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Con tintes de nostalgia y humor ácido, Berlín rescata el aliento de una Europa pintada por Magritte: desvencijada, nocturna, asolada por la lluvia. En un viaje histérico que refleja la agitación de una juventud sin propósito claro en la vida, el viejo continente se convierte en un escenario demencial en el que el tedio y la normalidad amenazan con destruirlo todo. Cansados de ver la vida pasar frente a una pantalla, dos amigos compartirán hostal y confesiones alrededor de un pitillo, comida rápida y alcohol. Deambularán por las calles que un día pisaron Kafka, Hesse, Stendhal y que ahora inundan las ratas, a la sombra de edificios señoriales de una época distante.

—Consulta su ficha completa en nuestro catálogo

Con tintes de nostalgia y humor ácido, Berlín rescata el aliento de una Europa pintada por Magritte: desvencijada, nocturna, asolada por la lluvia. En un viaje histérico que refleja la agitación de una juventud sin propósito claro en la vida, el viejo continente se convierte en un escenario demencial en el que el tedio y la normalidad amenazan con destruirlo todo. Cansados de ver la vida pasar frente a una pantalla, dos amigos compartirán hostal y confesiones alrededor de un pitillo, comida rápida y alcohol. Deambularán por las calles que un día pisaron Kakfa, Hesse, Stendhal y que ahora inundan las ratas, a la sombra de edificios señoriales de una época distante.

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Berlín

− Capítulos

Berlín

− Capítulos

I · Nick Cave (and the seeds)

II · Las nuevas dimensiones del tablero

III · Dictadura química

IV · Ochoymedio

V · Fabrizio

VI · Sombras alargadas

VII · Odio París

VIII · Hors catégorie

IX · Truskel

X · Un día de abril

XI · Laboratorio en llamas

XII · Nuevo Mundo

XIII · El gañán de Vallecas

XIV · Sally Cinnamon

XV · Anfield Road

XVI · True Love Waits

XVII · Vino Tinta

XVIII · El hombre del asfalto

XIX · Verano

XX · Pequeño Speedy

XXI · Swissburger

XXII · Toda la noche conduciendo

XXIII · De Wallen

XXIV · Oro, incienso y mirra

XXV · Impostores

XXVI · La noche que lo cambió todo

XXVII · Mantequilla

XXVIII · Broen

XXIX · Intelectuales

XXX · La ciudad púrpura

XXXI · Síii

XXXII · Crujidos

XXXIII · El ascenso al monte Petrín

XXXIV · Gato esquivo

XXXV · La fiesta nacional

XXXVI · Ser joven

XXXVII · Mediterráneo

XXXIII

XXXIII

«La tecnología cambiará el mundo, pero en ningún caso estará al servicio de su destrucción».

—Isaac, a los 16 años.

De camino a Dresden y posteriormente a Praga me viene a la cabeza toda esa gente rica que en estos momentos está gastando su fortuna en casinos y yates en costas de ensueño, pienso en los ugandeses rasgando la tierra con sus uñas raídas y pienso en el adolescente americano aburrido en su cuarto, lleno de posters y tablas de skate, pienso en lo aleatorio que es el flujo de la vida y el dinero, estar en un lado o en otro sólo responde a la pura casualidad, existe el mérito, por supuesto, pero en un escenario de proporciones descomunales el tablero ejerce una influencia decisiva. Silva me habla de la fusión nuclear y divaga sobre los combustibles fósiles y lo maravillosa que es la ciencia, anhela presenciar la inauguración de la primera central de fusión nuclear en funcionamiento, contemplar al hombre alcanzando el fenómeno de la singularidad, asistir a la función en la que se desvelará el misterio de la gran danza sináptica, vamos a ciento cincuenta por la autovía y es cierto, de todos los flujos de la vida, la carretera es el nuestro.

Atravesamos varios pasos montañosos perseguidos por el curso del Danubio, que descendía con la vigilancia del librepensador y la calma del demiurgo que ha volcado todo su poder en la creación de una obra maestra, y ahora aspira plácido los deleites de la Gran Pipa. En la cuenca del cauce no había una nube de más y tampoco de menos; era admirable la templada insistencia con que el sol doraba las praderas verdes que se azoraban sobre la ribera, y las complacientes casas allí apiladas que desafiaban a la gravedad, algunas de las cuales se extendían hasta adentrarse en los bosques. Las sinuosas carreteras por las que avanzábamos se debatían entre claros y oscuros en su paso por los túneles, ante la irreverencia de los ciervos imaginarios y los conductores suicidas.

Llegamos al hostal desorientados pasada la hora de la merienda, con los tímpanos zumbando, buscando inútilmente nuestra constante. Liquidamos los trámites y casi se nos salen los ojos de órbita cuando nos enteramos de que disponíamos de sauna y piscina climatizada, pero cuando fuimos a comprobarlo estaba todo el mundo gritando y desfalleciendo del calor, así que nos fuimos a morir a las literas.

