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RELATO BREVE

RELATO BREVE

FEBRERO 2018

Pelayo no es buena persona

Pelayo no es buena persona

PABLO PELLUCH

Estamos gritando para hacernos oír por encima de las chicharras. Sólo detienen su berrido las más cercanas, el resto siguen atronando por los diversos árboles de este accidentado cacho de terreno.

—Mol, ¿qué crees que escribió? ¿Crees que fue para tanto? —pregunta Tute, delatando una, para mí, dolorosa inquietud.

La conversación no me interesa y deseo que acabe cuanto antes, pero aún nos queda un buen trecho para llegar donde el curso y ya tengo las axilas de la camiseta empapadas. Pero no añado nada, esperando que el tema se extinga por sí mismo. No es así.

—Quizá entre nosotros haya alguien con garra, Mol —reemprende Tute—. Alguien que vaya a marcar la diferencia. Un gran escritor surgido de un pequeño taller…

—¿Qué has escrito para esta sesión?

Tute traga saliva.

—Bueno, es… es otro relato costumbrista, no te puedo engañar, querido Mol, tendré que llamarlo marca de estilo.

—Pero ¿de qué va?

—Es… es sobre un contable que pierde una caja de clips…

Me pongo la mano en la boca y bajo la mirada mientras sigo caminando.

—Entiendo. Vas a hacer de algo insignificante… algo enorme, ¿no?

—Sí, él lleva años en la misma empresa. Es muy tímido y siempre se ha jactado, pero sólo para sí mismo, de haber sido absolutamente per-fec-to en su trabajo… pero con lo de la caja de clips, su mundo de alrededor se derrumba, no rinde en el trabajo, no puede hacerle el amor a su mujer…

—Puede estar bien.

—Nah… Estoy cansado de mis personajes débiles… siempre pensando, nunca hacen nada… —Tute agita con impotencia las manos, cortando el aire inflamado—. Tú siempre escribes sobre personajes fuertes, ¿cómo lo haces?

—Bueno, yo siempre pienso en cosas que quiero que pasen… de verdad. Si un día escribo una novela, quiero que lo que suceda en ella… haga el mundo mejor. Quiero decir, que si pensaras «esto le ha sucedido de verdad a alguien» te sintieras bien.

—No comparto tu causa, pero la respeto. —Esto me hace sonreír—. Yo quiero que mis personajes sufran tanto que cualquier cosa que consigan al final de la lectura no pueda en ningún caso haber merecido la pena. Necesito un personaje fuerte, como ese chico que trae loca a la vieja… le da tan igual el mundo, lo que pensemos los demás de lo que escribe; le da igual hasta la profesora, parece que se haya apuntado al curso para provocarla…

—Pelayo no es buena persona.

—¡Eso, Pelayo! —Me arrepiento de haberle proporcionado el nombre—. Esa fuerza con la que le dijo a la vieja que se fuera a tomar por culo si pensaba subrayarle en rojo cada palabrota de lo que escribía… necesito un personaje así. Mataría por leer todos sus textos, y no sólo los que usamos para ejercicios, ¡aunque casi nunca cogen los suyos!

Por fin pisamos pavimento y no tardamos en estar caminando entre filas de coches aparcados que parecen deformarse bajo el sol. Abrimos la delgada puerta de metal y pasamos al patio de la casa, que no es más grande que el garaje de una vivienda unifamiliar, pero es lo bastante amplio para tener una mesa de piedra rodeada por dos bancos del mismo material. Las verjas que cubren la parcela son de setos, dando al conjunto un aspecto de santuario. Tute se acerca a los bancos y, tras sentarse, apoya la cara en la mesa de piedra, protegida del calor por una sombrilla, y suspira aliviado mientras la roca absorbe su sudor. Cierra los ojos y parece encontrar la paz que sí deberían tener los personajes al final de una novela. Leer es vivir. ¿Qué vas a querer vivir, un montón de miserias? Eso sólo lo piensa la gente que no las ha vivido.

Tras entrar a la antigua casa, subimos las escaleras y pasamos al aula. La profesora aún no ha llegado y el resto de alumnos ya están presentes, distribuidos por los aparatosos muebles que son mesa, casillero y silla plegable con respaldo a la vez. Pelayo está sentado como siempre al final de la primera hilera, apoyado en la pared, como si no pudiera decidir si quiere tener a la profesora lo más cerca o lo más lejos posible. Laura, la chica que le gusta a Tute, está con su amiga Mary (de «María»), sentadas, como siempre, en una de las hileras centrales. El día de una de las primeras sesiones del taller, caminando por el descampado, Tute me propuso que nos sentáramos con ellas. Esto se ha convertido en una costumbre y he observado (me estoy preocupando mucho de hacerlo desde que escribo) que las dos se sientan un asiento más hacia la pared, de modo que dejan a su lado dos asientos libres; es una especie de aceptación para que la costumbre continúe. Pero a Tute no le ha salido el plan bien del todo, porque me hizo ir a mí en cabeza y el resultado es que ahora siempre me siento al lado de Mary, que separa a Laura un asiento más de Tute, relegado al extremo de la hilera. Como resultado, Mary y yo nos hemos ido conociendo. Tute debería pensar mejor sus planes.

