fbpx
¡TIENDA ONLINE! Envío gratuito a toda España

ARTÍCULO

ARTÍCULO

MAYO 2015

Xavier Dolan y la naturaleza
autodestructiva del hombre

Xavier Dolan y la naturaleza autodestructiva del hombre

ADRIANO FORTAREZZA

Ilustración de Julia Navarro · Mayo de 2015

Ilustración de Julia Navarro ·
Mayo de 2015

Xavier Dolan nació casi delante de una cámara. A los cinco años ya se había colocado frente a ella y, desde ese momento, ya no encontraría ninguna razón para quitarse de en medio. Rodó ininterrumpidamente durante su adolescencia, y no tardó demasiado en ponerse ya no sólo delante de la cámara, sino también detrás, arriba, debajo, a todos lados. Dolan empezó a diseñar el vestuario de un selecto grupo de actores que le acompañaban película tras película y se situaban complacientes en sus decorados, diseñados a semejanza de los escenarios que en su mente proyectaba. Dolan se volvió ubicuo, y la cámara se convirtió en una autopista directa desde su mente al exterior, un medio por el que despedía sin tamizar todas sus ideas, las ideas de un megalómano, sí, pero también de un genio.

Tan sólo veinte años después de su primer coqueteo con el mundo del espectáculo, Xavier Dolan, el francocanadiense excéntrico, el enfant terrible del cine de autor, nacido en Montreal en 1989, recibe el Premio del Jurado de Cannes (tercero más importante del festival) por su quinta película, Mommy (2014), compartiendo galardón con la figura más destacada de la nouvelle vague, Jean-Luc Godard, decisión cargada de simbolismo y reconocimiento tanto a la trayectoria de uno como a la precocidad del otro.

Mommy puede disfrutarse —y sufrirse— sin necesidad de conocer más contexto que el proporcionado por el propio film en su apertura, que sitúa la narración en un Quebec distópico en el que los padres con hijos conflictivos (en este caso Die —Anne Dorval—, madre soltera, lidia con Steve, un adolescente que sufre Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad) pueden ingresarlos en centros especiales, pero resulta todavía más interesante cuando se ahonda en la figura de su director y la trayectoria que ha permitido a un chico de veinticinco años alzarse tan pronto con el reconocimiento, aunque nunca unánime, de la crítica internacional.

Dolan creció bajo el único amparo de su madre, y es precisamente su figura la que se erige como principal eje sobre el que orbitan los personajes de su peculiar imaginario. El papel de la madre como demiurgo tormentoso, torturador y verdugo, portador del bien y del mal en un mismo cuerpo, juega un papel esencial en su filmografía. Como declaró recientemente en una de las cientos de entrevistas que ha concedido en los últimos meses, a veces de buena gana y otras no tanto, si J’ai tué ma mère (2009) fue para castigar a su madre, Mommy se rodó para vengarla.

Y si la madre constituye el primer eje gravitatorio de su obra, el segundo es, por supuesto, el propio ego de Dolan, que determina especialmente sus tres primeros trabajos, en los que no hace ningún esfuerzo por ocultar que asistimos a una travesía por los senderos ocultos de su vida, como tampoco tiene reparos en mostrarnos tanto su parte repelente como la tierna; asistimos al festival de sus obsesiones porque Dolan no elige qué parte de él vuelca en sus películas, las vuelca todas, no trata de esconderse en un despliegue de sinceridad que por momentos desespera, pero que también, sin duda, provoca admiración, no sólo por su atrevimiento sino por el talento visual y expresivo que demuestra.

Es este talento visual el que caracteriza las obras tempranas de Dolan, tanto en el mencionado debut autobiográfico J’ai tué ma mère como en Les amours imaginaires (2010) y Laurence Anyways (2012), películas que pueden considerarse más una performance que un largometraje, un espectáculo que habla de ciertos sentimientos que a veces se encajan en una estructura que puede tener sentido, algo que pocas veces sucede —y es principal motivo de irritación para sus detractores—; esto posiblemente no puede achacarse a otra cosa que a su edad, aunque Dolan se empeñe en denostar cualquier crítica que juzgue su obra teniendo en cuenta su precocidad. Es aquí donde el que escribe este artículo, que casi comparte su edad, debe romper una lanzar en su favor, pues puede saber con precisión —aunque sin perspectiva— que a cierta edad las dificultades para contener el ansia de narrar sin filtro en favor del orden son enormes, y la decisión de no reprimir este instinto no es intrínsecamente mala.

