MAYO 2015
4’33”: Silencio
contra la crisis creativa
4’33”: Silencio contra la crisis creativa
JANIRE GOIKOETXEA
Abro el archivo de audio y me santiguo con una forma al azar sobre el rostro. Cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio. Quien no quiera ahogarse en ellos es libre de hacerlo, pues al fin y al cabo jamás existieron.
Padre del ruido organizado y mentor del sonido contextual, cuántas veces defendí esta pieza frente a quienes no saben estar en silencio consigo mismos.
Nuestro propio ruido nos acompaña sin remedio. El latir de nuestro corazón y la electricidad de nuestros impulsos nerviosos son las notas tónica y dominante que rara vez conseguimos escuchar con claridad mientras el resto del tiempo el ruido impone su presencia. Pero Cage lo supo ordenar, y dio con un sistema para crear y recrear las más bellas y efímeras piezas de sonido diegético que nunca antes se habían podido escuchar, en el más profundo sentido de la palabra.
Collages de sonidos y notas sin compás a los que nadie antes osó llamar música se organizaban en partituras llenas de curvas que se escuchan con los ojos. Cage no quiso llamar a su música «experimental», pues el experimento ya existe en el origen de cualquier creación, en ese momento entre el ensayo, el error y la composición final que por norma precede al producto final de toda manifestación artística. Finalmente tuvo que adoptar el término, llevado por las corrientes clasificatorias que aún hoy nos persiguen y que necesitan poner a cada expresión su etiqueta para gozo del metabuscador cultural de nuestro propio sentido del gusto.
Pasan los segundos y sigue habiendo silencio. Si ahora mismo el lector estuviera escuchando la pieza, estas palabras serían su letra, y no es ningún acto de arrogancia pensar que la propia voz puede convertirse en una nueva frecuencia dentro de la obra musical más vanguardista del siglo pasado. Convirtamos a Cage en un one hit wonder, un explorador del sonido y un conquistador del silencio. Olvidemos la percusión y las cintas magnéticas y recordémosle por ser el responsable de tantos vacíos rotos por un aplauso estremecedor.
La obra se venía gestando cuatro años atrás de su estreno en el Maverick Concert Hall de Nueva York, al mismo tiempo que se producía la profunda reflexión sobre la ausencia formal del sonido que acabó integrando Silencio (1961), teoría diseñada con poca ortodoxia desde lo editorial a lo metódico.
La causa motriz de la representación del 4’33” fue el silencio pictórico de Rauschenberg. Un genio impulsa a otro genio y el germen de la revolución se propaga por todas las artes. Tiempo dichoso aquél que permitía razonar sobre el silencio, tomarse tiempo para razonar las bases de la próxima rebelión artística y encontrar verdades tan absolutas como la monocromía rauschenbergiana. Todo en una misma ciudad.
Cuando el silencio acaba, un cross-fade me lleva hasta una pista de música electrónica de principios de este siglo, y no puedo evitar pensar cuánto deben a la anterior composición estos beats digitales ordenados a golpe de ratón. Cage estaría orgulloso. Nunca tuvo miedo del futuro y su visionario credo así lo hizo constar. A pesar de esto el progreso de la era digital escapó incluso a la imaginación de quienes fueron iluminados por las posibilidades de la electroacústica.
Varios debates se han abierto con el cambio del paradigma analógico al digital. Las barreras entre disciplina experimental y arte son un conflicto sin resolver y la democratización de la producción artística nos ha llevado a una crisis contemporánea de la creatividad.
En un tiempo en el que la libertad de expresión es una utopía acelerada por internet, la historia vuelve a repetirse con fuerza en términos de insurrección artística. Educados estamos en que los eventos que configuran la escisión de los dogmas culturales fueron en su día motivo de burla o escándalo sin precedentes. Desde el primer brochazo desfigurativo, aparato que sale del escusado para ser pieza de museo, película neodogmatizada o rugir del silencio que exige ser música, la falta de miedo a contravenir el sistema ha sido causa de los más célebres testimonios de progreso.
El creador contemporáneo se encuentra en un lugar privilegiado. Una vastísima red de contenidos modelada por una sociedad que construye en nombre del wiki y el fácil acceso a dispositivos de creación han hecho que las tecnologías que un día fueron disruptivas sean hoy básicas. Hacer uso de las nuevas tecnologías ya no significa tener un control total sobre el medio, sino adoptar una actitud tecnológica que nos permita alcanzar con ellas nuestro máximo potencial. Nuestras mentes han alcanzado sin quererlo una neuroplasticidad prodigiosa. Funcionamos con vídeos, imágenes y canciones que pueden expresarse a tiempo real, y hasta hemos adquirido códigos visuales de significación universal basados en subculturas de internet. El conocimiento es libre y la tecnología ya no es un privilegio, y a pesar de todo esto, el talento sigue siendo una condición inexorable.
