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OBRA

Voltairine de Cleyre (1866-1912) sobresale como una de las intelectuales y activistas más lúcidas del feminismo, el anarquismo americano y el movimiento obrero. Este volumen reúne algunas de sus obras y artículos más emblemáticos, gran parte de los cuales habían permanecido prácticamente inaccesibles para el lector en español.

En una época en que el feminismo reclamaba poco más que el derecho a votar, Voltairine supo abrir caminos nuevos que apenas se empiezan a recorrer en nuestros días: puso en cuestión los roles de género, reivindicó la independencia económica de las mujeres y su autonomía dentro del matrimonio, propugnó el amor basado en la libertad, y supo vincular la elevación de la mujer con la emancipación de los trabajadores y del género humano en general.

Consulta su ficha completa en nuestro catálogo.

Voltairine de Cleyre (1866-1912) sobresale como una de las intelectuales y activistas más lúcidas del feminismo, el anarquismo americano y el movimiento obrero. Este volumen reúne algunas de sus obras y artículos más emblemáticos, gran parte de los cuales habían permanecido prácticamente inaccesibles para el lector en español.

En una época en que el feminismo reclamaba poco más que el derecho a votar, Voltairine supo abrir caminos nuevos que apenas se empiezan a recorrer en nuestros días: puso en cuestión los roles de género, reivindicó la independencia económica de las mujeres y su autonomía dentro del matrimonio, propugnó el amor basado en la libertad, y supo vincular la elevación de la mujer con la emancipación de los trabajadores y del género humano en general.

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Escrito en rojo

− Índice

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− Índice

PRÓLOGO · Escrito en rojo, por Emma Goldman

Por qué soy anarquista

Anarquismo y tradiciones americanas

La cuadrilla de las cadenas

La Comuna de París

La forja de un anarquista

Crimen y castigo

Thomas Paine

La Revolución mexicana

Esclavitud sexual

El anarquismo en la literatura

OBRA

Escrito en rojo

Escrito en rojo

EMMA GOLDMAN

¡Prende alto, oh vigorosa llama!
Hacia la inmensidad del cielo, donde todos puedan verte.
¡Esclavos del mundo! Nuestra causa es la misma;
Una es la inmemorial vergüenza;
Una es la lucha, y en nombre de una sola —la humanidad—
combatimos para liberar al hombre.
—Voltairine de Cleyre

¡Prende alto, oh vigorosa llama!
Hacia la inmensidad del cielo, donde todos puedan verte.
¡Esclavos del mundo! Nuestra causa es la misma;
Una es la inmemorial vergüenza;
Una es la lucha, y en nombre de una sola —la humanidad—
combatimos para liberar al hombre.
—Voltairine de Cleyre

La conocí por vez primera —a ella, la anarquista más brillante y talentosa que haya producido América— en Filadelfia, en agosto de 1893. Yo había ido a la ciudad para pronunciar un discurso ante los que se habían quedado sin empleo durante la gran crisis de ese año, y estaba deseando visitar a Voltairine, de cuyas excepcionales dotes como ponente había oído hablar en Nueva York. Me la encontré enferma en cama, con la cabeza cubierta de hielo y el rostro marcado por el sufrimiento. Aprendí que esta circunstancia se repetía tras cada aparición pública de Voltairine: la dejaba postrada durante días, en sostenida agonía, rendida a cierta disfunción del sistema nervioso que había desarrollado en su infancia temprana e iba a peor con los años. Debido al evidente tormento de mi anfitriona, y a pesar de que ella, en alarde de un gran coraje, hacía lo posible por ocultármelo, no me entretuve en esta primera visita. Pero el destino hace gala de un humor extraño. En la tarde de aquel mismo día, Voltairine se vio obligada a arrastrar su quebradizo y atribulado cuerpo hacia una sala atestada de gente y con escasa ventilación, a fin de prestar declaración a mi favor. A instancias de las autoridades de Nueva York, los guardianes de la ley y el desorden de Filadelfia me habían arrestado según me disponía a entrar en la sala de conferencias, para después llevarme a la comisaría de la Ciudad del Amor Fraternal.

Volví a ver a Voltairine en la penitenciaría de la isla de Blackwell. Fue ella, que había venido a Nueva York para impartir su clase magistral, En defensa de Emma Goldman y la libertad de expresión, quien se acercó a visitarme. Desde entonces y hasta sus últimos días, nuestras obras y nuestras vidas confluyeron con asiduidad, a menudo en armoniosos encuentros y otras veces en la distancia, pero siempre con Voltairine grabada en mi retina como una personalidad enérgica, una mente brillante, ferviente idealista e incansable luchadora, una compañera denodada y leal. Además del amor y la admiración de sus amigos, su extraordinaria capacidad para someter los impedimentos físicos, la que era su característica más notable, le hizo valerse incluso el respeto de sus enemigos. En su revelador ensayo, La idea dominante, se encuentra una de las claves de ese poder que habitaba en su frágil cuerpo.

«En todo lo que vive», escribe, «si uno mira con atención, se perfila una idea; una idea, viva o muerta, a veces más intensa cuando muerta, con trazos rígidos e inquebrantables que preñan la viva imagen con la apariencia severa e inmutable de los muertos. A diario nos movemos entre estas sombras inflexibles, menos perceptibles, más duraderas que el granito, imbuidas en la negrura de los tiempos, dominando cuerpos vivos y cambiantes con almas muertas e inmutables. Y también conocemos de almas vivas que dominan cuerpos que se apagan, ideas vivas que reinan sobre la decadencia y la muerte. No piensen que hablo sólo de la vida humana. La huella de la persistencia o de la voluntad itinerante se ve en la brizna de hierba enraizada en su porción de tierra, así como en las telarañas que flotan y se suspenden muy por encima de nuestras cabezas, en el mundo libre del aire».

Para ilustrar esta voluntad persistente, Voltairine cuenta la historia de las enredaderas de campanillas que se entrelazaban en la ventana de su habitación, y «cada día se ondulaban y mecían al viento, sus blancos rostros salpicados de púrpura hacían guiños al sol, radiantes de su vida trepadora. Entonces, de repente, sobrevino el infortunio: algún gusano cortador o un niño travieso arrancaron un tallo, el mejor y más ambicioso de los que había, por supuesto. En pocas horas, las hojas pendían flácidas, el tallo leñoso se marchitaba y empezaba a palidecer, en un día estaba muerto; por completo salvo la copa, que aún se aferraba ansiosamente a su soporte, con la cabeza radiante y alta. Me entristecí un poco por los capullos que ya no podrían abrirse, y sentí lástima de aquella orgullosa enredadera cuya obra se había perdido para el mundo. Pero la noche siguiente hubo una tormenta, una tormenta fuerte y abrupta, de lluvia incesante y relámpagos cegadores. Salí de la cama a presenciar los destellos, ¡y hete aquí el milagro del mundo! En la oscuridad de la medianoche, en la furia del viento y la lluvia, la enredadera muerta había florecido. Cinco flores orientadas hacia la luna volaban alegremente alrededor del esqueleto de la enredadera, devolviendo triunfantes el brillo al rojo relámpago… Cada día, durante tres días, la enredadera muerta florecía: e incluso una semana después, cuando hasta la última hoja estaba seca y cobriza… una postrera yema, retorcida, débil, un minúsculo retoño del capullo de la flor, pero ya blanco y delicado, con cinco motas púrpuras, como las de la enredadera viva a su lado, se abrió y saludó a las estrellas, y esperó al sol temprano. Sobre la muerte y la decadencia, la idea dominante esbozó una sonrisa; la enredadera estaba en el mundo para florecer, para arrostrar pimpollos de blancas trompetas de ángel, punteadas de lila; e hizo valer su voluntad más allá de la muerte».

La idea dominante ha sido el leitmotif a lo largo de la extraordinaria vida de Voltairine de Cleyre. Aunque hostigada permanentemente por sus problemas de salud, que mantuvieron su cuerpo cautivo y acabaron por matarla, la idea dominante le insufló energías para elevar sus esfuerzos intelectuales a cotas cada vez mayores de un ideal exaltado, y endureció su voluntad para remontar todas las dificultades y obstáculos en tan sufrida vida. Una y otra vez, en días de insoportable tormento físico, en periodos de desesperación y zozobra espiritual, la idea dominante dio alas al espíritu de esta mujer, alas para alzarse por encima de lo inmediato, para vislumbrar una perspectiva radiante de la humanidad y dedicarse a ella con todo el fervor de que la intensidad de su alma era capaz. Podemos entrever el sufrimiento y la miseria que fueron suyas durante toda su vida a partir de sus escritos, particularmente en su encantadora historia Las penas del cuerpo:

«Nunca he querido otra cosa que no tengan ya las criaturas salvajes», relata, «una amplia bocanada de aire limpio, un día para tumbarme en la hierba de vez en cuando, sin nada que hacer más que escurrir briznas entre mis dedos, y mirar tanto tiempo como quiera la gran bóveda azul, así como las tramas verdes y blancas que se entrecruzan por el camino; desaparecer durante un mes para flotar y flotar a través de crestas saladas y entre la espuma, o para rodar con mi piel desnuda por las límpidas y largas franjas de arenas tostadas por el sol; comida de mi gusto, sacada de un suelo estupendo, y tiempo para saborear su dulzura, y tiempo para descansar después; dormir cuando me apetezca, y en silencio, que el sueño me abandone a su antojo, no demasiado pronto… Eso es lo que yo querría —esto, y poder relacionarme en libertad con mis semejantes—… no amar y mentir, y avergonzarme, sino amar y decir que te amo, y estar orgullosa de ello; sentirme inundada por las corrientes de diez mil años de pasión, cuerpo a cuerpo, al encuentro de lo salvaje. No había pedido más.

Pero no lo he logrado. Sobre mí pesa el yugo de esa tirana implacable, el alma, y no soy nada. Me llevó a la ciudad, donde el aire es fiebre y fuego, y dijo: “respira esto”. Tenía que aprender; no puedo aprender en las tierras baldías, los templos están aquí. “Quédate”. Y cuando mis pobres pulmones, asfixiados, hubieron jadeado hasta que mi pecho parecía a punto de estallar, el alma dijo: “Te concederé pues una o dos horas; vamos, llevaré un libro y me quedaré leyendo entretanto”.

Y cuando mis ojos habían derramado lágrimas de dolor ante la visión fugaz de la libertad escurridiza, sólo por salir a mirar al gran verde [y] azul una hora, tras el largo horror en mate rojo de las paredes, el alma dijo, “No puedo perder del todo el tiempo; ¡debo conocer! Lee”. Y cuando mis oídos rogaron por el canto de los grillos y la música de la noche, el alma respondió, “No, los gorjeos y los silbidos y los alaridos no son muy gratos de escuchar; mas enséñate a prestar atención a la voz espiritual, y no importará…”.

