MAYO 2015
Aldous Huxley y
una profecía poco feliz
Aldous Huxley y una profecía poco feliz
HORACIO PALERMO
Autor desconocido · Aldous Huxley
El escritor británico Aldous Huxley publicó en 1932 su obra más famosa, Un mundo feliz, en la que describía una sociedad distópica donde un gobierno mundial situado en una época futura (el siglo VII después de Ford, para ser más precisos), controlaba a la sociedad mediante un sistema de castas genéticamente determinadas por reproducción artificial, una propaganda subconsciente que legitimaba la posición social de cada individuo a la vez que les inducía a un consumismo planificado, y la introducción del «soma» entre la población. El soma era una droga suministrada especialmente por el gobierno para que las personas consuman en caso de que proliferen en su ser el inconformismo, la angustia o la ansiedad.
En 1958, motivado por el desarrollo mismo de la historia, publica sus reflexiones en Nueva visita a un mundo feliz, en donde establece que las sociedades parecían seguir el camino descrito en su novela. Si bien sus referencias acerca del consumismo desenfrenado y la propaganda subliminal (tanto comercial como política) abarcan buena parte de su trabajo, hay unas breves acotaciones sobre el tema de las drogas que, en mi opinión, pueden calificar como proféticas. Huxley explica que en su obra de 1932, «la sistemática ingestión de drogas por los individuos para beneficio del Estado (e incidentalmente, desde luego, para el deleite de cada cual) era un principio básico de la política de los dueños del mundo. La ración diaria de Soma era un seguro contra la inadaptación personal, la inquietud social y las ideas subversivas».
Esta «persuasión química» no sólo se trata de una política de Estado, sino también de una fuente importante de ganancias en una sociedad donde el consumo masivo puede planificarse desde la infancia misma. Los humores sociales son, de esta manera, no sólo controlables y manipulables, sino que puede sugestionarse a la población para que, en tiempos de crisis y guerra, aumente el consumo de estimulantes, y en períodos de paz, la convulsión social puede sofocarse aumentando el consumo de drogas tranquilizantes. Teniendo en cuenta los enormes avances en la farmacología y la bioquímica desde fines del siglo XIX, concluía Huxley que «como cualquier otra cosa, estos descubrimientos podrán ser utilizados para bien o para mal. Podrán ayudar al psiquiatra en su lucha contra la enfermedad mental o podrán ayudar al dictador en su lucha contra la libertad». Desde luego, se trata de una obra de ciencia ficción, y de una parodia crítica de la sociedad de consumo y de los totalitarismos. Pero una observación minuciosa de la realidad y la historia pueden sorprender a quien haya leído Un mundo feliz.
En el marco de la actual guerra mundial contra las drogas emprendida inicialmente por los Estados Unidos, tal vez queden siempre en un plano muy secundario temas tales como de dónde proviene el consumo de drogas y cómo esta se producía y distribuía antes de las leyes que regulan su prohibición en casi todos los países. Antes de que la opinión pública se volviera contra el uso de drogas, la compra y venta de narcóticos era bastante libre, y su uso tan extendido que sería difícil trazar una línea divisoria entre adictos y consumidores ocasionales. La mayoría de las drogas convencionales que hoy son ilegales fueron utilizadas alguna vez como medicamentos contra males tan comunes como el insomnio, la anemia, las migrañas o los dolores menstruales. Paralelamente, los usos recreativos o no medicinales de tales sustancias no habían sido objeto de críticas médicas o acusaciones criminales hasta principios de siglo XX (excepto en algunas pocas ciudades de Estados Unidos desde 1870). En cuanto a la mayor parte de los efectos secundarios o adictivos de las drogas, la sanción social era suficiente para reprimirla, al punto que las aseguradoras se negaban a cubrir a un cliente si se demostraba que este era, por ejemplo, un «comedor de opio».