La democratización de las herramientas de creación y difusión está haciendo posible una cantidad inconmutable de producción artística, claro que cantidad nunca supuso calidad, y menor aún es el vínculo de esta con la virtud de lo original. Una de las consecuencias de este fenómeno es el desafortunado devenir de la creación no ya como una actividad libertadora, sino como la necesidad de adquirir una identidad estética ante un mundo constituido por perfiles y constantes flujos de información que definen a autor y difusor a partes iguales. El estilo es un asunto que ahora atañe a todos los campos artísticos, aquellos que crean la carta de presentación de nuestras identidades digitales.
Demasiado ruido, con demasiado orden. Es el designio providente de esta generación. Todos hablan muy alto, y pocos tienen algo nuevo que decir, y así la joven escena del arte es acusada de ser poco más que ruido blanco tras una pantalla.
El narcisismo de los nuevos tiempos está acabando con el fenómeno de la creación original, y hay quienes encuentran culpable de esto a un sentido de la erótica altamente contaminado. El acto de crear, experiencia que arranca víscera y pensamiento humanos para tomar forma fuera de nuestro ser, ve ahora su recompensa en un eterno insaciar del ego, sustentado a base de pequeñas descargas de dopamina social. El valor de la creación ya no es la expresión o seducción del «otro», ese público fiel que es ahora un viajero del algoritmo bajo la etiqueta que define su preferencia de contenido, sino un acomodado acto de satisfacción propia que resta todo riesgo a la acción creativa. El arte se crea cuando la fuerza pasional y la erótica de lo bello empujan el compromiso creador de uno fuera de la seguridad del propio juicio.
Afortunadamente siguen naciendo profetas de la estética, que luchan ahora más que nunca por golpear el presente con la contumacia que de ellos se espera. La música vive uno de sus mejores momentos en el terreno de lo experimental. Subgéneros emergen de la mano de productores que poseen las claves de la fusión de los sonidos, y crean ruido y futuro con precisión atómica. El elemento puramente digital expande la posibilidad de los sonidos más allá de la acústica analógica. Hablamos de música creada íntegramente dentro de un sistema informático, un arte que encuentra en el procesado digital herramienta, reproductor y medio de difusión. Llega con ello otro eterno debate, el creador como músico, y el músico como intérprete. Al igual que las variaciones de Cage remitían a un contexto sonoro irrepetible, la música digital cae en la paradoja de no poder ser interpretada en directo. Esta acción es asumida no sin murmuración ajena por el artista digital, aportando el toque humano a través del riesgo de la imprevisión, siendo el manipulador de elementos sonoros, y universalizando el concepto del live como formato de interpretación en vivo. La reproducción de música como control inmediato de un sistema, la playlist como revolución comercial de la música, y el Dj set como nuevo discurso musical. Sentadas las nuevas bases formales de la música volvemos a necesitar revulsivos. La respuesta no está siendo otra que la experimentación más radical, los beats pesados ya no son para los ravers. Buscad en los límites de la marginación electrónica y tendréis el ingrediente secreto del sonido de la cultura neopop. El trap se baila, el rap se jadea y el rock se pincha. Nunca perdáis conciencia del ruido, el futuro es binaural.
Las líneas entre campos artísticos son restos diluidos en la era de la creación transmedia, y el arte visual no corre una suerte mejor. Grandes nuevos artistas despiertan el futuro con una plástica renovada, creando incluso nuevos patrones estéticos dentro de la práctica tradicional. Mientras, en la práctica «mundana» del ejercicio visual, el viñeteo rápido y la contorsión de los ángulos ha dejado de lado la imaginación para convertirnos en usuarios pasivos de la normativa más básica del diseño industrial. En un sistema en el que el instinto de creatividad se aniquila y la formación para la misma queda obsoleta y abandonada en manos de las tendencias efímeras, las imágenes de nuevo semblante son discretamente acogidas como manifestación milagrosa, mientras que las escuelas de impostada voz generacional son la imagen desacertada de un espíritu de inapetencia que nos representa injustamente.
Sólo una intensa humildad dará respuestas a quienes necesiten formar parte de las primarias eclosiones del futuro que se nos viene encima. En un tiempo en el que la creación se ha deshecho de las fronteras, aceptar un público limitado, asumir la caída en picado hacia los límites de lo inexplorado y ser fiel a la convicción de los impulsos creadores será la mejor garantía para la concepción del nuevo arte, el que nacido hoy ya es hijo del mañana.
Es el deber de cada discípulo del azar y la concreción lanzar una enérgica invitación a escuchar el más íntimo de nuestros silencios y encontrar en él nuestra música, el primer ritmo de la melodía congénita que nos acompañará hasta el fin de nuestros días. El compás sigiloso de la sustancia que quiere socorrernos en esta crisis de la creatividad. Tan sólo durante 4 minutos y 33 segundos. Con eso bastará.
Este artículo se publicó en el Nº 1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.
Este artículo se publicó en el Nº 1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.