Dolan puede llegar a picos de insolencia jamás explorados, como cuando afirmó, al ser preguntado sobre si le preocupaba que vivir a la sombra de una cámara pudiera desconectarle de la realidad, que ya había vivido en la realidad durante los primeros diecinueve años de su vida.

Diecinueve años mirando a la gente, estudiando todas sus acciones. Diecinueve años de eso es suficiente para una vida entera de creación.

Este pensamiento se refleja en la cascada expresiva de su lenguaje cinematográfico, esclavo incondicional de los personajes que nos presenta, histriónicos, excesivos, personajes integrales que llevan sus acciones hasta las últimas consecuencias, actitud que parece compartir el propio Dolan: «Me llaman arrogante. ¿Y qué si lo soy? Cuando buscas el éxito, la humildad es tu peor enemigo. Ya seré humilde cuando esté en la cima». Para poco después afirmar sobre el poder de la fama, en una entrevista concedida a Irene Serrano para El País, que «lo que usted llama poder yo lo llamo debilidad. El reconocimiento y el empezar a ser conocido lo ha corrompido todo». En cualquier caso, la contradicción es una constante no sólo en las películas sino también en la filosofía y el propio ánimo del francocanadiense, que oscila entre opiniones irreconciliables con desenfreno. «No dudo de mí mismo, pero tengo mis dudas» es una frase, pronunciada por él mismo, que sintetiza bastante bien —si es que eso es posible— lo que pasa por la cabeza de Dolan.

La realidad queda completamente desacreditada en sus primeras obras. Si entendemos realismo como las figuras que capta el ojo humano cuando expone su mirada hacia lo objetivo, no encontraremos allí nada de eso. Si, por el contrario, consideramos realismo la deformación que provocan los pensamientos y sensaciones de los personajes en la imagen que capta el ojo, asistiremos a una maravillosa verbena de secuencias que, una tras otra, nos revelan lo que sucede tras las cortinas. Sorprende la pulida técnica de la que hace uso para traducir este torrente expresivo en imágenes. Lo vemos repetidamente cuando Dolan ralentiza la acción en una fiesta en la que se ha consumido éxtasis, o introduce a sus personajes en confesionarios en los que miran directamente a la cámara para darnos a conocer sus angustias (entre zooms delirantes), o cuando se suceden imágenes estáticas a velocidad casi subconsciente, o cuando un dripping de Jackson Pollock se convierte en el lienzo perfecto para una escena de sexo salvaje en slow motion; y lo vemos también en el momento en que una cascada de agua se precipita sobre la mujer que lee, tranquilamente en su salón de corte victoriano, un libro de poemas escrito por la persona que una vez quiso; y cuando vierte desde el cielo cientos de prendas de vestir sobre un personaje liberado, mientras, si rebobinamos una hora de metraje, encontraremos al mismo personaje, abatido por sus complejos, paseando bajo un tendedero gris en el que las prendas cuelgan lánguidamente.



  Suzanne Clément en Lawrence Anyways, de Xavier Dolan (2012)

El talento del lenguaje expresivo de Dolan, inherente en su obra, es el que ha permanecido indiscutible y al margen de unas carencias narrativas que no empieza a paliar hasta su cuarta película, Tom à la ferme (2013) y que alcanza su máxima cota en la aclamada Mommy. En estos dos últimos films ya puede comprobarse una pequeña evolución en la construcción de la obra, empezamos a ver personajes que dudan, más poliédricos, aunque igual de salvajes; de lo que se intuye que quizá diecinueve años nunca pueden ser suficientes y que el pequeño Dolan estaba profunda y deliciosamente equivocado.