Cuando he contemplado a mis semejantes, y anhelado abrazarlos, hambrienta de un modo salvaje por la tensión de sus brazos y de sus labios, el alma ha ordenado severamente “¡cesa, [vil] criatura voluptuosa! ¡Eterna ignominia! ¿Me afearás para siempre con tus estridencias?”.

Y yo he cedido siempre, callada, sin alegría, encadenada, he pisado el mundo que el alma había elegido para mí… Ahora estoy rota antes de tiempo, falta de sangre, de sueño, sin aire —medio ciega, atormentada en cada una de las articulaciones, temblando como un flan—».

Y aun atormentada y hecha polvo, con una vida privada de música, de la gloria del cielo y del sol, y su cuerpo en diaria sublevación contra su tiránica maestra, el alma de Voltairine venció, la idea dominante le dio fuerza para seguir y seguir hasta el final.

Voltairine de Cleyre nació el 17 de noviembre de 1866 en la ciudad de Leslie, Michigan. Su ascendencia por parte de padre era francoamericana, y puritana por parte de madre. Sus tendencias revolucionarias fueron transmitidas por herencia, habiendo estado tanto su abuelo como su padre imbuidos con las ideas de la Revolución de 1848. Pero mientras que su abuelo se mantuvo fiel a las primeras influencias, incluso colaborando hasta sus últimos días con la red ferroviaria subterránea para esclavos fugitivos, su padre, August de Cleyre, que en sus inicios había sido librepensador y comunista, volvió en la última etapa de su vida al regazo de la Iglesia católica y se convirtió en un apasionado devoto, tan apasionado como lo había sido de joven en el lado contrario. Tal había sido su celo librepensador que cuando nació su hija la llamó Voltairine, en honor al reverenciado Voltaire. Al retractarse, sin embargo, se obsesionó con la idea de que su hija debía hacerse monja. Un factor que pudo haber contribuido a ello fue la pobreza de los Cleyre, a resultas de la cual la pequeña Voltairine se vería abocada a vivir una vida de todo menos feliz en sus más tiernos años. Pero ya incluso en su infancia ella se había mostrado poco preocupada por las cosas externas, absorta casi por completo en sus propias fantasías. La universidad le producía una gran fascinación, y derramó amargas lágrimas cuando le fue denegada la admisión a causa de su extrema juventud.

En cualquier caso, pronto se salió con la suya, y a la edad de doce años se graduó con honores en la escuela de gramática, y muy probablemente habría desbordado a la mayoría de mujeres de su tiempo, en conocimientos y aprendizaje, de no haberle sobrevenido la primera gran tragedia de su vida, una tragedia que quebró su cuerpo y dejó una cicatriz permanente sobre su alma. Con la rotunda desaprobación de su madre, que, como integrante de la Iglesia presbiteriana, luchó —en vano— contra la decisión de su marido, Voltairine fue internada en un monasterio. En el Convento de Nuestra Señora del lago Hurón, en Sarnia, Ontario (Canadá), dieron comienzo los cuatro años de calvario para la persona que en el futuro se rebelaría contra toda superstición religiosa. En su ensayo La forja de un anarquista describe gráficamente el terrible suplicio de aquellos días:

Cómo me compadezco ahora, cuando viene a mi memoria esa pobrecita alma solitaria, haciendo la guerra por su cuenta en las tinieblas de la superstición religiosa, incapaz de creer o temer ni por un instante la condena abrasadora, salvaje y eterna que le espera si no confiesa y se retracta en el acto. Qué bien recuerdo la acerba energía con que me zafé del requerimiento de mi profesora, cuando le dije que no querría disculparme sólo de boquilla por una falta que no consideraba como tal. «No es necesario», decía ella, «que creamos siempre en lo que decimos, pero hemos de obedecer a nuestros superiores». «No mentiré», me acaloraba yo, ¡y a la vez temblaba por miedo a que mi desobediencia me hubiera consignado de manera definitiva al tormento! […] Había sido como el valle de la sombra de la muerte, y aún hay blancas cicatrices en mi alma, donde la ignorancia y la superstición me abrasaron con su fuego infernal durante aquellos días de asfixia. ¿Soy blasfema? Son sus palabras, no las mías. Al margen de esa batalla de mis años de juventud, el resto de mis días han sido fáciles, puesto que, por mucho de que careciera, mi voluntad era suprema. No ha debido lealtad alguna, y nunca lo hará: se ha movido constantemente en una sola dirección, hacia el conocimiento y la aserción de su propia libertad, con toda la responsabilidad que conlleva.

Su empecinamiento la llevó a intentar escapar de aquel odioso lugar. Cruzó el río de Puerto Hurón y recorrió veintisiete kilómetros, pero su casa todavía quedaba lejos. Famélica y agotada, tuvo que dar la vuelta y buscar refugio en casa de unos conocidos de la familia. Éstos la trajeron ante su padre, que llevó a la chica de vuelta al convento.

Voltairine nunca habló de la penitencia que le fue impuesta, pero debió de ser desgarradora, pues a consecuencia de la vida monástica su salud cayó completamente en desgracia cuando apenas había cumplido los dieciséis. Pero siguió en el colegio religioso para terminar sus estudios: a su temprana juventud ya dominaba la autodisciplina y perseverancia rígidas que tan vivamente acabarían configurando su personalidad. Sin embargo, tras egresar finalmente de su horrible prisión, Voltairine había cambiado no sólo física, sino también espiritualmente. «Al fin conseguí salir», escribe, «y era una librepensadora cuando abandoné la institución, pese a que nunca había visto un libro o escuchado una palabra que tendiera una mano a mi soledad».

Una vez fuera de su sepulcro en vida, enterró a su falso dios. En su gran poema El entierro de mi difunto pasado, ella canta:

Y ahora, humanidad, me dirijo a vosotros;
¡Consagro mi atención al mundo!
Sucumba el viejo amor, bienvenido el nuevo:
¡Amplio como los corredores espaciales en que giran las estrellas!

Ávidamente se entregó al estudio de la bibliografía del libre pensamiento, su espabilada mente lo absorbía todo con soltura. Pronto se uniría al movimiento secular, convirtiéndose en una de sus figuras más destacadas. Agraciada por la originalidad de su pensamiento, adornaba con prolijidad sus ponencias, siempre cuidadosamente preparadas (Voltairine desdeñaba el discurso improvisado) y geniales tanto en forma como en fondo. Su discurso sobre Thomas Paine, por ejemplo, rebasó similares esfuerzos de Robert Ingersoll, a pesar de toda su florida oratoria.

Durante unas jornadas de conmemoración de Paine, en cierta ciudad de Pennsylvania, Voltairine de Cleyre tuvo ocasión de escuchar una ponencia de Clarence Darrow sobre socialismo. Era la primera vez que se le presentaban el lado económico de la vida y el esbozo socialista de una sociedad futura. Que había injusticia en el mundo era algo que ya sabía, desde luego, en base a su propia experiencia. Pero aquí había alguien que podía analizar de manera tan magistral las causas de la esclavitud económica, con todos sus efectos degradantes sobre las masas; alguien que, además, podía trazar también con claridad un plan definido de reconstrucción. La ponencia de Darrow fue como maná para el espíritu hambriento de la joven. «Corrí hacia ello», escribió después, «como corre hacia la luz quien ha estado vagando en la oscuridad. Ahora me sonrío de la rapidez con que adopté la etiqueta “socialista”, y lo igual de rápido que la dejé de lado».

La dejó de lado porque se dio cuenta de lo poco que sabía del trasfondo histórico y económico del socialismo. La integridad de su intelecto la llevó a suspender sus ponencias sobre la materia y empezar a profundizar en los misterios de la sociología y la economía política. Pero, como el estudio sincero del socialismo conduce inevitablemente a una a las ideas más avanzadas del anarquismo, el amor a la libertad inherente en Voltairine no pudo hacer las paces con las nociones preñadas de Estado del socialismo. Descubrió, escribía ella en aquel momento, que «la libertad no es hija, sino madre del orden».

Durante muchos años creyó haber encontrado la respuesta a su búsqueda de la libertad en la escuela anarquista individualista representada por la revista Liberty de Benjamin R. Tucker, y en las obras de Proudhon, Herbert Spencer y otros teóricos sociales. Pero más tarde se desprendió de todas las etiquetas y se definió simplemente como anarquista, pues sentía que «sólo la libertad y la experimentación pueden determinar el mejor modelo económico para la sociedad».

Los trágicos sucesos de Chicago, del 11 de noviembre de 1887, despertaron en Voltairine de Cleyre el primer impulso hacia el anarquismo. Al condenar al patíbulo a los anarquistas, el Estado de Illinois había presumido con fatuidad de haber acabado también con la idea misma por la que habían muerto. ¡Qué error más absurdo, constantemente repetido por aquellos que ocupan el trono de los poderosos! Los cuerpos de Parsons, Spies, Fisher, Engel y Lingg apenas se habían enfriado cuando ya había nacido una nueva vida que proclamara sus ideales.

Como la mayoría de gente en América, Voltairine, envenenada por la perversión de los hechos en la prensa de la época, se unió por primera vez al grito, «¡Que los cuelguen!». Pero era la suya una mente intrépida, que no se contentaba con las meras apariencias. Pronto vino a lamentar sus prisas. En su primera alocución, con ocasión del aniversario del 11 de noviembre de 1887, Voltairine, siempre escrupulosamente honesta consigo misma, declaró públicamente cuán hondamente se arrepentía de haberse unido al grito de «¡Que los cuelguen!», el cual, viniendo de alguien que por entonces ya no creía en la pena de muerte, parecía cruel por partida doble.

«No habré jamás de perdonarme por esa frase ignorante, exaltada y sedienta de sangre», dijo, «aunque sé que los hombres que murieron me habrían perdonado. Pero mi propia voz, tal y como sonó aquella noche, sonará en mis oídos hasta el día en que me muera —vergüenza y un amargo reproche—».

De la muerte heroica en Chicago emergió una vida heroica, una vida consagrada a las ideas por las que se dio muerte a aquellos hombres. Desde aquel día hasta el final, Voltairine de Cleyre puso su poderosa pluma y su enorme maestría oratoria al servicio del ideal que se había convertido para ella en la única raison d’être de su vida.