El consumo de estas drogas aumentó considerablemente a principios y mediados del siglo XIX, cuando se realizaron numerosos descubrimientos científicos alrededor de los principios activos del opio, y su derivado más importante para la época: la morfina. Armand Selguin, químico francés, descubrió y aisló la morfina en 1804; Friedrich Wilhelm Sertirner, farmacéutico alemán, la aisló y comercializó en 1817; François Magendie, médico, y Pierre-Joseph Pelletier, naturalista y químico, ambos franceses, descubrieron la emetina en 1819 y analizaron y prepararon gran número de fármacos; Pierre-Jean Robiquet, químico francés, trabajó en 8132 con la codeína, alcaloide opiáceo; etc. Por supuesto, en la época del capitalismo de «laissez-faire», los avances científicos eran debidamente patentados y comercializados por algunas pocas firmas farmacéuticas, que vendían sin la mínima consideración sobre los efectos secundarios de sus productos.
Pero los opiáceos no eran los únicos narcóticos utilizados por la población entre el siglo XVIII y XIX. El uso del vino antimonial, los vomitivos, las píldoras y gotas de calmantes, jarabes tranquilizantes, el éter etílico, el nitrato de amilo, el cloral, la estricnina, el arsénico, y otros, era tan extendido y su efecto adictivo tan obvio, que las farmacias y boticarios los vendían casi con total libertad (más allá de algunas restricciones sobre la venta de venenos). La medicina y la farmacia antes del último cuarto del siglo XIX era más parecida al curanderismo de lo que suele suponerse, pese a que las clases pudientes recurrían a médicos de renombre y accedían a las drogas más caras recetadas por ellos (como el láudano, por ejemplo).
No obstante, ni siquiera la obra polémica del escritor británico Thomas de Quincey, Confesiones de un inglés comedor de opio, sobre su terrible adicción en 1822 suscitó un cambio drástico en la opinión pública sobre las drogas, más allá del morbo generado por un escrito irreverente. En buena medida, todos eran consumidores: drogas como el opio, el láudano o la morfina, eran consumidas principalmente por las clases acomodadas, mientras que la enorme y variada cantidad de medicamentos comercializados para las clases trabajadoras eran meros placebos. El historiador Richard Davenport-Hines señala que, ante los altos índices de sobredosis fatales de opio en Gran Bretaña en la década de 1860, el Consejo Médico General se pronunció en contra de la automedicación de los opiáceos, lo que generó una fuerte resistencia de la Sociedad Farmacéutica, cuyos integrantes obtenían enormes ingresos comercializando esta droga en forma exclusiva. La Ley de Farmacia de 1868 resultante de estos debates y dirigida a limitar las ventas sin prescripción médica, «no pasó de ser una concesión y apenas disminuyó el número de muertes por accidentes o suicidio con opiáceos».
Pocos años después, y graficado con las poderosas imágenes de los fumaderos chinos de opio, los efectos «negativos» sobre la productividad de los trabajadores, «mermando» sus energías y llevándolos a la «ociosidad» y la «holgazanería» comenzaban a salir a la luz. El espíritu dominante fue tal que el vicio de los ricos no estaba al mismo nivel que el de los miserables, que siempre era relacionado con la delincuencia, la holgazanería, el embrutecimiento y la promiscuidad. Davenport-Hines cita, a modo de muestra, la opinión de «cierto médico inglés» que «condenaba a los narcómanos pobres y disculpaba a aquellos «de la clase media de la sociedad, que recurrían al uso del opio apremiados por severos trastornos mentales […] o recuerdos desoladores»». Este fenómeno, en tanto constituye una violación de las normas (entendidas tanto como leyes jurídicas o como tradiciones estamentales), fue observado sagazmente por Michel Foucault:
Imposible ser más claro: las leyes son buenas, buenas para los pobres; desgraciadamente los pobres escapan a las leyes, lo cual es realmente detestable. Los ricos también escapan a las leyes, aunque esto no tiene la menor importancia puesto que las leyes no fueron hechas para ellos. No obstante lo malo de esto es que los pobres siguen el ejemplo de los ricos y no respetan las leyes.