Tom à la ferme ya forma parte de este esfuerzo adicional del director por construir una narración menos atormentada, y su compromiso con el lenguaje expresivo se limita a la presentación de Francis (la gran amenaza en la siniestra granja), que primero se aproxima a la posición de Tom, sentado de espaldas, de manera que ni éste ni el espectador pueden verle, más tarde se inmiscuye en la oscuridad de la habitación donde Tom intenta dormir y, finalmente, se abre paso entre la cortina del baño mientras Tom se está duchando; entonces éste se gira y por un momento ve un rostro sin cara, vacío, representación del terror que le infunde; al girarse y mirar a Francis finalmente a los ojos, ve cada iris de un color diferente. Pero más allá de estas pinceladas continuistas de su cine, el argumento y la filmación de Tom à la ferme coquetean con el noir, la película se muestra mucho más coherente consigo misma y, vista cronológicamente, confirma la evolución del director hacia un equilibrio hacia el que se aproxima más que nunca en Mommy, cuyo mayor escándalo se limita a una grabación en 1:1 (ya en Tom à la ferme había jugado con el ratio en algún momento, pero aplastándolo en horizontal) con concesiones que le valieron una ovación del público de Cannes en mitad de la película.

Dolan dice no estar interesado en la belleza en absoluto, sino en el amor, lo que iría en relación con la idea de que sus tres primeros films responden más a un fin práctico —ilustrar lo que corroe a los personajes, consumidos por el amor— que a uno estético. Si el amor es el sentimiento más convulso en las etapas más precoces de los grandes autores, Dolan no se esmera en ocultarlo y se vacía. Lo hace a través de pequeñas irrupciones de personajes anónimos en la trama, piezas de un puzle que ya de entrada nos anuncia incompleto y que se retiran una vez cumplen su función: «Yo… estaba obsesionada con el tipo de amor que teníamos. Él vivía en Berlín, yo en Dorion St… Supongo que estaba enamorada de no sé, el avión, aterrizar, los cafés, los cigarrillos… el viento, su acento. No existe. Amas el concepto. Amas el concepto más que a él. Amas la distancia. Pero cuando ya no hay distancia… Cuando… cuando no hay que atravesar un océano y sólo se trata de cruzar el vestíbulo… En fin… se ha terminado».

Pero aunque Dolan afirma que todas sus películas hablan del amor no correspondido, tanto en Tom à la ferme como en Mommy añade otro factor con el que todavía no había experimentado abiertamente: el de la locura patológica.

Mommy es la explosión del cine de Dolan, un intento de película total que ya tanteó en Laurence Anyways pero que aquí adquiere unas dimensiones que conducen al espectador tanto al asombro como a la asfixia. Siempre angustiosa, la película te atrapa en un campo magnético del que necesitas salir pero deseas que alguien te lo impida. El ritmo pausado de las escenas, de una violencia física y psíquica que el director estira hacia los límites de la cordura, encuentra su cima casi siempre de la mano de la música, técnica recurrente que ha empleado (con un registro que va desde la música clásica hasta los temas más trillados de bandas como Oasis, pasando por la electrónica experimental) como elemento central de secuencias en las que la canción se reproduce de principio a fin y deja a los personajes que fluyan con ella. A este respecto Dolan, cuando fue de algún modo acusado de que ciertos tramos musicales de sus películas poco se diferenciaban de un videoclip, respondió que «en una película hay momentos de narración y momentos en los que se respira, y en los momentos musicales se respira». Y es precisamente en Mommy donde explota esta concepción del tiempo narrativo con On ne change pas, temazo de Céline Dion que el niño terrible hace sonar en su CD-R llamado Mix 4ever, ante la acostumbrada mirada de su madre y la incredulidad de su nueva tutora y ciertamente respira, respira la habitación de aquella casa canadiense perdida en mitad de Quebec, respiran los espectadores, respira el cine, y se llenan de aire los pulmones como en el A Real Hero de College en Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) o como en los últimos minutos de Warrior (Gavin O’Connor, 2011), con la versión en directo del About Today de The National sonando en uno de los finales más brutales que se recuerdan del cine reciente.