Puede que durmiéramos más de quince horas seguidas. Despertamos ya de día y fuimos directos hacia la boca de metro, porque el hostal quedaba un poco distante de los lugares que queríamos visitar. También debíamos cambiar una vez más de divisa, por suerte Silva conocía todos los multiplicadores, esto era importante para prevenir el fraude; por el contrario, mi cartera era un pozo de herrumbre y hacía semanas que me limitaba a repartir monedas sin ningún criterio, y algunos comerciantes me las devolvían de muy mala gana.

También iba acostumbrándome poco a poco al balanceo del nuevo sonido; el checo oscila en un tono caramelizado y trascendente, las sílabas merecen la atención. Bajamos los más de cien escalones del Clementinum no sin cierta agonía y nos sentamos en uno de los bancos más próximos al órgano; había allí un majestuoso piano de cola acompañado por una presencia femenina que desprendía un aura tal que podría haber iluminado por completo la nave central, pero la misericordia le poseía, el fulgor de lo divino es una luz que brilla hacia dentro y revela senderos íntimos, desde fuera el resto se resigna a lo evidente. El reverso de su torso se destapaba hacia los hombros, donde una sencilla coleta recogía su pelo castaño, liso y brillante; con su vestido de cuello abierto ribeteado en tonos claros acariciaba las teclas como bendecida por los dioses y sus dedos, largos y elegantes, elegían el momento preciso para descender y condensar el sonido; de vez en cuando levantaba la mirada y sonreía a los que estábamos sentados tras ella, atenazados por el Ave María. Desde mi posición su cuerpo quedaba sesgado por la cintura y bajo el órgano podía ver cómo sus pies pisaban los pedales dentro de unas deportivas blancas; de cintura para arriba se debía a nosotros, su público inexperto, pero en la intimidad se comunicaba con Mozart con sus zapatillas harapientas.

Pensé en acercarme y suplicarle, llámame cuando bajes a la tierra, pero me dije, yo no soy esa clase de persona. Iba a casarme con ella, lo tenía decidido.

Dimos vueltas y vueltas por Malá Strana, bordeamos la zona noble del castillo y nos adentramos en el callejón de oro, hogar de orfebres y delincuentes en el pasado, ahora la casita de Kafka empapelada con ejemplares en tapa dura de sus mejores obras —me compré uno—; recorrimos cada callejuela de la Staré Město, admiramos la imponente torre del Reloj Astronómico, visitamos la sinagoga y rezamos sobre las lápidas del viejo cementerio judío, no nos regodeamos ni por un momento en la pereza porque todo aquello era realmente bonito y digno de ver, y cuando el sol ya se rendía iniciamos la subida por la falda del monte Petřín; no levantaba mucho más de trescientos metros, pero el cansancio lo convirtió en poco menos que uno de los catorce ochomiles, y sentimos lo mismo que siente una hormiga cuando se dirige hacia la madriguera, con sus pasitos cortos y felices y una miga de pan entre las patas y llega un gracioso y le pone el pie en mitad del camino. Estábamos decididos a coronar el monte porque en lo alto habíamos visto una torre, y queríamos tener Praga a nuestros pies. A mitad de camino nos quedamos completamente a oscuras, nos sentamos en un tronco asimétrico y respiramos hondo cuando se levantó una brisa agradable; pero más adelante el camino se estrechaba y lamentamos profundamente no haber cogido algo de abrigo. Tras perdernos nueve veces alcanzamos la base de la torre; guardaba ésta un parecido asombroso con su homónima parisina, que encuentre las razones quien esté interesado. Un cartel blanquecino anunciaba la posibilidad de montar en ascensor por unas cuantas coronas, en cualquier caso comenzamos la subida a pie porque es lo que hacen los hombres, y nos vimos inmersos en una escalera de caracol eterna que giraba sobre sí misma envuelta en un cilindro metálico, y en ocasiones se abría paso hacia el exterior y dejaba penetrar la noche que flotaba sobre las copas de los árboles.

El viento se había desatado y hacía crujir toda la estructura metálica, también me sobresaltaba el quejido de los peldaños de hojalata al pisarlos y entonces el vértigo activaba la lucha entre identidades, la prudente y la que desea saltar. Sentí que me desplomaba y cuando pensé que estaba a punto de hacerlo me encontré en todo lo alto, las estrellas brillaban ahí arriba y todo lo demás se empequeñecía bajo nuestros pies: la zona amurallada del castillo sobre el altiplano, el descenso vertiginoso de las luces domésticas que desembocaban en el río encendido, el Karlův most que se imponía y conectaba los caparazones cobrizos de las viviendas bajas, pálidas y despiertas, atentas a las ráfagas de viento que se revolvían entre los arcos abovedados de sal aguamarina y se crispaban hacia la torre, con el beneplácito de la tierra y el bosque. Pero a pesar de todo los crujidos me estremecían y me hacían sentir inquieto, y las estrellas estaban tan lejos… pensé que si algo malo me sucedía entonces, de seguro no llegarían a tiempo.