El hecho era que los miembros de la clase dominante no escatimaban en el uso y abuso de las drogas, pero denunciaban y atacaban el consumo entre los obreros pobres por afectar el probable desempeño esperado en el trabajo. Se escandalizaban cuando se informaban sobre los brebajes y somníferos que suministraban las sirvientas y cocineras a sus hijos para poder trabajar fuera del hogar en la Inglaterra victoriana, o sobre el cannabis que fumaban los trabajadores mexicanos en el sur de Estados Unidos después de infernales jornadas de trabajo. Pero al mismo tiempo las damas burguesas ingerían dosis tras dosis de láudano para tolerar una vida de sometimiento patriarcal y matrimonios por conveniencia, muchos de los industriales y profesionales eran adictos a la estricnina para arrojarse a una vida competitiva y exigente, y los jóvenes intelectuales parisinos se entregaban a los alucinógenos para estimular sus capacidades creativas. Hasta las damas victorianas solían aplicarse morfina para aplacar la histeria producto de su represión sexual.
Uno de los primeros puntos de inflexión en esta transición de una tolerancia «culposa» sobre el uso masivo de los narcóticos y la persecución totalitaria sobre las drogas ilegales se dio en Estados Unidos algunas décadas antes de 1909 con el consumo de cannabis y cocaína.
Ambas drogas llevaban en los Estados Unidos el estigma de estar asociadas a los trabajadores pobres de las distintas minorías raciales. A finales de la década de 1880 los estibadores de Nueva Orleáns comenzaron a consumir cocaína para poder soportar su extenuante jornada laboral bajo circunstancias climáticas extremas. […] Los contratistas reconocieron inmediatamente en la cocaína un medio de elevar la productividad y controlar a los trabajadores, y, como es sabido, en el sur se les suministraba a los obreros de los campamentos de construcción.
No tardó en difundirse la visión, infundada seguramente, de hordas de negros, excitados por la cocaína, que se entregaban a la violación de mujeres blancas. Este rumor sirvió para impulsar las primeras leyes que regulaban la compra y venta de cocaína entre 1909 y 1913, que permitieron a los farmacéuticos arrogarse el derecho de negarse a vender por razones de raza y condición social de los clientes. Davenport-Hines señala que «el efecto acumulativo de estas decisiones fue el de bloquear el acceso al suministro legal de cocaína. Esto, a su vez, constituyó un factor de peso en la creación de un mercado negro».
No es mi intención hacer un análisis exhaustivo de la historia de las drogas, la información es tanta que excedería las modestas intenciones de este artículo. Baste aclarar que, como puede verse, la «guerra contra las drogas» emprendida por Estados Unidos desde principios de siglo XX, constituyó un regalo de los dioses no sólo para las organizaciones criminales, sino también un negocio enorme para las empresas farmacéuticas que, a partir de permisos, patentes y control estatal sobre el mercado, se aseguraron el monopolio de las drogas «legales»; además de un factor importante para el control de la productividad y el ocio de la clase trabajadora. Esto es historia conocida por todos, y la creciente asimilación del consumidor (tanto ocasional como patológico) con la autodestrucción, la criminalidad y la degeneración, así como el aumento de recursos destinados a las agencias de control antinarcóticos y a las fuerzas de represión desde la administración Nixon, son consecuencias inevitables de tal legislación.