No es en absoluto de extrañar que la mejor escena que ha dirigido esté protagonizada por una canción que, en palabras de Steve, es el «himno nacional» canadiense, palabras que parecen surgir de un Dolan que quedó fascinado con Titanic desde su niñez y ha reconocido haberla visto más de una veintena de veces, algo que sorprendió a algunos críticos que piensan que se puede convertir la mierda en oro con sólo mirarla. Cuestionado continuamente sobre sus influencias, Dolan confiesa más bien indolente que su cultura cinematográfica es prácticamente nula, ya que ni siquiera ha visto una sola película de Almodóvar, con quien, entre otros tantos, le comparan por su manera de mimar y no delegar la elección del vestuario de sus actores. Dolan comenta que sus más importantes influencias vienen de las películas que vio de niño, y es más de Batman que de los westerns, más de Titanic que de Godard. En cualquier caso, parece contrariado con el sobreanálisis de las películas, tanto propias como ajenas, y dice que no entiende a los que van a ver un a película para buscar por quién está influenciada, ni ve ningún motivo para hacerlo.

A nadie le resultaría extraño que no hubiera tenido tiempo de enriquecerse más con la escuela del cine, puesto que desde los diecinueve va prácticamente a película por año y la vorágine mediática y productiva que arrastra con cada una de ellas le mantiene alejado de una vida que se ha propuesto recuperar de cara a 2016 (fecha en la que tiene pensado rodar The Death and Life of John F. Donovan, por primera vez en suelo estadounidense), pero a juzgar por las pocas referencias que ha mencionado sobre algunas de sus películas favoritas es evidente que se ha nutrido de lo más destacado del cine europeo, por mucho que a veces se resista a reconocerlo; del mismo modo no es tampoco ajeno a la literatura o a la poesía, de las que deja numerosas citas, por ejemplo a través de Laurence, profesor de literatura que en una de sus clases dicta una buena muestra del compromiso de Dolan con aquellos que él denomina los diferentes:

Proust describe demasiado, 300 páginas para decirnos que Tutur se folla a Tatave… es demasiado. De hecho, de no haber sido por su talento, L. F. Céline no se hubiera salvado. Los autores que colaboraron no salieron indemnes tras la Segunda Guerra Mundial. Escritores como Bernard Grasset o Jacques Chardonne fueron juzgados por el Consejo de Escritores y suspendidos por cooperar con fuerzas ocupantes. Mientras que otros, como Céline, optaron por el fresco aire de Dinamarca, sólo para relajarse en climas más amables. Hoy, ese talento tiene prioridad sobre su verdadero ser. Así es la vida. ¿Puede una obra literaria, por lo tanto, ser lo suficientemente grande para eximirse del rechazo y el ostracismo que afectan a las personas diferentes? ¿Aquél que, en otro tiempo-espacio, podría ser tú o yo? Éste será el tema de vuestro próximo ensayo.

Muy a propósito me he guardado hasta el momento de hacer cualquier mención a la carga homosexual de su obra, que no escapa a nadie y Dolan ha calificado en repetidas ocasiones de circunstancial. A este respecto resultan muy aclarativas sus palabras sobre la naturaleza de su cine, en las que viene a decir que sus películas «no son acerca de ser homosexual o diferente, son acerca de ser tú mismo». Pero Dolan siente una debilidad difícil de disimular para crear personajes diferentes, marginales, aturdidos, como el Nicolas de Les amours imaginaires, que parece una réplica del joven Tadzio, rubito y risueño, con quien Gustav von Aschenbach (álter ego de Thomas Mann, que luchó contra sus inclinaciones homosexuales durante toda su vida) se encaprichó y veneró hasta su Muerte en Venecia, y los ubica en escenarios en los que no siempre son aceptados, a la vez que se cuida de que su discurso no se pierda en demasiados proselitismos. En cambio, fuera de cámara se muestra mucho más contundente sobre sus propias convicciones personales y su obra como transmisora de un mensaje: «Todavía soy joven, pero tengo algo que decir a mi generación: juntos podemos cambiar el mundo. No sólo los políticos y los científicos pueden cambiarlo, también los artistas podemos». Y aprovecha para lanzar un dardo envenenado a las personas que le vieron crecer: «En Quebec se nos ha dicho, y quizá esto es algo también canadiense, que hasta los 60s estuvimos dominados y dirigidos bajo la única autoridad de la iglesia y, cuando nos liberamos de esa insana omnipresencia de la iglesia y de lo clerical, creo que también nos liberamos del tipo de convicciones y valores cristianos para los que la más remota ambición, deseo de riqueza o éxito, en resumen, cualquier deseo por triunfar, forma parte de lo infame. Pero en Quebec esa visión todavía no ha desaparecido, porque si estás decidido a alcanzar metas mayores que trabajar de 9 a 17 para luego subirte al metro e irte a la cama entonces eres pretencioso, y deberías poner los pies en la tierra y dejar de soñar despierto».