Voltairine de Cleyre era inusualmente talentosa: con facilidad podría haberse granjeado una elevada posición y un gran renombre en su país como poeta, escritora, conferenciante y lingüista. Pero no estaba hecha para vender sus talentos por ollas de carne egipcias. Ni siquiera aceptaría las comodidades más prosaicas aparejadas a sus actividades en los movimientos sociales a los que se había entregado a lo largo de su vida. Insistía en llevar una vida acorde con sus ideas, en vivir entre la gente a la que trataba de enseñar e inspirar valor humano, con un deseo apasionado de libertad y el vigor para luchar por ella. Esta vestal revolucionaria vivió como el más pobre de entre los pobres, en entornos miserables y deprimentes, castigando su cuerpo hasta lo indecible, ignorando lo exterior, sostenida sólo por la idea dominante que le servía de guía.

Como profesora de idiomas en los guetos de Filadelfia, Nueva York y Chicago, Voltairine llevaba una existencia miserable, y aun así, pese a que mantenía a su madre con sus escasos ingresos, se las arregló para comprar un piano a plazos (era una apasionada de la música, y hasta podría decirse que una artista) y ayudar a otros más capaces físicamente de lo que era ella. Cómo lo hizo era algo que ni siquiera sus amigos más cercanos podían explicar. Como tampoco podía nadie entender el milagro de la energía que la capacitaba, a pesar de su debilitado estado y de la constante tortura física, para impartir clase durante catorce horas siete días a la semana, participar en numerosas revistas y documentos, escribir poesía y artículos, o prepararse y dar conferencias que por su lucidez y belleza son obras maestras. Una pequeña gira por Inglaterra y Escocia en 1897 fue el único alivio a su monotonía diaria. Es cosa sabida que no habría sobrevivido a semejante calvario durante tantos años de no ser por la idea dominante que armaba de valor a su voluntad.

En 1902, un joven demente que había sido alumno de Voltairine y quien había pergeñado de algún modo la singular aberración de que era antisemita (¡había dedicado gran parte de su vida a la educación de los judíos!) la abordó mientras volvía de una clase de música. Ella se le acercó, sin saber del peligro inminente, y él disparó varias balas sobre su cuerpo. Su vida estaba a salvo, pero las secuelas de la conmoción y de sus heridas marcaron el principio de un pavoroso purgatorio físico. Comenzó a sufrir ruidos desquiciantes y omnipresentes en los oídos. Sus médicos le prescribieron un cambio de clima, y se fue a Noruega. Volvió aparentemente mejor, pero no por mucho tiempo. La enfermedad la llevó de hospital en hospital, viéndose involucrada en varias operaciones que no le trajeron alivio. Tuvo que ser en uno de aquellos momentos de desesperación que Voltairine de Cleyre contempló el suicidio. Entre sus cartas, un joven amigo suyo de Chicago encontró, mucho después de su muerte, una breve nota manuscrita en la que Voltairine se dirigía a nadie en particular, y que contenía la decisión a la desesperada:

Voy a hacer esta noche lo que siempre he pensado que haría si las circunstancias se dieran del modo en que se han dado ahora en mi vida. Sólo lamento que en mi debilidad de espíritu no haya conseguido actuar según mis convicciones hace tiempo, y me haya permitido recibir el buen y el mal consejo de otros. Me habría ahorrado un año de sufrimiento intermitente, y a mis amigos una carga que, por muy amablemente que la hayan soportado, seguía siendo inútil.

En consonancia con lo que pienso acerca de la vida y de lo que la rodea, mantengo que es deber elemental de cualquiera que esté afectado por una enfermedad incurable el acortar sus agonías. Si alguno de mis médicos me lo hubiera dicho cuando les pedí que aclararan el asunto, podría haberse prescindido de una larga tragedia irremediable. Pero, obedeciendo a lo que ellos llaman «ética médica», prefirieron prometerme lo imposible (la recuperación), y mantenerme así en el meollo de la vida. Semejante acción responda por ellos, pues mantengo que la difusión de tales mentiras es uno de los principales crímenes de la profesión médica.

Que no se acuse a nadie injustamente; desearía que se hubiese entendido que mi enfermedad es un catarro crónico de la cabeza, que procura a mis oídos un sonido incesante desde hace un año. No tiene nada que ver con el tiroteo de hace dos años, y no hay nadie en absoluto a quien culpar.

Desearía que mi cuerpo fuese entregado al Hahnemann College para su disección; confío en que el doctor H. L. Northop se encargará de él. No quiero ceremonias, ni que se eleven discursos. Muero de la misma manera que he vivido, como un espíritu libre, una anarquista, sin deber lealtad a la clase dirigente, ni en el cielo ni en la tierra. Aunque me pesa el trabajo que hubiera deseado llevar a cabo, y que el tiempo y la falta de salud me impidieron, celebro no haber vivido una vida inútil (salvo este último año) y espero que el trabajo que hice viva y crezca junto a las vidas de mis alumnos y pase de ellos a otros, así como yo he pasado lo recibido. Si mis compañeros deseasen hacer algo por mi memoria, imprímanse mis poemas, el MSS. que está en posesión de N. N., a quien dejo esta tarea última de complacer un puñado de deseos.

Mis pensamientos de moribunda están en la perspectiva de un mundo libre, sin pobreza y sin todo el dolor que conlleva, siempre hacia un conocimiento más sublime.

Voltairine de Cleyre

No se indica en ninguna parte por qué Voltairine, normalmente tan decidida, no llevó a cabo su intención. No cabe duda de que fue otra vez la idea dominante; su voluntad de vivir era demasiado fuerte.

En la nota en que revelaba esta intención de acabar con su vida, Voltairine afirma que su dolencia no tenía nada que ver con el tiroteo ocurrido dos años atrás. Su ilimitada compasión humana la movía a exonerar a su agresor, del mismo modo que cuando acudió a sus compañeros para obtener fondos para los jóvenes, y cuando renunció a denunciar a su agresor por la «vía legal ordinaria». Sabía, mejor que los jueces, la causa y el efecto del crimen y el castigo. Y sabía que el chico no era responsable en modo alguno. Pero la biga legislativa se lo llevó por delante. El agresor fue condenado a siete años de cárcel, donde no tardó en perder por completo la cabeza, muriendo en un manicomio dos años después. La actitud de Voltairine ante los delincuentes y su parecer acerca de la bárbara futilidad del castigo se encuentran magníficamente expresados en su ensayo Crimen y castigo. Después de un perspicaz análisis de las causas del crimen, pregunta:

¿Alguna vez lo han visto llegar, al mar? ¿Cuando de entre las nieblas que lo acompañan crepita el rugir del viento, y en las aguas retruena un gran bramido? ¿Han visto a los leones blancos perseguirse los unos a los otros en dirección a los muros, echando espumarajos por la boca cuando brincan y se dan de bruces, para inmediatamente trocar media vuelta y perseguirse los unos a los otros a lo largo de los barrotes ennegrecidos de su celda, enrabietados y dispuestos a devorarse? ¿Y despedazarse? ¿Y saltar de nuevo? ¿Se han preguntado alguna vez, en medio de todo esto, qué gotas de agua en concreto alcanzarían el muro? De conocer todos y cada uno de los factores, uno estaría en disposición de calcular incluso eso. ¿Pero quién hay capaz de algo así? Sólo una cosa es segura: algunas de ellas alcanzarán el muro.

Son los criminales, estas gotas de agua que se abalanzan contra este muro absurdo y quebrado. Por qué ésas en particular y no otras es lo que no podemos saber; pero algunas habían de llegar. No las maldigan; ya las han mentado en exceso. Déjenlas en libertad.

Y cierra su magnífico planteamiento con este llamado:

Permítasenos dar carpetazo a esta idea salvaje del castigo, que opera al margen de la sabiduría. Permítasenos bregar para la liberación del hombre respecto de las opresiones que conforman a los delincuentes, y para lograr que todo enfermo reciba un tratamiento a la altura.

Voltairine comenzó su carrera pública como pacifista, y por muchos años se posicionó en contra de los métodos revolucionarios. Pero los sucesos acaecidos en Europa durante los últimos años de su vida, la Revolución rusa de 1905, el rápido desarrollo del capitalismo en su propio país, con toda la crueldad, violencia e injusticia resultante, y en particular la Revolución mexicana cambiaron su modo de entender los procedimientos. Como siempre que, tras una lucha interior, Voltairine veía un motivo para el cambio, su naturaleza extensiva la llevaba admitir el error libremente y dar la cara con valentía por lo nuevo. Así lo hizo en sus certeros ensayos Acción directa y La Revolución mexicana. E hizo más; hizo suya con fervor la batalla del pueblo mexicano contra el yugo opresor; escribió, dio conferencias, recogió fondos para la causa mexicana. Incluso perdió la paciencia con algunos de sus compañeros, y trató de hacerles ver en los acontecimientos que sucedían más allá de la frontera americana sólo una fase de la lucha social y no el asunto que lo absorbía todo y al cual debía subordinarse todo lo demás. Yo me contaba entre las que recibieron una dura crítica, así como Mother Earth, la revista que yo misma publicaba. No es que no me hubiera reprendido ya, en más de una ocasión, por mi «derroche» de energía para llegar a la intelligentsia americana en vez de consagrar todos mis esfuerzos a los trabajadores, como con tanto ardor hacía ella. Pero, conociendo su profundad sinceridad, el religioso celo con que trataba todo cuanto hacía, nadie se molestó nunca por su censura: seguimos amándola y admirándola exactamente igual. Puede dar cuenta de cuán profundamente sintió los agravios de México el hecho de que empezara a estudiar español, y que hubiera planeado ir a México a vivir y trabajar entre los indígenas yaquis y convertirse en una fuerza activa de la Revolución. En 1910, Voltairine de Cleyre se trasladó de Filadelfia a Chicago, donde retomó la educación de inmigrantes; al mismo tiempo que daba conferencias, trabajaba en una historia de la llamada revuelta de Haymarket, traducía del francés la vida de Louise Michel, la sacerdotisa de la misericordia y la venganza, como había llamado W. T. Stead a la anarquista francesa, y otros trabajos de autores extranjeros relacionados con el anarquismo. Constantemente, en los estertores de su terrible desgracia, le sobrevenía la certeza de que la enfermedad la llevaría rápidamente a la tumba. Pero soportó el dolor estoicamente, sin permitir que sus amigos supieran de los progresos que en su constitución iba haciendo la enfermedad. Con valor, dolor y una paciencia infinita luchó por su vida, pero fue en vano. La infección penetró cada vez más hondo y, finalmente, desarrolló una mastoiditis que hubiera requerido de una intervención inmediata. Quizá se hubiera recuperado de ella, si el veneno no se hubiese extendido por el cerebro. La primera operación alteró su memoria; no podía reconocer nombres, ni siquiera los de sus amigos más cercanos que la velaban. Era presumible que una segunda operación, si es que sobrevivía a ella, la habría dejado sin capacidad para hablar. Pronto la muerte lóbrega hizo innecesario todo experimento científico con el martirizado cuerpo de Voltairine. Murió el 6 de junio de 1912. En el cementerio de Waldheim, cerca de la tumba de los anarquistas de Chicago, descansa Voltairine de Cleyre, y cada año grandes masas se desplazan allí para rendir tributo a la memoria de los primeros mártires anarquistas de América, y recuerdan cariñosamente a Voltairine de Cleyre.