—No he visto a la vieja todavía y son casi y diez, está llegando bastante tarde —me saluda Mary mientras trato de acomodarme en el mueble, obviamente pensado para gente más pequeña, como las chicas o el propio Tute.

—Es que, madre mía, estará… repasando sus pergaminos —añade Laura, que la desprecia porque no le deja enviarle los trabajos por email.

Tute se ríe, en la lejanía.

Observo a Pelayo, apoyado en la pared, con sus largas y delgadas piernas acostadas a lo largo de cuatro sillas. Tiene las manos entrelazadas sobre el estómago y creo que finge que duerme para indicarnos a todos lo igual que le dan las cosas.

El secretario del centro irrumpe en el aula. Es un señor de unos cuarenta y pocos, con una escasa cantidad de pelo rubio cubriéndole muy poca superficie de la cabeza. Se quita las gafas para desempañárselas, pero interrumpe el gesto porque lleva unos papeles en la mano libre. Se gira hacia Pelayo, que ha despertado y sonríe desafiante, sin cambiar la postura. El secretario, al que yo imagino como un escritor frustrado que un día nos dará una gran novela, se planta en dos zancadas delante de Pelayo, que alza la mirada y saca los morros.

—¡Esto… ESTO…! —El secretario agita los papeles—. No sólo es BASURA —Aplasta los papeles contra la mesa—, SINO QUE SE PODRÍA UTILIZAR EN UN JUICIO.

Pelayo empieza a reír, exhalando cortas pero potentes ráfagas de aire, cada vez más fuerte. Parece en éxtasis. El secretario, claramente un hombre pacífico, parece estar conteniéndose las ganas de pegar a Pelayo allí mismo. Finalmente, con la mandíbula temblándole, se conforma con partir el taco de folios en dos y lanzar los trozos al suelo, donde los pisa.

Antes de irse anuncia:

—Gracias a vuestro compañero, se suspende la clase de hoy. La Sra. Celia ha tenido un ataque de ansiedad.

La docena de alumnos empezamos a componer un melódico murmullo.

Pelayo se levanta con calma, escapa del mueble con agilidad, se sitúa ante la clase y ejecuta una solemne reverencia, con extraordinaria flexibilidad. Después, se enciende un cigarrillo y sale del aula. El goteo de gente abandonando la sala no se hace esperar. Tute recoge los papeles que ha tirado al suelo el secretario y los pone encima del pupitre, donde empieza a ordenarlos. Observo su gesto de triunfo cuando por fin logra reconstruirlos, y su cara de fascinación mientras lee. Empieza a arrugar el rostro mientras ríe por lo bajo.

—¡Eh, por Dios, dejadme salir! ¡Yo también quiero ver lo que ha escrito el tarado para casi cargarse a la vieja! —grita Laura.

Mary y yo nos levantamos para dejar paso a Laura, que se acerca rápido a Tute, que le tiende páginas plagadas de una caligrafía angulosa, como… demoníaca. Tute ni siquiera aprecia que esto es lo más cerca que ha estado de Laura nunca. Ahora mismo sólo le importa lo que lee.

Me acerco a él y le apoyo la mano en el hombro.

—Tute, vámonos, podemos aprovechar el día… O tomar algo.

—¿Eh? Vale, vale, voy —responde, y acto seguido estruja los papeles en su mochila.

—¡Vamos a tomar algo! —dice Laura, y nos coge a cada uno por un antebrazo; noto la tensión de Tute desde el otro extremo de la cadena.

Miro a Mary, apoyada en el borde de uno de esos complejos muebles y sonrío, encogiéndome de hombros. Abandonamos el aula y cerramos la puerta.

Tute es el primero en salir del edificio al patio, donde da un paso y se para; está mirando algo fuera de mi ángulo de visión, pero tras detenerse un instante, continúa nervioso. Laura y Mary hacen algo parecido.

Veo lo que ellos veían. Se trata de Pelayo, sentado en la mesa de piedra y con los pies apoyados en el banco. Sigue fumando; un par de colillas descansan mal apagadas sobre la mesa. Me contempla feliz, supongo que soy el final de su obra. El mosaico de reacciones y gestos que produce… es como si se estuviera alimentando de eso.

Me acerco a él y le pego un puñetazo, quemándome los nudillos con su cigarrillo, que rápidamente se mezcla con la explosión de sangre que surge de su nariz. Le agarro la cara con una mano y le empujo, tirándole de la mesa con un movimiento de mi brazo. Está en el suelo cubriéndose la cara con las manos, indefenso. El aire ardiente se llena gritos de «¡MOL, PARA!», y entre los tres logran detenerme para que el puñetazo no degenere en paliza.

Más tarde, a pesar de todo, fuimos a tomar algo. Pelayo huyó sin decir una palabra. Sentados en una terraza, esperando nuestras bebidas, me vi en la obligación de justificarme. Les mentí explicándoles que, para mí, había que respetar a los mayores.