  Xavier Dolan en Mommy (2014)

Es difícil encontrar en el cine de Dolan algún personaje que vaya a trabajar de 9 a 17. Todos están relacionados con el mundo del arte, la poesía, la literatura, la publicidad o el cine, y cuando no están relacionados con nada de eso y llevan a cabo tareas que la sociedad consideraría útiles son casi siempre perturbados, o están afectados por problemas mayores que les impiden desempeñar una función normal en el mundo. ¿Y quién interpreta a esos personajes? Casi siempre los mismos. La endogamia en el cine de Dolan es extraordinaria, no sólo en cuanto actores sino en los roles que desempeñan, pues ya hemos visto a una excelente Anne Dorval ejercer de madre soltera en tres ocasiones, mientras que Suzanne Clément ha sido profesora dos veces y directora de cine loca en otra; también hemos asistido a las muecas de asco de Monica Chokri por partida doble e incluso el niño terrible de Mommy, interpretado de manera magistral por Antoine-Olivier Pilon, ya había asomado la cabeza en Laurence Anyways dos años antes.

Pero si hay alguien que no se ha escondido detrás de las cámaras ha sido el propio Dolan, obsesionado en ser el único artífice del que denomina su imperio de creación: «Sobre temas como el vestuario o el maquillaje muchos directores dicen, ‘Haced lo que queráis, ya lo cambiaré en el rodaje’. Pero a mí me encanta involucrarme en cada aspecto de la producción. Es muy emocionante. Es como un imperio de la creación».

Sin embargo, señala una razón más comedida para explicar por qué decidió convertirse en el protagonista de la película con la que debutó como director: «Cuando escribí J’ai tué ma mère, tuve claro que ningún otro podía asumir este rol. Y no estoy cuestionando el talento de la gente; sólo pienso que nadie podía interpretar este papel porque se trataba de mi propia vida». Bajar a Dolan del escenario no es cosa fácil. Mommy, junto a Laurence Anyways, son las únicas dos películas que no ha protagonizado, quizá por motivos que no responden más que a la imposibilidad de convertirse en un literato que ronda la treintena o un adolescente que debería estar yendo al instituto.

Es hora de ir terminando. Mommy es la razón por la que me interesé por Xavier Dolan, quien hasta entonces para mí, poco hábil y aún menos interesado en estar al corriente de las nuevas tendencias o de convertirme en un erudito del celuloide, resultaba un completo desconocido. ¿Qué es lo que me atrajo de Mommy hasta el punto de adentrarme en el universo de su director y, tras algún tiempo sin hacerlo, volver a sentarme en una silla a escribir unas palabras? ¿Es acaso Mommy una película perfecta? Definitivamente no. Pero sin duda es un esfuerzo colosal de Dolan por adentrarse en lo más salvaje de la esencia humana, un despliegue público de osadía y talento que poco entiende de vanidades o excesos premeditados. Todo lo que se le puede achacar a Mommy no es más que el fruto de su propio embelesamiento, del amor que Dolan siente hacia lo que está haciendo. Quizá Mommy forma parte de aquello a lo que Bolaño se refería en su último legado, 2666, cuando hablaba de esas grandes obras «con las que ya nadie se atreve, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez». Quizá pudiera verse Mommy como uno de estos combates de verdad, un ejercicio de fuerza y estilo que se enquista en su propio hechizo, que mira hacia dentro todo el tiempo e impide que la narración fluya con la perfección de una gran obra.

La obra perfecta de Dolan está por llegar. Y lo hará. Pero seguramente, mientras algunos la contemplarán con la admiración que inspira lo acabado, otros miraremos hacia atrás y observaremos aquella obra imperfecta, aquella en la que había sangre y había heridas y muerte, y bailaremos On ne change pas como lo hacían Diane, Kyla y Steve, con una media sonrisa, completamente abandonados a la locura.

Puta naturaleza humana.

Este artículo se publicó en el Nº 1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.

Este artículo se publicó en el Nº 1 de la revista STIRNER, Bajo los adoquines, la playa, en mayo de 2015.