No resulta complicado documentar los hechos desnudos de la vida de esta mujer única. Pero éstos no bastan para esclarecer los rasgos que conjugaban su personalidad, las contradicciones en su alma, las tragedias emocionales en su vida. Pues, a diferencia de otros grandes rebeldes sociales, la carrera pública de Voltairine no fue muy abundante en eventos. Cierto, combatió a los poderes fácticos, fue desalojada de los estrados en numerosas ocasiones, otras veces puesta bajo arrestro y juzgada, pero nunca se la declaró culpable. En general, sus actividades se desarrollaron de forma relativamente tranquila y fluida. Sus luchas fueron de naturaleza psicológica, sus decepciones más amargas hundían sus raíces en lo insólito de su propio ser. Para entender la tragedia de su vida, uno debe remontarse a sus causas inherentes. La misma Voltairine nos había brindado la clave de sus conflictos naturales e internos. En muchos de sus ensayos y, específicamente, en sus artículos autobiográficos. En La forja de un anarquista llega a informarnos, por ejemplo, de que si ella hubiera tenido que remontar su anarquismo a la tendencia tradicional a la rebelión, hubiera sido «un desconcertante error de lógica», incluso si en el fondo sus convicciones eran cuestión de temperamento; «puesto que por influencias tempranas y por mi educación debiera haber sido monja, y haber dedicado mi vida a glorificar la autoridad en su forma más concentrada».

No cabe duda de que los años en el convento no sólo minaron su estado físico, sino que también tuvieron un efecto definitivo sobre su espíritu; acabaron con la fuente principal de la alegría y el júbilo que había en ella. En cualquier caso, también debió albergar una tendencia inherente al ascetismo, o no se explica que cuatro años viviendo en un sepulcro en vida, por muchos que sean, pudieran aplacar por completo su vida entera. Su naturaleza era íntegramente la de una asceta. Su posición ante la vida y sus ideales eran los de los santos antiguos que flagelaban sus cuerpos y torturaban sus almas para mayor gloria de Dios. Hablando en sentido figurado, también Voltairine se flageló, como en penitencia por nuestros pecados sociales; cubría su precario cuerpo con prendas sin elegancia y se negaba incluso los placeres más elementales, no sólo por falta de medios, sino porque otra cosa habría ido en contra de sus principios.

Todo movimiento ético y social ha tenido sus ascetas, por supuesto; la diferencia entre ellos y Voltairine está en que éstos no han adorado dios ni han tenido necesidad de él, a excepción de su ideal particular. No así Voltairine. A pesar de su devoción a los ideales sociales, tenía otro dios, el dios de la Belleza. Su vida fue una lucha incesante entre ambas instancias; la asceta sofocando implacablemente toda búsqueda de belleza, frente a la poeta que la anhelaba con la misma determinación, rindiéndose a ella con el más absoluto de los abandonos, sólo para ser arrastrada por la asceta de nuevo hacia su otra deidad, su ideal social, su devoción a la humanidad. No fue posible para Voltairine combinar ambas; de ahí la lacerante lucha interior.

La naturaleza había sido muy generosa con Voltairine, dotándola de una mente singularmente brillante, con un alma rica y sensible. Pero la belleza física y la atracción femenina le fueron negadas, carencias pronunciadas por su mala salud y su aversión al artificio. Nadie sintió esto de manera má conmovedora que ella misma. La angustia que le provocaba su falta de encanto físico toma voz en uno de sus ensayos, perturbadoramente autobiográfico, La recompensa del apóstata:

¡…Oh, saberme ninguneada por mi dios! ¡Es un pesar de hace tiempo! Mi dios era la Belleza, y yo soy todo lo contrario, y siempre lo fui. No hay gracia alguna en estos ásperos miembros míos, y nunca la hubo. Yo, para quien la gloria de una mirada encendida fue como brillo de estrellas en un pozo profundo, sólo tengo ojos desteñidos y opacos, y siempre los tuve; un mentón y unos labios de piedra por donde corre el esplendor de la vida en burbujeantes fulgores, la copa del vino de la vida nunca se me dio a probar o a rozar. Soy del color de la tierra y por mi propia fealdad tomo sitio en la sombra, para que la luz del sol no pueda verme, y tampoco mi estimado mi dios. Pero, una vez, bajo un velo de sombras, parpadeé ante la gloria del mundo, y una alegría se apoderó de mí como sólo los feos conocen, sentados en silencio y postrados, olvidados de sí mismos y olvidados de los demás. En mi cerebro resplandeció el brillo del sol crepuscular sobre la orilla, la larga franja (dorada) que divide la arena y el mar, donde la escurridiza espuma se inflama y arde hasta morir.

Aquí en mi cerebro, silencioso y reservado, estaban los ojos que amé, los labios que no me atreví a besar, la testa esculpida y el cabello ensortijado. Todos han estado siempre aquí, en mi casa de las maravillas, hogar de la belleza. El templo de mi dios. Cerré la puerta a la vida común y le rendí culto en este lugar. Y ningún ser inteligente, viviente, volante en cuyo cuerpo ronde la belleza como huésped puede imaginar el placer extático que experimenta una criatura silente y morena, casi un sapo, de cuclillas en la tierra sombreada, secándose, inmóvil, fascinada en presencia de toda belleza, aunque no tenga parte en ella.

Esto se complementa con una descripción de su otro dios, el de la fuerza física, generador y destructor a un mismo tiempo, reformulador del mundo. Lo seguía, debido al amor que le profesaba hubiera marchado junto a él,

no con esa [desbordante] alegría extática con la que mi propio dios me llenaba desde hacía mucho, sino con impetuosos y ávidos fuegos, que ardían y latían a través de todos los hilos de mi sangre. «Te amo, ámame tú también», gritaba yo, y me habría lanzado sobre su cuello. Y entonces él me despachó con un golpe despiadado; y huí por el mundo tullida, asolada, sin fuerzas, con un dolor feroz que asolaba mis venas —¡ráfagas de dolor!— y me arrastré de nuevo hacia mi [vieja] caverna, a tientas, ciega y sorda, sólo para obtener la cautivadora perspectiva de mi vergüenza y el borbotear de la sangre enfebrecida…

Cito en detalle porque este artículo es representativo de las tragedias emocionales y particularmente autorrevelador del carácter de las luchas silenciosas que Voltairine tuvo que librar contra el destino, que tan poco le concedió de aquello que más deseaba. Aun con todo, Voltairine tenía su propio y peculiar encanto, que se revelaba más ampliamente cuando se alzaba contra alguna injusticia, o cuando sus pálidas facciones se encendían con el brillo interno del ideal. Pero los hombres que aparecieron por su vida apenas lo notaron; estaban demasiado intimidados por su superioridad intelectual, la cual los había retenido un tiempo. Pero el alma hambrienta de Voltairine ansiaba algo más que la mera admiración que los hombres podrían o tenían la gracia de darle. Cada uno a su manera «la despachó con un despiadado golpe», dejándola desolada, solitaria, hambrienta de corazón.

La derrota emocional de Voltairine no es un caso aislado, sino la tragedia de muchas intelectuales. La atracción física siempre ha sido, y no cabe duda de que siempre será, un factor decisivo en la vida amorosa entre dos personas. Las relaciones sexuales modernas han perdido, ciertamente, mucho de su crudeza y vulgaridad antiguas. Sin embargo hoy sigue siendo un hecho, como lo ha sido durante siglos, que los hombres se sienten atraídos no por la cabeza de una mujer o por sus talentos, sino por su encanto físico. Eso no implica necesariamente que prefieran a mujeres estúpidas. Sí, en cambio, que la mayoría de hombres prefieren la belleza al intelecto, quizá porque, como es típico en los hombres, les halague pensar que no tienen necesidad de lo primero con su propia constitución física, y que tienen suficiente de lo segundo como para buscarlo en las mujeres. En todo caso, ahí ha estado la tragedia de muchas intelectuales.

Hubo un hombre en la vida de Voltairine que la quiso por la belleza de su espíritu y la calidad de su mente, y que fue para ella una fuerza vital durante toda su vida hasta su triste final. Este hombre era Dyer D. Lum, el compañero de Albert Parsons y coeditor en The Alarm, el periódico anarquista publicado en Chicago antes de la muerte de Parsons. Podemos extraer lo mucho que significó su amistad para Voltairine del precioso tributo que le brindó en su poema In memoriam, del que cito la última estrofa:

¡Oh, vida, te amo por el amor de él
quien me enseñó toda tu gloria y tu dolor!
«En el Nirvana» —así dice en inflexión grave—
y aquí —y allí— seremos —uno— otra vez.

Medida con la vara habitual, Voltairine era cualquier cosa menos común en sus sentimientos y reacciones. Afortunadamente, los grandes de este mundo no pueden ponderarse en números y escalas; su valía reside en el significado y el propósito que dan a la existencia y, sin duda, Voltairine enriqueció la vida de significado y le dio como propósito un idealismo sublime. Pero como caso de estudio de las complejidades humanas proporciona también material muy rico. La mujer que se consagró al servicio de los oprimidos, que experimentaba de hecho una agonía punzante frente al sufrimiento, ya se tratara de niños o animales (estaba enamorada hasta la obsesión por estos últimos y daba refugio y alimento a cada gato o perro abandonado, hasta el extremo de romper la relación con una amiga por quejarse de que sus gatos invadían todos los rincones de la casa), la mujer que amó con devoción a su madre, dándole sustento a costa de sus propias necesidades, esta generosa compañera cuyo corazón estaba con todo aquel que sufriera o padeciese dolor, carecía casi por entero del instinto materno. Quizá tal instinto nunca tuvo oportunidad de hacerse valer en una atmósfera de libertad y armonía. La única hija que trajo al mundo no había sido buscada. Voltairine enfermó mortalmente durante todo lo que duró el embarazo, y el nacimiento del niño a punto estuvo de costar la vida de la madre. La situación se vio agravada por la ruptura de relaciones con el padre de su hija. La asfixiante atmósfera puritana en que vivían ambos no ayudó a este respecto. Todo ello resultó en el pequeño siendo llevado a menudo de un lado para otro, y usado más tarde por su padre como cebo para que Voltairine volviera con él. Así, despojada de la posibilidad de ver a su hijo, sin saber siquiera de su paradero, fue distanciándose poco a poco de él. Muchos años hubieron de pasar hasta que viera de nuevo al chico, y para entonces él ya tenía diecisiete años. Sus esfuerzos por mejorar la educación tan descuidada que había recibido se toparon contra un muro. Eran dos extraños. Quizá, de un modo por lo demás natural, su hijo se sintiera como la mayoría de hombres de su vida; también él intimidado por su intelecto, repelido por su modo austero de vivir. Siguió su camino. Probablemente es hoy un patriotero americano más, corriente y aburrido.

