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ARTÍCULO

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MARZO 1978

Anarquía y buenas costumbres

Anarquía y buenas costumbres

JAVIER VALENZUELA

El puritanismo paleoanarquista arropado a la razón, a la exaltación del trabajo, a las santas costumbres en plan laico, impone su carquismo reaccionario en el movimiento libertario. Lo suyo es El Alcázar. No la libertad entendida como propuesta de vida. O el Opus, los Niñitos de Dios, el Ejército de Salvación. Jamás la anarquía andará amancebada con las BUENAS COSTUMBRES imperantes en nuestra educada sociedad. Ni con el nihilismo y la fatalidad.

Cuando el año pasado entrevisté a Federica Montseny para la ya desaparecida revista valenciana Dos y Dos, la ilustre «abuela» del anarquismo se me descolgó con unas declaraciones que, aunque temidas, no dejaron de impresionarme. Federica calificó en aquella ocasión a los homosexuales de «perversos o enfermos» y añadió que «no sabía qué placer podía encontrarse en cagar para adentro» (sic); el feminismo era, para la única mujer española que ha llegado a la poltrona ministerial, «un truco de la burguesía para separar a las trabajadoras de sus compañeros de clase»; en cuanto al uso de drogas y los aspectos exteriores de los jóvenes «anarcopasotas», los calificativos fueron inenarrables. Fue, pues, una sesión realmente deplorable, y, en un estúpido gesto de respeto a las «viejas glorias», no publiqué en aquella revista las declaraciones más chocheantes de la «ilustre». Pero hoy, tras contactos frecuentes con veteranos Genetistas y ciertas lecturas al respecto, no tengo ningún reparo en recordar el carácter reaccionario y puritano en cuestiones de moral de la vieja acracia ibérica.

Calvino en España

Que no me vengan con cuentos sobre lo «avanzado para su época» de aquellos planteamientos del «amor libre». En la práctica, el «amor libre», la máxima conquista moral del anarquismo de «antes de la guerra», se reducía a matrimonio-y-familia-para-toda-la-vida, sólo que sin mediación eclesiástica o civil. En cuestión de moral y costumbres, los obreros y campesinos que protagonizarían algunas de las páginas más hermosas de la historia de las revoluciones, no eran sino cristianos; cristianos guiados por ideales de sacrificio, continencia y regeneración que, según ellos, la Iglesia y la burguesía habían «traicionado» al entregarse al «desenfreno». La semejanza de aquella ética supuestamente «libertaria» con la «moral de esclavos» que es para Nietzsche el cristianismo, puede encontrarse al examinar los siguientes presupuestos comunes: negación de la sexualidad pasional, visión de la mujer como la «compañera fiel» a la que la prostitución aparta de su «sagrado deber de madre», renuncia y austeridad en lo tocante a placeres mundanos, esperanza en la necesaria llegada del Mesías prometido (en este caso la Revolución social), valoración positiva de la autodisciplina y el orden…, sí, del orden; «l’anarchie c’est la plus haute expresión de l’ordre», dijo Reclus en frase que gustan de repetir los viejos anarcosindicalistas. Un personaje como el popular Fermín Salvochea (1842-1907), calificado frecuentemente de «apóstol» o «Cristo» de la anarquía, representó en su vida mucho de este ideal puritano que ahora comentamos.

Álvarez Junco, en su libro La ideología del anarquismo español (Editorial Siglo XXI), ha estudiado con bastante profundidad la herencia cristiana que empapó las concepciones de nuestro primer movimiento libertario. Señala Álvarez Junco que el comunismo libertario se convirtió en un Ideal (así, con mayúsculas) de purificación moral, de implantación de las buenas costumbres. También Gerald Brenan, en El laberinto español (Editorial Ruedo Ibérico), apunta que el anarquismo primitivo significó para aquellos trabajadores una especie de Reforma protestante «a la española», esto es, un movimiento de tipo luterano-calvinista contra la Iglesia y la burguesía, que no practicaban los principios que predicaban, una vuelta laica a los primitivos ideales de las comunidades cristianas.


Dos últimos factores conforman la ética paleoanarquista, los dos herencia esta vez de la Ilustración burguesa: la creencia ciega en la capacidad de la Razón científica para explicar el mundo, cuyo ejemplo más preclaro es Kropotkin (lo que explicaría la aversión a otros modos de ampliar la percepción), y la exaltación del Trabajo como actividad noble y esencial del hombre (de donde viene el sindicalismo y la incomprensión ante las experiencias que niegan el trabajo asalariado). Muy pocos ácratas entendieron la duda nietzscheana respecto a las maravillas de la Razón o se atrevieron a reivindicar, como lo haría el singular yerno de Marx, Paul Lafargue, «le droit á la paresse». Aunque algunos sí que hubo.

El sermón de CNT

¿A qué viene ahora todo esto? Pues viene a cuento de que, lamentablemente, estas premisas morales no están ausentes en la CNT y el movimiento libertario de hoy mismo. Y no sólo por obra y gracia de los «históricos», también de muchos militantes jóvenes, a los que habría que exigir menos gazmoñerías, comulgar en la misma capilla. La polémica está ahí, en los locales sindicales, en la prensa libertaria, en los debates sobre los «pasotas», sobre los movimientos de marginados, sobre lo que pasó en las Jornadas libertarias del último verano. Y todavía en órganos muy representativos de la Confederación pueden leerse opiniones más propias de El Alcázar que de gente que se reivindica de la acracia. Reproduciré a continuación algunos párrafos «selectos» de un texto ejemplar de Abelardo Iglesias (un «histórico») publicado en la revista madrileña CNT de enero del presente. Se trata de un apocalíptico alegato contra la corrupción de costumbres que acecha, como el mayor peligro, según su autor, al actual movimiento libertario.