Pensadores como Michel Foucault y Thomas Szasz han estudiado minuciosamente esta pretensión de los Estados de controlar, vigilar y castigar a quienes escapan a lo que se considera «normalidad» por los científicos, médicos, psiquiatras, etc., que, desde luego, no son ni neutrales ni desinteresados, sino que obedecen a intereses económicos y políticos particulares. Particularmente Foucault plantea una relación directa entre dominación social a través de los saberes científicos, que apuntan a construir un determinado tipo de individuo: productivo, obediente, insertado en la modernidad. En este sentido, la legislación alrededor de las drogas no es accidental. En un principio respondió a una merma en la productividad de los obreros producto de los opiáceos, en una segunda instancia debido a la posible agitación social entre las minorías raciales por la cocaína. Más cerca en el tiempo, las corporaciones farmacéuticas producen toda una gama de medicamentos legales que, por sus efectos secundarios y hasta adictivos, poco se diferencian de los narcóticos ilegales, usados principalmente en psiquiatría, para «reinsertar» al individuo en el circuito productivo.
En la actualidad, asistimos a una serie de eventos anticipados hace más de un siglo por mutualistas como Benjamin Tucker: la crisis de las patentes. Es cada vez más obvio para el público que el sostenimiento de las gigantescas corporaciones farmacéuticas se basa pura y exclusivamente en las patentes que les permiten ejercer un negocio monopólico a costa de la salud de las personas. Al mismo tiempo, cada vez son más los que comprenden el terror que recorre los cimientos de estos monstruos millonarios ante la posibilidad de abrirse los mercados a la competencia. El negocio farmacéutico asiste hoy en día al vencimiento de algunas de sus principales patentes, quedando su producción abierta a los fabricantes de genéricos. Paralelamente, las patentes como un supuesto incentivo para la innovación está demostrando ser una farsa: el ritmo de descubrimiento de nuevos medicamentos ha disminuido notablemente pese a los ingresos multimillonarios de las corporaciones, que tienen hoy ante sus ojos la posibilidad de perder su posición monopólica.
Desde hace algunos años, con la crisis del sector, las alianzas y fusiones comenzaron a gestarse entre las poderosas firmas farmacéuticas, y con la búsqueda obsesiva de nuevas formas de sostener el privilegio, caído el sistema de patentes, han aparecido tímidamente algunas nuevas estrategias de poder de la clase dominante. La primera, que viene implementándose desde algunos años y que tiene una efectividad limitada, es la introducción de los medicamentos patentados en países en donde no existen tales privilegios legales, mediante presiones directas del gobierno de Estados Unidos en los acuerdos comerciales. La segunda, consiste en manipular el producto ya patentado a través de cambios pequeños o insignificantes, adquiriendo una nueva patente sobre el mismo, también de eficacia limitada. La tercera, teniendo en cuenta la escasez de innovaciones y la caducidad inevitable de las patentes, ¿no podría ser una legalización controlada del mercado de drogas recreativas?
Es admitido por casi todo el mundo el fracaso estrepitoso de la llamada «guerra contra las drogas». Cada vez es más extendida, también, la idea de que el consumo de narcóticos es imposible de controlar y que, en última instancia y con mucha razón, se trata de un derecho básico del consumidor sobre el propio cuerpo. La idea de «sobriedad» como condición natural o normal del hombre está cada vez más en discusión, como señala Davenport-Hines al especificar que «la embriaguez no es contraria a la naturaleza ni tampoco es una aberración», algo que queda claro al estudiar la historia misma de los narcóticos en la sociedad.
La legalización controlada, además del tratamiento y control de los adictos en Holanda, país pionero en esta práctica, o la reciente aprobación en Uruguay de la despenalización y legalización sobre la marihuana en 2013, son muestras de cómo se dirigiría el proceso: bajo el control estricto del Estado sobre la producción y distribución de la droga. Esto es simple: la producción legal permite la recaudación impositiva, y un seguimiento y control sobre productores y consumidores. Una vez en manos de los gobiernos la producción y distribución de drogas, certificada por corporaciones farmacéuticas habilitadas por el Estado que monopolizarán el mercado (en Uruguay la producción legal está permitida sólo a treinta empresas), ¿cómo se impedirá el «control químico» sobre la población que profetizara Huxley en 1932?