Y, sin embargo, Voltairine amó a los jóvenes y los entendió como pocos adultos. Por ejemplo, escribió a un joven amigo que era sordo y con quien le resultaba complicado conversar de manera oral:

¿Por qué dices que te alejas más y más de aquellos que te estiman? No creo que tu experiencia al respecto se deba a tu sordera, sino a la vida turbulenta que hay en ti. A toda joven criatura le llega la hora en que un nuevo impulso vital los supera, los empuja hacia adelante, sin saber adónde. Y pierden el apoyo de los andamios que sostienen su vida, y del amor paterno, y se sienten casi abrumados por la presión de las fuerzas que hay en ellos. E incluso si tienen la capacidad de oír se sienten imprecisos, intranquilos, en busca de cierta cosa definitiva que está por llegar.

Te parece que es tu sordera; pero, aunque sea algo terrible, no debes pensar que poder oír resolvería el problema de tu soledad. Sé cómo debe combatir tu alma esta privación inevitable; tampoco yo pude nunca encontrar satisfacción y me resigné a lo «inevitable». Luché contra ello incluso cuando no servía de nada ni había esperanza alguna. Pero la principal causa de la soledad es, como digo, esta marea de vida, que con el tiempo acabará por encontrar su propia expresión.

Demasiado bien sabía ella acerca del «marea de vida» y de la tragedia que representaba buscar en vano una vía de desahogo, puesto que la había reprimido durante tanto tiempo que rara vez era capaz de soltarse. Temía la «compañía» y a las masas, por más que se sintiera como en casa en el estrado; rehuía la proximidad. Sus reservas y su aislamiento, su incapacidad de romper el muro erigido por años de silencio en el convento y años de enfermedad se revelan en una carta a su joven destinataria:

Las más de las veces me abstraigo de la gente y de hablar —sobre todo de hablar—. Excepción hecha de unos pocos —muy poca gente—, odio sentarme en compañía de otros. Ya ves que he tenido (por diversas razones que no puedo explicar a cualquiera) que distanciarme del hogar y de los amigos con los que había vivido por veinte años. Y no importa lo buenos que sean conmigo, nunca y en ninguna parte me siento en casa. Me siento como una criatura perdida o errante, desarraigada, incapaz de encontrar nada con que construir un hogar. Y es por eso que no hablo mucho contigo, ni con el resto (exceptuando a los dos o tres que conocí en el Este). Siempre estoy lejos. No puedo hacer nada. Soy demasiado mayor para expandir horizontes. Ni siquiera en casa era muy habladora, salvo con una o dos personas. Lo siento. No es porque quiera ser hosca, es sólo que no puedo soportar la compañía. ¿No has advertido que prefiero no sentarme a la mesa cuando hay desconocidos? Y sólo va a peor con el tiempo. No hagas caso.

Sólo en raras ocasiones pudo Voltairine de Cleyre comunicarse libremente, entregar de la riqueza de su alma a aquellos que la querían y entendían. Fue una perspicaz observadora del hombre y sus costumbres, detectaba rápidamente el engaño y era capaz de separar el grano de la paja. En tales ocasiones sus comentarios eran penetrantes, atravesados con un humor sutil y sosegado. Solía contar una interesante anécdota acerca de ciertos detectives que fueron a arrestarla. Era 1907, en Filadelfia, cuando los dos guardias irrumpieron en su casa. Estaban muy sorprendidos de ver que Voltairine no se asemejaba a los anarquistas que aparecían tradicionalmente en los periódicos. Daba la impresión de que lamentaban tener que arrestarla, pero «son las órdenes», declararon a modo de disculpa. Registraron su apartamento, revolvieron sus documentos y libros y, finalmente, descubrieron una copia de sus poemas revolucionarios titulados El giro del gusano [1]. Con desdén la echaron a un lado. «Joder, va sólo sobre gusanos», comentaron.

Sólo en raras ocasiones pudo Voltairine sobreponerse a su timidez y sus reservas, y sentirse verdaderamente en casa con unos pocos amigos selectos. Por lo general su disposición natural, agravada por el dolor físico constante y el pitido ensordecedor en sus oídos, la hizo taciturna y extremadamente poco comunicativa. Era sombría, y sentía el peso de todas las desgracias del mundo sobre los hombres. Veía la vida principalmente en grises y negros y la pintaba en concordancia. Fue esto lo que impidió a Voltairine convertirse en una de las más grandes escritoras de su tiempo.

Pero nadie que sepa apreciar la calidad literaria y la musicalidad de la prosa negará la grandeza de Voltairine de Cleyre tras leer las historias y artículos ya mencionados, y otros contenidos en sus obras completas. En particular La cuadrilla de las cadenas, en el que imagina a los presos negros esclavizados en las carreteras del sur, es por su belleza de estilo, su sentimiento y su poder descriptivo una joya literaria que encuentra pocos iguales en la literatura inglesa. Sus ensayos son por demás vigorosos, de extrema claridad de pensamiento y una expresividad genuina. E incluso sus poemas, aunque algo anticuados en forma, se distinguen de entre mucho de lo que hoy pasa por poesía.

En cualquier caso, Voltairine no creía en el arte por el arte. Para ella, el arte era medio y vehículo para dar voz al flujo y reflujo de la vida, en toda la crudeza con que se manifiesta para aquellos que sufren y trabajan duro, que sueñan con la libertad y dedican sus vidas a su consecución. Y todavía más significativa que su arte fue la propia vida de Voltairine de Cleyre, de un heroísmo supremo instigado y urgido por su idea dominante siempre presente.

Nadie es profeta en su tierra. Menos aún el profeta americano. Pregunte a cualquier americano ciento por ciento qué sabe de los hombres y mujeres verdaderamente grandes de su país, las almas privilegiadas que aportan inspiración y belleza a la vida, que nos enseñan valores nuevos. No será capaz de nombrarlos. ¿Cómo, pues, habría de saber acerca de este espíritu maravilloso que nació en cierta ciudad oscura del Estado de Michigan, y que vivió en la pobreza toda su vida, pero quien merced a una enorme fuerza de voluntad consiguió escapar a una muerte en vida, limpió su mente de la oscuridad de la superstición, encaró su rostro hacia el sol, vislumbró un gran ideal y trató de llevarlo con determinación a cada rincón de su tierra natal? Los americanos ciento por ciento se sienten más cómodos cuando no hay nadie que importune su monotonía. Pero aquellos que se sienten almas en pena, que están sedientos de amplitud y perspectivas, necesitan saber sobre Voltairine de Cleyre. Necesitan saber que este suelo americano a veces produce exquisitas siembras. Saberlo le servirá de aliento. Es a ellos a quienes va dedicado este artículo, es gracias a ellos que Voltairine de Cleyre, cuyo cuerpo descansa en Waldheim, está siendo espiritualmente resucitada —por así decirlo— como la poeta rebelde, la artista amante de la libertad, la anarquista más importante de América. Pero, de manera mucho más ilustrativa de lo que yo pueda ser, sus propias palabras en el cierre de La forja de un anarquista expresan la verdadera personalidad de Voltairine de Cleyre:

Nuestros bien intencionados escritores satíricos señalan con frecuencia que «la mejor manera de curar a un anarquista consiste en entregarle una fortuna». Si sustituimos «curar» por «corromper», yo suscribiría esto; y puesto que no me tengo en más estima que el resto de los mortales, espero sinceramente que mi vida continúe como hasta ahora, a base de trabajo duro, a cambio de nada, y seguir hasta el final; para que me sea posible preservar la integridad de mi alma, aun con todas las limitaciones de mis condiciones materiales, antes que convertirme en un producto ramplón y hueco de las necesidades materiales. Mi recompensa es vivir con los jóvenes; sigo mano a mano con mis compañeros: moriré con las botas puestas y mi rostro vuelto hacia el Este, el Este y la luz.

La Comuna de París

La Comuna de París

La Comuna de París, al igual que otros acontecimientos significativos de la historia de la humanidad, se ha convertido en la piedra de toque para multitud de leyendas, entre enemigos y simpatizantes a partes iguales. De hecho, uno debe preguntarse a menudo cuál fue la verdadera Comuna, si la leyenda o el hecho; es decir, si lo que se vivió de verdad o, por el contrario, la imagen abstracta que ha ido formándose en la conciencia del mundo durante los cuarenta años que han pasado desde el 18 de marzo de 1871.

Lo mismo sucede con las doctrinas, con las figuras relevantes, con los acontecimientos.

¿Cuál es el verdadero cristianismo, la sencilla doctrina que se atribuye a Cristo o la predicación y puesta en práctica del cristianismo organizado? ¿Quién es el verdadero Abraham Lincoln, el astuto político que emancipó a los esclavos por una cuestión táctica o el legendario apóstol de la libertad, que se erige como una gigantesca figura del derecho iconoclasta contra las viejas injusticias y es honrado por ello con la corona del mártir?

¿Cuál es la verdadera Comuna, la que fue, o aquélla tal como nuestros oradores nos la han pintado? ¿Cuál de ellas dejará su impronta en los tiempos venideros? Nuestros nostálgicos de la Comuna se inclinarán por decir, y realmente lo pensarán, que la Comuna fue una afirmación espontánea de independencia por parte de las masas parisinas, bien conscientes de que el gobierno nacional de Francia les había ultrajado en materia de defensa contra el ejército prusiano. Ellos creen que el absurdo de la situación en que se encontraba la ciudad había abierto los ojos a la población al hecho de que el gobierno nacional, lejos de cumplir con el supuesto deber básico de todo gobierno, a saber, el de servir como medio de defensa ante un invasor extranjero, estaba en realidad tan alejado de la gente y de sus intereses que había preferido dejarles a merced de los prusianos, antes que hacer peligrar su propia supremacía al asistir en su defensa o permitirles a ellos mismos que se defendieran.