El libelo se titula «Las influencias burguesas y otras yerbas» y constituye una inmejorable muestra de presencia burguesa (casi diría integrista al estilo del llorado padre Venancio Marcos) en el anarquismo. Comiencen los disparates: «No sabemos por qué regla de tres se ha impuesto últimamente el concepto de que nosotros, los anarquistas, estamos obligados a convertirnos en campeones de los homosexuales masculinos y femeninos, los drogadictos, las prostitutas, los “chulos” o proxenetas y demás delincuentes comunes, al mismo tiempo que se nos quieren imponer como “liberaciones” a escala individual la promiscuidad sexual, el adulterio en todas sus formas, los “viajes” con drogas y el “derecho” de cada quisque a tomar, por las buenas o por las malas, a la mujer que se le antoje y en el momento que se le antoje…». Buen lío se ha hecho este supuesto compañero con la lucha contra las instituciones (familia, cárcel, etc), que sustentan al Capital y al Estado, y, particularmente, con el combate por la emancipación femenina…


Pero sigue, con benevolencia que es de agradecer, el bueno de Iglesias:

Nadie puede erigirse en juez absoluto para condenar, sin más ni más, a los homosexuales, los drogadictos, las prostitutas, los proxenetas, los rateros y los maniáticos sexuales. Como tampoco nadie puede, en nombre personal y en nombre de la salud de la especie humana, excluir de la sociedad a los leprosos, los mongólicos, los tuberculosos, los sifilíticos y los apestados. Éstos son enfermos y aquéllos también. Todos estamos de acuerdo en que la solución no es la eutanasia y el genocidio; que la sociedad tiene el deber de curar —o al menos intentarlo— a todo aquel que no goce de buena salud y que hay que construir hospitales y sanatorios en cantidad suficiente donde la recuperen quienes carezcan de ella. Pero la realidad es que los llamados marginados no quieren curarse. Lo que pretenden los maricas, las «torti». las putas, los «mariguanas», los «chulos» y los «descuideros» y «chorizos», es que se les reconozca el derecho irrestricto a practicar y propagar sus vicios y aberraciones, dándoles, además, preeminencia, como si ellos fueran personajes dignos de loa y merecedores de la admiración del resto de los mortales. O sea, que haciendo un paralelo lógico, esto resulta algo así como si los leprosos, los tuberculosos y los cancerosos nos quisieran imponer que lucháramos por el mantenimiento de la lepra, la tuberculosis y el cáncer.

Tras aludir a que los Genetistas, allá por los años 20 y 30, luchaban por sacar a los obreros de la taberna y a las putas de los burdeles, el texto pasa a afirmar que toda la lucha de los marginados está promovida por la burguesía para distraer a los jóvenes e imbecilizarlos con «el hippismo y otras formas cochambrosas de la protesta de los inadaptados, que han hecho de la suciedad y el exceso de celo un culto religioso fetichista». La cosa continúa por el estilo, con citas de Curzio Malaparte y Concepción Arenal, para acabar en uno de los últimos párrafos con algo tan fascista como lo que sigue: «no deja de ser chocante esto de protestar de algo “tomando por el saco” o por donde “amargan los pepinos”».

Juro solemnemente que el anterior sermón lo he extraído de CNT (que con él se ha cubierto de vergüenza) y no de un panfleto del Ejército de Salvación, el Opus Dei o los Niñitos de Dios. El asunto es grave, ¿no?

Contra el paleoanarquismo

Hasta el presente uno había entendido que la acracia era una propuesta de vida (sin ningún tipo de determinismo fatal, sólo una propuesta) en la línea de ampliar al máximo las posibilidades gozosas del individuo y la colectividad. La acracia era también un modo de conquistar esta libertad con métodos que le fueran afines, es decir, métodos libertarios (lo que excluye, como ya escribí en otra parte, el empleo de la violencia terrorista). Pero no, ahora resulta que estaba equivocadísimo, que confundía libertad con «libertinaje». Resulta que la anarquía va a ser el Reino de la Moral y las Buenas Costumbres, allí donde la heterosexualidad, la pareja monogámica, el derecho de propiedad, el ir bien trajeado, peinado y afeitado serán los valores dominantes. Menudo chatón.

No obstante lo anterior, me haré el ánimo y seguiré pensando, hasta que alguien menos babeante que la Montseny o Iglesias me convenzan de lo contrario, que el puritanismo y la moralina a capazos son nefastas influencias paulinas y calvinistas. Prefiero pensar por el momento que el pensamiento libertario (ese pensamiento que, a diferencia del marxismo, nunca podrá decir aquí está de una vez para todas la Vulgata) está por hacer, que lo que heredamos de los Bakunin, Malatesta, Mella o Urales es un paleoanarquismo que, aunque lleno de brillantes intuiciones en lo politicosocial (con perdón por el término), estaba todavía en lo ético en el terreno del oscurantismo y la barbarie. Jamás me acomodaré a pensar en la anarquía como el triunfo de las buenas costumbres que la familia y escuela intentaron hacerme adoptar.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 31 (marzo de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.

Este artículo se publicó originalmente en el Nº 31 (marzo de 1978) de Ajoblanco y ha sido cedido para su lectura online en STIRNER por Pepe Ribas, fundador de la revista. La presente versión revisada, del 8 de septiembre de 2023, corre a cargo de Adriano Fortarezza.