede haber de engañoso y farsesco en la pequeña industria de la contestation, no es reducido a drama ni a paradoja. Bukowski excita el realismo, lo lleva hasta sus extremos y desde allí nos da la visión de un promotor de alternativas sacudido por un dramita doméstico. Podría recordarnos a Tom Wolf, pero es que Bukowski viene del más puro estado primitivo y no de la conciencia crítica de un progre. Se hunde en la más pura, fétida mierda norteamericana y su agresión se vuelve a veces ternura. No hay autocomplacencia. «La suerte me era adversa» —dice en El día que hablamos de James Thurber—. «Me conocían Genet, Henry Miller, Picasso, etc, etc, y ni siquiera podía conseguir trabajo como lavaplatos». Este hombre, en verdad, desconfía de la LITERATURA. Y pese a él mismo, se encuentra viviendo en la literatura.
Sus soñadores salen del mundo del hampa, del musgo que ha crecido en la jungla de cemento y cristal de las ciudades. En Cuantos chochos queramos no hay en realidad buscadores de oro sino sedientos de elixir genital. La patética imagen del Hollywood’s Lover Ramón Vásquez no viene de un film de Polanski, sino del achacoso corazón gastado de Beverly Hills. Y lo regocijante no está tanto en lo que nos cuenta como en la manera como evita el punto de vista moral. «¿La moral? Fuck off» —le imagino diciéndome en el antro de la Postdammerstrasse, cuando empezábamos a movernos hacia otro menos turbio de la Savignyplatz—.
Bukowski no se hace ninguna ilusión con la posibilidad de reformar su mundo de irreductibles. En la medida en que se reproducen, van hundiendo el barco. El naufragio estimula la reproducción irrefrenable de las ratas. Coños, vergas, sangre, lágrimas, fetidez, todo se va dando. ¡Y ni una maldita pizca de piedad! Cuando uno lee a Charly piensa que incluso en las más atrevidas experiencias literarias de los últimos años no se ha estado haciendo otra cosa que rejuvenecer a la vieja asmática, camaleónica prosa burguesa. Bukowski vuelve a contar, coño, sin importarle un carajo la linealidad. Es inteligible de cabo a rabo y le importa un pito la alquimia del verbo como quizá bien poco le importasen a Louis-Ferdinand Céline las elipses verbales de M’sieur Marcel Proust. Duke no vacila en llevar a su hija Lala a un supermercado y dejarla que llene la cesta de asquerosos caprichos de consumo. En la noche de luna siguiente hará lo suyo con una pistola 45. Y lo suyo es el robo llevado a la categoría de las bellas artes. Charly no imagina el delito ni el crimen. No hay sueños fálicos ni humedecidos amaneceres en el túnel vaginal de esas hembras que se abren de patas para sorber de una botella de whisky y mamar vida condensada en un chorreante obelisco. La autobiografía se hace realidad. Y la realidad aquí es superior a la imaginación. Su personaje, que a muchos recuerda al Nick Adams de Hemingway, tiene una patología que resultaría más familiar a la demencia de Artaud. Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones no es un libro de relatos extraído de las decenas que han ido armando la obra literaria de este atractivo viejo asqueroso. Los editores exquisitos, con su pandilla de lectores que simulan no cagar mierda, sino astromelias, deben de estar frunciendo el recto porque en Bukowski no se celebra un gran acontecimiento cultural. Si los jóvenes quisiesen de verdad asistir al final de una SENSIBILIDAD, deberían, qué diablos, leerse de cabo a rabo estas narraciones. Algo de nosotros sale transformado. Nuestro endulzado corazón reconoce que ha sido víctima de una conmoción. Si un día la literatura dejara de ser esa perra callejera con collar de perlas artificiales, seguramente tendría que volver a hombres como Bukowski, como un día volvió a Dylan Thomas, a Joyce, a Henry Miller y siglos atrás a los vagabundos y ahorcados de Villon.
El viejo Ezra Pound hizo un día todo lo posible para que los norteamericanos leyesen a Robert Frost y a Williams Carlos Williams. A falta de Pounds deberíamos, en la década de los setenta, hacer lo indecible para que se tragara hasta los sesos a Charles Bukowski. En definitiva, el mal no se imagina con un texto de Sade o una exégesis de Ph. Sollers. La humanidad no se degrada y lanza al vacío con una pesadilla imaginaria. En la literatura europea de estos últimos diez años sólo Pierre Guyotat (Edén, Edén, Edén) estaría cerca de este infierno curado de toda metafísica. Pero resulta que no. Bukowski es, hace diez años, el único escritor de lenguas literarias sumergido en la burbujeante densidad del estiércol.
[…] pero se estaba tranquilo allí, bebió y escuchó la música mejicana, era agradable dejar un rato el suelo patrio, estar sentado allí y sentir y escuchar el trasero de otra cultura, ¿qué clase de palabra era aquella? Cultura. De cualquier modo era agradable
—Charly —le había dicho en el antro de la Savignyplatz, esquina Kantstrasse—. ¿De verdad que todos esos relatos son autobiográficos?
—Oh, shit! —dijo, bebiéndose los restos de su 20ª cerveza—. ¿Crees que tendría la arrogancia de escribir sobre los demás?
Flaubert le reprochaba a Maupassant el exceso de putas que vivían en sus relatos. Con Bukowski, a más de un siglo de esta sugerencia, el moralismo de Flaubert podría ser puesto en boca de una militante del Ejército de Salvación.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 35 (julio de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.
Este artículo se publicó originalmente en el Nº 35 (julio de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.