Es una lástima que esta imagen legendaria de la París emancipada no sea cierta. La Comuna, de hecho, no fue obra de la totalidad de la gente de París, ni siquiera de una mayoría de parisinos. La Comuna, en realidad, la establecieron un número relativamente reducido de hombres y mujeres capaces, por no decir brillantes, y sumamente devotos de muy diversos orígenes, pero con un porcentaje relativamente alto de militares, ingenieros y periodistas políticos, algunos de los cuales habían pasado algún tiempo entre rejas por escribir publicaciones sediciosas o por actos de rebelión. Acudieron desde sus exilios en países vecinos, creyendo haber visto ahora la oportunidad de enmendar antiguos errores, y animaron a la gente a renovar y extender la lucha de 1848. Es cierto que había también profesores, artistas, diseñadores, arquitectos y constructores, artesanos talentosos de cada rama. Y quizá no exista en toda la historia otro capítulo más inspirador que la descripción de las reuniones de trabajadores, celebradas noche tras noche, tanto antes como después del 18 de marzo, en cada uno de los distritos de la ciudad sitiada. A estas reuniones acudían los que bullían henchidos de fe en las conquistas que podían y acabarían consiguiendo, y, con la radiante visión de una nueva sociedad ante sus ojos, se esforzaban en hacérsela comprender a todos aquellos que escuchaban. Uno casi puede respirar esa fragancia de fe inflamada, de savia esperanzadora, de coraje y de osadía, como incienso primaveral; uno casi se siente allí mismo, participando del trabajo, del peligro, de ese convencimiento glorioso y equivocado que era el suyo.

Y, aun así, lo cierto es que esos apóstoles de la Comuna estaban tan cegados por su propio entusiasmo, y tan enardecidos por el que habían evocado en los demás, que no se dieron cuenta de que la enorme mayoría sin voz, que no había acudido a las reuniones públicas, que se había quedado tranquila en sus casas o que había guardado silencio en los comercios, no se había sumado a su causa ni se había visto alterada por sus enseñanzas.

Los mismos supervivientes de entre los comuneros, que debían saber de lo que hablaban, informan de que el número real de personas que se mostraron beligerantes y animadas de espíritu durante el gran alzamiento no superó los 2 000. Tal y como probablemente sucedería hoy en esta ciudad bajo similares circunstancias, la mayor parte de la gente se mantuvo indiferente a la situación, en tanto se atajase el acoso de los prusianos y se restableciese la calma y la paz de sus vidas individuales, pudiendo así volver a sus tareas. ¡Si la Comuna hubiera sido capaz de asegurar tal cosa, otra suerte hubiera corrido! Estaban cansados del asedio; y anhelaban sus miserias de antaño, a las que de algún modo ya estaban acostumbrados; difícilmente podían soñar con algo mejor.

Pero, como suele ocurrir cuando llega el momento decisivo, esa misma gente llana, impasible e indiferente, que ni conoce ni se interesa por selectas teorías de derecho político, soberanía municipal, etc, ve con más claridad la lógica de una situación que aquellos que se han enredado en la teoría. También la gente de París vio, en general, una vez la Comuna se hubo hecho realidad, que la única manera coherente de proceder era hacer la guerra tanto política como económicamente, cortar cualquier fuente de suministro al ejército nacional que hubiera en la propia ciudad. En lugar de obrar así, el gobierno de la Comuna, ansioso por demostrarse más ejemplar que el antiguo régimen, defendió estúpidamente el derecho a la propiedad de sus enemigos, y siguió permitiendo al Banco de Francia dotar de suministros a aquellos que estaban financiando al ejército de Versalles, el mismo ejército que se preparaba para degollarles.

Naturalmente, entre la gente de a pie creció el descontento frente a semejante programa sin sentido, y en general no participó en la batalla final contra las tropas de Versalles, ni se opuso a la idea de que éstas entraran a la ciudad. Es probable que no fueran pocos lo que dejaran escapar un suspiro de alivio ante la perspectiva de que retornara el mal menor. Ni se imaginaban que acabarían pagándolo con su propia sangre, ni que ellos, que jamás habían movido un dedo por la Comuna, se convertirían en sus mártires. Jamás llegaron a concebir la salvaje venganza que la ley y el orden impondrían sobre la rebelión, los saturnales del poder restaurado.

¿Pudieron dormir, me pregunto, durante la noche de la víspera del 20 de mayo, cuando aquel oscuro trueno de la venganza se preparaba a caer sobre sus cabezas? Algunos sí durmieron bien la noche siguiente, y lo siguen haciendo; «Dio entonces comienzo una gran matanza espantosa e ingente», un homicidio cuya representación pictórica, incluso después de que estos cuarenta años la hayan enterrado en el tiempo, remite al escalofrío de la sangre, y hace rechinar los dientes ante el horror y el odio más extremos. MacMahon pregonó la paz por las calles y envió a sus tropas para tal propósito; en nombre de dicha paz, Gallifet, la encarnación del demonio, hizo que sus hombres predicaran con el ejemplo y cabalgaran de cabo a rabo las calles de París, volando los sesos a los niños. Si una mano asomaba por la persiana, cosían la ventana a balazos. Si un grito de protesta escapaba de cualquier garganta, se invadía la casa y se expulsaba a sus inquilinos, alineados contra la pared y fusilados allí de pie. También los doctores y enfermeras que flanqueaban en los hospitales las camas de los heridos y enfermos de gravedad fueron aniquilados allí mismo. Tal era la paz de MacMahon.

Tras las masacres a pie de calle, llegaron las masacres de las fortalezas, las estacas de Satory, el hacinamiento de prisioneros, el macabro inspector con el farol, la espantosa exhortación a levantarse y a seguirle, las zanjas que los condenados a muerte cavaban en la tierra resbaladiza y empapada de sangre para que sus propios cuerpos cayeran en ellas. ¡Treinta mil personas sacrificadas! ¡Sacrificadas por la insaciable venganza de la autoridad y el delirio en la sed de sangre de los soldados profesionales! ¡Sacrificadas sin preocuparse por que hubiera un motivo, sin una sombra de sospecha, nada más que por el gusto de una rabia insensata!

Tras el festín de la cólera, el festín de la inquisición. La reclusión de presos en sótanos del tamaño de un agujero, donde debían permanecer de cuclillas o recostados sobre la tierra húmeda, y ver la luz sólo durante apenas media hora al día cuando un inesperado rayo de sol se colaba a través de alguna rendija abierta. El traslado de estos presos día y noche a lo largo de todo el país; a veces en remolques para ganado, asfixiados, hambrientos y encajonados, aun cuando nuestra sociedad carnicera se avergüenza de apelotonar a los cerdos para la matanza; a veces en espantosas marchas, casi siempre de noche, con frecuencia soportando el calado de la lluvia, a culatazos de mosquete de los soldados, cuando se quedaban rezagados por debilidad o cojera.

Entonces vinieron los centros de detención, con sus interminables tormentos de hambre, frío, parásitos y enfermedades, y la sombra de la muerte siempre al acecho. Siguieron las torturas a amigos y conocidos de los comuneros o sospechosos de serlo, para hacer que confesaran el paradero de sus amigos.

Los que habían visto tales cosas, ¿serían capaces de «perdonar y olvidar»? ¿Ellos, que habían visto cómo fustigaban a críos de diez años para que revelasen dónde estaban sus padres? Mujeres enloquecidas ante la terrible decisión de entregar a sus hijos, que habían tomado parte en la batalla, o a sus hijas, ajenas a ella, a la brutalidad de la soldadesca.

Tras el calvario de la persecución, el calvario de los juicios, farsas solemnes, crueldades felinas. Después, la gran hilera de exiliados abatidos desfilando desde la prisión hasta el puerto, amontonados en buques de carga, vigilados como animales de jaula, conminados a no hablar, la boca del cañón siempre amenazante sobre ellos, y tan a la deriva, rumbo a tierras remotas, a islas estériles y orillas febriles, para consumirse en soledad, en inutilidad, en sueños yermos de libertad que terminaban en cadenas alrededor de sus tobillos o en muerte sobre arrecifes de coral; tal era la sabiduría y la piedad mostradas por el gobierno nacional hacia la ciudad rebelde que había erigido la gloria de Francia, y cuya belleza es la belleza del mundo. Si debemos aprender alguna otra lección, habrá de ser ésta: la descarnada venganza de la autoridad restaurada. Si alguien llega a rebelarse, dejen que se rebele hasta el final; no hay esperanza más fútil que la esperanza en la justicia o la misericordia de un poder contra el que se ha dirigido la rebelión. No hay fe más simple o más imprudente que la fe en el buen criterio, en el juicio o en la sabiduría de un gobierno restablecido.

Si en aquel momento el principio esencial de la Comuna independiente podía haberse llevado a cabo, por medio de una respuesta general de la ciudades de Francia con acciones análogas (en caso de que París hubiese perseverado unos meses más en la lucha), no soy lo bastante buena historiadora o profeta para decirlo. Me inclino a pensar que no. Pero, ciertamente, la lucha hubiera sido otra, mucho más fructífera en sus resultados, tanto entonces como más tarde (incluso si hubiera acabado siendo sofocada), si el movimiento hubiese pertenecido realmente a toda esa gente que fue tan indiscriminadamente asesinada por él, tan vilmente torturada, tan despiadadamente exiliada. Puesto que de haber sido la forma de expresión deliberada en que se manifestara la voluntad de ser libres de un millón de personas, habrían confiscado todo suministro que estuviera siendo facilitado al enemigo dentro de sus propias murallas; habrían repudiado los derechos de propiedad creados por el mismo poder que estaban tratando de tumbar. Habrían visto lo que era necesario hacer, y lo habrían hecho.

Si los que eran comuneros de verdad hubieran visto ellos mismos la lógica de sus propios esfuerzos, y hubieran entendido que para derrocar el sistema político de dependencia que esclavizaba a las comunas estaban obligados a derrocar las instituciones económicas que engendra el Estado centralizado; si hubieran proclamado la comunalización de los recursos de la ciudad, quizá se hubieran ganado la fe de la gente en su lucha, despertando así un esfuerzo diez veces mayor con vistas a imponerse. Si, una vez más, a eso hubiera seguido un contagio por las demás ciudades de Francia (lo cual era posible), la llama podría haberse propagado por toda la Europa latina, cuyos países podrían estar proporcionando ahora un ejemplo práctico del alcance de un socialismo rectificado y de una autonomía local. Esto es lo que ocurrirá probablemente en el próximo estallido de carácter similar, siempre que los políticos sean tan torpes a la hora de hacer política como para provocarlos. De entre los estudiantes más aventajados que se ocupan de los asuntos de la sociedad, pueden encontrarse quienes están seguros de que el curso del progreso irá en esa dirección.

Con franqueza digo que no puedo predecir los derroteros del progreso futuro: mi vista no alcanza tan lejos, ni mi panorámica se eleva lo suficiente. Donde otros quizá contemplen la luz del sol de la mañana, yo sólo distingo una neblina: ráfagas de polvo y condensaciones lóbregas que oscurecen el futuro. No sé hacia dónde conduce el camino, ni en qué términos discurre. Sólo al echar la vista atrás puedo atrapar destellos del largo, penoso y terrible camino por el que ha avanzado la humanidad; ni siquiera eso veo con claridad, sólo algunos tramos aquí y allá. Pero lo suficiente como para saber que nunca ha habido una línea recta y constante. El camino siempre se retuerce y retrocede, e incluso cuando toca ganar algo, algo se pierde.

Ante las embestidas de la naturaleza, el hombre tiende a reunir toda su fuerza social, y pierde así la libertad de que gozaba en su estado de aislamiento. Contra los inconvenientes de una sociedad primitiva, vierte su genio inventivo, abarca tierra, mar y aire, ¡y por el propio acto de sobreponerse a sus limitaciones se carga de grilletes a sí mismo, creando una riqueza cuya producción le exige esclavizarse!

¡Y éste es el camino del progreso, que no estaba previsto!

¿Qué les espera? ¿Y qué esperanza queda? ¿Y con qué ayuda se cuenta?

¿Qué nos aguarda? Nos aguarda lo desconocido, como siempre ha sucedido, oscuro, impreciso, inmenso, impenetrable; espera el misterio que impele a los jóvenes y fuertes a decir «Ven y hazme frente»; el misterio por el que el viejo y sabio da marcha atrás y dice «Más vale malo conocido que bueno por conocer»; viejo y sabio, sí, pero ¡ay!, ¡también desalmado! El misterio de las fuerzas aún ignotas de la tierra, el sol y las profundidades, cuya pérdida podría alterar de tal modo el orden de cosas que lo que ahora pensamos que es garantía de libertad se convierta en las cadenas mismas de la esclavitud, como ya ha sucedido antes con libertades que se han ganado laboriosamente a golpe de ley, puestas luego por escrito para que los no nacidos se atuvieran a ellas. Y a pesar de todo, nos aguarda.

¿Es usted fuerte y valiente? Lo desconocido le invita a la lucha, le desafía con su conquista. Mejor aún, quizá se trate de su futura amada, que espera recompensar su pasión valerosa con los fervores de una nueva creación. ¿Es asustadizo y débil de espíritu? Incline su cabeza hacia el suelo. Todavía le espera el futuro; todavía debe amoldarse al camino que otros recorran. Quizá pueda obstaculizarles, retrasarles; pero no puede pararles, ni siquiera a usted mismo.

La lucha aguarda; lucha casi siempre fracasada, devastada, vana. Y lo que es peor, aguarda la espera, el largo impás de inacción, en el que nadie hace nada, cuando ni siquiera el osado es capaz de otra cosa que moverse en círculos concéntricos; cuando nadie sabe qué hacer, salvo aguantar la presión cada vez más acuciante que ejercen unas condiciones intolerables, que no sabe cómo mejorar; cuando vivir se asemeja a una monótona travesía por un desierto anodino, en el que la misma palabra inmisericorde, «Inútil», mira a uno a los ojos desde cada una de las absurdas escapatorias que trata de tomar a la desesperada. Y más feliz es quien perece en una lucha vana que quien, con un alma caliente e irritable, pero con gran perspicacia, se da cuenta de que está condenado a avanzar siempre sometido a los males del mundo.

¿Queda alguna esperanza? Que la creciente presión que ejercen las circunstancias pueda despertar inteligencias; que incluso de la lucha vana, de la lucha frustrada, puedan emanar consecuencias buenas imprevistas, tal y como de mejoras innegables en la vida material se desprenden enfermedades imprevisibles.

La Comuna esperaba liberar París, y con ello dar ejemplo a muchas otras ciudades. Terminó siendo un completo fracaso, y no se liberó ciudad alguna. Pero, más allá de este fracaso, la habilidad y la maña de su gente traspasó fronteras, desde los núcleos civilizados hasta las tierras semidespobladas; y allá donde llegó su arte, también lo hicieron sus ideas, y así la «Comuna», la Comuna idealizada, se ha convertido en la consigna de los talleres del mundo entero, dondequiera que haya acaso unos pocos trabajadores tratando de despertar a sus compañeros.

Hay quienes cuentan con firmes anhelos; quienes creen que saben exactamente cómo van a abolirse el exceso de trabajo, el paro y la pobreza, así como todas las consecuencias en forma de esclavitud espiritual que les van aparejadas. Tales son quienes creen que pueden ver el curso del progreso en toda su dimensión a través de la ranura de una urna. Temo que sus obras acarreen también algunas consecuencias inesperadas, si es que llegaran a ejecutarlas; temo que su estrechez de miras acabe por decepcionarles hondamente. Escalar una montaña es muy distinto a ponerse uno mismo en la cumbre.

No importa: el hombre siempre alberga esperanza: la vida siempre alberga esperanza. Cuando no es posible trazar un objeto bien definido, el indomable espíritu de la esperanza aún incita a las masas a dirigirse hacia algo; hacia algo que de algún modo mejorará lo anterior.

¿De qué ayuda se podrá echar mano? De ninguna que proceda de un poder exterior; de ninguna que llegue por encima de las cabezas; de ninguna del cielo, por mucho que se rece por ella; de ninguna que venga de la mano de grandes hombres sabios, ni buenos, por sabios o buenos que fueren. Semejante servicio siempre acaba en despotismo. Tampoco contribuye en modo alguno la abnegación de amables fanáticos cuyos esfuerzos terminan en un fiasco deplorable, como pasó en la Comuna. La ayuda queda reservada únicamente a la voluntad general de aquellos que se encarguen de decir cómo, cuándo y dónde la ofrecerán.

La fuerza de la lección que se extrae de la Comuna reside en que no puede liberarse quien no ha concebido aún la libertad; por más que puedan aprender a concebirla a partir de tales ejemplos. No puede otorgarse como un regalo; quienes la quieran deben aprehenderla. Permítasenos soñar con que, aquellos que la habrían otorgado de buena gana, compraran tanta con su sacrificio que alcanzara los ojos ciegos del sonámbulo proletariado, con una luz que les haya hecho, al menos, soñar con despertar.

Thomas Paine

Thomas Paine

Hablar de Thomas Paine es hablar, a un tiempo, de valentía atemperada con buen juicio, de valor tanto físico como mental, de visión de futuro y prudencia acompañadas de una incondicional generosidad, de la paciencia y entereza necesarias para quien mira más allá, de la constancia de que precisa el ideal que aguarda a ser alcanzado, de ese poder sobre los hombres no conferido por dictado externo alguno, y quizá mejor representado por la piedra imán, que en tiempos de revolución brota siempre en los lugares más inesperados; de la gloria insobornable del hombre que deviene héroe porque se requieren héroes y no pone precio a sus servicios ni calcula sus réditos, lo que no quiere decir que se menosprecie (algo tan imposible como indeseable entre las personalidades vigorosas), sino simplemente que, en el momento de la verdad, deja en un segundo plano su propia importancia. Thomas Paine es otro nombre para todas estas cualidades, y en su máxima expresión. Y uno tiene la sensación, cuando se refiere a él, de que se traiciona si no le rinde un perfecto tributo. Sin embargo, ésta es la situación a la que me veo forzada: de decir menos de lo que debería, y menos de lo que me gustaría si dispusiera de las palabras y la habilidad para utilizarlas.

No guardo en gran estima a los ponentes que se presentan con disculpas ante el público, ni me propongo yo misma hacer lo propio; sólo menciono esto para que estén al tanto de que lamento, quizá más intensamente que cualquiera de ustedes, mi fracaso a la hora de hacer justicia a Paine. Durante el medio siglo en que su historia, recuperada principalmente gracias a pequeños grupos de librepensadores, dispersos aquí y allá, que han ido difundiendo su palabra, como pequeños zorros bajo el fuego abriéndose paso entre los maizales, ha empezado a asomar la cabeza de entre los cenagales de calumnias y porquería que los ortodoxos habían vertido sobre ella, los esfuerzos se han dirigido a forjarle una reputación como reformador religioso. Y sin duda de manera acertada. Se percatará de esto quienquiera que, sin animosidad preconcebida, lea su obra La edad de la razón, por mucho que discrepe de la crítica de Paine o considere que no ha profundizado en la construcción de su filosofía. E igual de apropiado es, asimismo, que el libro por el que ha pagado un mayor precio, tanto antes como después de su muerte, sea el escogido para su defensa. Con todo, lo que se ha conseguido ha sido más bien perder la perspectiva ante lo que al menos a mí me parecen sus actos e ideas más elevados. Pues así como sucedió con los ortodoxos, otros muchos tantos librepensadores han olvidado también su inmensa labor en el campo de la lucha activa contra la dominación del hombre por el hombre. Es cierto que su mente no trascendió los paradigmas de la época, y no fue así, tanto mejor, debido a su extraordinaria capacidad para movilizar a las masas. Los solitarios heraldos del nuevo amanecer marchan en soledad; no importa con cuánto ardor deseen llevar consigo a otros, no les es dado. Y de haber sido Paine uno de esos que se abren camino entre formas del pensamiento al modo de Copérnico, Kant o Darwin, habría librado una guerra constante contra sí mismo. Una mitad de su naturaleza habría elegido el camino solitario; la otra mitad, la del exaltado, la del propagandista, habría puesto el grito en el cielo, clamando que debían acompañarle; debo hacer algo para que vengan conmigo. La clave del éxito de Paine fue, pues, que al estar tan en comunión consigo mismo, al creer hasta las últimas consecuencias en lo que predicaba, y al tener fe con todas sus fuerzas, la gente se sentía genuinamente impelida a creer y a desear. Para desgracia de todo orgullo intelectual, éste es el hombre que se alza por encima de nosotros, que hace las cosas a su manera; el hombre al que amamos y admiramos, ¡este hombre consecuente consigo mismo, que conoce el remedio para los males del mundo y pone toda su esperanza en él!

Puede verse, con la privilegiada perspectiva que otorgan cien años de experiencia, que sus credos políticos y religiosos han quedado desfasados. Pero esto carece de importancia. Tampoco los nuestros sobrevivirán cien años, y ninguno de nosotros, ni uno solo, es lo bastante bueno como para predecir por dónde vendrá el desencuentro. No nos corresponde cargar por adelantado en nuestros hombros con bestias que aún no conocemos, ni le correspondía a Paine cargar con las nuestras.

En cualquier caso, aun sin concederle el don profético, sigue siendo cierto que supo vislumbrar el tejido moral de nuestra constitución, el conflicto inminente de 1812 y la gran problemática de los años 61 al 65.

Al llegar por vez primera a este país, Paine hizo algunas colaboraciones para el Pennsylvania Magazine, en una de las cuales reclamaba justicia para los negros, fundamentando su petición, como era habitual, en la igual naturaleza del hombre sin distinción de su color. Más tarde, con la constitución ya redactada, reprocharía que no se hubiera hecho nada por los negros, y en sus cartas dirigidas a los americanos, escritas con posterioridad a su encarcelamiento en Francia y en las que se alude a la constitución en tono cáustico, clamaría de nuevo por el medio siglo en el que todavía no se había conseguido liberar a estos hombres de su yugo. Paine ya anticipaba que, al fin y al cabo, nada bueno podría derivarse de la esclavitud, puesto que todo mal trae consigo un mal equivalente. Las sepulturas de nuestros soldados en los cementerios nacionales, los miles de hombres blancos lisiados, demacrados y harapientos, todos ellos atestiguan cuán bien previó la venganza de los tiempos.

En su misiva a Washington —en parte injusta debido al hecho de que, tal y como sabemos ahora gracias a Moncure Conway, había sido el gobernador Morris y no Washington el responsable de no haber logrado librar a Paine de la cárcel en Francia, dato que Paine desconocía en aquel momento— podrá encontrarse la más grave ofensa jamás escrita contra la constitución. A quienes nos consideramos anarquistas se nos tilda de traidores por discursos mucho más blandos. Y aquí estaba el hombre «cuya pluma había hecho más por la revolución que la espada de Washington», como declaraba su más acérrimo enemigo; el hombre que creía en cuerpo y alma en la república, y por la cual entregó su capital y su esencia y puso su vida en riesgo. Este hombre, cuya devoción por América no admite réplica, declaró que la constitución americana era el espejo en el que se reflejaban los aspectos más depravados de la constitución británica, un suelo fértil para monopolios y para todas las disfunciones que se siguen de ellos. Somos nosotros los que experimentamos tales disfunciones, nosotros, que conocemos la gigantesca herramienta de opresión en que se han convertido la constitución y la intrincada maquinaria del poder legislativo. Pese a todo, quizá no lo sintamos nosotros tan profundamente como sintió él la garrafal metedura de pata; pues mientras que nosotros sabemos cómo nos muele y tritura en cuerpo y alma, de qué manera levanta prisiones y arma cadalsos, siempre hemos sentido el peso del yugo en las espaldas, mientras que él había llegado a ver un país libre. Él había participado de pleno en la batalla, había tomado su parte en la lucha y conquistado la victoria, sólo para verla desvanecida en la cobardía del pensamiento. Esto debió ser ciertamente amargo; y es esta amarga protesta por el sacrificio realizado la que sitúa a Paine, en cuanto a su influencia en la historia futura, entre los más destacados de su tiempo. Pertenecen al pasado el hecho de que fuera el propulsor, en la famosa reunión donde Adams, Franklin y Washington se abstuvieron de expresar en voz alta la idea que atribulaba sus almas, del movimiento directo por una independencia política en América; el hecho de que fuera el único hombre en América capaz de escribir la palabra precisa en el momento oportuno, y cuya voz fuera el viento que arrastrase las dispersas llamas de la insubordinación y la rebeldía hacia el incendio de la revolución; el hecho de que fuera él, vaciando sus arcas, quien propusiese y encabezase el plan para salvar al ejército, cuando incluso Washington se desesperaba ante la perspectiva de que cundiera el sublevamiento y la deserción entre los soldados; el hecho de que, expulsado él mismo de Inglaterra, despertara tanta animadversión contra la ficción de los derechos divinos como fuera posible; el hecho de que tomara la mayor parte activa posible en contribuir al trabajo de los revolucionarios franceses, en lo que él pensaba que sería el inicio del colapso de la monarquía a lo largo de Europa, así como el germen de una república continental de carácter universal, o bien de una confederación de repúblicas hermanas; el hecho de que fuera él el único hombre de la convención que osara postularse a favor de preservar la vida de Luis XVI, poniéndose con ello bajo el foco de la sospecha, para ser después encarcelado y condenado a muerte; todos estos son acontecimientos relevantes cuando se pasa revista al temperamento de un hombre, y ayudan a comprender el desarrollo de aquellos días, en que la historia se escribía a zancadas. Aun así, ante las necesidades del presente, ninguno de estos hechos adquiere tanta trascendencia como la voz del descontento que implora por una eterna vigilancia, y que resuena a través de unas cartas casi desconocidas que valdrá la pena reimprimir el día en que la libertad americana, desde su tumba, sienta los primeros atisbos de resurrección. Si, como Paine, creyésemos nosotros en Dios, quizá debiéramos «rezar para que ese día llegue pronto».

Ése es el carácter de los hombres que imprimen su sello en la historia; son realistas respecto a la línea que marcan los acontecimientos de su tiempo, pero sin quedar cegados por la evolución de éstos; atentos para ver con claridad en qué punto es más susceptible de deformarse esa línea, y adónde conducirá ese nuevo camino abierto; hacen sonar la campana que aún dejará oír un eco en el futuro, alarmante, despertando con su escalofriante grito los oídos embotados por la costumbre y las almas destrozadas que empiezan a preguntarse ¿no era aquello un fantasma de la Revolución? Llegado ese día, quizá no tan lejano como nos tememos, Paine, contemplando millones de fogatas con sus grandes ojos penetrantes, estará más vivo que nunca.

Pese a haber criticado el hecho de que, en detrimento de su vertiente política, se haya exaltado más su figura como reformador religioso, no puedo omitir esa parte de su obra tan bien conocida por todos, y siempre de tanta actualidad, por más que se haya exagerado y menospreciado La edad de la razón por su contenido iconoclasta. Pero tenemos una gran deuda con Conway, el mejor estudioso de Paine, que, de entre las numerosas biografías que ha escrito, ha querido que la de Paine sea la obra maestra de su vida (y es una de la que cualquier otro escritor estaría orgulloso de considerar como su obra maestra), aportando un punto de vista diferente sobre este trabajo.

Desconozco si el sesgo unitarista del señor Conway pudo haberle influido; es posible. Es posible que su ávida búsqueda positivista haya determinado de manera inconsciente su propia actitud hacia el gran héroe, y modificado la interpretación de sus palabras. Yo creo que así ha sido; y lo creo porque pienso que es inevitable; que, en tanto seres pensantes, vemos nuestros propios ideales reflejados en los demás. Pero dejando de lado los juicios preconcebidos del biógrafo, Conway todavía cuenta con un magnífico argumento para poner a Paine en el lugar del que esgrime la defensa. Ya no vemos el libro como un ataque a la religión, sino como su defensa; la defensa de lo que es benéfico, permanente y necesario en la sustancia religiosa de la naturaleza humana, contra escribas y fariseos por un lado, y contra filisteos por el otro. Era el llamamiento a la redención sacudiendo el polvo y las telarañas, una protesta contra la demolición como método para acabar con las arañas. Una gran precondición para entender La edad de la razón es una cierta familiaridad con la literatura de la época —especialmente la francesa—. Los panfletos, los periódicos y los libros son cristales que preservan el Zeitgeist del siglo XVIII. Prescindir de este conocimiento nos impide adentrarnos en la manera de pensar de la gente de entonces, en lo que era nuevo y lo que era viejo, lo que era aceptable y lo que no lo era. Y descubriremos por este medio que la moda satírica, popularizada por Voltaire y tan admirablemente encarnada por la delicadeza de la lengua francesa (una lengua de dobles sentidos e insinuaciones hemi-demi-semi-perfiladas), y el aún más reprobable hábito de deducir inmensos supuestos generales a partir de supuestos muy escasos y particulares, o, incluso, de concebir primero los supuestos generales y hacer encajar luego los particulares, o prescindir hábilmente de ellos, permeaban no sólo la filosofía francesa, sino también las cabezas de la gente corriente, al punto que la religión casi se había convertido en un término obsoleto, una infundada superstición a no tener en cuenta, innecesaria conforme a la teoría del derecho natural aceptada por todos. ¡Defenderla, mantener que había algo más en ella, era equivalente a suplicar por la vida del rey antes de la convención! Era, después de que el rey fuese desposeído, seguir firme en la defensa de lo que nos hace humanos; era decir que bajo las baratijas y oropeles de las religiones, el inquebrantable corazón del hombre, de todos los hombres que algún día vivieron, había expresado sus más nobles aspiraciones. Y Paine arrancó los oropeles y dijo «Pon aquí tu mano; he aquí el latido»; y por haber rasgado los oropeles, los ortodoxos hubieran querido apedrearlo; y por haber dicho «he aquí el latido», los filósofos habrían comenzado a afilar sus cuchillos. Y él, en medio de los dos, proclamando aquello en lo que creía, no calculó los daños. Puede que no creamos como él creía; muchos de nosotros ni siquiera creemos. Pero así era el hombre al que amamos, portador de algo superior al juicio de los hombres; se mantuvo firme, y siguió firme, aun bajo persecución, hasta el fin de sus días.

Tal vez no exista nada más conmovedor que los últimos años, la muerte y sepultura de Paine. El mundo hubiera sido un lugar más pobre de haber muerto antes; pero en cuanto a él, en cuanto al hombre, el fusilamiento o la guillotina hubieran sido más amables que una vida desgraciada, marginado, dado de lado por la nación a la que había entregado todo sin pedir nada a cambio, despreciado por políticos cobardes y acosado por fanáticos religiosos, incluso en su lecho de muerte. Pero, si bien solo, conmovedoramente solo, hay sin embargo algo que sacude los nervios con un frío y delicado estremecimiento en ese extraño cortejo fúnebre, ese cortejo mínimo de los cuáqueros hicksitas, los dos negros, la viuda francesa y su hijo. Me pregunto qué clase de día hizo; si el sol brilló o se posaron las nubles sobre la tumba solitaria en aquella pequeña granja, cuando Margaret Bonneville comentó a su hijo: «Quédate ahí a sus pies, por Francia; y yo lo haré aquí, por América». Ignoro dónde estaban los hicksitas y los negros cuando su augusto cuerpo bajaba a las profundidades, pero allá, no muy lejos, en algún lugar, estaba la raza de los hombres por liberar, aquellos a los que tan vanamente había defendido, y también allá, muy cerca, en algún lugar, acechaba la revuelta del alma contra sus amos espirituales. Y de aquella tumba brotaron llamas dispersas, las llamas de un fantasma resucitado, el Paine vivo del 61, la Gran Realidad.

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Notas al pie

[1] The Worm Turns en el original, construcción habitual en el mundo anglosajón, acuñada por John Heywood en su colección de proverbios y popularizada más tarde por William Shakespeare en su obra Enrique VI, tercera parte, para designar a alguien cuya suerte ha cambiado, o que, por dócil o indefenso que fuere, se ha rebelado ante una injusticia que le oprime. (N. del T.)